Presentación
La entrada de Cuba en el fin de siglo XX estuvo marcada por el desastre económico y social que vino con la desintegración de la Unión Soviética y la subsecuente cancelación de los programas de cooperación del gobierno con el Consejo de Ayuda Mutua de los Países del Este (CAME). La dependencia económica casi absoluta del gobierno de La Habana con los países socialistas dejó al país en una orfandad que afectó todas las esferas de la vida, incluyendo la de la cultura.
Con la caída del muro de Berlín, y en medio de un ambiente de perestroika que llegaba hasta el Caribe, el campo literario en específico se vería sacudido tanto desde un punto de vista pragmático y logístico como intelectual. La recesión generalizada de casi todas las publicaciones periódicas culturales y los planes editoriales en septiembre de 1990, debido a la interrupción de la entrada de insumos (papel, tinta, planchas, piezas de repuesto, máquinas y materias primas diversas), fue solo el primer signo de una removida en el plano simbólico de la cultura artística-literaria predicada, entre otros, por los aires contestarios de la generación de artistas de los ochenta, la emergencia de los llamados “novísimos narradores” —y su interpelación y exposición de una realidad degradada material y moralmente—, la puesta en marcha de una política de control de daños tras décadas de censura y ostracismo a escritores nacidos antes de 1959 —“pecadores” por burgueses, por homosexuales, por abstractos, por católicos—, y una revisión acotada de la llamada “política cultural de la Revolución” cuyo origen data de las reuniones con Fidel Castro en la Biblioteca Nacional de Cuba en 1961.
No en balde, la revista de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, La Gaceta de Cuba, fundada como resultado de aquellas reuniones del 61, inicia su primer número de la década del noventa con un extenso dossier dedicado al escritor José Lezama Lima en el cual se trataba de barrer bajo la alfombra la censura de la novela Paradiso (1966) y la exclusión del hombre de Trocadero de la ciudad letrada, tras la implementación de los acuerdos de corte estalinista en el Congreso Nacional de Educación y Cultura de 1971. Tampoco es casual que entre 1993 y 1994, mientras el vínculo entre gobierno y sociedad experimentaba la mayor fractura de su historia, dado el agravamiento de la situación económica, intelectuales y artistas tuvieran cierto margen para discutir sobre su propia relación con el poder y sus políticas, desde una postura aparentemente revisionista del pasado más reciente, siempre y cuando los términos del debate no cuestionaran la irrevocabilidad de la Revolución y el socialismo como sistema político. En este marco es en el que se produce una pequeña polémica entre tres intelectuales-funcionarios de la institucionalidad oficial: Alfredo Guevara, director del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC); el poeta León de la Hoz —quien había sido director de La Nueva Gaceta y jefe de redacción de La Gaceta de Cuba en los ochenta— y el periodista Pedro de la Hoz, quien se convertiría en uno de los más fervorosos defensores del castrismo desde su tribuna en el periódico Granma y, posteriormente, como directivo de la UNEAC.
Partiendo de una entrevista que el también periodista Wilfredo Cancio Isla dedica al primero, el intercambio deja ver el cariz de las conversaciones que para la fecha se estaban sosteniendo al interior de los predios institucionales. En las palabras inaugurales del V Congreso de la UNEAC, que tuvo lugar en La Habana del 20 al 21 de noviembre de 1993, el entonces ministro de Cultura, Abel Prieto, se refería a “una crisis de credibilidad en torno a las instituciones culturales”; al aumento del “escepticismo ante la gestión institucional […] en un momento de enormes limitaciones de recursos”; a la “apatía” y la “distancia” en algunos escritores y artistas; a la existencia de “intervenciones […] en casos aislados [por] interés exclusivamente individual” (Memorias del Congreso de la UNEAC, p. 273-274). “Por fortuna”, aseguraría el ministro, el consenso de que los artistas e intelectuales estaban dispuestos a contribuir con el “proyecto revolucionario” había prevalecido en cada una de las sesiones de trabajo previas al congreso.
