En la plenaria de la Asociación de Escritores que se efectuó para discutir el anteproyecto de Informe y otros documentos al V Congreso de la UNEAC, aludí a modo de ilustración a criterios que el compañero Alfredo Guevara emitió sobre el debate cultural en la entrevista “Las revoluciones no son paseos de riviera”, publicada por esta misma revista (julio-agosto, 1993). A pesar de que mis críticas al informe eran más amplias, la presidencia de la reunión centró su atención en este aspecto y me sugirió que hiciera uso de mi reivindicación del debate y polemizara con el entrevistado.
No obstante que este apremio ha dado lugar a suspicaces conjeturas de pasillo, yo he querido ver en él un virtual reconocimiento al deseo de convertir La Gaceta de Cuba en una ventana para la circulación de ideas, sea o no por vía polémica.
Aunque inicialmente no era mi intención convertirme en un tercer dialogante en esa entrevista, con este trabajo, que tiene como punto de partida algunas opiniones vertidas en los acápites “Sobre deudas y compromisos” y “Estamos vivos y actuantes”, recojo y devuelvo el guante lanzado en aquella antesala congregacional y aprovecho para exponer unos pocos comentarios, dado el espacio con que cuento, acerca de la aplicación de la política cultural y su aconsejable contextualización. Estos son los antecedentes, las otras son las consecuencias.
No quisiera pasar la hoja hacia mis comentarios sin antes referirme, aunque sea en breve, a algunos aspectos generales que sin querer se pasan por alto a menudo, pero que desde mi punto de vista es provechoso tener muy en cuenta para comprender ciertos fenómenos acaecidos en la historia cultural de estos años y que tienen su verdadero rostro en los entretelones de la escena donde se efectúan. Si no, podría parecer que los mismos se han producido por obra y favor del azar de las personas o de un azaroso destino histórico, cuando en realidad se trata de la conjugación de una serie de factores que debiéramos abordar realistamente para curarnos en salud de interpretaciones que obnubilan la credibilidad de ciertas conclusiones y la cabal comprensión del tiempo que compartimos.
En nuestro país es difícil hacer una evaluación del desarrollo del movimiento cultural sin tener presente varios factores que lo condicionan notablemente: la naturaleza y el carácter del proceso social; los contextos culturales, históricos, políticos, sociales; y la política cultural. Es en el escenario de esta encrucijada donde debiéramos analizar ciertos rasgos pertinentes y modulaciones del quehacer artístico-intelectual y del aparato cultural, así como los errores y situaciones de conflicto que han surgido a lo largo de estos años. Sin que esto tenga que ser una ecuación que implique la calidad de la producción artística, tal y como sucedió con algunas interpretaciones durante el momento de reificación del realismo socialista.
De estos factores es la política cultural la de mayor importancia, ya que absorbe de los otros los contenidos y valores que, adaptados a la realidad, establecen las relaciones con el movimiento aludido. En este caso la ideología cobra una especial significación por su papel regulador y catalizador con profundas raíces en la práctica, mientras discurre intercambiándose con otros valores sociales, éticos, estéticos, entre muchos que conforman la percepción de la realidad y que atraviesan a la sociedad a lo largo y ancho, contagiándolos con los contenidos propios a los intereses políticos del sistema.
Es útil recordar que lo que comúnmente se entiende por política cultural no es más que el segmento de una estrategia mayor, que tiene como finalidad la consolidación y continuidad de un determinado régimen social y en cuya aplicación intervienen todas las instituciones simbólicas del poder, de acuerdo con su grado de desarrollo.
Esta política para el sector cultural no es un ente abstracto, sino un sistema de ideas y acciones que toman cuerpo mediante el diseño que conciben los encargados de estructurarla, inducidos por una realidad imponderable que incesantemente pone a prueba la validez de la misma. En esta realidad, o coyuntura, para ser más preciso, ocupan parte protagónica los artistas e intelectuales, quienes conservan una autonomía relativa a pesar de que sus motivaciones sociales y del desarrollo de sus potencialidades gira en torno de la aplicación correcta de esa política.
De ahí la relevancia que tienen la capacidad, la inteligencia, la sensibilidad y la percepción subjetivas para que la política cultural no se convierta en letra muerta, a causa de interpretaciones erróneas de las circunstancias o de la absolutización, hiperbolización o discriminación de determinados contenidos y valores concernientes a esos factores mencionados más arriba, que bien pudieran llevar a las densidades del ideologismo, del politicismo, del historicismo y del didactismo, entre otros. Sin embargo, esa indispensable adaptación política no ha sido siempre atinada y se han cometido errores sobre personas en particular y el movimiento en general, además de erratas en el texto de la política cultural por cortos instantes, llamémosles históricos, referidos en la entrevista de marras y que son el objeto de este trabajo.
