¿En qué mar de gigabytes quedará guardado tanto sentimiento?
Marien Fernández Castillo
Lo primero es que quisiera ser honesta. Lo segundo es que quiero saber más y más sobre, por ejemplo, aquello que el dramaturgo cubano Rogelio Orizondo entrecomilla en la contraportada del libro Orinar hacia arriba de Marien Fernández Castillo: «filosofías de porqueriza y cuchitril». Lo tercero es que a Marien no puedo no quererlo.
Hemos conversado esta mañana. Mientras yo sacaba a orinar al perro en Normandy Island, Marien corría a la cola de las papas en Yaguajay. Me siento muy cansado, me dice. El ritmo de vida es demasiado fuerte cuando buscas las cosas para sobrevivir. No todo el mundo está preparado para este reto. Lo leo, mientras cincho con tristeza la cadena de mi perra Anarchy. Le envío como respuesta un vídeo simple, una ardilla trepando por las ramas de un árbol.
¿Qué más podría agregar yo? Escribo, como esa canción de SUMO: «No tan distintos».
Pasó más de un mes antes de que estuviera en mis manos Orinar hacia arriba, el último libro del poeta, dramaturgo y rapero Marien Fernandez Castillo, publicado por la Editorial Casa Vacía. Me lo entregaron bajo el sol del mediodía en un callejón del North West y solo sentí amor. Ya eso es razón suficiente. Un amor difuso, collage, como casi todo. Nutrido de partes entonantes y contrapuestas. Ese amor de capas y recortes que se juntan para el instante. Donde nada es, si no es también su contrario. Su reflejo, su viceversa, su proyección. Es allí donde encuentro que habita la poesía. Donde no interesa que se sostenga la coherencia del discurso, ni que el pensamiento se sostenga en la coherencia. Es el lugar que habitamos cuando somos estados de ánimo andantes, dioses, liebres, almas en pena a cualquier hora de la tarde de un domingo cualquiera, en cualquier lugar, buscando un amuleto. A lo lejos, un cartel en una esquina dice lo mismo de siempre: PARE (Respete las señales del tránsito). ¿Y quién soy yo, ni nadie, para escribir sobre tu poesía, Marien?
Entre los muros grafiteados de amarillo que echaban humo, apareció Legna Rodríguez, la escritora, la mamá, la amiga. La delincuenta inabarcable de la poesía. Se bajó de un carro, y me entregó el libro de Marien. A ella se lo había entregado Larry, eso me dijo. La portada es la imagen de una obra del artista Larry. J. Gonzalez. Esa misma tarde, horas después, yo encontraría la obra colgada sobre el inodoro en el baño de la galería Mahara+ Co. La contraportada la escribió Rogelio Orizondo. Cortico, bello y contundente. Como yo hubiera querido escribirlo. «Abajo las leyes gravitacionales y lingüísticas», dijo.
Hasta aquí todo tiene sentido. Conocí al poeta Marien Fernandez a través de Rogelio, en su libro Estos son textos de mi abandono, Ediciones la Luz 2013. Un librito rosado que leí por los días de la pandemia y que me fascinó. Allí estaba «El agente Marien 009». Luego vi un tatuaje que Rogelio tiene en el brazo del perrito de Marien. A Rogelio, a su vez, lo conocí por Legna, y a Legna por la poeta Soleida Ríos, quien está en mi vida desde la niñez. Larry apareció un tiempo después. Acababa de llegar a Florida. Una tarde, Rogelio, Legna, Larry y yo bebimos unas latas de cerveza sentados en el muro de la playa, y hablaron de Marien Fernandez. Yo era la única que no lo conocía. ¿Qué importancia tiene todo esto? Pues ninguna. Es solo un círculo que intento cerrar. Un cero, una letra O, un gato que se muerde la cola. Una ronda de poetas cubanos, de personas que viven en la poesía. Un nido. A donde único vamos a llegar por el momento.
Por la belleza de los encuentros, por el retrato a la intemperie (uno de mil) que nos hicimos con el libro en las manos y enviamos a Marien al momento; por esa manera casi triste con que seguimos acariciando carátulas, balbuceando nombres y versos, invocando algo que flota en un espacio raro, creado a golpe de repeticiones, pantallas de intercambios, caricias, títulos y necesidades, sentí ese amor desorbitado bajo el sol del mediodía, en un callejón que no me acuerdo, y que no importa. Mezcla turbia y dulzona que las fotos no pueden explicar.
Tengo el libro de Marien en mis manos. ¿Y ahora qué?
