LA HABANA, Cuba – Si el huracán Melissa ha sido para el régimen la “tormenta perfecta” para absorber donaciones y “reimpulsar” con ella la “economía represora”, el caso de Alejandro Gil Fernández, reflotado en el momento justo en que nuestras atenciones están en el desastre que vive el oriente cubano, tiende a convertirse no solo en distracción, en cortina de humo sino en algo peor, en esa ficción que pretende dejarnos como saldo la idea de que la corrupción en Cuba es un asunto puntual y no un problema sistémico, generado con total conocimiento y utilidad del mismo.
La corrupción como problema sistémico pero, además, el profundo fraccionamiento interno de una dictadura, cuando no la fallida “política de cuadros” que tan solo en los últimos cinco años ha dejado como saldo la destitución, pública o disimulada, de decenas de ministros, viceprimeros ministros, militares de rango y otros altos funcionarios bajo acusaciones gravísimas que, sin embargo, no causan la renuncia inmediata de todo un gabinete “continuista” que hoy se revela, por la naturaleza de los delitos imputados, como principal culpable de los “errores” cometidos.
Las renuncias de Miguel Díaz-Canel, de su Primer Ministro, del Presidente de la Asamblea Nacional y hasta del Ministro del Interior ya debieron estar en el buró de Raúl Castro desde hace meses, porque estamos hablando de espionaje, de lavado de activos, entre otros delitos que debieron ser investigados por los órganos correspondientes del MININT, y revelados desde mucho antes de una destitución express, que no fue consecuencia de la honestidad del PCC sino de las presiones ejercidas por las constantes revelaciones de medios de prensa extranjeros e independientes, y por denuncias en redes sociales que ya apuntaban a, por lo menos, a casos de nepotismo y tráfico de influencias.
No había investigación en curso antes de esas denuncias. Es una rotunda certeza. Incluso muchas fueron refutadas como “fake news” de “odiadores” y “enemigos”, de ahí que la despedida de Alejandro Gil fue sorpresiva, de la noche a la mañana, luego de su “revolucionaria” participación en una Marcha de las Antorchas junto al propio Raúl Castro, y hasta se fue con elogios del “puesto a dedo” por los “servicios prestados” a la dictadura.
De modo que, en buena lid, debiera causar la renuncia del propio General de Ejército, y hasta la de los principales jefazos del Partido Comunista, en tanto un cúmulo de delitos como los que ahora se le imputan al ex ministro de Economía —elegido por ellos con total conocimiento de los antecedentes de corrupción de él, en las empresas extranjeras donde laboró, y de su esposa Gina González García, relacionada por su responsabilidad en el departamento económico con el caso de la empresa Río Zaza, del chileno Max Marambio— no son graves por los daños a la economía o porque “erosionan la confianza en la revolución” sino porque revelan el entramado de corrupción, mediocridad e hipocresía que sostiene a la dictadura, y eso es suficiente para que los ciudadanos exijan el respeto que merecen.
Un juicio, sea a puertas cerradas o público, sea televisado en directo o diferido, ni evitará el circo que la dictadura pretende levantar sobre el caso, ni revelará culpas en la cúpula de poder que dio amparo a fechorías que Alejandro Gil no cometió ni solo ni sin licencia para cometerlas. O que no cometió pero que ahora le tocará asumir como el acto de sacrificio que le corresponde como personal de servicio de la familia Castro, tal como hicieron en su momento el Robaina, el Pérez Roque, el Lage y otras aves tontas de una misma fauna servil que un día volaron mucho más alto que él.
Ya los esbirros, con los métodos aprendidos en las escuelitas soviéticas y rusas, se encargarán por estos días no solo de “convencer” al ex ministro de echarse encima toda la caca, así como hicieron en la Causa no.1 de 1989, sino también de entrar por el aro a su hija Laura María, que solo ahora descubre que la piedra no duele hasta que está en su propio zapato. También es posible que, ya habiendo asumido sus papeles en este nuevo teatro de distracciones, el circo se mantenga tal cual. Él haciendo su papel de víctima o de corrupto confeso, y la hijita recién aterrizada en Castrolandia fingiendo que hay una Constitución que la ampara y un gobierno que la escucha.
El “affaire Gil” es otra jugada. No nos distraigamos ni pidiendo juicios públicos ni transparencia donde jamás los han habido, ni la habrá, sino para hacer más teatro. Alejandro Gil es cómplice y parte de la dictadura, no es una víctima sino personal de servicio al que ayer le tocó fingirse ministro y hoy, como por la libreta, le ha tocado el escache.
Pongamos nuestras energías en denunciar los abandonos que existen y que vendrán por miles una vez que el ciclón deje de ser noticia. Y si algo hay que exigir, y a gritos, es la renuncia de todos los comunistas, así como pedirle a Gil y a su hija que no lloren tanto y, como a Randy Alonso, que tengan confianza, mucha confianza.








