Con su victoria el cinco de noviembre, Donald Trump ha logrado lo que solamente había hecho Grover Cleveland: dos términos presidenciales no consecutivos. Trump se convertirá así en la figura política más dominante por más de una década, más allá de ser uno de los políticos más polarizantes en la historia norteamericana, a la par con populistas de inflamada retórica como George Wallace o Andrew Jackson, el presidente con quien más se le compara. Además, ganó por primera vez el voto popular; algo que ha contribuido a que esta vez no proteste por supuesto fraude electoral. Su victoria, acompañada del control de ambas cámaras del Congreso por parte de los republicanos, ha sido un duro golpe para los demócratas, que esperaban elegir a la primera mujer presidenta y evitar el regreso del exmandatario que lideró la rebelión del 6 de enero hace menos de cuatro años.
Luego de cada elección hay recriminaciones y análisis sobre lo que debieron hacer los perdedores. Muchos de esos análisis llaman a una realineación o cambio ideológico del partido, olvidando que los partidos responden ante todo a su base y que abandonarla les costaría mucho más. (Los republicanos, por ejemplo, hicieron bien en ignorar las recomendaciones de moderación e inclusividad luego de la derrota de Mitt Romney en 2012, optando por redoblar su avance a la extrema derecha con Trump.) Las elecciones en Estados Unidos se ganan en los márgenes, que cada vez son más estrechos, y esta elección no ha sido diferente. El conteo del Colegio Electoral enmascara que solo hubo un dos por ciento de diferencia en votos entre ambos candidatos. En los estados claves de Michigan, Wisconsin y Pennsylvania la diferencia es aún más cerrada. La vicepresidenta Harris pierde esta elección por entre 200 mil y 250 mil votos, lo que confirma la polarización de un país dividido casi exactamente a la mitad. Ya no hay victorias arrolladoras (landslides) como la de Barack Obama en 2008 (365 votos electorales), Bill Clinton en 1996 (379 votos electorales) y, sobre todo, Ronald Reagan en 1984 (525 votos electorales).
Otros analistas y políticos tratan ahora de arrimar la brasa a su sardina, aduciendo que, si la vicepresidenta Kamala Harris o el Partido Demócrata hubieran prestado más atención a un asunto u otro de interés para ellos, el resultado hubiera sido diferente. Aquí entran el apoyo o no a Israel, las guerras culturales sobre las políticas de identidad, e incluso la acusación del senador Bernie Sanders de que los demócratas han abandonado a la clase trabajadora. Esto último no solo ignora las políticas protrabajadores en la plataforma de Harris y en las legislaciones aprobadas bajo la administración Biden (especialmente, la ley de infraestructura y la ley de reducción de la inflación, además de la cifra récord de trabajos creados bajo Biden), sino que no explica por qué perdieron sus asientos en el Senado Sherrod Brown y John Tester, dos demócratas moderados de amplia carrera con posiciones de populismo económico en favor de la clase trabajadora. También hay quienes señalan como un error que la candidatura de Harris fue más bien una coronación, pero olvidan que la postulación inicial de Joe Biden no dejó tiempo para unas primarias en regla y que la mayoría de los posibles contendientes dentro del partido apoyaron inmediatamente a Harris —y preservaron así su oportunidad de tener una campaña completa en 2028.
La realidad es que los demócratas enfrentaban dos vientos muy fuertes: la mala percepción de la economía entre los votantes, mayormente por la inflación post-COVID, y la baja popularidad del presidente Biden, quien se negó a abandonar su maltrecha esperanza de reelección hasta que faltaba apenas tres meses para la elección. Históricamente ningún mandatario ha sido reelegido en tiempos de mala opinión sobre la economía: esto le costó el puesto a Jimmy Carter, a George H. W. Bush y, en buena medida, al mismo Trump debido a la crisis provocada por la pandemia y su caótico manejo de la misma. Los votantes tienden a castigar al presidente y al partido en funciones, aunque poco pueda hacer la Casa Blanca para controlar los precios en el supermercado o el costo de la renta —y, de hecho, cuando se intenta hacer algo al respecto, nunca faltan ataques por parte de grupos de interés. En cuanto a la popularidad de Biden, ningún presidente ha sido reelecto con índices por debajo del 40 por ciento. Harris, que compartía esa impopularidad, no fue capaz de convertir el entusiasmo inicial de su entrada en campaña en un apoyo sustancial el día de los comicios.
