Los aranceles y las ideas

    Es la Ilustración, no el «wokismo», la «corrección política» o la «izquierda radical» el verdadero, último adversario del movimiento MAGA.

    «Imagínense dos hombres, uno del presente, otro del siglo XVIII, que poseen fortuna igual, proporcionalmente al valor del dinero en ambas épocas, y compárense el repertorio de cosas en venta que se ofrece a uno y otro. La diferencia es casi fabulosa. La cantidad de posibilidades que se abren ante el comprador actual llega a ser prácticamente ilimitada», escribía Ortega y Gasset en La rebelión de las masas. Un siglo después, esa diferencia no ha hecho más que extenderse; la cantidad ha aumentado exponencialmente, gracias al desarrollo tecnológico y la globalización de los mercados. Pero ese fabuloso crecimiento es también, necesariamente, destructivo. «Todo lo sólido se desvanece en el aire»; la afortunada frase del Manifiesto comunista describe la aniquilación de la sacralidad medieval por obra del dinero, pero es evidente que el proceso no se detiene ahí, en la profanación burguesa de todo lo noble. El capitalismo es pura energeia, y el mundo sólido de los años cincuenta —cuando los obreros de las fábricas de automóviles, las fundiciones de acero y las minas de carbón tenían salarios que les permitían adquirir carro y casa y mantener a sus esposas al cuidado de la misma— terminó desvaneciéndose cuando la propia dinámica del mercado, facilitada por los tratados de libre comercio, se llevó las fábricas a México y China, a dondequiera que hubiera mano de obra barata. El ángel del progreso no ve sino ruinas tras de sí; lugares entonces prósperos como Detroit y West Virginia son hoy food deserts, pueblos fantasmas donde campean epidemias como la obesidad y la adicción a los opioides.

    La fantasía de revertir este curso está en la raíz del actual populismo norteamericano. Recuerdo que en uno de los primeros rallies de MAGA que se trasmitieron por televisión un señor mayor le dijo al entrevistador: «Si vas a un Walmart y miras los productos, verás que todo dice “made in China”; no podemos seguir así, tenemos que volver a ser independientes». Ese caballero no se daba cuenta de que si esas mercancías se fabricaran en los Estados Unidos costarían diez veces más, y Walmart Inc., que es la cadena de hipermercados de bajo costo más frecuentada por los pobres de este país, probablemente no existiría. Tampoco reparaba, acaso, aquel simpatizante del movimiento MAGA, en que la gorra roja que lo identificaba como tal había sido fabricada también en China, como los tenis dorados, los relojes, las biblias y el resto de la merch que componen esa estafa gigantesca, siempre renovada, que es el trumpismo

    Eso fue por allá por 2016, cuando Hilary Clinton dijo sin medias tintas que la industria de extracción de carbón no iba a regresar a West Virginia y había que buscar formas de capacitar a los obreros en los sectores emergentes de la economía del siglo XXI, mientras Donald Trump, siempre demagogo, prometió que en cuanto llegara a la Casa Blanca traería de vuelta los «jobs», los trabajos de manufactura, reeditando la Edad de Oro de los años cincuenta. Pero es solo ahora, cuando por fin tenemos de regreso en la Oficina Oval a Trump desencadenado —si el primer gobierno suyo no fue, en lo económico como en los demás órdenes, más desastroso fue justo porque no fue el gobierno de Trump sino el de Mike Pence, el del general Milley, el de McMasters, el de los abogados de la Casa Blanca y todos los que, dentro de aquella caótica administración, contuvieron las tendencias más energuménicas del presidente, salvaguardando algo de estabilidad en el sistema—, es solo ahora, digo, que esa falta esencial de racionalidad económica que está en la raíz del movimiento MAGA se ha puesto en acción para perjuicio de casi todo el mundo. 

