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Fuseli

Este texto pertenece al volumen ‘El pacto con la serpiente. Paralipómenos de “La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica”’ (Editorial Acantilado, 2018), traducido del italiano por José Ramón Monreal.

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Una época no solo se juzga por lo que produce, sino también, y quizá más aún, por lo que valora, y sobre todo por lo que revaloriza del pasado. Porque hay genios supremos y también maestros menores que, gracias a su vasta apelación a lo humano, gozan de cierta popularidad en todo tiempo: no son estos los índices del gusto, sino los excéntricos cuya cotización, para decirlo en términos bursátiles, sufre violentas oscilaciones. Parecen pasar como cometas por la época en que vivieron, con un resplandor que tiene algo de prodigioso, para luego desaparecer, según parece, del firmamento; solo se habla de ellos como fenómenos transitorios y absurdos, hasta que llega la época en que se les aprecia y ama más que a las estrellas fijas. Tal es el caso del poeta setecentista inglés John Donne, que, celebrado en su tiempo como el rey de la agudeza, citado posteriormente como ejemplo execrable de extravagancia e ignorado por la mayoría, fue redescubierto hará unos cuarenta años y desde entonces ha impregnado la poesía inglesa moderna hasta hoy. Los casos del marqués de Sade y del artista suizo Johann Heinrich Füssli no son menos instructivos. Ignorado, en verdad, el marqués de Sade no lo ha estado nunca más que en apariencia, porque siempre ha conocido una circulación clandestina limitada e inconfesable, pero fueron los modernos, en especial los surrealistas, quienes lo exaltaron como pensador, filósofo y hasta (por increíble que parezca) como estilista, y quienes pensaron en volver a exhumarlo de los infiernos de las bibliotecas y de las cloacas de la literatura. No digo que el gusto por Sade esté muy extendido, pues sus textos por fuerza seguirán siendo siempre más bien inaccesibles, pero ¿en qué otra generación había encontrado un reconocimiento semejante? Füssli no es Sade, pero de lo que tiene en común y de afín con él cabe sacar conclusiones sobre el gusto de quienes han revalorizado a ambos.

Füssli o Fuseli, según la grafía que él adoptó para facilitar la pronunciación de su nombre a los extranjeros entre quienes vivió, nació en Zúrich en 1741, fue discípulo de Bodmer, y en aquel ambiente prerromántico se nutrió de Milton y de Shakespeare; se dio a conocer como poeta a la manera de Klopstock, y en 1761 fue ordenado pastor luterano; había comenzado ya a dibujar, pero solo dedicándose a ello como un trabajo accesorio. En 1763, tras haber denunciado la corrupción de un magistrado sin seguir el conducto reglamentario, se le aconsejó que dejase Zúrich por algún tiempo; en 1764 se dirigió a Inglaterra: tenía veintitrés años y consideraba que su verdadera profesión era la literatura. En 1770 marchó a Italia por consejo de Reynolds, quien, habiendo visto algunos de sus dibujos, le dijo que tenía madera para ser el más grande pintor de su época. Y en 1773 Lavater escribía a Herder: “En Roma Fuseli es una de las mayores fantasías. Es extremado en todo; siempre un artista original; pintor de Shakespeare […] un día os mandaré sus cartas, que son puro huracán y tempestad […] Lo desprecia todo y a todos […] Su espíritu no conoce límites […] Ha devorado a todos los poetas griegos, latinos, italianos e ingleses. Su mirada es un relámpago, su palabra un trueno; sus alfilerazos son muerte, su venganza infierno. Imposible aguantar a su lado. Es incapaz de respirar una sola bocanada de aire corriente”.

