Me pasa algo demoledor siempre que me involucro de forma profunda y sincera con algún montaje de Teatro El Público. Son crisis que suceden cada cierto tiempo en el árbol de mi vida teatral, con senderos de hondas grietas que van desde el tronco hasta la nervadura de mis hojas. Son momentos, pienso, en los que el karma (o sea, mi karma) se manifiesta para revelarme un aprendizaje. Y descubro entonces que dichos aprendizajes están plasmados en la obra de turno, en los personajes con los que hago fotosíntesis sobre el escenario del Trianón y sus fantasmas. Esas crisis, no lo digo todavía, tienen que ver con el acto de amar y con enamorarme, con ciertas fisuras del cariño y con los fragmentos de mi discurso amoroso. Momentos, quizá, relacionados con el hado de elegir «el ocho-muerto y no el nueve-elefante», como sucede con Alejandro Yarini, el gran ecobio blanco.
Abro mi libreta de santo y repaso el oddun que me dio el oricha tutelar de «Réquiem por Yarini». No es un santo cualquiera. No. Es mi padre en la Ocha, el oricha del que nací y el que tienen coronado mis dos madrinas. Es grande mi devoción por Changó, aunque mi corona sea azul con siete puntas en las que se abisman siete océanos sin fondo. Escribir esta reseña me transporta a mi libreta de Itá, los consejos escritos con letra de santero y la voz del Obá durante la ceremonia en que se lee el Diloggún de dieciséis caracoles el día de las profecías.
Cierro los ojos y estoy nuevamente en Centro Habana, con la cabeza rapada como un coco y vestido todo de blanco en un apartamento de las calles Manrique y Neptuno. Llevo también un gorro y collares y pulsos religiosos y mis pies sobre una estera de guano bajo un entramado de telas de diversos colores y estoy sentado en el pilón de Changó: Kawo Kabio Sile. Ahora, me ha dicho el Obá, soy un rey que tiene un trono.
Volver a aquel 7 de noviembre de 2016 me obliga a pactar otra vez con la fe. No es la fe del fanatismo religioso; es la fe de quien desea superar precisamente la poca esperanza que envuelve las calles por las que camino cada día, Belén, Colón, San Isidro, Jesús María, Atarés. Barrios que suenan a mermelada de mango y a dulces en almíbar, a coco rallado con trocitos de piña, a la malarrabia de boniatillo y queso derretido, a palanquetas de gofio con melao, harina de maíz, a frutas caramelizadas por el olor del incienso y una vela que se quema serena en la esquina del cuarto de santo.
¿Qué haremos con todo esto que se muere sin que nos demos cuenta? «El camino que nos conduce a Dios es inconmensurable», responde por mí Antonia Fernández con un verso de la obra. «No hay vara que mida el alcance del amor, la estela por la que pudimos ascender un día». ¿Qué sitio ocupan las promesas de amor en La Habana de hoy y en la Cuba de mañana y en la Cuba extendida del futuro? ¿El verdadero amor… en qué sección del canastillero lo ponemos?


¿Qué implica amar y matar por amor en estas calles sin pedacitos de oro, influencers de cartón, y reguetones y reguetoneros de orgías vibratorias, y vírgenes suicidas que perrean y descienden al inframundo con un chupa-chupa en la boca? ¿Es que acaso somos anticuados por no hacer un pacto de fluidos con la contemporaneidad? ¿Qué quiere decirnos este hombre que fue un chulo y amó a todas por igual? ¡Quédate donde te digan alegadamente!: «Jabá, ¿y esa qué hace aquí?»
Repaso los refranes del signo que botó Changó, Iroso Oddí (4-7) y entiendo por qué este montaje de «Réquiem por Yarini» me ha llevado contra la pared, me ha estrujado cuando llego a casa luego de los ensayos. En Iroso Oddí nace el amor. ¿Imaginan? Son 256 signos y de todos los posibles Changó me pone frente al desafío del amor. Él, que fue el que más amó. Él, que fue el que más mujeres dejó abandonadas por amor. Él, que fue el que más gozó la alegría de la fiesta y el dueño de los tambores. Borracheras de amor y locura y la guerra en sus ojos y la conquista de varios reinos de África. El Alaafin de Oyó. Rey de Reyes es Changó con su hacha bipenne y su espada y su castillo que es la atalaya donde el rey gobierna y manda.
Sin embargo, es un signo complejo porque nace el amor, pero no precisamente la suerte de amar. Yo diría que es todo lo contrario. En la primera escena de la obra, una de mis favoritas, Bebo la Reposa, que es el padrino de la protagonista, La Jabá, lanza los caracoles e imagino que esos caracoles marcan: Iroso Oddí. Imagino que es el oddun secreto de «Réquiem por Yarini». Un signo que nos alerta: «lleva a casa el amor y no la belleza», o «ama a quien te ame y no a quien te guste». ¿Se comprende ahora el dramatismo del signo? ¿Se comprende ahora la encrucijada de Yarini, un hombre jaloneado por el amor de La Jabá y la belleza de la Santiaguera?


Tres mujeres giran en torno al deseo del amor. Ellas picotean el sexo del gallo de San Isidro, del primer souteneur de La Habana, del gran ecobio blanco. No por gusto en este oddun se dice que gobiernan las mujeres, y aunque la obra lleva por título el nombre de un varón, son ellas quienes tejen el jeroglífico que habrá de cumplirse a manera de tragedia contemporánea. Tres mujeres terminan acorralando al chulo más famoso de La Habana: La Jabá (que de tanto amar se ha vuelto amarga como la mata de cedro), la Santiaguera (peligrosamente dulce como la mata de almendra) y la Dama del Velo (que encarna el desvanecimiento del amor y se desdobla con La Macorina, aquella prostituta célebre que guiará a Yarini hasta el lecho de su doncella más fiel: la muerte.)
Yarini no muere por culpa de los chulos de Jesús María, ni tampoco a manos de Lotot. Muere porque se ha consumado el vaticinio de un oddun y cuando suenan los caracoles sobre el escenario del Trianón creo leer en la oración profética Osogbo Ikú Elese Eleddá (Muerte por tu propia cabeza), con la que Carlos Díaz y Teatro El Público rinden moforigbale a los códices secretos del amor. Siempre el amor. Sobre todo, el Amor.
¿Habrá para este mundo
una erótica más allá de los golpes?
Si practicas el estilo llamado «cuerpo a cuerpo»
dirán que eres un pugilista sin técnica.
La primera regla del boxeo es tumbar,
viento-madera la mordida en tu espalda.
Otra cosa es el tiro con arco y la gastada retórica
del triunfo, mi flecha tiene la virtud de no sonar.
¿Quieres derribar a alguien?
Confiesa ―deportivamente― que lo amas.
Si practicas un estilo «a distancia»
dirán que eres un pugilista hermético.
Un gancho al estómago es tu amor
que esconde una herradura dentro del guante.
Beso la lona de la esquina azul,
es el turno de los vientos-metales.
Estos versos no derriban a nadie
sobre el cuadrilátero.
Sirvan estas palabras para invitarlo a ver «Réquiem por Yarini», de Carlos Felipe. La puesta en escena es del maestro Carlos Díaz, más preclaro que nunca, el cuidado del texto a cargo de Norge Espinosa y la música original de Bárbara Llanes. El color de la obra es el rojo, como debe ser, y todo el Teatro El Público se desborda sobre el escenario, sale al lobby y rueda calle abajo para detener el tráfico, y detener a los curiosos y transeúntes, y detener también la sangre roja y bullente de todos los que alguna vez hemos amado y nos hemos roto en el intento. ¡Ashé!