    En vez de los precios de los productos básicos, han caído los activos de la bolsa: la nube negra de la recesión se atisba cada vez más cerca. Se dice que los CEOs de Walmart, Target y Home Depot se reunieron hace unos días con Trump para alertarlo de que si no le retira los aranceles a China en cuestión de semanas podríamos tener, como hace cinco años, anaqueles vacíos. El propio presidente acaba de reconocer que «a lo mejor ahora los niños tendrán dos muñecos (o muñecas) en vez de treinta, y quizás esas dos cuesten unos dolaritos más de lo que costarían normalmente». Los bajos índices de aprobación de la gestión del presidente en las últimas encuestas, justo en el tema de la economía, supuestamente el «fuerte» de Trump, revelan una creciente ansiedad: aquellos que, aunque no necesariamente de acuerdo con otros aspectos de su programa, votaron por el expresidente porque «la economía estaba mejor entonces» (entre 2016 y 2019), experimentan ahora lo que en inglés se llama «buyer’s remorse». No solo pecaron de imprevisión aquellos votantes tan sumamente preocupados por el aumento del precio de los huevos, sino también de mala memoria: olvidaron —o nunca se enteraron— que la guerra comercial con China, en 2018, fue perjudicial para los agricultores del Midwest, que los aranceles al aluminio y al acero no funcionaron entonces. 

    Walmart / Foto tomada de Internet
    Walmart / Foto tomada de Internet

    Imbuidos de nostalgia por la Gilded Age —y el gobierno de McKinley en particular, que obsede a Trum—, cuando aún existían las economías nacionales y los grandes empresarios estaban, lógicamente, a favor del proteccionismo, estos nuevos, estrafalarios aranceles del presidente tienen aún menos sentido, y su declarado propósito de recuperar la manufactura es, desde luego, tan absurdo como intentar regresar al uso del hielo en la época de la refrigeración. Pero lo que no se explica desde el punto de vista estrictamente económico, desde esa relativa autonomía que garantiza el régimen de libre mercado, tiene sentido como parte del proyecto político, absolutamente draconiano, de la actual administración. Porque es justo ese consenso, durante décadas mantenido por ambos partidos, lo que Trump 2.0 viene a subvertir, sustituyendo la perspectiva liberal-conservadora por una no ya solo reaccionaria sino fundamentalmente ideológica. 

    No es solo que, como se ha señalado, el establecimiento de los aranceles apunta a un régimen socialista o, más bien, fascista —la llamada «autarquía»; es decir, la nacionalización de la economía mediante el proteccionismo y la intervención estatal fue, como se sabe, objetivo del régimen mussoliniano—, o que otorgar al gobierno, en la persona del autócrata, un desmesurado poder sobre las corporaciones, que ahora tienen que dar algo a cambio de librarse de aranceles, o al menos para reducirlos, viene a ser la fórmula de la cleptocracia, del Estado mafioso, del putinismo; no es solo esto, digo, sino también el hecho manifiesto de que todo el proyecto se basa, como es habitual en MAGA, en una cosmovisión irracional, una fábula: «falsa conciencia». A pesar de que las estadísticas indican que Estados Unidos ha sido en las últimas décadas el gran beneficiario de la globalización, Trump y sus aliados sostienen que el país ha sido «ripped off»; esto es, que el resto del mundo se ha aprovechado alevosamente de los Estados Unidos, lo cual viene a ser un equivalente del consabido «España nos roba» de los independentistas catalanes. 

    Es significativo, a propósito, que esta guerra comercial haya puesto en evidencia, de nuevo, las coincidencias ideológicas entre populismos de distintas tendencias políticas; entre esa suerte de «revolución conservadora» que es Trump 2.0 y el radicalismo de izquierda. Mientras el trumpismo pretende eliminar todo lo que huela a reivindicaciones de grupos minoritarios, tachándolas de exageradas y victimistas, presenta a Estados Unidos como una víctima, de hecho, la gran víctima del orden económico —y geopolítico— posterior a la Segunda Guerra Mundial. «Liberation Day» llamó Trump a aquel en que proclamó, pizarrón en mano y fórmula matemática inventada, esos aranceles sobre todas las importaciones que irían a traer una era de prosperidad nacional sin precedentes, y es obvio que esta retórica maximalista reproduce la de la izquierda radical: el Trump que proclama una «liberación» es tan independentista como el Fidel Castro de la Primera Declaración de La Habana, solo que el lugar que ocupa el «imperialismo yanqui» en el discurso castrista es ocupado, ahora, por el mundo entero. 

