I
Una noche checa de los dos mil, frente a un público de 500 hippies ya ebrios, Gorki Águila vivió uno de sus momentos más felices. El escenario no era nada espectacular, pero armonizaba con la rusticidad underground del local: una vieja fábrica de carne enlatada que, tras la caída del Campo Socialista, fue convertida en un auditorio para amantes del rock. Como siempre que tocaba fuera de Cuba, Porno para Ricardo, la banda de Gorki y sus muchachos, fue relegada a la categoría de invitada menor de las grandes estrellas extrajeras o las populares bandas locales que protagonizaban el show. Ninguna de las canciones clásicas del grupo, casi todas en español, y en clave de sátira política para el contexto cubano, iba a llamar demasiado la atención de los espectadores ávidos de adrenalina rocanrolera, celebridades, alcohol y más… El fracaso parecía inminente, así que probaron suerte con una improvisada versión punk de una canción antifranquista de 1968 llamada «La estaca». Para su sorpresa, los 500 hippies checos, ya ebrios, se tomaron de las manos y tararearon a coro aquella tonada. La reconocían gracias a una adaptación que en los años ochenta el sindicato Solidaridad de Walesa convirtió en un himno anticomunista en Europa del Este.
Otro momento feliz fue la mañana siguiente al anuncio de la muerte de Fidel Castro. Gorki recuerda que ese día llenó su casa de globos de colores y celebró con música a todo volumen mientras se decretaba luto oficial en todo el país. «La gente me criticaba porque uno no debe alegrarse de la muerte de nadie», dice ahora. «Pero yo creo en Dios, y por eso me alegré de que se muriera el diablo. Para mí, Fidel Castro es el diablo, un demonio que destruyó ese bellísimo país. Si tú conversas con cualquier viejo, verás como te habla maravillas de Cuba antes de que llegara Castro al poder. Haz la prueba».
La primera persona que le habló de esa Cuba fue su madre. En los relatos que Gorki debió escuchar muchas veces cuando era niño, la vida era feliz, antes de la Revolución, en la finquita cafetalera del abuelo materno en Pinar del Río. El terreno nunca dio para amasar una gran fortuna, pero sí para mantener unos pocos peones y ciertas comodidades. Su madre, una guajira ñonga y encarada, creció silvestre entre las lomas de la Sierra del Rosario; de los campesinos de la zona aprendió todas las groserías de este mundo y a cazar venados con la escopeta familiar. «Cuando me hacía esos cuentos, siempre terminaba diciendo que la carne de venado es la más rica que hay, una exquisitez. Aunque nunca la he comido», dice Gorki, y se humedece los labios con la lengua. «Yo soy fanático a comer carne. Y esa es otra cosa por la que odio a los comunistas, porque no me lo han permitido. ¿Ya te conté de la vez que estuve preso y conocí a un tipo que le echaron 11 años por matar una vaca?».
Tras el triunfo de la Revolución, la historia de la familia materna de Gorki fue la de muchos pequeños propietarios de la época: las tierras fueron colectivizadas; en poco tiempo se volvieron improductivas, y sus antiguos dueños, con el escaso capital que les quedaba, se fueron a la capital. En La Habana, su madre se casó con un hombre más bien tímido y nervioso que imploraba silencio cuando ella, iracunda, comenzaba a lanzar groserías contra el régimen.
—¡Sácame al cara de crica ese de alante! —gritaba ella cuando en el televisor transmitían alguno de los interminables discursos de Castro.
—Shhhh… Habla bajito, que nos puedes buscar un problema —decía él.
—¡No me importa! ¡No quiero verlo! ¡Sá-ca-lo!
Gorki nació el 11 de noviembre de 1968. En el Zodiaco sería Escorpio, el signo astrológico bajo el que, dicen, nacen los rencorosos. Según él, durante la infancia odió su nombre por lo raro que era en Cuba, pero en la adolescencia aprendió que «lo raro también puede ser una virtud». Aunque su madre, simplemente, lo tomó prestado del escritor ruso, Gorki defiende una versión más rebuscada y determinista. «¿Sabes cómo se traduce mi nombre al español? Amargo».
II
«No me hagas muchas fotos ni que digas dónde estoy exactamente. No quiero que ellos me tengan tan localizado», me dice nada más vernos. «Ellos», de ahora en adelante, durante largas horas de plática, serán el régimen cubano: sus dirigentes y funcionarios, los agentes de la Seguridad del Estado y también los chivatos menores que conoció. Puedo decir, sin embargo, que estamos en el centro de una ciudad mexicana, rodeados de pequeños bares. Hace un calor húmedo que empapa de sudor las ropas. A nuestro lado, la gente lleva prendas claras y ligeras. Gorki no. Él es el único que va todo de negro.
Escoge un bar con la misma seguridad con que encara al mesero y lo convence de permitirle fumar, sin importar el cartel en la pared que promete una multa para quien prenda un cigarrillo. Es evidente que conoce bien esta ciudad donde hace ya unos años estuvo junto a toda su familia. Aquí murió su madre y aquí, todavía, vive su hermana. En su momento, el padre decidió volver a Cuba con él, que solo permaneció en México lo imprescindible para obtener la residencia.