Se puede hablar de tres períodos caracterizados por diferentes contextos, diferentes visiones y modulaciones de la política, así como diferentes expectativas y desarrollos del movimiento cultural. El primero de expansión, el segundo de contracción y el tercero de recuperación y expansión. Por colocarlos provisionalmente de alguna manera, aunque cualquier periodización es polémica sobre todo cuando adolecemos de una falta de estudios del tema, diría que ellos son: 1959-1968, 1969-1975 y 1976 hasta nuestros días; en este último se produjo una larga transición que hacia los primeros años 80 condujo a un cambio sustancial vinculado a la reinserción de artistas e intelectuales que introdujeron perspectivas vetadas, y a una nueva generación y una realidad sociocultural inédita.
El segundo período es uno de los que más atención despierta y, de sus eventos, el Congreso de Educación y Cultura (CEC), en 1971, no por su espectacularidad, sino porque en él se consagraron en acuerdos con significativos argumentos ideológicos y políticos, problemas y tendencias que habían adquirido relevancia en los años precedentes. Aquellos polémicos acuerdos tuvieron como base una indiscriminada transgresión de la creación, la tradición cultural y elementales normas de ética y derecho ciudadano por parte de la ideología y la política. Sus acuerdos cayeron sobre el movimiento cultural con todo el peso que le conferían las autoridades que los respaldaron y por su carácter de instrumento de la política cultural, en momentos de confusión y protagonismo de algunos funcionarios ineptos y escritores y artistas oportunistas sobre los cuales con frecuencia se hacen todos los descargos de responsabilidad.
No es suficiente hablar de individuos e instituciones que lograron mantenerse a salvo de esos acuerdos gravosos, sobran los testimonios y las evidencias artísticas de cómo gravitaron sobre la cultura. Léase, por ejemplo, la literatura publicada en ese período, a pesar de las honrosas excepciones o léase mejor la literatura diferida. El dogmatismo, el facilismo, la ideologización, a priori, la homogeneización estética, el silencio, la desproblematización de la realidad, la desvalorización de la experimentación, fueron algunos de los resultados de esa distorsión de la política cultural a la cual sirvió de escenario el CEC, rectificada con la fundación del Ministerio de Cultura, pero que en el caso de la literatura no tendría consecuencias palpables hasta los inicios de la década del 80.
No se podría decir que aquel Congreso no significó mucho para los escritores y artistas, sin irrespeto e insensibilidad. Aquella no fue una reunión más, y que este haya sido el escenario de los acuerdos no reduce su trascendencia. A riesgo de reinventar la historia y desviar la esencia del asunto, no se debiera insistir en la sinécdoque ya naturalizada entre tirios y troyanos que sustituye el fondo del problema por su forma convencional: el Congreso. Hay que situarse en contexto para no borrar de un plumazo una parte de la memoria enquistada de la cultura y más bien sacar experiencias de ella. En cualquier caso, las convocatorias plenarias fueron, son, una forma práctica decisoria de la Revolución para hacer frente a su carácter emergente. Independientemente del voluntarismo que trae aparejado, esta práctica de consulta y decisión a lomo de caballo fue un aporte de democracia popular al socialismo, que precisamente fue desplazada por el dirigismo institucionalizado del cual era un apéndice el CEC.
Por otra parte, los decretos, resoluciones que a veces se demeritan para de paso desvirtuar el impacto que estos tienen en el movimiento artístico-intelectual y, por extensión, los acuerdos del CEC, son instrumentos políticos jurídicos que debieran interesar más por sus resultados que por su forma, universal, por cierto. Los mismos son una interpretación normativa que hace el Estado, en este caso el aparato cultural que lo representa, con fines reguladores y dirigidos a determinado sector o la sociedad en general, y esa es la lectura que hacemos las personas que estamos insertadas socialmente, acatemos o no lo acertado o errático de esas normas. Esa es nuestra parte como personas civilizadas y así debiéramos comprender cómo pueden influir, como lo hicieron los acuerdos de referencia, las aplicaciones políticas no sólo traducidas en nuestro medio en decretos, resoluciones y acuerdos, sino en discursos, orientaciones e intervenciones de los representantes del Estado de acuerdo con su autoridad política y en consonancia con las coyunturas. Sabemos, por demás, que las políticas tienen un fuerte contenido coyuntural. Así, ¿cómo sorprendernos, ni alarmarnos de la influencia de los acuerdos del CEC o de la posibilidad de que lo que es ahora de un modo mañana sea distinto? Si olvidamos estos pequeños detalles técnicos, tal vez podríamos incurrir en el error de olvidar la importancia de la política cultural y otras políticas sectoriales.