    En su truculento discurso del pasado 4 de marzo ante el Congreso, Trump pintó a los Estados Unidos como un país en estado de sitio, una colonia dominada por ideologías y poderes foráneos, territorio en riesgo de perder su identidad, urgido de reconquista. La especie, del todo manufacturada, de que el país es objeto de una «invasión» —que ha servido para invocar una ignota ley de 1798 con la que el Ejecutivo pretende anular el poder de la rama judicial, quebrantando prácticamente el Estado de derecho— también comporta idéntica ironía: mientras condena toda crítica anticolonial como parte de un «wokismo» que ha de ser erradicado a golpe de órdenes ejecutivas, Trump se erige, al fin y al cabo, en supremo paladín de la descolonización. Una descolonización que se ejerce no ya solo sobre un territorio físico, sino sobre las mentes, unas mentes hasta ahora supuestamente esclavizadas por la ideología de la izquierda radical y la supuesta «dictadura» de lo políticamente correcto. En su discurso en el rally del Madison Square Garden, Tucker Carlson, uno de los mayores propagandistas del trumpismo, celebró al entonces candidato como un libertador, justo porque «Trump nos ha traído la liberación de la obligación de decir mentiras». Ahora bien, en el lanzamiento de su reciente orden ejecutiva «Reinvigorating America’s Beautiful Clean Coal Industry», rodeado de sonrientes mineros en la Oficina Oval, dijo Trump: «les puedes dar un pent-house en la Quinta Avenida y un trabajo diferente y no estarían contentos; lo que quieren es trabajar en las minas de carbón, eso es lo que les gusta hacer». Estos carboneros están, desde luego, más cerca de los obreros felices del realismo socialista soviético que de cualquier otro realismo: son estas las verdades que Trump nos «permite» decir.

    Emergió aún, en medio del drama de los aranceles, otra significativa prueba de las sorprendentes coincidencias entre los populistas de derecha y los de izquierda. No obstante la inepcia de la que el presidente hizo gala en su esperpéntica explicación en la Oficina Oval, debía haber algo más, algún fundamento intelectual en esa inopinada tariffs war, y la prensa norteamericana destacó un libro de 2018 que se ha convertido en doctrina para esa facción más nativista del movimiento MAGA que ve en el proteccionismo la única forma de paliar los efectos negativos de la globalización: The Once and Future Worker, de Oren Cass. Frente a los economistas que desestiman el apego a la manufactura como una nostalgia inútil, este libro avanza la tesis de que los discursos y políticas sobre la prosperidad norteamericana en las últimas décadas han enfatizado erróneamente el consumo sobre la producción y el bienestar de los trabajadores. «Mercancías baratas y transferencias bancarias aseguraron que casi todos los norteamericanos pudieran tener televisión de cable y aire acondicionado, pero no que pudieran construir vidas plenas en torno al trabajo productivo, familias sólidas y comunidades saludables».

    Cass, que es uno de los colaboradores del Project 2025, afirma que acusar a quienes defienden los intereses económicos nacionales de querer empezar guerras comerciales no es sino «una forma de pacifismo económico», mientras rechaza esta fijación en el consumo y el crecimiento que se manifiesta en el culto al producto interno bruto como indicador supremo, llamándola, significativamente, «economic piety». El consenso neoliberal sobre las bondades del libre mercado es convertido, así, en un artículo más de esa «corrección política» contra la cual los ideólogos de MAGA asumen, teatralmente, el papel de cruzados. En este libro, subtitulado «A Vision for the Renewal of Work in America», el énfasis en el trabajo se sustenta, desde luego, en valores propiamente conservadores, muy previsibles: la pérdida de la dignidad del trabajador erosiona la familia y la comunidad, contribuyendo a esa decadencia moral que habría comenzado en los años sesenta, cuando, según Cass, «el corrimiento cultural hacia el individualismo y la prioridad otorgada a la satisfacción de los deseos también situó al consumidor en el centro de la economía». 