«Esa vez pudiste quedarte, y también las otras que has venido. Te hubieses ahorrado tanto de haberlo hecho», le digo.
«Asere, yo amo mi país. No porque sea un patriota clásico ni una pinga, sino porque de aquí… perdón… de allá son mis socios, mi familia, mi manera de hablar, las pequeñas cosas que valoro. Te pongo un ejemplo: las veces que he venido, he cogido una bicicleta y me he puesto a pedalear a lo loco, como si estuviera en Cuba. Pero mi cerebro me decía: “Espérate, que acá hay un error. ¿Dónde está la costa?”».
Cuenta Gorki que, desde su casa en La Habana, podía ver el mar, cuya orilla pedregosa visitaba con frecuencia acompañado de amigos, novias, botellas de ron y, por supuesto, una guitarra. En México, hace algún tiempo, lo invitaron a una playa paradisíaca, codiciada por los turistas de medio mundo, pero a él le pareció horrenda por tantas dunas de arena.
«Puede que para mucha gente el mar sea la arena blanca, fina, con el azul turquesa de las aguas tranquilas de fondo. Pero para mí el mar es, necesariamente, las olas rompiendo contra las piedras de la costa, el filo del diente de perro», dice.
III
«Yo soy el incómodo. Yo soy el tipo que dice lo que muchos piensan, pero no quieren decir. Eso es la libertad. Y, asere, ser libre puede ser duro, pero es divertidísimo», dirá poco después, cuando hable de Porno para Ricardo y las mil y una formas de censura que conoció la banda cuando abandonó los temas de sexo explícito para arremeter en sus letras contra el régimen castrista, y también, más tarde, cuando explique las razones de su exilio. Pero antes de ser un opositor político, y mucho antes incluso de ser un paria en la escena musical cubana, ya Gorki Águila sufría y se divertía con el espanto y la repulsión que provocaba en los entornos donde pasó su adolescencia.
Su madre, que aspiraba a que Gorki se pareciera a los galanes de pelo engominado del cine mexicano de los cincuenta, fue la primera en ver con malos ojos los pantalones ajustados y la melena negra. Después vinieron los problemas en la escuela, donde la directora, al menos una vez a la semana, lo obligaba a pararse en posición marcial frente al resto de los estudiantes.
—¿Lo ven? Bueno, este es, precisamente, el tipo de estudiante que no queremos en la escuela —soltaba ella. En la risilla de sus compañeros, sin embargo, Gorki advertía algo de hipocresía.
Todavía en la Cuba de los ochenta el rock estaba vetado porque era un producto capitalista, extranjerizante, que alienaba a las masas y las conducía a conductas antisociales, incluida la homosexualidad, o eso habían defendido la propaganda y el aparato cultural durante las dos décadas anteriores. Ciertamente, escuchar rock a escondidas, o asistir a algún concierto al margen de toda institucionalidad, era algo que muchos podían permitirse, pero no cualquiera tenía el valor de vestir como un rockero y alejarse en público de los moldes estéticos aceptables para la masculinidad revolucionaria.
«A mí todo eso me daba igual porque siempre he creído que el rock no es solo la música, es también un estilo de vida. Y en mi caso, mi amor por él fue a primera oída», dice Gorki.
Ese amor, que a veces también define como un «embrujo», comenzó cuando era apenas un niño sin mucho más que hacer en las noches que escuchar la radio. En un viejo y aburrido programa de variedades, alguien había decidido usar como cortinilla musical unos pocos segundos de una canción que, tiempo después, Gorki descubriría que pertenecía al grupo Kansas. Durante más de un año, escuchó el programa religiosamente, a la espera de esos breves momentos hipnotizantes por los que valía la pena soportar lo que fuera que estuviera diciendo el locutor.
«Unos años más tarde, comenzó a permitirse un poco el rock del Campo Socialista. Había piquetes buenos, no digo que no, pero era de pinga escuchar esas cosas en ruso y alemán. Ya en los ochenta el rock anglosajón era súper popular, pero en secreto. En secreto pa’ los demás; a mí todo me resbalaba. Yo escuchaba, sobre todo, Deep Purple y Led Zeppelin, y creía que lo que me estaba metiendo por los oídos era lo último, pero la verdad es que esa gente ya estaba alcanzando la categoría de clásicos. Estar a la moda en Cuba era escuchar lo que sonaba diez años atrás», dice, y enseguida cuenta cómo se enteró de aquel retraso de una década. Sucedió también en los ochenta, luego de que Fidel Castro permitiera la entrada al país de cubanos exiliados sin cuentas pendientes con el régimen, la famosa «comunidad». Una tía suya que vivía en Estados Unidos anunció que iría pronto a la isla con regalos para toda la familia. Gorki le pidió que le trajera el último disco de Deep Purple, que en su mente debía ser lo más novedoso en el mercado musical estadounidense. La tía, sin embargo, se apareció con otro disco, uno cuya portada mostraba en primer plano el rostro de un niño con el labio roto y las manos a la cabeza; una imagen simple, muy lejos de la psicodelia y los hombres melenudos que adornaban los álbumes de los grupos que él disfrutaba. «Yo le pregunté que qué cosa era eso y ella me dijo que en la tienda le aseguraron que era lo último del mercado, bien calentico, lo más sonado. Y, bueno, se trataba de War, de U2. ¡Tronco de disco! Y te hablo de 1983; así que digo, sin temor a equivocarme, que fui el primero en Cuba que lo escuchó».
