Matanzas-Perú: el frío, el sol, la tierra

    Un pequeño grupo de seis migrantes cubanos avanza por una carretera desconocida, bajo el cielo ardiente de una mañana de enero de 2023. No ubican a nadie más y no saben cuánto tiempo falta para llegar a su destino. El sol, que ataca desde todas partes, cuartea las piedras y calienta las barandillas laterales de la ruta. Ahí se recuestan de vez en cuando. Comen pan con mayonesa o alguna otra cosa barata, fácil de adquirir y preparar. Cada uno carga su propio equipaje. El desierto los envuelve, no parece haber salida, pero Michael entiende que debe continuar como sea.

    Matanzas-Bolivia

    El 12 de diciembre, Michael, su padre y un amigo de su padre habían salido de su casa en Matanzas. Detrás dejaba a su madre y el hogar familiar. Unas dos horas después llegaban al Aeropuerto Internacional de La Habana, vestidos de invierno y con una carta de invitación para Bolivia. Hicieron escala en República Dominicana y Michael compró por primera vez en Pizza Hut. Luego pasaron 12 horas en el aeropuerto de Argentina, cargaron sus teléfonos y miraron las grandes cadenas de comida rápida: Burger King, Mc Donald´s, KFC.

    El 13 de diciembre embarcaron hacia Bolivia. Así iniciaba un viaje que duraría más de un mes hasta Pacasmayo, en la costa noroeste de Perú. Michael dormiría con desconocidos, en cuartos con pollos, pasaría días sin bañarse y una mañana caminaría alrededor de 50 kilómetros.

    Parque en Bolivia
    Parque en Bolivia / Cortesía de la fuente

    Santa Cruz de la Sierra

    En Santa Cruz, en los llanos orientales de Bolivia, el contacto que los esperaba los llevó a un hotel barato, alejado del centro. Un cuarto para Michael y su padre y otro para el amigo. Debido a los gastos, pasados unos días, decidieron convivir los tres en una misma habitación, hasta que el amigo se separó de ellos luego de algunas desavenencias. Daba igual. Las cosas no estaban saliendo como las habían planeado y el costo del viaje subiría como fuera. En Santa Cruz había paros, acciones y protestas cívicas, algo que no les permitió viajar de inmediato, por lo que tuvieron que pedir una prórroga para las visas de turismo que les habían otorgado por un mes.

    Apenas salían del apartamento. Se quedaban todo el tiempo viendo Netflix o YouTube y se comunicaban con sus familiares y amigos en Cuba. A veces iban a comer al centro comercial o a comprar medicinas. Con los días descubrieron un establecimiento llamado La Atenas de Cuba, el nombre por el que es conocida Matanzas, la ciudad de la que provenían. El dueño era matancero igual que ellos, devenido cocinero en Bolivia. El 31 de diciembre esperaron Año Nuevo en el restaurante. Recordaban su casa a través del olor del congrí y la fritanga. Luego compraron cervezas y, de vuelta al cuarto, siguieron mirando televisión.

    Así, a la espera, pasaron sus días en Santa Cruz. Después subieron a La Paz y luego fueron hasta Desaguadero, una ciudad aledaña al lago Titicaca, en la frontera peruana. Cruzaron la línea divisoria y se encontraron con un enviado de Lorena, coyote con la que habían hablado desde Cuba.

    Desaguadero

    El 10 de enero las autoridades peruanas anunciaron toque de queda obligatorio en el departamento de Puno entre las 20:00 y las 4:00. Desde el mes anterior, esta región sureña albergaba protestas antigubernamentales y violencia policial sangrienta contra los huelguistas, luego del intento de autogolpe y disolución del Congreso por parte del expresidente Pedro Castillo, y su posterior detención y encarcelamiento. Había bloqueos en las carreteras. Michael y su padre llegaban a un país partido en dos.

    Sus mochilas pesaban alrededor de 12 kilogramos. Siguieron al hombre enviado a paso rápido, bebieron agua fría en un nuevo hostal y compartieron estancia por varios días juntos a otros cubanos y haitianos, cuya cantidad en las rutas migratorias a lo largo del continente, la mayoría en busca de tierras norteamericanas, sorprendió un tanto a Michael. Los buses salían desde la plaza del pueblo, y cada mañana Michael y su padre iban hasta allí con cuatro cubanos más. Una vez salió uno de los buses con cerca de 600 haitianos, cuenta.