    A pesar de la falta de referencias teóricas (Cass no va más allá de una cita de Adam Smith, que usa como ejemplo de ese culto al consumo que sería uno de los principios del liberalismo clásico), no es difícil encontrar los antecedentes de esta visión orgánica de la economía en la doctrina social de la Iglesia —en particular la encíclica Quadragessimo Anno, de Pío XI— y el corporativismo de entreguerras, autores como el católico inglés Hilaire Belloc, autor de un curioso libro, Economics for Helen, donde se afirma que la verdadera riqueza no consiste en la acumulación de bienes sino de valores. Más allá, en la tradición reaccionaria: la controversia actual entre proteccionismo y libre mercado no es, en cierto modo, en su dimensión filosófica, más que una versión de la querella de la Kultur y la Zivilisation, fundamental en la «revolución conservadora» que preparó la caída de la República de Weimar. Pensemos en una obra como El trabajador, de Ernst Jünger, donde se anuncia, con el ocaso definitivo del liberalismo decimonónico, una nueva era de dominio del trabajador, que ha desplazar a la burguesía, siempre individualista, en una visión fundamentalmente colectiva, orgánica, total. 

    Pero el énfasis en la producción por sobre el consumo es también crucial en la tradición marxista. El hombre comunista es, sobre todo, un productor. Como señala Benjamin en su seminal lectura de Brecht, la utopía de masas socialista opone al mundo espectral del mercado, lo real del proceso productivo. En el caso de Cuba, el contraste entre La Habana capitalista de 1958 —y aún de 1959—, llena de luces de neón y anuncios de cervezas, y La Habana de la década siguiente, movilizada en grandes campañas productivas, es aleccionador. La ideología comunista —el castrismo, deseoso en esos años de distinguirse del estalinismo, hablaba de «construcción simultánea del socialismo y el comunismo»— invierte la obscenidad: si la publicidad mostraba, glamorizándolas, las mercancías, mientras el proceso de producción quedaba fuera, ahora es este último el que ocupa la escena toda. Se trataba, en palabras de la «Declaración del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura», de «lograr en las nuevas generaciones una conciencia de productores y no de consumidores», justo porque la producción, el trabajo productivo, era el espacio transformador donde se forjaba una subjetividad otra, la retorta de ese hombre nuevo, renovado, que tanto el comunismo como el fascismo perseguían. 

    Desde luego, el énfasis en el trabajo que propugna Cass carece de este nivel de radicalismo; el autor no va más allá de defender lo que llama «meaningful work», cuyas virtudes serían sobre todo traer estructura a la vida cotidiana, y en su crítica de la cultura popular norteamericana de las últimas décadas —que habría dejado de estigmatizar la vagancia, favoreciendo la tendencia generalizada hacia el consumo—, nunca llega a argumentar convincentemente por qué el trabajo es de suyo superior a la ociosidad. El argumento fundamental es, por así decirlo, social más que filosófico: «en el pasado, nuestra sociedad era menos rica, pero el trabajador típico podía mantener a una familia», afirma Cass, y el propósito de revertir esa situación, mediante disposiciones como el control de la inmigración y el proteccionismo, que él defiende de manera matizada, está animado por una defensa entre nacionalista y religiosa de la salud comunitaria que no coincide —como sí en la tradición comunista— con ese Estado ilimitado que Mussolini llamó «totalitario» y Jünger «Estado total», donde los campos que en la sociedad liberal, burguesa, permanecían separados, relativamente autónomos, finalmente se reintegraran. 

    Aun así, el corrimiento de la perspectiva del consumo a la producción es un punto de contacto significativo, como lo es el hecho de que justo en los sesenta, cuando comenzó, según Cass, la degradación del trabajo en la cultura norteamericana, haya surgido en el sur del continente una doctrina —la guerra de guerrillas— que no es más que una versión, aggiornada al clima romántico de esa década, de la celebración comunista del trabajo productivo. «La jungla de las ciudades no es tan salvaje», escribió Régis Debray en ¿Revolución en la revolución?, la más sofisticada versión filosófica del guevarismo. En la ciudad —explicaba el discípulo de Althusser— todo el mundo, incluso los pobres y los proletarios, viven como consumidores; basta un billete en el bolsillo para pasar el día. Todo está dado: la comida, el agua, la luz eléctrica, las calles, las medicinas… En la selva, en cambio, no hay más «medios de subsistencia salvo los que produce uno mismo, con sus manos, a partir de la naturaleza bruta». Si el hombre comunista, ese que vive ya en un mundo libre de propiedad privada, era eminentemente un productor, el militante, este que lucha por hacer la revolución en la sociedad burguesa (o preburguesa, campesina), no lo es aquí menos. La guerrilla es un espacio de producción en tanto comporta una suerte de proletarización forzada, y con ella el tipo de perspectiva integral sobre el mundo que solo proporciona el tener que sobrevivir en la intemperie, sin las comodidades de la vida civilizada que Debray compara con «incubadoras tibias» que aburguesan y ablandan.  

