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Cuba 1940, estado del arte. Un libro de Alejandro Anreus

Impecable en forma y fondo, no extrañaría que el de Anreus se convierta en el libro de texto por excelencia para el estudio del arte cubano de los años cuarenta del siglo pasado.

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La mejor y más reciente historia de las vanguardias artísticas cubanas está en inglés y la firma Alejandro Anreus. La publicó la Universidad de Florida hace pocas semanas, ilustrada con decenas de reproducciones difíciles de conseguir, armada de pies a cabeza con un útil aparato crítico, índices, notas, cronologías. Impecable en forma y fondo, no extrañaría que se convierta en el libro de texto por excelencia para el estudio del arte cubano de los años cuarenta del siglo pasado.

Modern Art in 1940s Cuba es la obra de una vida. Nadie escribe un libro tan sucinto –en unas 300 páginas resuelve la década más compleja de la República– sin haber dedicado muchos años al conocimiento de su materia. Anreus, sin duda, sabe moverse con soltura y profundidad por una época que se caracterizó por su efervescencia social, su variedad de espectros políticos y su explosión creativa. Son, como recuerda el autor, los años Grau y Prío, pero también de Orígenes.

 Quien escribe sobre cocina cubana tiene que hablar de ayuno, de libretas de abastecimiento y del ministerio de economía; en cambio, quien escribe sobre el arte de los años 40, no podrá hacerlo sin mencionar la política, la religión y el exilio. En ese sentido, la década muestra su primera peculiaridad: se da una insólita estabilidad en el gobierno, un reconocimiento de la compleja religiosidad criolla y, en lugar de la perpetua fuga de cerebros, un retorno –el de Wifredo Lam es emblemático– para hacer patria.

Una conversación de Anreus con Enrique Labrador Ruiz en 1983 marca el espíritu del texto: “¿Por qué todo el mundo olvida quiénes éramos antes de 1959”, se preguntaba el escritor exiliado. “¿O quiénes éramos antes de marzo de 1952. Éramos una república joven que tenía una cultura rica y compleja. Fuimos una democracia imperfecta, pero una verdadera democracia durante doce años, entre 1940 y 1952. Y tuvimos literatura, pintura y música que era al mismo tiempo nacional, moderna y cosmopolita. ¿Cómo es que todo el mundo se olvidó de eso?”.

El pequeño renacimiento al que alude Labrador Ruiz tuvo mucho que ver con la cercanía a Estados Unidos durante y después de la Segunda Guerra Mundial. Los artistas que se habían dado a conocer en los años veinte y treinta alcanzaron en ese momento su madurez formal, fruto de su aprendizaje con lo mejor de la vanguardia europea y de una búsqueda, tanto intelectual como social, de lo cubano.

La Habana fue, por su bonanza, el París del Caribe, y por su condición de encrucijada migratoria, otro Casablanca para los que huían de los totalitarismos europeos. Por la isla pasaron María Zambrano y Juan Ramón Jiménez, pero también coleccionistas judíos como Käte Perls –internada en un campo de concentración en Francia– o compradores como Edgar Kauffman, que viajó a México y Cuba con 25 000 dólares entregados por Rockefeller para adquirir arte de ambos países.

Las instituciones de la República fueron también esenciales para ese fogonazo de creatividad. Anreus dedica a las más relevantes, como el Liceo, la Institución Hispanocubana de Cultura o la Galería del Prado, un valioso capítulo. En la descripción del trabajo de cada una se hace evidente el apoyo, tanto oficial como privado, a la idea de un país rico culturalmente, contra el mito del desamparo creativo que luego propagó Fidel Castro.

Pero sin duda las secciones más provechosas de Modern Art in 1940s Cuba son las dedicadas a la primera y segunda generaciones de la vanguardia. Anreus define las características fundamentales de cada grupo, sin dogmatismos y atendiendo a la complejidad ideológica de los personajes, y reinterpreta a cada pintor o escultor como miembro de una generación todavía mayor, en la que el arte estaba en contacto diario con la literatura, la historigrafía y el activismo político.

Cada semblanza de autor es una biografía comprimida que ayuda a calibrar el valor de los creadores tanto como su perfil histórico. Además, los ubica dentro de la genealogía del arte universal. De Víctor Manuel, reconocido como padre fundador del arte moderno cubano, Anreus recuerda su deuda con Modigliani y Gauguin. De Carlos Enríquez, sus vínculos con la Revista de Avance y su estudio del futurista Boccioni y de Chagall. De Amelia Peláez, su comprensión única de la textura y la forma desarrollada por el cubismo.

Sobre Ponce de León –un gran incomprendido por parte de la crítica–, Anreus despliega una exégesis de sus cuadros menos conocidos, como el San Ignacio de Loyola. Verdadera excentricidad en la ejecución y en el tema, el San Ignacio de Ponce bebe de apenas cuatro versos de Lorca y de sus propios recuerdos infantiles, cuando era monaguillo en Camagüey.

Protagonista indiscutible de la etapa es Wifredo Lam, el hijo pródigo de la pintura cubana para Anreus. Su regreso a Cuba al estallar la Segunda Guerra Mundial, cuando ya nadie se acordaba de él, supuso una conexión directa de La Habana con París. Lam, hijo de chinos y mulatos, aportó la síntesis criolla que Lezama había teorizado.

Lezama y su búsqueda de la “expresión americana” sería esencial para la segunda generación de vanguardia. Artistas como Mariano o Portocarrero fueron sus amigos y colaboradores en Orígenes, y estaban impregnados de su visión del barroco como idioma por excelencia del criollo. Lo fiestero y lo sagrado, lo blanco y lo negro, la santería y el espiritismo, el campo y la capital, el color y la oscuridad, nunca se pensó a Cuba en términos tan opuestos y al mismo tiempo sintéticos. Eran las características, concluye Anreus, de una cultura que había llegado a un extraordinario conocimiento de sí.

Para completar el panorama, el libro incluye dos capítulos sobre la crítica de arte en la isla –indispensable como contrapunto de los creadores–, encabezada por figuras como Guy Pérez Cisneros y José Gómez Sicre, y sobre la internacionalización del arte cubano. Con el fin de la democracia y la llegada de Castro al poder, la censura y el exilio cambiaron para siempre la cultura de la isla y rompieron el trabajoso pero fructífero debate sobre el arte. Muchos pintores emigraron; otros se integraron al proceso, a sabiendas de que su edad de oro había quedado atrás.

Lo que hace de Modern Art in 1940s Cuba un libro entrañable para los exiliados es que, sobre todo, se trata de un ejercicio de nostalgia. El propio Anreus agradece en una nota la impronta que un grupo de exiliados “viejos”, como Juan Martínez o Labrador Ruiz, tuvo en su trabajo. Entre ellos, su madre, que el día que salió de Cuba –19 de agosto de 1970– le señaló con el dedo las avenidas y edificios de La Habana que no volvería a ver. De alguna manera, el libro reconstruye esa silueta perdida de la ciudad y el país.

XAVIER CARBONELL
XAVIER CARBONELL
Xavier Carbonell (Cuba, 1995). Escritor y periodista. Su novela El fin del juego (Ediciones del Viento) obtuvo en Cuba el Premio Italo Calvino, al cual renunció, y en España el XXV Premio de Novela Ciudad de Salamanca. Es autor de las novelas Náufrago del tiempo (Verbum) y El libro de mis muertos (Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara). El diario 14ymedio publica su columna Naufragios. Furibundo fumador de puros, desde 2021 vive exiliado en Salamanca, donde recompone la biblioteca perdida y colecciona soldados de plomo.

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