El «hola y adiós» de Sabina en la Revolución cubana

    Por un lado, Bon Jovi. Con su gira de Gracias y Buenas Noches. La voz fallándole en vivo a la estrella de rock, tras un sinnúmero de terapias y operaciones. Su sonrisa tan limpia como la del adolescente de New Jersey con quien practicábamos inglés en La Habana de los ochenta, mientras reorientábamos una antena Yagi para sintonizar la FM norteamericana.

    Por otro lado, la mirada de buda manso con que nuestro querido Pablo Milanés se aferraba a sus penúltimos Días de Luz, despidiéndose del exilio y la patria en 2021, poco después de la orden de combate del Estado cubano, dada en contra de un pueblo puesto pacíficamente de pie, harto de los déspotas revolucionarios en un poder a perpetuidad.

    Ahora, este 1 de marzo, un Joaquín Sabina septuagenario que viene al Manhattan fundacional que antecedió y sucederá a la nación cubana. Lo hizo con una elegancia de clásico, cantando sentado para compartirnos, como si de un mantra póstumo se tratara, la esquela escueta de su Hola y Adiós.

    Los espectadores cubanos nos vamos quedando solos. Tras cada concierto, ya son menos los iconos inmortales de la banda sonora con que nos criaron desde el calostro. Pronto no habrá nadie a quien regalar nuestras ovaciones y aplausos. Ni tampoco tickets de 500 dólares, pagados a crédito para abrazar no al músico español, sino al Sabina interior que ilumina el alma de cada cubano.

    Rodeado de compatriotas en el Madison Square Garden de Nueva York, pared con pared con la archifamosa Penn Station, reviví a un Joaquín Sabina en escena en el teatro Karl Marx de la capital cubana. Fue en pleno Periodo Especial en Tiempo de Paz, un eufemismo fascista que, a inicios de los noventa, incluía una «Opción Cero» para convertir a nuestra urbanísima Habana en una Kampuchea rural.

    Éramos, por entonces, un pueblo súbitamente desnutrido. Los que tenían suficiente hemoglobina en la sangre, la usaron para darse a la fuga. A ciegas, proa al azar, en estampida. No pocos, prostituidos en cuerpo o en profesión. Se había evaporado el aceite que lubricaba la interpenetración entre los pistones de Fidel Castro y una masa maniatada a su imagen y voluntad. 

    Desinfladas las ideologías, cesó el paripé y emergió una verdad barbárica, hasta entonces invisible para gran parte de nuestra generación: estábamos secuestrados por la violencia; viviríamos en Revolución o no viviríamos; la consigna como advertencia de los cadáveres.

    Teníamos poco más o poco menos de 20 años. Estábamos ávidos de un nuevo vocabulario, una sintaxis civil para paladear aquellos términos hoy en desuso o, peor, en decadencia: transición, democracia, derechostransparencia. No importaban tanto sus significados. Lo fascinante era la praxis de balbucear una nueva lengua que nos permitiese protagonizar nuestras biografías de neocubanos.

    En su ingenuidad, la gente boqueaba desesperadamente por un buchito de solidaridad internacional. Instintivamente, decíamos que defenderíamos el socialismo, sí, pero solo después de encasquetarle una máscara más humana. Tal era nuestra estrategia para que no nos cayeran a golpes y no nos metieran en la cárcel. Como, en definitiva, nos cayeron y nos metieron. Así creíamos seducir al mundo progresista civilizado, pero lo cierto fue que nunca engañamos al conservadurismo de la Seguridad del Estado cubano.

    Desde los tres o trece pisos del Karl Marx, esa noche le imploramos a Joaquín Sabina que cantara una, solo una canción que nos liberara. Los gritos de «El Muro, El Muro, El Muro…» no cesaron, desde el primer acorde hasta mucho después del telón. Él los oyó. Tuvo que cantar oyéndolos. Ojalá que no haya dejado de oírlos incluso hoy, a sus 76 recién cumplidos hace un mes.