Entre cervezas, cigarrillos y anécdotas, Gorki cita canciones, discos y bandas de rock; hace pequeñas anotaciones sobre lo que diferencia al trash metal del death metal, y esboza una historia mínima del punk, todo con una verborrea enciclopédica. A veces, también, hace de su antebrazo derecho una guitarra y con los dedos de la mano izquierda marca los acordes de una canción y sacude la cabeza y aprieta la mandíbula como si mostrara su virtuosismo en un escenario. «Ese tema sonaba así. ¡Pam pam pam taon taon di taon!».
Después, cuando pasa el éxtasis, dice: «Hay gente que me pregunta: “¿Oye, Gorki, tú no estás ya muy viejo pa’eso del rock? Pero eso es como decir que alguien es viejo pa’ ser salsero. El rock es la primera música global. El rock desarrolló tecnológicamente el mundo del espectáculo. El rock es hasta literatura. Y quien diga lo contrario ¡que le pregunte a Bob Dylan!».
III
Si no lo hubiesen humillado semanalmente frente a toda la escuela, si no le hubiesen dicho cada día que los muchachos como él no solo eran unos fracasados, sino que además ponían en riesgo el noble intento de crear el «hombre nuevo», quizás, dice, su vida hubiera sido otra. Ahora, especula, sería un ingeniero o un intelectual cualquiera. Eso sí, amante del rock. Pero en aquellos años, por más que le divertía ser un dolor de cabeza para la dirección de su escuela, no estaba dispuesto a ser objeto de ofensas el resto del bachillerato.
Cuando le dijo a su madre que dejaría la escuela, ella aceptó, pero con la condición de que buscara un trabajo, porque zánganos en la casa no quería. Durante los siguientes años, Gorki tuvo varios empleos mientras terminaba el doceavo grado en la Facultad Obrero Campesina, donde logró convencer a los profesores de que su pelo largo era parte de una obra de teatro en la que él, artista aficionado, interpretaba a un joven rebelde que iba a las montañas a luchar por la Revolución como uno más entre los melenudos soldados de Fidel. Y así, dando tumbos de aquí para allá, matriculó en una escuela de pintura, el Taller de Heriberto Manero, donde se premiaba más el interés que la aptitud para la plástica. Y lo mejor era que allí a nadie le importaban las maneras de vestir o los gustos musicales de los demás.
Las nociones de pintura lo llevaron a encontrar trabajo en el mítico taller de serigrafía del Instituto Cubano de Artes e Industria Cinematográficos (ICAIC), donde estilos tan diversos como los de la tradición gráfica cubana, el pop art y el realismo socialista se fusionaban en carteles que todavía son un referente del diseño a nivel mundial. Al principio, Gorki hizo labores simples de ayudante de esto o aquello, pero pasaría 16 años allí, así que llegó a dominar perfectamente todos los procesos de la serigrafía. También aprendió sobre gráfica porque en sus días libres se iba a las bibliotecas especializadas para devorar viejas revistas de diseño. Sin embargo, casi nadie supo de esto hasta hace bastante poco, cuando en la pandemia —la «plandemia», dice Gorki, adepto de cuanta teoría conspirativa existe—, aburrido en su casa, comenzó a publicar una serie de ingeniosos carteles en redes sociales con la única ayuda de un teléfono móvil y su imaginación inagotable.
«Tengo que ser sincero y admitirlo: yo sé mucho más de serigrafía manual que de música», dice, y luego recuerda la vez que conoció al legendario guitarrista británico Jeff Beck, quien a inicios de los sesenta tocaba en una banda llamada The Yardbirds junto a otros dos muchachos por entonces desconocidos: Eric Clapton y Jimmy Page. El encuentro sucedió en un bar cualquiera de República Checa, luego de que Porno para Ricardo amenizara el entretiempo que separaba las presentaciones de las grandes estrellas. Beck, que tomaba cerveza en la barra, vio llegar a Gorki y le lanzó un cumplido.
«Me dijo que tocaba muy bien la guitarra. ¡Jeff Beck me dijo que tocaba muy bien la guitarra! Qué tipo más amable, ¿no? Pero eso quién se lo cree».
IV
«¿Qué música escuchas para ti, para pasarla bien?».