    ¿No hay, por insólito que parezca, algo de esto en el auge del survivalism, ese curioso movimiento que ha ido ganado predicamento en los Estados Unidos en las últimas décadas al punto de haberse convertido en tema de varios populares shows de televisión? El «survivalismo» es todo un universo; incluye muchas tendencias diversas, pero todas se basan en la preparación —mediante prácticas como la caza, la agricultura de subsistencia y el uso de armas— para un colapso civilizatorio, que podría venir en la forma de un desastre ecológico, un meteorito o incluso una conflagración atómica. La doctrina de la guerra de guerrillas se veía como un comienzo: el foco guerrillero —donde se producía la transformación de la subjetividad burguesa en subjetividad revolucionaria— era ya in nuce la futura sociedad liberada, mientras que los preppers son apocalípticos, pero ambos movimientos comparten la creencia en la inminencia del fin de la civilización burguesa y la necesidad de la constitución de un espacio fundamentalmente productivo, al margen del consumo.  

    La mayoría de los survivalistas de estos tiempos se identifican políticamente con la derecha —no ya la derecha tradicional, sino la llamada alt-right, donde se inscriben grupos tan variopintos como las milicias paramilitares que lideraron el asalto al Capitolio y ese extraño movimiento conspiratorio, que parece una secta de la época helenística o del Bajo Imperio romano, que es QAnon. La guerrilla, en cambio, epitomizaba el espíritu revolucionario de la izquierda de los sesenta, pero no olvidemos que en aquel Zeitgeist circulaban, mezclados, muchos elementos de la derecha radical. De ahí que autores asociados al fascismo, como Julius Evola, y el propio Nietzsche, pudieron ser releídos entonces por los jóvenes decididos a cambiar la vida. Esa comunicación de extrema derecha y extrema izquierda está, por ejemplo, en Marcuse, que en el prólogo a la segunda edición de Eros y civilización interpreta el ascenso de las guerrillas anticoloniales, en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, como una especie de regreso del cuerpo, entendido como reducto de potencia vital frente a la «jaula de hierro» en que se habrían convertido las sociedades modernas, deshumanizadas por la burocracia y el consumismo. Así como la creencia en los poderes redentores de la violencia, en autores como Fanon y Guevara, se alejaba ostensiblemente del marxismo clásico, el primitivismo de la guerra de guerrillas era una reacción compensatoria al aburguesamiento de la clase obrera, que no había estado a la altura de la misión histórica a ella atribuida por los fundadores del marxismo-leninismo. 

    Aunque históricamente el énfasis marxista en la producción informó la utopía desarrollista del comunismo —compartida tanto por el trotskismo como por el estalinismo—, que era una utopía del crecimiento ilimitado, de la inenarrable abundancia que la liberación de las fuerzas productivas necesariamente acarrearía, en los tiempos que corren —tiempos distópicos, donde se extiende el temor a la proximidad del fin del mundo—, este se asimila más a las tendencias llamadas de «degrowth», las cuales tienen, desde luego, variantes de izquierda, más condicionadas por la lucha contra el cambio climático, y de derecha, más condicionadas por las teorías conspirativas que proliferan como hongos gracias a las redes sociales. Y aquí, de nuevo, salió a relucir, en el debate sobre los aranceles, otra ominosa reminiscencia de la izquierda radical. Muchos de los defensores de Trump recordaron que quizás los aranceles convenían, no ya porque traerían la prosperidad anunciada por el presidente sino justo porque, al contrario, ralentizarían el crecimiento económico. A lo mejor, después de todo, no es necesario tener cinco o seis pares de zapatillas, ni veinte camisetas cosidas en Viet Nam… 