Marien tiene un teléfono móvil a la espera de recargas en las afueras de Yaguajay, un pueblo al centro de la isla de Cuba. Desde su teléfono móvil nos escribe cada día: Buenos días, Buenas tardes, Buenas noches, Feliz Domingo. Marien dispara.
«Amiga, voy a viajar a Jobo rosado, es un pueblo a una hora de aquí». En mi imaginación, Marien va escribiendo sus versos. Desplazándose entre telas de un lado a otro, en un lugar cerrado donde crea una obra de teatro para niños que no verá la luz. Desplazándose a Jobo rosado, y al infinito de mi imaginación. Vendiendo café en el pueblo, junto a la glorieta del parque. Marien perfumado de ilusión, esperando a un muchacho que va a bajar de una loma y no va a amarlo como a él le gustaría que lo amara. Marien sentado en el contén, deseando un cigarro, o la ternura, bajo el mismo sol de siempre. Sin pastillas, sin cigarros, sin público, y sin alcohol. Sumido, o atrapado, Marien, sudando autenticidad. Ese atractivo que no falla.
—¿Dime algo de esta foto, amiga?
—Que eres muy tú. ¿Qué dice el tatuaje que tienes en el pecho? —pregunto, mientras me enfoco en el otro, uno pistola azul en la clavícula.
—Dice Equus, caballo en latín. Me gustan mucho los caballos, amiga, pero que malo es sufrir la soledad. El insomnio, amiga.
Sus mensajes son así. Las tripas hablan. Hablan también a sus espaldas. Por tantas cosas, Marien delira en versos. Por tantas cosas admiro a Marien. Se lo digo.
«El encuentro con la palabra, cuando la saco afuera, me calma mucho. Y si leo mis poemas me libero, pero la gente dice que no es poesía, que es locura. A mí me dicen que lo mío no es poesía, que es locura».
El mensaje me recuerda lo que me dijo casi textualmente el escritor Pedro Juan Gutierrez en una entrevista, allá por el año 2008: «A mí me dicen que lo mío no es literatura…».
Subiendo por esa escalera, llegaré rápido a -0
Si tienes deseos de poner tildes,
tilda mi cuerpo.
Te lo dejo tatuar por mi arrogancia,
se te veía venir.
Deja tu sabotaje semántico,
sociópata inadaptado.
Te vas a llevar tu esquirla anarquista
Te va a detonar la vida,
reaccionario enajenado antes de tiempo.
Ah, pequeño,
pon esa rabia dónde va,
en la euforia gratuita
ámame ya.
Una semana después, sigo con el libro de Marien en la mano. Todavía. En la mesita, en la silla, en la cartera, en el aula. He intentado leer, pero me cuesta. Me cuestan las palabras. Lo llevo en un taxi, y al leer en alta voz un poema al azar, para grabarlo en movimiento por la avenida, tal como quiere Marien, el poema suena a poesía de bragueta y alcantarillas. Me río. El chofer voltea la cara. No quise seguir. Sexo de varones, cantos de amor, palabras encumbradas, todo en un mismo verso. Marien no cabe en una postal. Marien no es una foto de Instagram.
Subrayo con lápiz amarillo algún verso simple, a mí altura: «Con hambre de ti busqué en las inmundicias». Para desmenuzar de inmediato la palabra inmundicias y dejarla resbalar entre los dedos. Para repetir, como cualquier mortal: «Hambre de ti». Esa frase tan larga, esa insaciedad antropológica que todo hombre cargará consigo.
Marien es insaciable, pensé. Entonces volví a escuchar su tema Voce e um perrito chino, esa joya verdadera, auténtica como sus tatuajes azules que no caben en la postal de Instagram. Los que asustan. «Perrito chino» debería detonar las discotecas a cierta hora. Despertar a los que están durmiendo,con su alarido musical. Esta es su voz. Su grito. Su poesía. Su rapeo. Su bomba.
Otra vez no hay café. No hay cigarros. No hay pastillas para aplacar los nervios. No hay electricidad. Me persiguen. Marien tiene una gorra y tiene unos lentes. Está sentado en la glorieta. Tres mujeres que pasan lo saludan. Marien es educado, habla de usted. Pelo engominado, espejuelos negros cuadrados. Las paredes de ladrillos grises al descubierto. Marien tiene unas flores rosadas en la mano, bajo el techo de chapa y el tubo de luz fría. La mesa está coja, y vacía. La abuela mirando a la cámara, y al infinito. En la casa de la abuela hay un perro, un gallo, pero Marien tiene insomnio. Tiene deseos. Tiene miedos. Ahí sentado tiene fuerzaz, y tiene luz. ALUMBRA. Llegarán las pirañas, tal vez. Llegará la noche. «Ay, amiga», volverá a escribir, «no hay café, el muchacho de la loma se ha burlado de mí. Que mala es la soledad, amiga». Abuela, estoy preparando tu papilla.
