Imane Khelif y Rocío Bueno no se conocen ni se parecen. Casi nada las une. Imane es argelina, boxeadora y acaba de ganar el oro olímpico en París en peso wélter. Rocío, o Roro, como la llaman cariñosamente familiares y amigos, y también ahora nosotros, sus millones de seguidores en redes sociales, es española y traductora. Imane tiene 25 años y mide un metro y 78 centímetros. Roro, 22 años, y un metro con 50 centímetros. Imane es ruda y musculosa, lleva el pelo corto, y golpea duro en el ring. Roro es pura mermelada de fresa con azúcar y limón en la sartén.
Roro habla alemán e inglés, además de español, cocina recetas desde cero — cuando digo desde cero, quiero decir que hornea los panes de las hamburguesas— y lo mismo cose un vestido que encuaderna un libro. Pero, cuidado, que también la podemos ver haciendo hasta siete dominadas en barra sin asistencia. Ya sabemos que si Roro no boxea ni llega a las olimpiadas, al igual que Imane, es porque no le apetece.
Lo que sí ha unido a Imane y Roro en las últimas semanas ha sido el odio a esas brujas con axilas peludas que se hacen llamar feministas, las grandes ligas de «childless cat ladies» de las que habla James David (J.D.) Vance, candidato a la vicepresidencia de Donald Trump. Tanto Imane como Roro han sido utilizadas como puntas de lanza para arremeter, una vez más, contra la «ideología de género» y toda esa gente woke que está colocando en riesgo el futuro de la especie humana.
En apenas un mes, las feministas fuimos culpables de un linchamiento a Roro, que nunca ocurrió, y de hacer llorar a la boxeadora italiana Angela Carini por tener que pelear en las olimpiadas de Francia contra una boxeadora trans que nunca fue trans. Eso dijeron, sin muchas variaciones, los caballeros gallardos que salieron a la defensa de esas presuntas damiselas en peligro que fueron Roro y Angela, antes de que descubrieran que ninguna de las dos necesitaba ser rescatada, y mucho menos de las feministas.
La primera decepción vino de Roro. ¡Quién se lo hubiera imaginado! Ella, tan dulce y tan tierna, que parecía la novia con la que sueña todo seguidor de Amadeo Llados, los bro que se tiran de la cama a las cinco de la mañana para hacer burpees, resultó ser tan feminista como cualquier otra.
Roro se había convertido en una celebridad a mediados de mayo, en TikTok, con un video de un minuto de una receta de cocina que superó los 11 millones de visualizaciones en las primeras 12 horas. «Hoy le he preguntado a mi novio que qué le apetecía comer y me ha dicho que pasta», así arrancaba la narración, con su voz de niñita, y luego mostraba cómo hacer la pasta y el queso desde cero.
Sus siguientes videos siguieron la misma fórmula de éxito y también se volvieron virales. Roro había encontrado su gallina de los huevos de oro y no la iba a dejar ir. No sabía bien lo que estaba haciendo, la fama le vino encima como una avalancha, pero ella no se amilanó y continuó publicando sus recetas. Facturando, como nos enseñó Shakira. Lo polémico estuvo en que casi todas sus recetas giraban en torno a Pablo o su relación con Pablo y así abrían sus videos: «mi novio y yo nos vamos a Grecia este verano», «a Pablo le encantan los sándwiches de queso», «a Pablo le apetecían hoy chocoflakes para desayunar».
Los Llados y los Vance, por supuesto, alucinaban. De pronto Roro era la representante perfecta del movimiento tradwife en España que estos hombres tanto habían esperado para validar sus más íntimos deseos edípicos. Roro encajaba divinamente en el perfil: hacendosa, presumida, delicada, fitness, guapa, impecable. Siempre de buen humor, siempre sonriente, siempre amasando en la meseta de su cocina sin soltar una gota de sudor ni un «ay, pinga» o un «me cago en la puta madre que me parió». Quizás pensaron que era cuestión de tiempo que otras jovencitas siguieran sus pasos y hubiera una Roro, o varias, para cada uno de ellos.
Hasta que Roro concedió una entrevista al periodista Juan Ramón Lucas y rompió el encantamiento. Dijo que ella no era ninguna tradwife, que la Roro de Tiktok era un personaje, que no era una mujer sumisa, que Pablo era quien limpiaba el reguero que ella dejaba en la cocina al final de cada receta y que, incluso, se consideraba feminista. Que no se tomaran las redes tan a la tremenda, ni la juzgaran por la parte ínfima de su vida que compartía, porque que ella era apenas una muchacha enamorada a la que le gustaba cocinar.
«No cedas a las presiones de las feministas», se les vio decir en la sección de comentarios a varios seguidores hombres, a partir de videos en los que Roro cocinaba para ella o sus amigas y no mencionaba a Pablo. Pero ya era muy tarde. Roro no iba a ser la Estee Williams española.
Justo cuando ya el movimiento feminista global, que no existe, porque los feminismos son múltiples, diversos y hasta contradictorios, comenzaba a respirar con cierto alivio y a bajar las lanzas ensangrentadas con las que había linchado a Roro, apareció la acusación de ser culpable de que Angela Carini abandonara una pelea contra Imane Khelif en el primer minuto, en las Olímpicos de Francia, y terminara llorando frente a las cámaras, porque nunca había sentido golpes así de fuertes. «No estoy aquí para juzgar», dijo, «no depende de mí decir si es justo o no».