En pocas palabras, este hombrecillo de pequeña estatura, de cabeza leonina, era un Stürmer und Dränger que exclamaba: “¡Oh tiniebla, luz mía!”. Lavater llegaba a decir, comparándolo con el joven Goethe, que este era más hombre, aunque Fuseli era más poeta. Pero el paralelismo entre los dos sería de breve duración; Goethe, primero admirador de los dibujos de Fuseli, hasta el punto de adquirir un gran número de ellos, lo juzgó posteriormente un excéntrico que se parodiaba a sí mismo; y Fuseli, por su parte, incapaz de verse eclipsado por nadie, no pudo tolerar la inmensa superioridad del genio de Goethe y se distanció del movimiento romántico. Fuseli estuvo en Italia de 1770 a 1778, casi siempre en Roma; su experiencia artística puede resumirse en dos nombres: la Capilla Sixtina y los colosos de Monte Cavallo. Miguel Ángel incluso se le subió a la cabeza; llegó a proclamarlo más grande que el mismísimo Dios omnipotente. Tras su regreso a Londres en 1779, y hasta su muerte en 1825, cabe decir que la vida de Fuseli siguió un ritmo normal, sin sobresaltos; no tardó en ganar fama como pintor, llegando a la cima del éxito en torno a 1795; no solo fue nombrado académico y profesor de pintura, sino que en 1804 ostentó incluso el cargo de conservador (Keeper) de la Royal Academy. Mientras que en sus años románticos escribía a Lavater que no consideraba probable llegar a la vejez, luego le pareció que la vida no tendría que acabarse nunca (“Mi alma no perderá nunca el calor de la eterna juventud”), y creía en la inmortalidad porque la vida terrenal no le bastaba para agotar los dones y la energía que le había dado Dios.

Expatriado de Suiza, meteco en Inglaterra, con un nombre doble y elusivo, Fuseli pronto fue olvidado en su país de adopción, donde su afín y en parte discípulo William Blake le arrebató ante la posteridad la palma de la originalidad, y solo fue reconocido y honrado en Suiza a partir de 1926, cuando, con ocasión de la primera exposición de sus obras en Zúrich, comenzó la moda cuya oleada dura aún hoy. Como su cuadro más impresionante (célebre desde que se conoció en 1782, y reconocido también en los años de olvido) es la Pesadilla, y como dijera que “una de las regiones más inexploradas del arte es la de los sueños”, fue aclamado como el pintor de los sueños y del inconsciente, y las generaciones nutridas de Freud cayeron sobre él.

Los personajes shakespearianos de Fuseli se tienden, se curvan, se retuercen, como catapultas humanas en actitud, se diría, de desgarrar las paredes de un mundo angosto y sofocante, oprimido por ese manto de tinieblas del que habla lady Macbeth. Los vemos ocupados en “atornillar su coraje a sitio firme” de modo que no yerren el blanco, y también, “decididos, tensar todas sus facultades físicas en actos terribles”. Es un mundo demoníaco de obsesos, un museo de estatuas de atletas galvanizadas, una cabalgata de erinias, un caer de bruces en sepulcros abiertos de par en par, sobre cuerpos postrados. Y, en un registro menor, las mujeres de las comedias poseen movimientos serpentinos, una enigmática sonrisa leonardesca y, en torno al cuello, la cinta “a la guillotina”, como si fuesen hermanas de la Femme au collier de velours que aparece en los cuentos de Irving, Borel y Dumas, víctima rediviva del Terror encontrada por un estudiante en la noche de París.

Giulio Carlo Argan, que ha contribuido con un denso ensayo titulado Fuseli, Shakespeare’s Painter a los volúmenes de las versiones del teatro de Shakespeare editados por C. V. Lodovici (Turín, Einaudi, 1960 ), nos advierte, sin embargo, de que “sería un error hacer de Fuseli el marqués de Sade de la pintura, un siniestro o incluso un satánico inventor de tales of terror figurativos”, porque él “no ve nacer los monstruos del sueño de la razón; los monstruos, el diablo, están mucho más de acá que de allá, y es precisamente la razón la que los engendra, los cría en el tibio nido de la sociedad y de las costumbres civilizadas”. Pero ¿no era precisamente esta la posición de Sade?