Ante la pregunta de Cancio Isla sobre la censura al documental PM (1961), de Sabá Cabrera Infante, por parte del ICAIC, Alfredo Guevara volvió al recurso de la plaza sitiada y del contexto de agresión de los Estados Unidos contra Cuba en aquellos años para justificar la cancelación. Luego de acusar de reduccionista la perspectiva que adopta con su pregunta el entrevistador, a propósito del luego llamado “caso PM”, Guevara asegura que volvería a censurar la película si de ello dependiera una vez más la defensa del socialismo. A su vez, mientras no pierde oportunidad de ensalzar la política reparativa de los noventa a nivel institucional, Guevara concede al hecho de censura una función de higienización y defensa de lo que alega son atributos indiscutibles de la cultura cubana hoy: en su visión, la intervención institucional ante PM tuvo a bien aniquilar el grupo de Lunes de Revolución desde donde se atacaba a Alejo Carpentier, Lezama, Alicia Alonso o el grupo Orígenes. Otro tanto hace el funcionario de larga data cuando es cuestionado sobre las políticas de parametración, trazadas durante el Congreso Nacional de Educación y Cultura de 1971. Partiendo del descargo de las autoridades gubernamentales, alude a la discrecionalidad que tuvieron las distintas instituciones para hacer valer o llevar a la práctica aquellas normativas, y asevera que ni el ICAIC ni Casa de las Américas llevaron a cabo acciones de exclusión cívica por razones de género, estéticas o ideológicas.
Contra ese ilusorio grado de autonomía dentro del estalinizado campo cultural cubano de los setenta, con la cual Guevara pretendía desgajar a Fidel Castro y la máxima dirección del país y del Partido Comunista de los sistemáticos actos de represión, censura, discriminación y ostracismo cívico, se erige la contestación de León de la Hoz. Al parecer, el poeta había interpelado las alegaciones de Guevara en una de las comisiones de trabajo que tuvieron lugar previas al congreso de la UNEAC de noviembre de 1993, y la revista tuvo a bien pedirle un texto para su publicación. Lo curioso es que, al mismo tiempo, la dirección de la revista había decidido acompañarlo de una réplica del periodista Pedro de la Hoz, en la que se puede distinguir un cierre de filas con Guevara y con el discurso predominante de la oficialidad institucional sobre estos temas.
Básicamente, donde León advertía “el dogmatismo, el facilismo, la ideologización, a priori, la homogeneización estética, el silencio, la desproblematización de la realidad, la desvalorización de la experimentación” que trajo el Congreso del 71, el periodista celebraba el saldo positivo que supuso “la defensa de nuestros valores patrimoniales”, “la promoción de los valores culturales de los pueblos de América Latina, Asia y África”, la masificación del arte, y el impulso de la literatura para niños y jóvenes. Asimismo, mientras León recuerda que los decretos y resoluciones del 71 fueron “instrumentos políticos jurídicos”, emitidos por autoridades del Estado a través de orientaciones precisas, discursos e intervenciones, Pedro de la Hoz alude al carácter horizontal y democrático-popular de dichas decisiones cuando se refiere a ellas como “una política que responde a un reclamo social, que forma parte indivisible del proyecto democrático y humanista que es la Revolución en su conjunto; [y] en consecuencia, está lejos de representarse como un cuerpo doctrinario teledirigido desde la cúspide institucional”. Por último, es notable cómo el periodista De la Hoz acusa la opinión de su contraparte de “interpretaciones capciosas y estrechas de la política cultural de la Revolución”, buscando rebajar el carácter sistémico de los efectos del Congreso y su significación, alegando su condición “coyuntural” o de “bandazo”, aislada en la historia de nuestra cultura, del mismo modo en que Alfredo Guevara, en su entrevista con Cancio Isla, despachaba varios juicios como reduccionistas o achacaba el impacto de aquella política a una presunta enfermedad que denomina “reunionismo” o “congresismo”, en alusión a la práctica de sostener reuniones, eventos y congresos, siendo esta una dinámica de trabajo para hacer funcionar las propias organizaciones oficiales, y para establecer un espacio de análisis y debate entre escritores, artistas y funcionarios.
Tal vez el momento cumbre de este movimiento en apariencia revisionista de la política cultural del Estado llegaría en 2007, cuando las apariciones en televisión de Luis Pavón Tamayo, Jorge Papito Serguera y Armando Quesada, tres de los grandes ejecutores de las políticas discriminatorias del Congreso de 1971, estimulara una discusión general en el campo cultural cubano sobre el periodo oficialmente aceptado como “quinquenio gris”, pero cuyos eventos podrían rastrearse en los sesenta años de relación entre el gobierno revolucionario y el gremio de la cultura.
En este expediente se presentan los tres textos que contendieron. Cada transcripción se acompaña de una copia escaneada del documento original publicado en La Gaceta de Cuba.
Documentos
- Wilfredo Cancio Isla: “Las revoluciones no son paseos de riviera. [Entrevista a Alfredo Guevara]”, La Gaceta de Cuba, n. 4, julio-agosto, 1993, pp. 2-6.
- León de la Hoz: “Las revoluciones no son paseos”, La Gaceta de Cuba, n. 2, marzo-abril, 1994, pp. 46-48.
- Pedro de la Hoz: “Desterrar prejuicios”, La Gaceta de Cuba, n. 2, marzo-abril, 1994, pp. 49-50.