El establishment liberal de la prensa estadounidense anuncia el advenimiento de una «era de incertidumbre» tras la victoria electoral del Donald Trump. En la jornada de este 5 de noviembre, los republicanos no solo han reconquistado la Casa Blanca —con el segundo presidente en la historia que alcanza mandatos no consecutivos (Grover Cleveland)—, sino que además se han hecho con el control del Senado y, muy probablemente, de la Cámara de Representantes.
Vanity Fair amaneció este miércoles resumiendo algunos de los méritos del triunfador: 34 cargos por delitos graves, una condena, dos casos pendientes, un impeachment (no consumado), seis bancarrotas y… cuatro años más en el poder: «El 47º presidente de los Estados Unidos».
Una hora antes de la medianoche, cuando ya era evidente la derrota en Georgia (demócrata por estrecho margen en 2020), la campaña de la vicepresidenta Kamala Harris ponía aún sus esperanzas —o eso transmitía al público— en un camino hacia el triunfo a través del llamado «Muro Azul»: Wisconsin, Michigan y Pensilvania. Aún quedaban bastantes votos por contar en los grandes distritos urbanos, y quizá ayudara en ese sprint final un buen lote de sufragios adelantados que había tardado en desempaquetarse en el último de esos tres estados.
Pensilvania era esta vez la joya de la corona: 19 votos del Colegio Electoral en un swing state con varios condados populosos y bastante afroamericanos, suburbios tradicionalmente demócratas y la esperanzadora irradiación de importantes campus universitarios.
Sin embargo, John King —el sagaz analista y corresponsal nacional de CNN— lo veía cada vez peor en todas partes para los azules. En cada área demócrata, donde sacar ventaja era decisivo para aprovechar el potencial demográfico urbano y contrarrestar la superioridad rural del adversario, Harris estaba imponiéndose por un margen sensiblemente menor que Biden en 2020; Trump era varios puntos porcentuales mejor en la derrota, y también mejor que hace cuatro años allí donde todos esperaban que ganase.
Ya en la madrugada Jake Tapper —moderador junto a Dana Bash del debate presidencial que acabó en junio con las aspiraciones de Joe Biden—, parecía agotado, o bien apaleado por los acontecimientos. Llevaba varias horas de vertiginoso stress profesional frente a una audiencia televisiva nacional, y —poco después de que Trump saliera para abrazar su victoria— aún tuvo claridad para señalar un hecho fundamental. Más allá del fanatismo MAGA y de la amplia base trumpista, que salió a votar como no lo hicieron esta vez los demócratas, hay una lectura que hacer sobre «la gente que decidió esta elección» (al cambiar su voto y, quizá, al ausentarse): «no les gusta el país tal como es ahora», dijo Tapper, principalmente en cuanto a los tres asuntos que Trump más explotó en su campaña. Es decir: la economía, y sobre todo la inflación en los bienes de consumo; la inmigración y la crisis en la frontera, que la actual administración estuvo negando durante sus primeros dos años, y, por último, la política exterior y el papel de Washington respecto a las guerras en Gaza y Ucrania.
Todas las grandes cadenas televisivas, como los principales diarios del país, cubrieron en vilo —apelando a modelos propios del show bussiness estadounidense; sin dudas big time television— una noche electoral que fue menos una moneda al aire («tossup») de lo que todos suponían o quisieron vender a sus audiencias.
Un vocero de Kamala Harris salió para decir que los demócratas se asegurarían de que cada voto fuera contado en los battleground states, pero que la vicepresidenta no aparecería en público para dirigirse a sus seguidores reunidos en el campus de Howard University, en Washington D.C., donde hubiera tenido lugar una hipotética celebración azul.
Era una rendición, a todas luces. Cuando las cosas pintaban mal en 2020, Trump apareció de todos modos para decir que era el vencedor. Esta vez no hizo falta bluffear, y su equipo apostó por la paciencia y la certidumbre en la victoria.
Luego Trump prometió «sanar» a América y envió un presunto mensaje de unidad que aderezó, en primer lugar, con la acostumbrada exaltación de sus partidarios y, luego, de la nación frente al mundo. Pasó revista a sus familiares en el escenario, a varios de sus más cercanos colaboradores, incluido el vicepresidente electo JD Vance (quien tomó los micrófonos brevemente), y también a algunos de sus correligionarios más célebres: Elon Musk, el hombre más rico del mundo; el golfista Bryson DeChambeau; Dana White, dueño de la UFC, quien lanzó una breve lista de afamados luchadores trumpistas que acabó con una ovación para Hulk Hogan; el abogado ambientalista y excandidato independiente Robert Kennedy Jr., reconocido militante antivacunas a quien Trump dijo que dejará emprender iniciativas para «hacer saludable a América otra vez» —comenzando, al parecer, por la eliminación del flúor en el agua potable— siempre que no se meta con la explotación petrolera: «Bobby, mantente alejado del oro líquido… Fuera de eso, pásala bien, Bobby».
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En el restaurante Versailles, o en La Carreta de la calle 40, en Miami, nadie vio estas cosas a través de las grandes cadenas televisivas estadounidenses (ni siquiera Fox News). La noche era de fiesta, aunque todos estaban siguiendo el conteo de votos electorales en sus teléfonos. Alguien dijo que Telemundo era comunista también, y alguien le respondió que por eso estaba mirando los resultados en América TeVé.
Desde bien temprano se confirmó que la Florida era de Trump, y la sorpresa llegó cuando se supo que en Miami-Dade —tradicional enclave demócrata— también había ganado el Partido Republicano, algo que no ocurría desde 1988 con George Bush padre.
A medida que avanzaba la noche —que empezó con poco movimiento— había más gente en las inmediaciones del Versailles. Los rostros, los ademanes y las voces de los congregados parecían cada vez más relajados, enérgicos y precisos; la alegría más contagiosa, más soberbia, y más estridente e imperioso el ruido de las bocinas y los motores de las camionetas y los autos deportivos sobre la calle 8. «Let´s go, Brandon», se escuchaba en un altavoz.
Alguien dijo ser nicaragüense y dijo compartir el sufrimiento de cubanos y venezolanos: «¡Abajo el comunismo», gritó, y la gente por supuesto lo jaleó. Es la América conjurada de Trump, el hombre fuerte que ha venido por segunda vez a salvarnos a todos. Aquí y allá.