«La mía, definitivamente, no. A veces voy a un lugar y me dicen: “Vamos a ponchar una de Porno para Ricardo”. Y yo me opongo muy tajante. Escucharse a uno mismo es extenuante. Pero oigo mucho rock, de todo tipo».
«¿Escuchas algún otro género?».
«Sí, claro. De todo. Desde Chocolate hasta trova. Puedo escuchar a Pablo [Milanés]. ¡Qué voz y qué obra más enorme y preciosa la suya! Puedo escuchar a Santiago Feliú, un tipo que metía tremenda guitarra y al que me le colaba en todos sus conciertos. En fin, yo escucho de todo. Escucho hasta a Silvio».
«¿A Silvio Rodríguez?».
«Sí, pero para mí es un proselitista comunista de mierda. Que quede claro. La gente no sabe el daño que hizo la Nueva Trova, porque gente como Silvio venía a darte una canción, pero te estaba metiendo el comunismo en el cerebro. Esa música fue usada para eso en toda Latinoamérica. Pero no dejo de reconocer que tiene una obra estrepitosamente buena. Asere, tú le puedes hacer una canción a Stalin que, si está buena, está buena. Y, por desgracia, las suyas son tronco de canciones. “Te doy una canción”, “En el claro de la luna”… Bafff, qué temas más hermosos. Yo puedo imitar la voz de Silvio, ¿sabías?».
Fue debido a esa habilidad suya que su primer y pequeño repertorio de canciones estaba compuesto en gran medida por temas de Silvio Rodríguez. Aunque, en verdad, las primerísimas fueron de Roberto Carlos, pero solo porque un amigo suyo que le enseñó a tocar guitarra, un jazzista profesional, las consideraba tan elementales como para que cualquier principiante las reprodujera. En las fiestas o a la orilla del mar, con el pelo largo, los pantalones ajustados y una guitarra al hombro, Gorki ejecutaba su papel de juglar con éxito, sobre todo entre las muchachas de su edad. Fuera de ese entorno, sin embargo, la realidad era otra.
«Yo era un chamaco, y cada vez que iba por la calle y había un policía cerca ya sabía que me iban a empujar contra una pared, que me iban a cachear como a un delincuente y que, muy probablemente, iba a terminar pasando la noche en un calabozo. Y todo por ir vestido de rockero».
«¿Nunca te abrieron ninguna causa penal?».
«No en esa época. De todas esas veces, solo en una me pusieron una carta de advertencia. Después de llevarme a la estación de policía y tenerme ahí un rato, me dijeron que iba salir, pero tenía que firmar un documento. Cuando me ponen ese papel delante… Es que te vas a caer pa’ atrás: en la casilla del nombre del delito, los singaos esos habían puesto “friki”. Pero nada de eso hizo mella en mí. Más bien me dio fuerzas. Y un día, como quien no quiere la cosa, me pregunté por qué, si me gustaba tanto el rock, no hacía algo por él. Entonces comprendí que hacer algo por el rock es hacer un piquete. Y lo hice».
V
Hace poco alguien le confesó que, durante su adolescencia, en uno de esos preuniversitarios cubanos alejados de la civilización, donde las clases se alternaban con jornadas de trabajo en el campo, la música de Porno para Ricardo se escuchaba de contrabando.
En esa escuela eran pocos los internos que tenían reproductores de MP3, que entonces comenzaban a ser populares en Cuba. Los estudiantes se compartían los aparatitos como una pipa de la paz, de manera que todos escuchaban siempre las mismas canciones, incluidas algunas tragicómicas de esta supuesta banda punk nacional de la que nunca habían oído hablar. Solo los más melómanos sabían que se trataba de Porno para Ricardo, un grupo prohibido que había tenido un pequeño cameo en una película de 2005 llamada Habana Blues. Las favoritas eran «Mi balsa», sobre el drama de los cientos de cubanos que han perdido la vida intentando cruzar el estrecho de Florida en embarcaciones frágiles y rústicas:
…Ya mi balsa se va a hundir.
Ahí vienen los tiburones
con varias filas de dientes, oh yeah,
a morderme los cojones…
Y «El Comandante», un tema que hubiese infartado a más de un profesor por su irreverente letra sobre Fidel Castro, y que, de no escucharse a escondidas, hubiese sido motivo suficiente para expulsar a cualquier alumno del centro.
El Co-man-dante
quiere que yo trabaje
pagándome un salario miserable.
El Co-man-dante
quiere que yo le aplauda
después de hablar su mierda delirante.
Noooo, Comandante,
no coma usted esa pinga, Comandante…
Cuando escuchó esa historia, Gorki se emocionó y sumó la anécdota a la lista que guarda en su cabeza de cosas por las que todo valió la pena. «Porno para Ricardo es la única banda que nunca conoció realmente a su público», dice, «y si es famosa no es tanto por sus temas como por ser la única que casi no pudo dar conciertos en su país. Lo que sí hicimos mucho, más que cualquier otra cosa, fue dar entrevistas sobre por qué nos censuraban. Y eso jode mucho».
«¿Y por qué le pusiste ese nombre a la banda?», pregunto.
