MIAMI, Estados Unidos. – La dirigencia cubana ha usado, desde 1959, un patrón recurrente para resolver crisis internas y disputas de poder: destituciones fulminantes, procesos disciplinarios opacos, juicios ejemplarizantes y “renuncias” aceptadas por órganos controlados por el Partido Comunista.
Ahora, en el cierre de 2025, ese patrón vuelve a exhibirse con una nueva sacudida institucional que incluye la salida de Homero Acosta Álvarez como diputado y secretario de la Asamblea Nacional, así como el relevo de Rubén Remigio Ferro al frente del Tribunal Supremo Popular, decidido desde el Consejo de Estado y tramitado en el Parlamento.
El movimiento más visible fue la renuncia de Homero Acosta a su condición de diputado y a su cargo de secretario de la Asamblea Nacional, aceptada por el Consejo de Estado, según reportó la prensa oficial. En paralelo, el propio Consejo de Estado “propuso la liberación de su cargo como presidente del Tribunal Supremo Popular” de Rubén Remigio Ferro y colocó en su lugar al ministro de Justicia, Óscar Silvera Martínez, un cambio que consolida aún más la subordinación del sistema judicial al núcleo político.
Aunque el oficialismo suele presentar estas decisiones como “reajustes” o “movimientos de cuadros”, el historial demuestra que las caídas en desgracia en Cuba casi nunca se explican con transparencia verificable y, con frecuencia, se acompañan de campañas de escarmiento o silencios obligados.
Estas son las purgas más significativas en la cúpula gobernante desde enero de 1959:
En 1962 llegó una depuración decisiva dentro del aparato político en formación: el “sectarismo” asociado a Aníbal Escalante. Fidel Castro lo abordó en comparecencias oficiales, presentándolo como un desvío interno que debía extirparse para preservar la autoridad de la dirección revolucionaria. Años después, el episodio de la “microfracción” (1968) amplió el método: represión y castigo político contra un grupo acusado de operar como tendencia interna vinculada al bloque soviético, en un momento en que la Revolución consolidaba un partido único sin competencia real. Fidel Castro volvió sobre el tema en discursos oficiales de 1968, reforzando la idea de “enemigo” dentro de las propias filas.
La purga más traumática del periodo revolucionario fue, por su espectacularidad y consecuencias, la de 1989: el general Arnaldo Ochoa Sánchez y su entorno en la llamada “Causa 1”.
La prensa oficial anunció el arresto con una fórmula que quedó como sello propagandístico del régimen: “Nos vemos en el desagradable deber de informar que el general Arnaldo Ochoa Sánchez (…) ha sido arrestado y sometido a investigaciones por graves hechos de corrupción y manejo deshonesto de recursos económicos”. Organizaciones como Amnistía Internacional documentaron en tiempo real la dimensión del proceso y la aplicación de la pena de muerte en un caso de alto impacto político y militar. Más allá de los cargos, la lectura crítica inevitable es que el caso sirvió para enviar una señal disciplinaria al estamento armado y para cerrar, mediante terror judicial, cualquier percepción de autonomía dentro de las Fuerzas Armadas.
En 1992, en plena crisis del llamado “Período Especial”, la caída del ideólogo Carlos Aldana mostró otra variante: la expulsión del primer plano de un cuadro clave del Partido con una justificación típica y elástica, basada en “deficiencias” y “graves errores personales”, sin una rendición de cuentas pública verificable. Ese lenguaje, repetido durante décadas, funciona como comodín: no prueba nada, pero condena socialmente y habilita el borrado político.
En 2009 se produjo la purga más significativa de la era posfidelista temprana: la caída de Carlos Lage Dávila y Felipe Pérez Roque, dos de los rostros más conocidos del poder cubano en el exterior. La operación incluyó una condena moral pública desde el propio Fidel Castro, que escribió: “La miel del poder por el cual no conocieron sacrificio alguno, despertó en ellos ambiciones que los condujeron a un papel indigno”. Poco después circularon las cartas de renuncia y autoinculpación política, donde Lage afirmó: “Reconozco los errores cometidos y asumo la responsabilidad”. El mecanismo fue quirúrgico: demolición reputacional, confesión pública y desaparición del escenario.
El ciclo más reciente combina “liberaciones del cargo” con procesos penales por corrupción, usados como pedagogía del miedo hacia la burocracia. En febrero de 2024, el Gobierno anunció la liberación de Alejandro Gil Fernández como viceprimer ministro y ministro de Economía y Planificación. Aun sin saberse lo que vendría, el caso ya olía a caída controlada.
Justo ahora, en diciembre de 2025, el caso escaló a nivel histórico: el Tribunal Supremo Popular sentenció a Gil Fernández a cadena perpetua por “espionaje” y, adicionalmente, a 20 años por delitos asociados a corrupción. El propio manejo del juicio, cerrado y con escasa información verificable sobre los hechos, refuerza el problema estructural: en Cuba la “lucha contra la corrupción” opera sin transparencia, sin prensa libre y sin control judicial independiente, por lo que también puede funcionar como purga política selectiva.
Finalmente, la sacudida que acaba de ocurrir, con la salida de Homero Acosta y el relevo de Rubén Remigio Ferro, reabre el tema de las purgas sin explicación. Granma informó que el Consejo de Estado aceptó renuncias y propuso cubrir vacantes en plena sesión parlamentaria. Asimismo, reportó la propuesta de “liberación” de Remigio Ferro y el ascenso del ministro de Justicia a la presidencia del máximo tribunal.
El significado político de estos movimientos es difícil de ocultar: cuando el jefe del sistema judicial se cambia por decisión del mismo poder político que debe ser controlado por los tribunales, la separación de poderes queda como ficción, y el mensaje interno suele ser disciplinario. Lo constante en todas estas purgas no es solo la caída de un nombre, sino el método: anuncios tardíos, motivos vagos y ausencia de pruebas públicas. En Cuba, el poder no se hereda por reglas: se concede y se retira. Y casi nunca se explica.