    De ahí a la idea de la «pobreza irradiante», que fue crucial en el reajuste ideológico del castrismo tras el colapso económico que trajo la pérdida de los subsidios soviéticos en 1990, no hay sino un paso. «La pobreza como austeridad y decoro, virtud fundadora de nuestros mejores hombres, tradicional “sensatez” de la familia media cubana —afirmó Cintio Vitier en su conversación con Rolando Sánchez Mejías—, es un valor que debemos seguir oponiendo a la insensatez consumista convertida en “modelo” mundial por Norteamérica». La versión norteamericana de esta idea, que presumiblemente cobrará fuerza entre algunos sectores de MAGA cuando el desabastecimiento del que alertan muchos economistas sea, en cuestión de meses o incluso semanas, un hecho, reza más o menos así: en los cincuenta la gente tenía menos cosas, menos carros, las casas eran más pequeñas, no se consumía tanto, pero eran más auténticos, más «americanos», había menos divorcios, iban más a la iglesia, tenían valores morales… 

    Curiosamente, la celebración de «la pobreza irradiante», como le llamó Lezama a esa noción cristiana del pobre salvado, rico por sobreabundancia de espíritu —idea que se remonta, en la tradición católica del siglo XX, sobre todo a León Bloy—, vino a coincidir con la lectura de la pobreza cubana del «período especial» que hizo Santiago Alba Rico, filósofo español que fuera candidato al Senado por Podemos en 2016, aunque hoy ya no es parte de ese partido y ha dejado de defender al régimen cubano. «En Cuba», escribió Alba Rico, probablemente el último de esa larga tradición de turistas filósofos, fundada por Sartre en 1960, que proyectaron sobre la Cuba de Castro sus insatisfacciones con las sociedades democráticas de donde procedían, «faltan cosas, pero no muchas, quizás solo una o una y media, y estoy seguro de que cuando les permitan respirar, cuando puedan liberar toda su potencia acumulada de la mordaza imperialista, la alegría y la civilización seguirán asociadas a esta idea de la “bastanza” comunicativa, de la poquedad multiplicadora en cuyos bordes germinan salvajemente el ingenio, la solidaridad, el amor y el sentido común».

    Los principios de esta idealización de la pobreza se encuentran en La ciudad intangible, un libro publicado en España en 2001 y en Cuba en 2004, que ofrece una crítica radical del capitalismo, comprendido como una civilización, un modo de vida que ha arrasado con fundamentos antropológicos tan antiguos como el Neolítico. Leyendo a Alba Rico, comprobamos de nuevo esa fundamental lección de la historia de las ideas: moviéndose a la izquierda, no se aleja uno más y más de la derecha, sino que se llega fácilmente a ella; el espectro de las ideologías es más un globo que un planisferio. En La montaña mágica     Thomas Mann encarnó esa aparente paradoja en un personaje inolvidable: el católico Naphta, comunista a fuer de medievalista, en perpetua controversia con el humanista liberal, ilustrado Settembrini. «Escapa a su manchesterismo», replica Naphta a su archirrival, «la existencia de una doctrina social que significa la victoria del hombre sobre el economismo y cuyos principios y objetivos coinciden exactamente con los del reino cristiano de Dios». Recuerda el judío converso que los padres de la Iglesia, como Tomás de Aquino, habían considerado «el comercio en general, el asunto puramente comercial, la compra y reventa como negocio, sin transformaciones ni mejora del objeto en estas operaciones, como un oficio vergonzoso […] han exigido que una actividad económica productiva fuese la condición de toda ventaja económica y la medida de la honorabilidad. Eran estimables a sus ojos el campesino y el artesano, pero no el comerciante ni el industrial». Y terminaba su respuesta proclamando que «todos esos principios y esa escala de valores han resucitado, después de siglos, en el movimiento del comunismo». El proletariado mundial oponía los principios de la Civitas Dei a la decadencia de la burguesía capitalista… 

    Pues bien, Santiago Alba Rico es de la estirpe reaccionaria de Naphta: en una reivindicación parcial de Joseph De Maistre, La ciudad intangible rechaza los principios de 1789 y los valores abstractos de la Ilustración. Alba Rico no se plantea la cuestión de la democracia y de la progresiva extensión de los derechos civiles y políticos en la modernidad; prefiere siempre el mundo precapitalista —el grecolatino, todo sobre, más que el tipo de sociedad cristiana medieval que añoran muchos intelectuales católicos de la nueva derecha, como los que ahora buscan dotar de cuerpo doctrinario al movimiento MAGA; algunos de los cuales han encontrado, por cierto, inspiración en el franquismo. 