«Fue como una broma a un amigo mío que es pintor. Él tenía muy mala suerte para las mujeres y era adicto a la pornografía. Esa es la explicación básica, pero te puedo decir también que le puse así porque ese nombre revindica la individualidad, el derecho a hacer lo que te salga de la pinga. El porno es placer y se consume en el espacio íntimo de la fantasía, del erotismo. Es todo lo contrario a la consigna política de la masa, al montón de gente gritando a coro “Patria o Muerte”. ¿Cómo se le puede ocurrir a alguien eso de “Patria o Muerte”? ¿Quién, en su sano juicio, participa en un acto multitudinario y grita que la muerte es una opción?».
Tras su fundación, en 1998, a la banda le cerraron más de una puerta, aunque aquella censura fue algo nimio comparado con la que habría de sufrir unos años más tarde. Lo primero que molestaba a las instituciones culturales era el nombre, que una vez le cambiaron por «PR» en un programa de televisión de inicios de los dos mil, cuando ya el rock era aceptado en la isla. «Asere, mi banda se llama Porno para Ricardo. Eso de PR qué es. ¿Pinar del Río?», protestó Gorki ante los productores, pero ni así pudo cambiar el cartel de presentación. Sin embargo, lo que causaba estupor en los espacios de concierto y en los medios, controlados por el gobierno, eran las letras de sus canciones, casi todas, en esos años iniciales, sobre sexo explícito. De hecho, por entonces el tema más «popular» de Porno para Ricardo era «Felación», cuyo estribillo repetía una y otra vez: «Haz que te la mame bien».
Fue justo esa canción la que el cineasta español Benito Zambrano quiso incluir en su película Habana Blues cuando le pidió a Gorki una pequeña participación en el proyecto.
«Benito tenía la idea de hacer una película sobre música cubana. Llegó a Cuba a averiguar, pero en su cabeza tenía lo que tiene la mayoría de los extranjeros: que si la rumba y el guaguancó, que si la salsa, que si el bolero y el folklore. Claro, él investigó bien y se dio cuenta de que había una Cuba underground con una música underground. Un día, el tipo se apareció en mi casa, y yo le dije: “Qué bolá, asere, echa pa’cá”, y le enseñé las fotos de mi familia. “Toda esta gente de aquí pasó a mejor vida”, le dije. Él no entendió y casi que me da el pésame, pero le expliqué: “No, no, es que están fuera de Cuba, en México”. Y ahí empecé a hablarle de mi experiencia como músico».
Una de las muchas historias que contó había ocurrido unos años antes, en uno de las pocas presentaciones de Porno para Ricardo en Cuba, cuando ya sufría censura por parte de las instituciones culturales del país, pero no estaba expresamente prohibida. Fue en el llamado Patio de María, un espacio para pequeños conciertos de rock, muy famoso entre los frikis habaneros a principios de los dos mil. Para el show, Gorki había contratado por solo cinco CUC (cinco dólares) a varias transformistas que lo acompañarían en el escenario doblando canciones pop y algún viejo bolero de los cincuenta. Sin embargo, una funcionaria provincial llegó a tiempo para impedirlo.
—Aquí no vamos a dejar que se hagan espectáculo de travestis —le dijo a Gorki.
—Pero esto no es un espectáculo de travestis. Este es un show de Porno para Ricardo y eso es solo una parte de nuestra presentación —contestó él. Por mucho que insistió, el concierto no pudo darse de la manera en que lo tenía pensado.
Cuando Habana Blues se estrenó, Gorki vio hacia el final del filme una escena que le recordó aquella que le había contado a Benito Zambrano en la sala de su casa. En la película, los protagonistas son presentados por un grupo de chicas trans a las que, durante unos segundos, se les ve bailando en el escenario. Habana Blues, con todo y los problemas de los que habla, dice ahora Gorki, es más una versión de las fantasías de la gente en el mundo de la música underground cubana que un reflejo de la realidad.
VI
En el bar, un chico se nos acerca con una pequeña bocina y un micrófono en la mano. Es uno de esos raperos ambulantes que improvisan rimas en plazas, bares y autobuses a cambio de alguna moneda. El muchacho se fija en Gorki, intuye que es amante del rock, quizás músico, y comienza a hilvanar versos amables sobre su facha dark a ritmo de hip hop. Gorki se levanta de la silla y lo acompaña.
«Oye, chamaco / dime, por fin / que es lo que tú crees del viejo este de aquí. / ¿Es comunista, no o sí?», rapea Gorki, refiriéndose a Andrés Manuel López Obrador (AMLO), el presidente de México. El muchacho, incómodo con la pregunta, responde en rimas que la política no le interesa. Luego, elegantemente, lanza varios elogios a Gorki y se va con unos cuántos pesos por el show.
«Es que creo que el viejo este de aquí [AMLO] es comunista y quería pincharlo un poco. Jajaja. Pero tiene talento el chamaco», dice Gorki de vuelta en la mesa. Luego da un trago a su cerveza y afirma: «Por mi madre es que soy genéticamente anticomunista. Nunca viví el desengaño del comunismo porque nunca fui comunista. No perdí el tiempo creyéndome toda esa porquería».