    Los migrantes de Lorena sumaban alrededor de 300, hasta que la coyote llegó una tarde con la noticia de que tenían que salir urgentemente para Lima y, sin más, se largó. A partir de ahí quedaron desamparados. Los seis cubanos no tuvieron más opciones que caminar o esperar por algún bus que los adelantara. Un hombre les ofreció una renta que supuestamente les convendría. Aceptaron, no tenían más opciones, pero no había agua ni camas para todos. Debido a las bajas temperatura, ya Michael se bañaba en días alternos. Esa noche durmieron los seis en las tres camas dentro del mismo cuarto. Temprano en la mañana siguieron a pie.

    Rumbo a Pacasmayo

    Primero debían llegar a Masocruz, un pueblo a 100 kilómetros de allí. Una especie de triciclo los adelantó hasta el cementerio, ubicado en la salida de Desaguadero. Luego debían tomar una moto lineal, pero era falso, no había ningún transporte disponible. La mujer que viajaba en el grupo le pidió a un camionero que los adelantara un tramo y el hombre accedió.

    En aquel momento, Michael no tenía del todo claro qué pasaba en Perú, aunque sí sabía que el sur del país era políticamente de izquierda y que no aceptaba a Dina Boluarte como presidenta del país. Temía que los huelguistas detuvieran el transporte en que viajaba o que bloquearan las carreteras con palos, lomas de tierra, gomas quemadas, piedras. En ocasiones vio cómo quitaban la moto a alguien que intentaba cruzar el bloqueo, pero ellos pudieron avanzar. Muchos piquetes podían atravesarse a pie. Bajaban un poco antes y caminaban hasta después del cruce.

    El trayecto hasta Masocruz duró dos días. El primer tramo, descansados, lo iniciaron a las seis de la mañana, y no fue hasta la cinco de la tarde que llegaron bajo la lluvia a otro pueblo igualmente en huelga. Se guarecieron en unas construcciones sin terminar y luego uno de ellos salió en busca de transporte. Les preocupaba que en la noche las temperaturas podían bajar hasta los cuatro o cinco grados. Michael no recuerda el nombre del lugar, pero sí que había muchas rastras, «kilómetros de rastras» con los choferes durmiendo dentro.

    Uno de los rastreros les ofreció un cuarto vacío en el pueblo para que pasaran la noche. Durmieron en el mismo colchón en una habitación rodeados de pollos y con la piel de una llama bajo el colchón. Era todo cuanto había para protegerse del frío. Michael tenía la cara quemada y la nariz despellejada por las bajas temperaturas. Salió a orinar y los ojos les pesaban. A las cuatro de la mañana, cuando hubo que despertarse, uno de los migrantes tenía escarcha en las pestañas.

    Avanzaron un tramo en moto. La carrera acordada los llevaría hasta Masocruz, pero antes los detuvo un bloqueo. Los motoristas les dijeron que se verían al otro lado del pueblo y luego nadie los esperó allí. En lo adelante, tuvieron que caminar unos 50 kilómetros a orillas de la carretera. Más allá de la cuneta veían casas rústicas, llamas y montañas cubiertas de nieve. Un paisaje hermoso, cuenta Michael. Durante la caminata, que arrancó a las siete de la mañana, cruzaron algunos autos y motos, pero la circulación de vehículos seguía siendo escasa debido a los tranques. Los descansos bajo el sol eran breves. No había ningún árbol que diese sombra. Recostados a la barandilla de la carretera, comían algo adquirido en algún quiosco.

    En medio de la crisis política, algunos transportes de ayuda humanitaria recogían a los niños y personas mayores en trayecto. Dos de los miembros del grupo pagaron (sí, la «ayuda humanitaria» había que pagarla) y llegaron a Masocruz con el equipaje de los demás. Cuando el resto los alcanzó, tomaron una VAN y a las siete de la noche entraron en Moquegua.

    Moquegua-Pacasmayo

    Michel, el padre de Michael, es fisioterapeuta, y la idea de emigrar a Perú surgió mientras cumplía misión en Angola. Un amigo le había propuesto trabajo en una clínica, una oferta magnífica. Aunque no estaba muy seguro, Michel salió adelante con su hijo. Hasta entonces, la ruta había sido tortuosa. Atravesaban un país que no era el suyo, rodeado de gente ajena que, además, libraba un conflicto que tampoco comprendían del todo. Michael dice que, al menos él, no tuvo miedo, que ahí solo podía pensar en avanzar, que el tiempo para tener miedo no existía.

