A dos semanas de su toma de posesión, Donald Trump ya está abocado a conseguir el cambio más dramático que se ha propuesto, a sabiendas o no: transformar el personalismo con que conquistó el Partido Republicano en una presidencia autocrática. Las consecuencias para el país se acercan a las predicciones más apocalípticas: el colapso del sistema de checks and balances, la captura de las instituciones por facciones leales al presidente y no al país, una rama ejecutiva desbocada en el castigo de enemigos políticos y en busca del poder absoluto, y una ciudadanía cada vez más polarizada en que proliferan enfrentamientos interpersonales y comunitarios. Trump ha pasado de narcisista a mesiánico y quiere transformar al país a su capricho, actuando en contra del principio de que el poder presidencial radica en la oficina, no en la persona. Ningún presidente en la era moderna ha actuado con tal desdén por las normas de gobierno, las leyes que limitan su autoridad, las vallas de contención contra el abuso de poder.
El volumen de órdenes ejecutivas emitidas en una guerra relámpago contra las instituciones ha sido tan brutal como caótico. Muchas de las directivas son tan amplias y vagas que las agencias encargadas de hacerlas cumplir han paralizado áreas importantes del gobierno. El congelamiento de los fondos federales para subsidios y ayudas marcó el cénit de este caos, poniendo en jaque millones de millones (trillions) de dólares destinados a la educación, Medicaid, veteranos de guerra y pequeños negocios que dependen de la regularidad de esos pagos. La explicación contenida en el memorándum de la oficina de presupuesto (OMB) es la cacería de políticas marxistas de igualdad, transgenerismo y ecologismo («Marxist equity, transgenderism and green new deal social engineering policies»), un tema politiquero de ultraderecha con poca base en la realidad. Este congelamiento fue rápidamente desafiado por demandas judiciales de varios estados, bloqueado por un juez, y finalmente tuvo que ser derogado por la administración, cobrando así Trump su primera derrota en medio de una crisis creada por él mismo. Otra medida caótica en curso es la oferta de admitir la renuncia de millones de empleados federales a cambio de ocho meses de sueldo, una invitación que probablemente viola alguna ley y que, además, sería de tontos aceptar porque un empleo federal supone otros beneficios como cuidado de salud y pensiones.
Con el volumen y la ferocidad de estas órdenes ejecutivas, Trump le ha declarado la guerra a la Constitución de Estados Unidos. La primera víctima ha sido el balance de poderes, dada la sumisión de la rama legislativa, que se ha rendido sin disparar un tiro bajo la floja dirección del vasallo trumpista Mike Johnson en la Cámara de Representantes y del amedrentado John Thune en el Senado. Ningún presidente norteamericano en la era moderna había tenido un Congreso —para colmo con una mayoría mínima— tan maleable y acobardado. La Constitución da al Congreso las riendas del presupuesto de manera muy clara: «No money shall be drawn from the Treasury, but in consequence of appropriations made by Law», y en el pasado los legisladores, especialmente el Senado, han defendido este poder a capa y espada. La semana pasada, Trump pretendió quitarles de un plumazo el poder sobre el presupuesto, sin protestas de ningún republicano, y en franco desafío al orden constitucional.
Otras ilegalidades y contravenciones del balance de poderes: Trump ha ignorado la ley pasada por el Congreso, de autoría republicana, sobre la prohibición de TikTok. Ha despedido sumariamente a los inspectores generales de las agencias federales sin cumplir la obligación legal de reportar al Congreso. Ha suspendido la ayuda externa, a pesar de que esos fondos han sido explícitamente designados por el Congreso. Y la más clara violación de todas: su declaración de que la ciudadanía por nacimiento no existe, ordenándole a las agencias del gobierno que rechacen certificados de nacimiento a niños nacidos en Estados Unidos si los padres son indocumentados; pretende en los hechos borrar la Enmienda 14 de la Constitución. Esta orden también ha sido bloqueada por un juez federal, que la consideró «flagrantemente inconstitucional».
Aún más preocupante es el hecho de que este proceso caótico y peligroso no resulta de un mandatario populista sin preparación ni seriedad, como sin dudas fue su primer mandato. Esta vez Trump se ha rodeado de aliados clave, quienes realmente empujan esta agenda de destrucción del Estado. Estas personas, como Russell Vought, aspirante a dirigir la oficina del presupuesto y uno de los autores del famoso Proyecto 2025, vienen de think thanks de derecha que han estudiado por décadas cómo desarmar un gobierno, como el Cato Institute, la Federalist Society y la Heritage Foundation. Son discípulos del ideólogo Grover Norquist, quien una vez dijera que quería un gobierno tan pequeño que pudiera ser ahogado en una bañera, y de Leonard Leo, artífice del cambio ideológico de la Corte Suprema.
Hay una ineficiencia inherente e insuperable en la presidencia imperial que desdeña al Estado republicano. Para lograr sus objetivos, Trump necesita una maquinaria burocrática tan vasta y costosa como leal. Desde cientos de miles de nuevos agentes de inmigración hasta un ejército de inspectores para hacer cumplir los aranceles, así como nuevos agentes y supervisores en cada agencia, sobre todo si es dominada de manera hostil. No es el primero que tropieza contra esta ineficiencia: Clinton instituyó una oficina para reducir el gobierno; Bush incumplió sus promesas de reducir la burocracia federal, y el mismo Obama dijo que quería un gobierno más inteligente, no más grande. La razón es sencilla: por más enraizada que esté la idea de que el gobierno es grande y despilfarrador, y por más atractiva que sea políticamente la posición populista de prometer recortes, la realidad es que Estados Unidos es un país y una economía gigantesca donde el gobierno ha crecido menos que la población. Entre 1984 y 2020, el número de empleados federales creció en un 12 por ciento, mientras que la población creció en un 45 por ciento. Cada presidente, sea demócrata o republicano, ha terminado su mandato con un presupuesto y deuda más grande que antes. Y, sin embargo, la relación entre el presupuesto federal y el Producto Interno Bruto se ha mantenido constante, alrededor del 25 por ciento, desde el siglo XIX (con la excepción de los dos años de la pandemia).
La trayectoria política de Donald Trump se ha caracterizado por muchas cosas nunca antes vistas en la política doméstica, pero sobre todo por su enfrentamiento al sistema de gobierno norteamericano. Las explicaciones van desde su condición de hombre de negocios con autoridad plena en sus empresas hasta sus tendencias mesiánicas («solo yo puedo hacer esto») y su admiración por los autócratas. Esta nueva fase de presidencia imperial constituye una escalada más, a sabiendas de que tiene dos años antes de las elecciones intermedias donde es muy posible que pierda la mayoría republicana en el Congreso. Está en manos de las instituciones civiles y los gobernadores de estados, pero sobre todo del poder judicial, incluida la Corte Suprema, donde instaló a tres magistrados, poner freno a sus aspiraciones de gobernar como un rey.
¡Bravo! Este individuo es un déspota, no en balde admira a Putin y a Kim Jong-un. Saludos.
Es probable que cierren pronto, dado que se les han suspendido los fondos de USAID. Quienes más notarán su ausencia serán los miembros del PCC.
Lo mismo se podría decir de MIlei o Bukele y ahí están con el apoyo de la mayoría de sus ciudadanos, son tiempos de cambio, EEUU si avanza y les duele.