«Defíneme qué es el comunismo para ti», le digo.
«Yo creo que es una cosa paranormal. Ser comunista es biológicamente imposible porque la cabra tira pal monte. El ser humano, por naturaleza, no puede ser comunista, porque no somos ese “hombre nuevo” ni un carajo. El “hombre nuevo” no existe ni puede existir. El capitalismo tampoco es la solución, pero es lo único que funciona hasta ahora. Y que nadie me diga que el comunismo es una teoría que no aplicaron bien en Cuba. ¿Cuándo lo aplicaron bien, dónde? Cada vez que lo aplican es una mierda, y esa mierda es el comunismo».
Gorki Águila dice que detesta las etiquetas, pero se autodefine anarcocapitalista y conservador. Para él, hay una conspiración comunista a la vuelta de cada esquina. «La cultura woke y el ecologismo son las patrañas de los progres modernos», dice. Sin embargo, lo que más le preocupa ahora es la confabulación de los «grandes poderes globalistas», que amenaza, dice, con destruir la libertad individual a nivel planetario.
«El peor peligro para la libertad es el Estado globalista que quieren implantar. Y yo estoy en contra del Estado, del comunista y el capitalista. Al final, el Estado son una pila de singaos burócratas que te metieron en la cabeza que el Estado debía existir. Ahí está la base de todo mal. Es la maldad pura. La gente dice que el Estado está para garantizar servicios públicos, pero eso no está bien, porque lo público es una ranura que le abres a la economía para que se cuele el comunismo y la dependencia. Todo debe ser privado. El Estado solo promueve la vagancia manteniendo a la gente. La salud, la educación, todo tiene que ser privado», afirma.
«¿Y los que no pueden pagarse un hospital o un colegio privado? ¿Cómo se resuelve el problema de la desigualdad?», pregunto.
«Con la solidaridad. Haciendo el bien, ayudando al que lo necesite».
VI
En 2012, Porno para Ricardo fue vetada de tocar en un local y Gorki, en respuesta, decidió dar un concierto en el balcón de su casa, sede también del estudio de grabación de la banda, que bautizó «La Paja Recold». Según él, aquel fue «el concierto más corto del mundo».
—Estamos tocando aquí porque no nos dejan tocar, porque nos censuran constantemente. ¿Hasta cuándo? ¡Libertad! —gritó desde el balcón. La banda encendió los equipos y comenzaron a tocar una versión punk de «Los músicos de Bremen», la canción de un animado soviético del mismo nombre que fue muy popular en la Cuba de los setenta y los ochenta. Ni siquiera llegaron a concluir el tema porque alguien bajó el catao de electricidad en su apartamento. La tarde terminó sin concierto y con una cuadrilla de vecinos lanzando vivas a Fidel y Raúl Castro. Y Gorki respondía:
—Chivatones, comunistas. Me resingo en el recontracoño de sus madres.
Para entonces, Porno para Ricardo estaba prohibida en el país y ni siquiera era reconocida por la Agencia Cubana del Rock, la única institución que agrupa a los músicos del género en la isla. La Agencia, por supuesto, responde directamente al Ministerio de Cultura y, según Gorki, es un «CDR [Comité de Defensa de la Revolución] para mantener a los frikis controlados, como mismo la Agencia Cubana del Rap mantiene a raya a los raperos del país». Ese cambio de la censura a la prohibición, de las puertas cerradas a la hostilidad abierta, ocurrió a partir de 2003.
Los primeros temas sobre sexo de Porno para Ricardo fueron cediéndole su lugar a otros con más «contenido político», aunque en rigor eran simples sátiras, compuestas más por diversión que con deseos de criticar al gobierno. «Escribir una canción es súper divertido. No recuerdo ahora quién dijo que escribía canciones para saber qué pensaba sobre algún tema. Y es un poco lo que me pasa en ese proceso. Pero hay tantas posibilidades que nunca sé por dónde empezar. Yo compongo lo que me sale de la pinga, y eso es estrepitosamente liberador», me dice Gorki.
En La Paja Recold el grupo hacía discos que solo podía regalar porque el gobierno nunca los iba a ofrecer en las tiendas para turistas. Una vez, poco antes de la que sería su última presentación oficial en la isla, Porno para Ricardo grabó sus discos en casetes para venderlos a precios muy bajos antes del concierto. La banda tocó en el pequeño escenario de la Pista Rita, en Pinar del Río, y como parte del show, Gorki lanzó el dinero recaudado al público. Horas después del espectáculo, varios agentes de la Seguridad del Estado detuvieron a Gorki bajo el supuesto delito de tráfico y consumo de drogas.