    Y desde ahí, desde ese punto donde la izquierda y la derecha radicales se confunden, no es difícil legitimar al régimen castrista, que ha tenido, por haber sacado a la isla del mercado global, en tantos sentidos un resultado paradójicamente conservador. Alba Rico: «Se camina por las calles arboladas del Vedado […] y se siente enseguida un bienestar físico, el paso se ralentiza, la respiración se acompasa, la piel se suaviza, el oído se agudiza, el tacto avanza, la úlcera se calma, la migraña cede, la miopía se cura, e inseparable de esta milagrosa vuelta a la salud se percibe con sorpresa —como una floración— que aquí hay más hombres y más cosas que en otras partes del mundo: es sencillamente que no hay publicidad. […] Se sube a la azotea de una modesta casa de la calle Chávez, por encima de la ciudad adormecida, acariciada por una tímida luz amarillenta, y se siente enseguida, cabeza arriba, la fragilidad del compañero, la necesidad de cuidar a alguien, la fortuna de otra voz, la llamada de un argumento, la urgencia de narrar un cuento, la capacidad para inventar un teorema: es que se ha hecho realmente de noche. La Revolución, por así decirlo, ha liberado las caras y ha nacionalizado las estrellas». [Cuba 2005, Hiru, Hondarribia, 2005]. 

    La tesis es clara: la falta de publicidad nos devuelve la noche —y por extensión el mundo y la humanidad— que han sido escamoteados por las luces artificiales del capitalismo tardío. Las miserias de la vida cotidiana en Cuba son interpretadas, a partir de ahí, como venturas. De los apagones, por ejemplo, se podría decir que al liberarnos de la tiranía de las luces eléctricas nos permitirían regresar a las velas y las lámparas de queroseno. Y, como dice Bachelard en La llama de una vela, «con la lámpara volvemos a la guarida de la ensoñación de las casas de antaño». Una mentalidad como la del propio Alba Rico podrá encontrar en ese regreso la posibilidad de recuperar el auténtico mundo no ya solo moral sino también material hurtado por el capitalismo: al apartarnos de la televisión, que no hace sino suplantar fraudulentamente al mundo real, y acercarnos a aquellas lámparas de antaño que a diferencia de los modernos bombillos nos devuelven la mirada, el apagón será ocasión propicia para reunirnos en torno de ellas y, como nuestros antepasados alrededor de la hoguera, contar un cuento. Llama y relato, hogar y ensoñación: todo ello, cimiento de la Gemeinschaft destruida por la modernidad capitalista, nos devolverá la familiaridad con lo que Bachelard llama «la sencillez primera de las cosas».

    Foto: Flickr / Gilbert Mercier
    Foto: Flickr / Gilbert Mercier

    He aquí una versión extremada, hiperbólica, poética, de esa comunidad saludable que los populistas reaccionarios de MAGA sitúan en la «America» de los años cincuenta. Cierto, entonces había publicidad, pero no era una sociedad exclusivamente de consumidores, sino también de productores. En aquel mundo perdido había valor, y había, diríamos, como en la Cuba idealizada de Alba Rico, también una cierta demasía: menos mercancías, pero más realidad, más autenticidad que en el mundo de hoy, donde la persecución ciega del crecimiento económico ha descuidado valores sociales que no se pueden cuantificar de manera empírica. Justo reverso de aquel primer viaje que Vitier realizara a la Península en 1949, tan importante en su formación espiritual, el viaje de Alba Rico desde la España europeizada, consumista, globalizada, de comienzos del siglo XXI a esa Cuba única, aurática, con sus viejos carros norteamericanos y sin un solo Walmart, donde, al decir de Wim Wenders, era difícil saber en qué año se estaba, equivale también, en alguna medida, a un viaje en el tiempo, desde los Estados Unidos actuales, llenos de Walmarts y zonas industriales abandonadas, a los de hace siete u ocho décadas, con sus orondas fábricas y tiendas locales que ofrecían artículos «made in USA». 