Así como la anatomía miguelangelesca se combina en él con los gestos desgarrados y violentos del teatro shakespeariano tal como se representaba en Londres cuando él estuvo allí, los expresionistas lo exaltaron como un precursor, y verdaderamente lo era, de igual modo que sus héroes estaban ya animados por el titanismo del superhombre; así como las acciones violentas de sus historias, inspiradas por mitos nórdicos, o por los poemas homéricos, o por lo sobrenatural de Milton, parecían desarrollarse en un mundo abstracto y cataclísmico, un mundo mágico; así como sus héroes y heroínas se engalanan con vestimentas extrañas, inverosímiles, de torreados tocados que parecen actinias o élitros (Fuseli era un fetichista del peinado); así como su furor y su fasto parecen no tener razón de ser, igual que en los sueños, los surrealistas encontraron en él a uno de los suyos, e imagino que también los existencialistas deben de haberse quedado fascinados por la intensidad de la pasión que anima a sus endemoniadas criaturas.

Hubo un misterio en la vida de Fuseli, que los biógrafos sospechan y que quizá ciertos dibujos suyos libres e impublicables permiten entrever: “En él estaba el Mal”, dijo Haydon; pero, aunque este misterio está destinado a seguir siéndolo, la obra habla bastante a las claras y lleva en cada una de sus partes la marca de la violencia, de la crueldad, de la extravagancia. Este pintor de las pesadillas es evidentemente un contemporáneo del pintor de los Caprichos; pero es también un contemporáneo de los autores de las novelas góticas y de Sade, con su ambiente de delincuencia, de cárceles y de actos fatídicos y tiránicos: y quizá todo esto delata un estado de cosas que culminará en la Revolución francesa, y consigue tocar la fibra de la simpatía de un mundo como el presente, con sus telones de acero, sus bombas atómicas y su perpetua pesadilla de inseguridad y de conflagración. No tiene la atroz profundidad de Goya; Fuseli es demasiado teatral para ello, aunque su teatralidad no sea la teatralidad estática de los tableaux vivants de David; está muy lejos de la maniática obscenidad de Sade: su violencia que se reduce a los paradigmas casi anodinos de un miguelangelismo emocional. Cuando Wordsworth oyó de boca de Haydon la opinión de Canova –que Fuseli tenía más llama y Rafael más fuego–, dijo: “Habéis olvidado la tercera cosa, esto es, el humo, que Fuseli tiene en abundancia”. Es más bien un grandilocuente a lo Piranesi, y en verdad sus personajes serían bien definidos diciendo que son precisamente los hombres que podrían poblar las Cárceles de Piranesi. Sus hombres parecen robots galvanizados; participan de la naturaleza mecánica de aquellos insectos que eran las únicas cosas pequeñas que el pintor admiraba (las flores le dejaban indiferente, los insectos le extasiaban). Hay siempre en sus héroes un asomo de pose, de drapeado, ese residuo clasicista que tampoco Blake, menos aún que Fuseli, conseguirá eliminar.

Porque, en teoría, Fuseli era un neoclásico. (Véase la excelente antología de sus escritos debida a Eudo C. Mason, The Mind of Henry Fuseli, Londres, Routledge y Kegan Paul, 1951). Este artista, que estaba orgulloso del epíteto “pintor habitual del diablo” (“Sí, ha posado para mí varias veces”, dijo un día), cuyo color favorito era un verde violáceo, como de latón gastado, que dibujaba con la izquierda (aquella mano huesuda, tenebrosa como un ala de murciélago, cuya imagen nos ha dejado), que consideraba que el arte era el producto de una culta depravación, fruto más del saber que del ver (“El saber es la base real de la visión”); este retratista de mujeres satánicas (Edmund Wilson, en uno de los sorprendentes relatos de Memoirs of Hecate County, Londres, Allen Lane, 1951, al presentar a una diablesa le confiere los rasgos de una matrona rufianesca de Fuseli), quemaba su incienso en el altar del Apolo de Belvedere y de la Venus de Milo, consideraba que lo universal y lo impersonal tenían que ser la finalidad del arte, predicaba también que había que hacer abstracción de las formas singulares que no son sino una degeneración del tipo perfecto, censuraba la torpe y enjuta deformidad de Rembrandt, defendía la pintura histórica contra el retrato; y luego no solo contradecía todo eso en sus obras, testimonios de un individualismo excéntrico hasta la idiosincrasia, sino también en sus propios aforismos, porque, aparte de los ya citados, leemos otros en los que se ve la esencia del arte no en la belleza ideal, sino en la expresión y en el alma, en los que se deplora que Miguel Ángel se apartase de la variedad y de la modestia de la naturaleza y se exhorta a todo artista a sumergirse en la multitud para buscar en ella su inspiración (precisamente lo que había hecho Rembrandt). En la confluencia de los dos ríos, entre clasicismo y romanticismo, nace un extraño juego de olas: se llaman Fuseli, Blake, figuras de transición, dicen los historiadores del arte; manieristas (¡aun cuando Fuseli condenase el manierismo!),[1] cuyas criaturas retorcidas y serpentinas parecen –como aquellas olas– originadas por dos corrientes opuestas y por un juego de fuerzas que aquellos artistas, en apariencia tan angulares, padecen como los demás, quizá más que ellos.