    La caída del muro de Berlín apenas había sido destacada por la prensa estatal, la única legal en Cuba desde 1959. Por eso teníamos fe en que un hombre llegado del mundo libre, de Europa en particular, tuviese la amabilidad de darnos aquel notición en versos. 

    Nos urgía conferirle un toque de realidad a ese mundo ignoto en el cual nos adentrábamos. ¿Cuándo fueron Rambo a Bucarest y Trotsky a Wall Street para fumar ambos la pipa de la paz? ¿Dónde en Nueva York se habían casado Lenin y Zsa Zsa Gabor? ¿Rasputín sobrevivió a la Guerra Fría o la Guerra Fría aniquiló a Rasputín? ¿Cómo era eso de que ya no habría Revolución y que era el fin de la Utopía? ¿Cuál fue la policía que ganó al final, siempre que luchaban la KGB contra la CIA? Y, sobre todo, ¿quién era ese tipo del club de golf, que ayer daba gritos de «Yankee, go home» coreando slogans de Fidel, y que ahora tenía un adoquín en su despacho de «El Muro, El Muro, El Muro…»? 

    Joaquín Sabina, por entonces un cuarentón rebosante de poesía con un eros erosivamente político, parecía de nuestra edad o incluso más joven. Nos pareció que en el capitalismo uno nunca envejecería. Sin embargo, en La Habana desgañitada por «El Muro de Berlín», sin riesgo de perder absolutamente nada y con cinco mil 500 jóvenes corazones de cubanos por conquistar, el cantante no se atrevió a interpretar una letra compuesta por él en libertad. 

    Nadie se la censuró, estoy convencido. Joaquín Sabina calló a consciencia. En vez de darnos un espaldarazo de emancipación, nos mostró su escéptica espalda. Allí mismo supimos que nunca olvidaríamos esa ausencia atroz del artista. Y, amándolo como aún lo amamos el sábado pasado en Manhattan, los cubanitos de entonces nos sentimos entrañablemente estafados por él. 

    Estábamos solos. Habíamos perdido la pelea. Era la hora de irse hasta el fin de los tiempos del Karl Marx. Los neocubanos tendríamos que devenir neoyorquinos.

    Se hizo un extraño silencio en Cuba. A ras de la medianoche insular, salimos cabizbajos de aquel teatro rebautizado, que no construido por la Revolución. No podíamos ni mirarnos a las caras. Sentíamos pena propia. 

    Vi a mi mejor amigo y a su novia, llorando. Tan bellos, tan vulnerables. Ninguno de los dos llegaría al 1 de marzo de 2025. De manera que fui yo solo quien tuvo que esperar hasta esa fecha para inercialmente imitarlos. Fue en el Madison Square Garden donde el salitre del mar habanero recuperó su ancestral sabor de los lagrimales a mis labios.

    Aunque ya la Historia carezca de peso específico; aunque el dolor duela menos o no nos duela nada; aunque los eventos épicos del pasado sean boberías borrosas de nuestra memoria espontánea y no recuerdos intencionales; aunque aquel «hola» de La Habana quede para siempre inconcluso con este «adiós» de Manhattan; igual yo te pido perdón, Joaquín Sabina, por haberte contado esto tan tarde.

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    3 COMENTARIOS

    1. Una crónica nostálgica y orlandista. Supe que Sabina estuvo en la Isla, como antes Serarat, Alberto Cortés, Antonio Gades y Ana Belén, pero no imaginé que cantar El Muro, pues volvió otras veces. La diplomacia de la cultura repite sus capítulos.
      Un abrazo desde España,
      Miguel

    2. Sueños y canciones, una vida que se fue y aún se arraiga al pasado de un corazón y una isla que ya no existe, sólo en el mapa interior. Pura nostalgia y lirismo Orlando, eso es tu texto!!!

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