No hizo falta que juzgara. Sus lágrimas fueron suficiente para que el resto del mundo lo hiciera por ella, rápido y mal, y asumiera que Imane Khelif era una mujer trans; lo cual no debería ser un insulto, pero era mentira, y la opinión pública lo presentó no solo como insulto, sino también como argumento para cuestionar su derecho a competir en las Olimpiadas contra otras mujeres.
Sin embargo, la confusión no la causó solamente Angela Carini. A ella ayudaron lo mismo Reem Alsalem, relatora especial de Naciones Unidas sobre la violencia contra mujeres y niñas, que Giorgia Meloni, la primera ministra italiana, que el expresidente estadounidense Donald Trump.
Alsalem no dijo que Imane era trans, pero tampoco se preocupó mucho por precisar que no lo era, y no tuvo en cuenta que buena parte del mundo no capta la diferencia entre sexo y género, o ni siquiera cree que exista una diferencia. En su cuenta en X, la relatora se limitó a expresar su apoyo a Angela por seguir «sus instintos» y priorizar «su seguridad física», y agregó que ni ella ni otras atletas femeninas «deberían haber estado expuestas a esta violencia física y psicológica basada en su sexo».
Meloni fue un poco más insidiosa. Dijo que las atletas con «características genéticas masculinas no deberían ser admitidas en las competiciones femeninas» y que, desde su punto de vista, no había sido «una competencia equilibrada». Mientras que Trump fue simplemente Trump y prometió que mantendría «a los hombres» fuera de los deportes femeninos.
Luego, ¡ups!, el mundo supo que Imane Khelif no era una mujer trans sino una mujer con Diferencias en el Desarrollo Sexual (DSD, por sus siglas en inglés); una mujer que presentaba elevados niveles de testosterona, entre otras posibles alteraciones que varían caso a caso, pero que había sido inscrita como mujer al nacer, en concordancia con su sexo biológico, que se identificaba como mujer, y que había incluso participado en las Olimpiadas de Tokio, en 2021, y perdido en otras ocasiones ante distintas contrincantes, en representación de un país musulmán que jamás hubiera llevado a una persona trans a las Olimpiadas.
¿Significaba eso que se acababan los motivos para odiarla? Claro que no. Todavía seguía siendo una mujer que no cabía en la cajita de hierro de lo que el patriarcado espera que una mujer sea. Pero como los haters habituales no iban a tomarse el trabajo de consultar literatura científica para entender el caso en lo más mínimo, el debate comenzó a debilitarse. Además, una foto de Imane de niña, junto con la difusión de la noticia de que tenía vagina, calmaron los ánimos.
A pesar de diferencias y distancias, los casos de Imane y Roro coinciden en algo: lo que está bajo discusión aquí es, una vez más, la manera de ser mujer. Porque no importa qué diga, haga o logre una mujer, en ocasiones nada pesa más que el hecho de serlo.
Las feministas lo saben, lo sabemos, que los ataques que recibimos no van contra los feminismos, movimientos que muy pocos de los ofendidos por su existencia podrían definir correctamente, sino contra nosotras mismas. La obsesión con nuestras axilas, peso corporal, las ropas que nos ponemos, los colores de nuestros cabellos o la frecuencia con que tenemos sexo, no reflejan otra cosa que la obsesión con controlar nuestros cuerpos.
El antifeminismo casi siempre acaba siendo una expresión más o menos solapada de misoginia. Pero los bro deberían saber que no hay nada que temer, y para que estén más tranquilos, les dejo un secreto del movimiento global feminista, que no existe: muchas nos afeitamos las axilas. Ya pueden irse a dormir sin mirar debajo de la cama.
Es increíble que la excelsa periodista no cite aquí, tan siquiera por los pelos, el desprecio que merecen todos los deportes de combate –o cuerpo a cuerpo, como el rugby–, ¡con lo bien que les ha ido en cuanto a las respectivas saludes de sus ejecutantes!
Pero muy a posteriori ha ocurrido: en los retiros que se deparan la calidad de vida.
Huesos de acero tendrán.
Incluso los hombres.
Qué hipocresía.
Si esta periodista pudiera definir hombres y mujeres con la misma certeza fanática con que define a buenos y malos, retrógrados trumpistas y progres transhumanistas, entendería que un macho musculoso con testículos atrofiados e inscrito como mujer no puede ni debe entrarle a trompadas a una pobre italianita sin testosterona ni capacidad para defenderse de una legislación genérica totalitaria impuesta por la ideología. Al menos Vance y Meloni no han ido tan lejos en la politización de lo real. Y Mónica se monta en el primer tren que la lleve a la a aceptación y al éxito profesional de los que comulgan con “the current Thing”. En 1959 hubiera gritado paredón en la plaza, solo por no perderse ni un momento de aplauso en el lado correcto de la Historia. Creo que Riefenstahl fue sincera en su defensa del nazismo y que Baró en cambio es otra de las oportunistas con buen olfato.