Con la elección de Claudia Sheinbaum, México se une al creciente grupo de países que ha tenido a una mujer como cabeza de gobierno. Naciones tan disímiles como Israel, Australia, Argentina, India, Reino Unido, Pakistán, Jamaica, Nicaragua o Corea del Sur han elegido mujeres; una lista que incluye figuras tan influyentes como Margaret Thatcher, Golda Meir, Corazón Aquino o Indira Gandhi.
Sobresale quizá un nombre por su ausencia: Estados Unidos. Este país, que de muchas maneras ha definido la democracia moderna luego de la Segunda Guerra Mundial, continúa a la zaga en cuanto a elegir como su líder a una representante de la otra mitad de su población. Cabe recordar aquí que las mujeres estadounidenses no obtuvieron el derecho al voto hasta 1920, con la ratificación de la 19na Enmienda de la Constitución. En las décadas siguientes, muchas mujeres han ascendido escaño tras escaño en el Congreso, el Senado, las gobernaturas y la Corte Suprema, pero sin alcanzar jamás la más alta oficina. Es difícil comprender que países con sociedades tan patriarcales y machistas como la India o México elijan mujeres para la Presidencia antes que el supuestamente más igualitario Estados Unidos.
Una razón es que el discurso político estadounidense juzga muchas veces a los políticos a través de un prisma que enfatiza no su capacidad para el cargo sino atributos subjetivos como la personalidad, el estilo, la proyección de fuerza o carisma. La prensa amplifica esos atributos, perpetuándolos en la imagen pública. El presidente Clinton, por ejemplo, siempre es descrito como un hombre carismático y capaz de hacer sentir importante a cualquier persona con quien habla, mientras que su esposa Hillary Clinton es considerada como una fría tecnócrata. Otros mandatarios han sido definidos según quién quisiera tomarse una cerveza con él (Bush hijo), su imagen de cowboy fuerte (Reagan), o su carisma y sentido del humor (Obama o Trump). Mientras tanto, candidatas presidenciales como Carly Fiorina, Kamala Harris, Amy Klobuchar o Nikki Haley son criticadas por tomar decisiones difíciles que serían celebradas en un hombre como símbolo de fuerza y actuación decidida.
Buenos ejemplos de cómo predomina el sexismo en ese ámbito son dos políticas norteamericanas que sobresalen por la manera furibunda en que han sido vilipendiadas tanto en círculos políticos como en la opinión pública. La primera es Hillary Clinton, quien entró en la política nacional durante la campaña presidencial de su esposo en 1992. Con un intelecto y un resumé igual de impresionantes que Bill, y decidida a romper con el esquema tradicional de las primeras damas, afirmó desde el principio que su papel no se iba a limitar a «hornear galletitas», sino que sería parte esencial de su mandato. La respuesta fue tan rápida como venenosa, incluyendo comparaciones con Lady Macbeth. Los republicanos la recibieron con múltiples investigaciones sobre supuestos crímenes cometidos durante su carrera como abogada, ninguna de las cuales dio fruto, e incluso fue acusada de asesinar a un asesor legal de la Casa Blanca que en realidad se había suicidado. Su primera iniciativa, un plan de salud universal, fue atacado como una atribución de poder cuasi dictatorial y ridiculizado como el «Hillarycare». A partir de ahí su carrera política se ha caracterizado por ataques personales y sexistas que van más allá de los desacuerdos políticos. Con todo, Hillary Clinton fue electa dos veces como senadora por Nueva York y es la única mujer candidata a la Presidencia de Estados Unidos —además de haber ganado el voto popular contra Donald Trump.
Solo otra política, del partido opuesto, ha sido atacada tan furibundamente como Clinton. En la elección presidencial del 2008, John McCain eligió como su candidato vicepresidencial a la desconocida gobernadora de Alaska, Sarah Palin. Tan pronto se anunció su nominación, Palin fue viciosamente ridiculizada en tanto alguien de poco calibre intelectual que no quería hablar con la prensa para que no se descubrieran sus pocas luces. Frases fuera de contexto como «puedo ver a Rusia desde mi casa» o «he leído los libros que me han puesto enfrente» la definieron como alguien con más estilo que sustancia, dispuesta a decir cualquier disparate o mentir con tal de mantenerse en la palestra pública. Durante la campaña, los demócratas cambiaron el foco de sus ataques de McCain (un héroe de guerra) a Palin. La caracterizaron como una hipócrita religiosa cuya hija de 16 años estaba embarazada y la presentaron como «bimbo» en un matrimonio de conveniencia que enmascaraba múltiples infidelidades. El propio McCain le atribuyó en privado su fracaso al decir que nominarla como vicepresidenta había sido un error. Luego de 2008, Sarah Palin trató de continuar en política, pero siempre fue vista como un chiste, a pesar de su influencia sobre sectores significativos como el movimiento Tea Party.
Ni Clinton era más ambiciosa o despiadada que cualquier político hombre, ni Palin era más propensa a equivocarse que Bush hijo o Dan Quayle o más mentirosa que Trump. Pero estos defectos o cualidades mal vistas son excusados rutinariamente en un hombre mientras que se convierten en un símbolo de inferioridad en una mujer. Ann Richards, la legendaria exgobernadora de Texas, se refirió más de una vez a la necesidad de enmascarar su carácter de peleadora: tener que compartir recetas de cocina, aunque no tuviera el menor interés en ello, o decir las verdades más duras «con una sonrisa», consciente de que el mayor error político sería aparecer como una arpía. En debates de las primarias presidenciales, candidatas como Warren o Haley han sido interrogadas sobre una supuesta falta de capacidad para enfrentar el terrorismo o salvaguardar la seguridad nacional, algo que se acepta como innato en candidatos masculinos. (Warren famosamente le preguntó a un periodista por qué no le hacía la misma pregunta a Ted Cruz.) La juventud o la belleza también son escrutinizadas en las mujeres. Por ejemplo, el comentarista de CNN Don Lemon dijo que Nikki Haley no estaba en la primacía de su edad —Haley, con 51, es seis años menor que Lemon. Joe Biden dijo en su debate vicepresidencial contra Sarah Palin que la única ventaja de ella sobre él era ser bonita. La apariencia física de las mujeres en política es comentada de manera rutinaria, ya sea para burlarse de los tobillos de Hillary Clinton o para decir que Alexandra Ocasio Cortez es mejor como novia que como congresista.
En este 2024, otra campaña presidencial ha pasado sin que avanzara la única candidata republicana, Nikki Haley. Para 2028 —ya sean reelegidos el próximo noviembre Biden o Trump—esperan varias candidatas con capacidad y experiencia probadas: la propia Haley, Kamala Harris, Kathy Hochul, Kim Reynolds o Gretchen Whitmer. Es difícil argumentar, por ejemplo, que una elección entre Whitmer y Haley no sería mejor para el país que el refrito entre Biden y Trump.
Quizá sea ese el año en que Estados Unidos supere el último obstáculo del sexismo y una mujer rompa finalmente lo que Hillary Clinton llamó «el techo de cristal más duro».