LA HABANA, Cuba. – Luego de 40 días en huelga de hambre, en serio estado de deterioro físico, el preso político Yosvany Rosell García aceptó, a ruegos de su esposa, que le pusieran un suero de rehidratación. Eso significa un mínimo de alivio para los que tememos por la vida del encarcelado activista de 37 años y padre de tres niños. Ojalá que el daño a su organismo pueda revertirse. Ojalá mejoren sus condiciones de encierro. O que lo liberen ya, porque la protesta no es un delito, sino un derecho ciudadano.
Ojalá que ningún preso político cubano tuviera que volver a recurrir a una huelga de hambre para reclamar sus derechos. Pero eso es muy difícil, casi imposible, teniendo en cuenta el invariablemente cruel talante de los cancerberos de la dictadura.
A Yosvany Rosell, atado a una cama de hospital en Holguín, las autoridades lo dejaron llegar casi al umbral de la muerte sin hacer el menor intento de estudiar sus demandas. Lo que han hecho los oficiales de la Seguridad del Estado, el psicólogo del MININT y los médicos que se han prestado a secundar a los represores es presionar y chantajear emocionalmente a la esposa y demás familiares del preso para que lo convencieran de abandonar la huelga de hambre.
Es un patrón que se repite en las huelgas de hambre en las prisiones cubanas: lo que le importa a los carceleros y a la Seguridad del Estado no es preservar la vida del recluso, sino quebrantarlo y rendirlo. Aun a riesgo de que mueran, como Pedro Luis Boitel en 1972, Orlando Zapata Tamayo en 2010 y Wilmar Villar Mendoza en 2012, quienes murieron por culpa de carceleros demasiado crueles y soberbios, no digamos para negociar, ni siquiera para escuchar las demandas de un preso, que para ellos es menos que una alimaña. Máxime si está en la cárcel “por contrarrevolucionario”. Y a veces ni siquiera los quieren reconocer como eso, como ocurrió con Zapata y Tamayo, a quienes la infame versión oficial intentó presentar como “delincuentes captados por la contrarrevolución”.
Las autoridades esperan siempre doblegar al preso y hacerlo deponer la huelga. Si no lo consiguen, cuando está ya grave, a punto de morir, lo envían a un hospital civil. Y quedan satisfechos porque “no cedieron un ápice y no se dejaron chantajear”.
Ya en el hospital, no es que los médicos no hagan lo posible por salvar la vida de los presos en huelga de hambre, sino que, habitualmente, lo hacen cuando lo ordena Seguridad del Estado, en el último momento, cuando peligra la vida del reo. Y a veces es demasiado tarde.
Continuamente llegan informaciones desde las cárceles de presos que ante su total indefensión frente a una maquinaria monstruosa que tritura hasta el último átomo de humanidad, como recurso extremo para reclamar sus derechos, se declaran en huelga de hambre. Algunos se cosen la boca con alambres. Enseguida los encierran en celdas de castigo. Solamente a los 10 días, cuando se agravan la deshidratación y los problemas renales, es que los carceleros empiezan a reparar en que sus vidas peligran. Entonces, pueden decidir alimentarlos a la fuerza. O convencerlos a golpes para que abandonen la protesta. Si tienen la boca cosida, se la descosen a la fuerza.
Pero a veces, como sucedió con Zapata Tamayo y con Villar Mendoza, los carceleros llegan hasta las últimas consecuencias, para que el preso ceda y quede escarmentado. O muera ―así salen de él―, si les resulta demasiado molesto e indomeñable. Es sabido cuán poco vale la vida de una persona ―especialmente si es un opositor― en una cárcel cubana.
Si el régimen, ya que no despenaliza la disidencia, no humaniza el trato a los presos políticos, la huelga de hambre de Yosvani Rosell no será la última. Para un hombre digno y convencido de sus ideas es preferible el martirologio y morir en una huelga de hambre que soportar las humillaciones y los abusos en ese inframundo que son las cárceles cubanas.