1951 y 1961


* Este texto pertenece al volumen El pacto con la serpiente. Paralipómenos de “La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica” (Editorial Acantilado, 2018), traducido del italiano por José Ramón Monreal. Se reproduce con autorización de la editorial.

Notas:

[1] Toda la poética de Fuseli está puesta bajo el signo del manierismo: Rosso, Parmigianino, Primaticcio, Tibaldi, Cambiaso. (Véase Frederick Antal, Studi su Fuseli, Turín, Einaudi, 1971). Sus ilustraciones no expresan tanto los dramas de Shakespeare como un curiosísimo fenómeno, la adivinación que el manierista Fuseli hace de los elementos manieristas que impregnan fuertemente el teatro shakespeariano, que él consigue poner de manifiesto igual que se torna visible a la llama un escrito trazado con limón. La ambigüedad, la irrealidad del manierismo, en un momento histórico de crisis de valores, hacían que el mundo se configurase como máscara, simulación, teatro: “Se camina por una cuerda tensa sobre el abismo del contrasentido y de la locura, con la elegancia de paso del equilibrista que parece danzar, cuando de lo que trata, en cambio, muerto de angustia, es de no caer”. Y Shakespeare es, de modo supremo, teatro: “Como artista, tiene una naturaleza compuesta: no solo es poeta y dramaturgo, sino también actor: la decantada fluidez de sus versos acusa la extemporaneidad de la invención escénica y sus imágenes esplendentes permanecen no obstante físicamente ligadas a un ritmo de paso, de sonido, de gesto, de acción. El manierismo de Shakespeare radica justamente en ser siempre actor tanto en la página como en la escena, y más aún en su querer serlo, porque piensa que el destino de los hombres es el de ser actores que improvisan siguiendo la trama indicada por una mano invisible […] El actor que se mueve en el escenario está ya en una dimensión distinta, en una perspectiva que altera su figura e imprime a sus gestos un énfasis y a la voz resonancias no naturales: excluido de la naturaleza por su misma artificialidad, está solo ante la platea oscura y atestada como el hombre de Kierkegaard está solo ante Dios. Su existencia auténtica es entonces la ritualidad de la ficción […] El profundo sentido que Fuseli descubre en Shakespeare, más allá de la peripecia dramática, es la naturaleza mistérica, iniciática, órfica del teatro”. Y en cuanto al movimiento nervioso de las figuras de Fuseli, no es ya expresión de una emoción romántica: “La emoción, para Fuseli, no tiene nada de patético o conmovedor, es un hecho moral, no es una condición natural, sino al margen de las normas y en cierto modo artificial, como la del poseído o del loco. Fuseli encuentra en Shakespeare el tema más adecuado a su propio moralismo rebelde y derrotado”. Después de esta cita del libro de Argan, nos preguntamos una vez más por qué rechaza que se hable de Sade a propósito de Fuseli.

MARIO PRAZ
MARIO PRAZ
Mario Praz (1896-1982). Nacido en Roma, catedrático en las Universidades de Liverpool y Manchester, Caballero del Imperio Británico y Doctor Honoris Causa por las Universidades de Cambridge y la Sorbona, Praz fue un especialista en arte y literatura. De su extensa bibliografía cabe destacar Gusto neoclásicoLa casa de la vida, y La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica (Acantilado, 1999).

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