Interchange
Ducharía tu nombre con mercurio.
Liaría los bártulos de mi signo en aluminio gris.
Cambiaría —lo cambio— mi nombre por el cedro.
Devanaría los cánticos por helio medular.
Ya cuando magulle el día trastocando la Vida:
Invertiría los hilos de mis Parcas por rasgarte los iris.
Hace dos o tres años dejé en un rincón de la casa de Soleida Rios una mochila pequeña con algunas cosas para Marien. Un pantalón negro y En el camino, la novela de Jack Kerouac. Edición de Anagrama. Marien nunca pudo ir a buscarlo a La Habana. Con el tiempo, Soleida le agregó unas barras de chocolate al paquete. Yo no sé si ahora estarán derretidas sobre el pantalón negro, o si el bulto entero se lo habrán llevado escaleras abajo las hormigas. Yo no sé.
«Raíz, raíz cuadrada del olvido». Leo repetidas veces, incapaz de leer un poema entero de un tirón. Voy así por la vereda y por la vida, con mi perro, masticando versos aislados, ilusiones ópticas, palabras sueltas. A mí manera. Tus versos son amuletos, Marien. Son bellotas imaginarias para las ardillas. Raíz, raíz cuadrada del olvido. ¿Eso no es un hermoso tatuaje? Bien matemático, por cierto.
La matemática no falla, dicen. Aquel domingo en que me dieron el libro en el callejón, llegamos finalmente a la exposición de Larry J. Gonzalez. «Llorar sé desde la cuna». Llegamos un poco encopetadas, Cirenaica, La china y yo, colgadas del brazo de Ahmel. Entré con mi libro en la mano y mi «anillo de alambre» amarrado al dedo. Mirando las obras, entre la gente, los pequeños altares, las pinturas y los zapatos, me topé enseguida con Larry. Traía una camisa impecable, de rayitas, abotonada hasta el cuello, y una falda beige por debajo de la rodilla. Caminamos directo al baño. Larry, yo y una chica que conocí en ese mismo momento. Trancamos la puerta. Sobre la taza, inodoro, toilet, como le llamen, colgaba la obra original que ilustra la portada de este libro. Lo primero que fuimos a mirar.
«Marien, Marien, mira el tubo, mira el tubo que tiene el tipo ese», decía Larry, juguetón, señalando su propio cuadro que colgaba en la pared sobre el inodoro. El bañador rosado con tréboles verdes, el tipo con los pies metidos en el agua, las manos hacia atrás. Los collares caen sobre su abdomen marcado. «Los paticos…», dijo la muchacha. Y a mí se me cayó la copa de la mano, y el anillo, y el rollo de papel sanitario, cuando escribiste, Marien, desde las afueras del pueblo: «Qué alegría que estés junto a Larry. Aquí se fue la luz desde ayer. Esta es la semana de la cultura del pueblo. Voy a presentar un pequeño trabajo sobre el género romance, por la noche hay una tertulia. Yo tampoco me siento bien en el trabajo, pero he de hacer un esfuerzo, pues son los únicos ingresos que tengo ahora, y al menos puedo, con ellos, pagar la leche de la cuota de abuela, las dos bolitas de pan diario, y los mandados, y alguna compra que surja. Ahora llevamos un tándem de muchos apagones de más de doce horas, te mando un beso muy grande, tus palabras son bálsamo. Ojalá no haya problemas contigo en tu trabajo».
Entonces hicimos un performance chiquitico para ti, Marien, aquí, bajo las luces violetas de neón, del otro lado, pero no tan distintos, eso quiero pensar. Nos miramos, y juntos orinamos hacia arriba, en direcciones diversas y extraviadas. A tu salud.
Quizás bastaba con poner las fotos, el video. Son tiempos modernos. Hago lo que puedo. Cumplo la promesa que te di.
Apirético
Apirético he amado con furia la mansedumbre
y todos los agujeros que en su seno palpitan.
Heterohomoxo, enfermo de aporías aztecas
he consultado en Delfos las runas del halcón.
Visionario en la arena solicitando hígados de tonina.
Para leer la vida del que ame.
El hallazgo reverdeció la fiebre.