    Siguieron por carreteras estrechas y bordearon acantilados. «Por momentos íbamos entre las nubes». El mal de altura lo afectó y tuvo ganas de vomitar por las constantes curvas del camino. Ocho horas después alcanzaron la terminal de Moquegua. Buses para Lima no había, pero sí taxis hasta Arequipa, desde donde podían tomar un vuelo hacia la capital. Lo pensaron por un momento, pero desistieron, hasta hacía muy poco el aeropuerto de Arequipa había estado custodiado por soldados y tanquetas, en medio de las protestas populares. Afortunadamente, uno de los migrantes llegó a conseguir un bus directo a Lima.

    A las dos de la madrugada, un bloqueo los detuvo en un pueblo. Rastras y buses esperaban pasar. Algunos se bajaron y siguieron a pie, pero a Michael y a su padre no les quedaba mucho dinero y no estaban dispuestos a perder la plata del pasaje. Ya habían dejado atrás el clima helado y ahora, sin ventilación apenas, el calor los asfixiaba adentro del bus. Vistieron ropa más ligera, caminaron por la zona, compraron comida chatarra. Mientras aguardaban, Michael tuvo por fin un poco de tiempo para pensar en los días anteriores, y solo entonces se preguntó «qué coño yo hago aquí». Había recorrido medio país y ahora ponía en duda su travesía. Un año y medio más tarde, Michael asegura que fue el momento en que comenzó a liberar el estrés, lo que duró solo unos minutos, porque enseguida corrió el rumor de que el ejército llegaría al lugar.

    Un grupo de mineros bloqueaba un puente, la única salida posible. De repente aparecieron jeeps, camiones, tropas con armas largas, bastones y escudos antidisturbios. Dice Michael: «Para que te hagas una idea, era una cosa parecida a Call of Duty. Nuestro bus quedaba en el medio de las dos tropas: a un lado el ejército y al otro los huelguistas. Cuando vimos las armas, los cubanos nos asustamos y nos tiramos al piso. Los peruanos que iban con nosotros estaban dormidos. Nadie se inmutó. A veces yo me asomaba, pero mi papá me gritaba que me agachara. Al final no tiraron ni una piedra».

    Aparentemente el conflicto se resolvió y el tránsito fue restablecido. Michael perdió muchas fotos de su travesía, pero hay una que aún recuerda: una señora mayor que en medio de aquel enfrentamiento vendía rositas de maíz. Luego hubo otro piquete, el último. Tomaron un desvío por el desierto y a cada tanto debían detenerse para mover la arena de la carretera. Cuando llegaron a Lima, el grupo de los seis migrantes cubanos se separó. Él y su padre se quedaban en Perú, y el resto seguía, por lo pronto, hasta Ecuador.

    Su amigo desde Pacasmayo, al norte del país, les indicó qué hacer. La tensión entonces se volvió ansiedad. Fue largo el trayecto en la noche y durmieron por turnos. El amigo los esperó, los llevó a su casa y ahí pudieron desempacar. «Fue super relajante, una cosa como ‘ya, se acabó todo’», dice Michael. En la tarde fueron a la playa con algunas cervezas. Dejaban tras de sí un país roto.

    Pacasmayo 2023-Chiclayo 2024

    Al preguntarle cómo le va desde su llegada, Michael cuenta que tiene un yeso en un brazo fracturado. Se cayó de una silla durante los preparativos de una fiesta.

    —Por suerte la empresa lo cubrió todo —dice.

    Desde hace varios meses trabaja como mesero en un bar de temática mexicana, pero no en Pacasmayo, sino en Chiclayo. Antes de abrirlo, el dueño le dijo que quería trabajadores con distintos acentos, y Michael arrancó junto a dos venezolanos. Por su parte, Michel, el padre, comenzó a trabajar en Pascamayo desde el primer día, pero después tuvieron que moverse porque Michael no consiguió nada allí. En Huánuco, lugar intermedio, Michael tuvo empleo en una pollería, donde vendía pollo frito de todas las maneras posibles. Las jornadas duraban 12 horas. Los trabajos iban y venían, nada era estable ni cómodo y finalmente se movieron a Chiclayo con su madre, quien había llegado de Cuba dos semanas después que ellos.

    Luego de varias ofertas de trabajo fallidas, de aprendizaje intensivo (cocinero, bartender, camarero), de miradas prejuiciosas por los tatuajes de su pierna, Perú empezó a cambiar para Michael, aunque aún no ha llegado a entenderlo como su hogar. Ahora la familia ansía emigrar por vía legal a Estados Unidos y él preferiría gastar ese tiempo en Matanzas, aunque sabe que en Perú se encuentran mejor económicamente. El piso que rentan en Chiclayo es, por lo pronto, lo más cercano que tienen a su casa en Cuba. Lo demás es tierra perdida.

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