diciembre 10, 2025

Alejandro Gil: en prisión hasta que muera (o hasta que lo maten)

Su “error”, el verdadero por el cual su vida ahora corre peligro, probablemente haya sido haber hecho sin permiso lo que otros hacen con “patente de corso”, en un sistema donde la sentencia se dicta antes del juicio.
Cuba, Alejandro Gil
Alejandro Gil. (Foto: Cubahora)

LA HABANA, Cuba.- Como si lo hubiesen intuido o coordinado, la sentencia contra Alejandro Miguel Gil Fernández se hizo pública solo unas horas antes de que estallaran focos de protesta por toda La Habana y en las demás provincias. Como si, después de estas jornadas de apagones y contagios mortales, ya sin comida ni noticias “buenas” que repartir para aplacar la ira de quienes no soportamos más oscuridades y abusos, hubiesen echado mano otra vez al tema de Gil, así como el que lanza un hueso a los perros a ver si dejan de ladrar por la carne.

Pero lo de Gil, como golpe de efecto, ya va quedando atrás y, en la caja de herramientas tendrán que buscar lo que es imposible porque está vacía, y los apagones y los mosquitos, el hambre y el chikungunya, no se arreglan con noticias ni rumores, sin hablar de que no es la cabeza del “Gil” la que reclaman a cacerolazos sino la del “sin casa”. Y aunque los dos se nombren Miguel, tiene menos valor el que la lleva cortada.

La gente está más resuelta a terminar, de una vez y por todas, con los culpables de los apagones y el hambre que a conocer el final de esa historia aburrida de la cual conocían el desenlace porque, verdad de Perogrullo, en el castrismo, incluso antes del delito, primero dictan sentencia, después hacen el juicio y jamás te revelan quiénes, entre los mismos que juzgan, encarcelan y fusilan, fueron los verdaderos culpables.    

Con demasiadas acusaciones en contra —tantas como para que no se agoten los juicios ni en 62.000 milenios y reencarnaciones— las opciones de sentencia eran dos: pena de muerte y cadena perpetua; y como si jugaran al Tin Marín, así como lo hacen con todo, eligieron la segunda.

Más allá de compromisos y convenios internacionales por respetar, de coqueteos con el Vaticano y sus alrededores, y hasta de conservar a semejante “pieza” como moneda de cambio si se diera la oportunidad, podían haber elegido el paredón, pero con eso acabaría el circo demasiado pronto para los que disfrutan de su propio espectáculo, y hasta pudiera ser bendición para ese caído en desgracia, muy consciente de que lo peor aún no ha pasado, ni para él ni para su familia.

Ni para quienes, como amigos o “conocidos”, continúan transitando por esa “zona de derrumbe” que se extiende más allá del propio Alejandro Gil, y que por mucho tiempo estará prohibida, será muy silenciosa, para los que nos acercamos solo en busca de información, por interés periodístico, una vez que el proceso ejemplarizante contra el exministro aterrorice a los que deben ser silenciados, aunque no sentenciados. Solo un susto para que cierren las bocas y ya. Porque eso es en esencia lo que persigue el “affaire Gil”: silenciar.  

No haber sido procesados no significa, en un caso como este que huele demasiado a ajuste de cuentas y a ensañamiento, haberse librado de una condena. La sentencia se esparce en el ambiente y se ejecuta sola, automáticamente, con la orden de silencio que subyace en el propio caso, y eso lo saben, por ejemplo, los hijos de Gil.

Como testigos y acusadores, en el juicio comparecieron generales, ministros y viceministros. Más de un director de empresa y más de un empresario extranjero. Fueron tantos los que tenían algo que decir, que testimoniar, que solo se puede pensar en por qué, si conocían tanto de lo “malo” que hacía, se lo permitieron hacer; y en cuán cotidianos y propios de su jerarquía eran los “delitos” como para que no les sorprendiera sino solo cuando la noticia de la destitución los tomó por sorpresa. 

Testigos y acusados, delatores y compinches, los que sí y los que no, jamás correrán el riesgo de hablar del caso con ninguno de nosotros los ajenos. Cada uno se blindará con su versión. Solo Alejandro Miguel Gil Fernández sabe lo que hizo (y lo que no) pero sobre todo por qué lo hizo, así como que su “error”, el verdadero por el cual su vida ahora corre peligro, probablemente haya sido haber hecho sin permiso lo que otros hacen con, digamos, “patente de corso”.

Alejandro Gil interpretó en la cotidianidad de la corrupción que lo rodeaba la autorización implícita de ser un corrupto y, posiblemente, conociendo de primerísima mano que “salvar la revolución y el socialismo” en la concreta significa acumular dólares y propiedades para amortiguar la caída, sobrevivir para ver y disfrutar del “día después”, desplegó su propio salvavidas, sin esperar a que le dieran una orden de saltar al agua.

Saltó antes de tiempo y ahí está su gran “delito”: el haber estropeado los planes de quienes debían saltar primero y probablemente dejarlo atrás, habiéndole hecho la ilusión de que él, por ser ingeniero en Transporte podía, si no navegar el barco, al menos controlar su hundimiento. Alejandro no quiso hundirse después de haber aceptado hacerlo. Quería flotar y alcanzar la otra orilla —la del “enemigo”— como los demás alrededor suyo, pero su tarea no era sobrevivir al naufragio ni evitarlo, sino hundirse con el barco en el momento preciso.

Alejandro Gil no será fusilado. En cambio, permanecerá en prisión hasta que muera algún día o, mejor dicho, hasta que lo maten en cualquier momento, cuando ya pocos lo recuerden, y cuando a nadie le importe lo que hizo o dejó de hacer; lo que sabe y lo que posiblemente jamás sabremos. Al menos no con esos detalles que solo nos podría aportar ese al que acaban de sepultar en vida.

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Efraín González

Bajo este seudónimo firma sus artículos un colaborador de Cubanet, residente en la isla por temor a represalias del régimen.