Párrafo aparte merece la reafirmación de que la misoginia y el sexismo continúan siendo uno de los mayores obstáculos para alcanzar la Presidencia en Estados Unidos. La virulencia con que se responde a esta afirmación solo sirve para demostrar que es cierta. No es la calidad de las candidatas: objetivamente, no solo estaban Hillary Clinton y Kamala Harris más calificadas para la Presidencia que Donald Trump, sino que una vez más ninguna mujer avanzó en las primarias republicanas. Cuando se habla de la necesidad de un examen crítico dentro del Partido Demócrata, esto debe ser parte inevitable de la conversación —especialmente, dada la pérdida de apoyo entre los hombres negros y latinos.
Ninguna derrota electoral tiene una sola causa, y sobre todo cuando se decide por márgenes tan cerrados en unos pocos estados. Pero si hubiera alguien a quien culpar es Joe Biden. No solo abandonó su promesa de ser un presidente transicional y pasarle el batón a una nueva generación, sino que más tarde se vio obligado a hacerlo a última hora, tras un desastroso debate que confirmó las dudas sobre sus capacidades para esa posición. Harris heredó la impopularidad a raíz de la política migratoria y la percepción de la economía, además de una campaña limitada a tres meses. El retorno triunfante de Donald Trump, y el modo en que cambie el rumbo del país, especialmente si sus aspiraciones autoritarias no pueden ser refrenadas por las instituciones políticas, será ahora el principal legado de un presidente que se creyó excepcional.
Esta fue una victoria electoral para TODOS los ciudadanos estadounidenses (descontando los lectores y autores de El Estornudo). No hubo derrota electoral. Es la hora de la celebración electoral. Y no se decidió por márgenes cerrados en ninguna parte. Trump ganó cómodamente condado a condado y estado por estado. Los resultados cerrados fueron, si acaso, algunos de los que ganó el Partido Demócrata. Ambos son excelentes candidatos que fueron votados por millones de votantes. Ambos merecen respeto y ninguno de los dos le hará nada malo a la democracia. Por cierto, en 2020 hubo un exceso de 26 millones de votantes más respecto al 2016 y de 16 millones de votantes más respecto al 2024. Parece que el Covid los eliminó o tal vez se fueron para Cuba.
«no solo estaban Hillary Clinton y Kamala Harris más calificadas para la Presidencia que Donald Trump…….», lo que hay que oír, perdón, que leer.
A raíz de este comentario, algo que me faltó d. El artículo: es bueno ver a los trumpistas hablando de unidad y celebración. Marcado contraste con el 2020 (y los cuatro años siguientes) cuando se quejaron por la derrota de su Líder Supremo, inventaron fraude electoral y asaltaron al Congreso. Qué bueno que hayan visto la luz aunque sea cuatro años tarde.
¿Unidad con un «nazi»? Yo, jamás. Por cierto, nunca más te atrevas a llamarme «trumpista». Yo no te he calificado a ti. Esa unidad con un «nazi» la hizo ahora el Partido Demócrata, al darle la bienvenida a un «nazi» después de usar los mecanismos del Estado para estigmatizar, encarcelar e intentar asesinar al candidato «nazi». Abusadores y manipuladores. No hay monstruo ni fanatismo ni autoritarismo ni ningún miedito mediocre. Hay un país que ha votado ya tres veces por Donald J. Trump. Sigo esperando una explicación para la infladera del padrón electoral sólo en 2020. En 2020 hubo un exceso de 26 millones de votantes más respecto al 2016. En 2020 hubo un exceso de 16 millones de votantes más respecto al 2024, que es cuando era más urgente salir a votar contra el convicto «nazi». ¡Ya estamos en el nazismo! Pronto esta revistica tendrá que ser editada desde un campo de concentración en Gitmo. Y de ahí, una patada führibunda para que caigan en la cárcel de Boniato. Es delicioso leer estos obituarios. Vivir en 1933 es una epifanía. Heil, Estornudo.
Me equivoqué, aún sigue lloriqueando el trumpista por la derrota del 2020. Qué se le va a hacer.
«La vicepresidenta Harris pierde esta elección por entre 200 mil y 250 mil votos, lo que confirma la polarización de un país dividido casi exactamente a la mitad.». Este señor, o es muy mentiroso y manupulador o no sabe sacar cuentas.