La encarcelación de Gorki Águila coincidió con la llamada «Primavera Negra», cuando en marzo de 2003 Fidel Castro ordenó encarcelar en una redada veloz a decenas de opositores y periodistas independientes. Gorki nunca contó como uno de esos presos políticos, pero sostiene que, en cierto punto, su detención estuvo relacionada con aquella decisión gubernamental. «Ya ellos me estaban cazando», cuenta. «Sabían de la pata que yo cojeaba y me tiraron a una muchachita a pedirme unas pastillas antes del concierto, y yo le di de las mías, gratis, algo normal. Cuando me metieron en el calabozo, como si yo fuera el mismísimo Pablo Escobar, la trajeron frente a mí y ella dijo que era yo quien le había vendido drogas. Lo que vino después fue lo peor que ha pasado en mi vida».
Los primeros seis meses estuvo encerrado en una prisión de máxima seguridad en Pinar del Río, compartiendo celdas con pequeños matarifes de ganado, funcionarios corruptos de poca monta, guajiros que habían intentado hacer fortuna vendiendo un fardo de cocaína que encontraron por casualidad en la orilla del mar, y también con algunos asesinos confesos que infundían terror entre los demás reos.
«Cuando me sacaban a tomar el sol al patio era un placer ver el cielo y saber que el mundo no era la cosa gris de la prisión, porque desde mi celda solo se veían otras celdas. En medio de todo lo deshumanizante que es la cárcel, de la violencia y el maltrato, vi que había dos o tres tipos que eran especiales. Eran opositores al castrismo y con ellos tenían un trato diferente. Allí conocí al opositor Oscar Elías Biscet, un pingú que se negó a ponerse la ropa de preso y estuvo en cueros hasta que los oficiales lo dieron por loco y le permitieron andar en su camisita de cuadros. ¡Qué fuerza moral la de esa gente!».
Los siguientes dos años los pasó en otro centro penitenciario donde la disciplina era algo más laxa y las condiciones de los internos, ligeramente mejores. Para cuando lo excarcelaron, bajo un régimen de libertad condicional, el cuerpo de Gorki estaba al borde del colapso debido a la alergia y los estragos de la disentería amebiana. «A mí estas cosas me dan roña, pero la roña me da más fuerzas. Cuando salí de allí fue que Porno para Ricardo realmente se radicalizó contra los comunistas».
VIII
Gorki llegó a este país el 13 de mayo de 2024. A la salida del aeropuerto Benito Juárez de la Ciudad de México, la fotógrafa y cineasta checa Hana Jakrlova, quien lo ayudó a abandonar Cuba mientras realizaba una especie de documental sobre él, filmó unas declaraciones suyas y las colgó en redes sociales.
—Estoy contento de salir del infierno, del campo de exterminio ese de los Castro. Me hicieron sufrir bastante para que recordara no regresar más nunca. Pero esa es mi tierra. A mí me arrancaron de mi tierra, pero no de raíz. Ahí tengo mis raíces. Esa es mi Patria, es mi país, donde tengo a mis muertos, donde hice mi proyecto —dijo Gorki a la cámara.
Dos días atrás, poco antes de subir al avión, lo habían detenido. Horas después, en una estación policial, un agente de la Seguridad del Estado le dijo entre risas que no lo dejarían volar a México por no haberles avisado de su salida del país. Luego fue trasladado a Villa Marista, el cuartel general de la policía política del régimen. Durante las 24 horas que estuvo en el lobby de aquel lugar, Gorki creyó que volvería a pasar una larga temporada en prisión. De pronto, un oficial se le acercó.
—Te íbamos a meter cuatro años en el tanque, pero hicimos magia contigo. Claro, desde la legalidad socialista, así que no te vamos a meter preso —dijo, como si realmente le estuviera haciendo un favor.
«¡Cómo detesto esa actitud de los singaos esos! Te hablan así, como si fueran amigos tuyos y esperan que tú les agradezcas. Eso me lo han hecho un millón de veces, y yo claro que siento miedo, pero no se las dejo pasar. Pero esta vez decidí no entrar en conflicto. Yo había podido hablar con mi familia antes, y me dijeron que estuviera tranquilo, que no les respondiera, que ya yo había hecho más de lo que debía por mi país. Quedarme callado ese día ha sido la mayor humillación de mi vida», dice ahora, casi avergonzado.
«¿Y volverías a Cuba?», pregunto.
«¡Claro que sí! ¿Cómo no voy a volver? Asumir que no volvería es como asumir que soy esclavo de ellos, que mi país es de ellos. Cuando yo decida, volveré».
«¿Y por qué te fuiste?».
La pregunta, por un rato, queda en el aire.
IX
Cuando Porno para Ricardo quedó vetada de los escenarios en Cuba, empezaron a invitarla a festivales en el extranjero; varios de ellos en países que pertenecieron al Pacto de Varsovia. Pero la banda también tocó en Colombia, Argentina, España y Estados Unidos. En California, recuerda Gorki, conoció nada menos que al guitarrista Stephen Stills, uno de los integrantes del legendario grupo Crosby, Stills & Nash. «Qué lindo cuando uno de tus ídolos es anticastrista», dice Gorki entre risas, y entonces cuenta que el viejo rockero le confesó que en Cuba todo le pareció «tremenda mierda» porque la gente hablaba con miedo.