    Para ideas como estas, atravesadas por la nostalgia de comunidades orgánicas que el mercado habría destruido en las frías aguas del cálculo egoísta, la ortodoxia marxista tenía un nombre, acuñado por Lukács: «anticapitalismo romántico». Y su réplica más pertinente tiene otro, bien conocido: Ilustración —es la Ilustración, no el «wokismo», la «corrección política» o la «izquierda radical» el verdadero, último adversario del movimiento MAGA. Pero quizás el mejor antídoto frente a la tentación de esas ideas a un tiempo reaccionarias y revolucionarias no es, en este caso, intelectual sino testimonial: la experiencia de aquellos que hemos vivido bajo regímenes donde, mientras el trabajo productivo era moralizado y estetizado, el consumo fue coartado o criminalizado. Para los que han conocido el racionamiento, la profusión de mercancías nunca parece demasiada; los que han sido pobres no idealizan la pobreza. Cuenta el escritor rumano Andrei Codrescu que cuando, recién emigrado a los Estados Unidos, entró por primera vez en un Walmart creyó haber encontrado, finalmente hecha realidad, aquella profecía de Marx que en su país solo había conocido en los libros de texto y los discursos del Partido: ahí, en esos anaqueles repletos de mercancías que podían adquirirse a precios irrisorios, estaba el reino de la abundancia. 

    Newsletter

    Recibe en tu correo nuestro boletín quincenal.

    Te puede interesar

    No tan distintos. Orinar hacia arriba

    ¿En qué mar de gigabytes quedará guardado tanto sentimiento?  Marien Fernández...

    El exilio más frágil. Dos historias cubanas sobre el temor político...

    Entre cientos de miles de cubanos que hoy permanecen con estatus migratorio irregular en Estados Unidos, hay activistas políticos y opositores en el exilio (y también familiares suyos) —como Lázaro Yuri Valle Roca, exprisionero de conciencia, o Daniela Patricia Ferrer Reyes, hija de José Daniel Ferrer— que temen especialmente un retorno obligatorio al país natal.

    Las calles de Cuba me hablan en colores

    Caminar —cámara al hombro— por una calle de Jesús María, con el atardecer a la espalda, y que en un mismo encuadre captures las frutas de un carretillero, un santero con sus collares y un almendrón de color chillón… Es una riqueza visual por la que muchos fotógrafos extranjeros cruzan océanos y continentes, y que pudiera ser mejor explotada por nosotros.

    Exiliados cubanos piden a Marco Rubio regularizar su estatus migratorio en...

    En pleno fuego cruzado de órdenes ejecutivas y decisiones en las cortes respecto a la legitimidad de la actual política migratoria, activistas políticos cubanos que no han podido ajustar su estatus en el país norteño tienen ante sí un panorama de incertidumbre.

    Apoya nuestro trabajo

    El Estornudo es una revista digital independiente realizada desde Cuba y desde fuera de Cuba. Y es, además, una asociación civil no lucrativa cuyo fin es narrar y pensar —desde los más altos estándares profesionales y una completa independencia intelectual— la realidad de la isla y el hemisferio. Nuestro staff está empeñado en entregar cada día las mejores piezas textuales, fotográficas y audiovisuales, y en establecer un diálogo amplio y complejo con el acontecer. El acceso a todos nuestros contenidos es abierto y gratuito. Agradecemos cualquier forma de apoyo desinteresado a nuestro crecimiento presente y futuro.
    Puedes contribuir a la revista aquí.
    Si tienes críticas y/o sugerencias, escríbenos al correo: [email protected]

    Artículos relacionados

    Cien días de un reality show

    Uno de los momentos políticos más importantes de los...

    Una muerte política anunciada

    Hace poco menos de 15 años, después de la...

    Radio TV Martí: El sinsentido de apagar sus transmisiones

    Para el reconocido periodista Ricardo Quintana aún sigue vivo...

    DEJA UNA RESPUESTA

    Por favor ingrese su comentario!
    Por favor ingrese su nombre aquí