A los demás miembros de Porno para Ricardo les negaron en varias ocasiones la salida de la isla para asistir a esos conciertos, y muchos de ellos sufrieron también la vigilancia constante y la represión del régimen. No todos estaban dispuestos a soportar para siempre la vida del paria y del perseguido político que Gorki parecía asumir con naturalidad. Y algunos simplemente se alejaron de la banda por cuestiones familiares o porque encontraron otras metas, por ejemplo, una vida más apacible fuera de Cuba.
«Acoso policial, censura, asfixia y coacción: esa ha sido la vida de la banda. Yo sabía que ese era el precio de hacer lo que hacía, de criticar a los dictadores diciendo sus nombres y apellidos, sin esconderme en la poesía y el doble sentido. Y no es que uno quiera ser un indeseable, porque todos los artistas buscamos que nos quieran, que nos celebren. Pero un principio inquebrantable para mí es estar en contra de Castro», dice Gorki, y comienza a recitar nombres de músicos que integraron Porno para Ricardo. Con especial cariño habla de Ciro Díaz, un matemático devenido rockero que ahora vive en Canadá y que siempre fue su mano derecha, la persona que ponía orden en cuestiones musicales cuando él, alocado y borracho, se salía del guion en los conciertos, olvidaba la guitarra y se dedicaba a provocar al público desde el escenario.
Gorki también hizo muy buenos amigos dentro la oposición política cubana. Durante un tiempo, incluso, acompañó a las Damas de Blanco en sus peregrinajes dominicales hasta la iglesia de Santa Rita, en el municipio Playa, muy cerca de la costa habanera, para exigir la liberación de los presos políticos del régimen. «Durante años me decían para acompañarlas y yo no iba. No porque fuera cobarde ni nada de eso, sino porque los domingos por la mañana siempre estaba pasando la resaca de la borrachera del sábado. Jejejeje… Después, cuando las acompañé, recibí palos con ellas. Son unas mujeres muy dignas, y los represores las reventaban a golpes a cada tanto. Esto no es cuento, yo lo vi con mis propios ojos».
X
El mismo barman indulgente que le permitió fumar dice con amabilidad que ya es muy tarde y el bar debe cerrar. Gorki se ofrece a acompañarme hasta una calle donde los taxis suelen estacionarse a la espera de clientes trasnochadores. De camino, hablamos de su proyecto más reciente, que nada tiene que ver con la música, sino con el oficio de la serigrafía que aprendió en el taller del ICAIC. Cuando Porno para Ricardo fue prohibida en Cuba, me cuenta ahora, comenzó a percibir el rechazo de los directivos de aquel lugar, quienes solo necesitaban una excusa, la más pequeña, para expulsarlo. «Y se agarraron de que no pagaba la cuota del sindicato», dice Gorki. «Yo les dije que no pensaba darle un centavo al régimen de Castro, y ahí mismo me botaron. Es una pena, porque me gustaba aquello. Pero en Cuba el confiable, el comunista, siempre es mejor valorado que el que hace bien su trabajo».
En México, junto a un amigo, Gorki se ha enfrascado en vender algunos de los carteles que diseñó en los tiempos ociosos de la pandemia, todos realizados con la técnica de serigrafía manual que domina magistralmente. Las piezas, influenciadas por el cartel polaco y la obra de Shigeo Fukuda, son un reflejo de sus fobias anticomunistas, su odio al régimen cubano, sus paranoias conspirativas. Y son, también, geniales. Pero sabe que es poco probable que triunfen entre un público mexicano.
«Gorki, ¿y por qué te fuiste? ¿Hastío, deseos de tomarte un respiro después de todo lo que has pasado?», pregunto una vez más.
«¿Si yo te digo, lo pones en tu artículo?». Le respondo que sí, por supuesto, cómo no hacerlo. Él continúa: «Bien. Pues escribe ahí que me fui porque me abandonaron. Más allá del castrismo y la represión, fue porque me sentí solo, como se sienten todos los opositores dignos ahora mismo en Cuba. En la supuesta oposición hay mucho descaro. Todo ese presupuesto que existe para la libertad de Cuba, todas esas organizaciones anticastristas en el exilio, ¿dónde están? Hay miles de cubanos en el exilio diciendo: “Adelante, pueblo, a las calles”. Y ya yo tengo 55 años y me cansé de ese jueguito, ya no soy ingenuo, y me arrepiento de haber evadido ese tema antes en mi vida. La gente se cree que se lucha contra la dictadura en Miami; pero no: se lucha en Cuba. Y los que luchan dentro del monstruo, sacrificando sus vidas, están solos y nadie piensa en ellos».
Finalmente, tomo un taxi de vuelta al hotel. Gorki, a lo lejos, mientras sube a otro vehículo, se despide con un grito, una consigna: «¡Abajo el comunismo, cojone! ¡Y que viva la carne de res!»