Está claro que nadie pinta o escribe por decreto, pero en nuestro país, donde la política, ideología y cultura sintetizan pautas de comportamiento interpretadas en la política cultural, no veo por qué desde el presente se pueda discriminar, aunque sea de palabra, a quienes prefirieron aguardar —y demos gracias—, digamos que escondidos debajo de la mesa, a que pasara el vendaval, atenidos a una política que conjugó preceptos ideológicos fundamentales para el destino del país, en una circunstancia congestionada por la lucha ideológica. Tampoco a aquellos que en esos instantes fueron moldeados conforme a rígidos esquemas propios de los errores de esos instantes y que dieron a conocer obras o reprodujeron actitudes que dejan mucho que desear. Tampoco todos los que siguieron pintando, escribiendo o dirigiendo lo hicieron mejor, cuando el problema no era escribir o pintar, ya que eso no se puede impedir, sino publicar y exponer. Ni siquiera fue un problema de pantalones, y ojalá lo fuera, aunque últimamente se oiga hablar machista e inapropiadamente de pantalones culturales. Las reuniones más o menos espectaculares y los decretos son como las estrellas, no obligan pero inclinan.
Todavía se oyen las exégesis apocalípticas que aluden al perjuicio irreparable que se le propinaría a la Revolución si se hiciera un análisis de los problemas producidos en la cultura, a lo largo de los años que terminaron con la rectificación del Ministerio de Cultura y que simbólicamente se teatralizaron en el CEC. No imagino a la Revolución desmoronándose a la puerta de un salón de actos, donde se discutan las causas y consecuencias de la desviación de la política cultural. Pienso entonces, ante esa manida pero demoledora excusa, en los riesgosos y difíciles cambios que se hacen hoy para afrontar nuestra sobrevivencia. Todavía se va más allá en la especulación y se compara este reclamo, postergable, además, aunque no por mucho tiempo, con un ajuste de cuentas o la orquestación de una perestroika, como si se desconocieran las causas principales de la destrucción del socialismo en esos países.
Me pregunto si no habrá otras razones más profundas, arcanos que no podemos penetrar quienes no fuimos testigos, ni víctimas, ni victimarios de aquellos errores. No dudo que así sea, mas hace falta una versión realista que desmitifique o sirva de referente para ampliar nuestra capacidad de análisis y prevención del futuro. La ignorancia es también otra de las secuelas de errores pasados y ellos no sólo engendran horrores, sino que los pueden repetir transfigurados. Yo no creo que una sesión de debate, por muy profundo que este sea, pueda evitar que los remanentes de errores pasados produzcan distorsiones en la actualidad, ni que sea la única vía de examinarlos. Creo que es el debate institucional, continuo y abierto lo que puede contribuir a sanear las adulteraciones de la política, a corregir el trabajo del movimiento artístico-intelectual, a prevenir y proyectarnos sin taras ni prejuicios hacia nuevos objetivos. Es cierto que aquellos errores forman parte de un período históricamente superado, pero sólo históricamente.
En la década del 80 también los tiempos habían cambiado y vivíamos en pleno auge de una renovación de la política cultural. Sin embargo, y a pesar de la inteligente y fatigosa labor del Ministerio de Cultura, en todas partes y desde todos los niveles de la sociedad se movió el fantasma del pasado en nuevas voces. No son pocos los hechos y las anécdotas que ejemplifican la crudeza, la violencia, la insensatez y la insensibilidad con que se intentó lidiar con la cándida iconoclastia generacional de jóvenes que irrumpieron en aquellos años. Esas personas, otras, que parecían salir de una fotografía del CEC, están ahí, tal vez lean estas cuartillas y se muerdan los labios. En medio de una realidad ideológica cambiante y con más visos de permisibilidad, no se puede apostar a que no se repetirán o surgirán nuevos errores, ni tienen por qué ser aquellos los que los cometan, sino otros y de distinta naturaleza. El contexto ideológico y político ha cambiado, pero no porque haya mejorado, sino porque se ha complejizado, pero los contenidos principales siguen siendo los mismos.
En la actualidad, hay una sensibilidad bastante común interesada en discutir diferentes motivos sociales, políticos y culturales que atañen a la sociedad en su conjunto y al movimiento artístico-intelectual en particular, que ocasionados en el pasado reciente por la ritualización de la ideología, la banalización del discurso político, y hoy, debido a la inflación de lo cotidiano, a la confusión en el pensamiento de izquierda y a las expectativas de un futuro urge el respaldo ideológico y espiritual, además del material. Hay que ver el debate como una forma superior de comunicación social a través del cual la sociedad coordine, articule y oriente la ideología y la acción pública, sobre todo en medio de la crisis que viven el dirigismo, los métodos autoritarios y la credibilidad de la autoridad; de cualquier modo el mismo es consustancial al ejercicio intelectual como forma más desarrollada de la conducta creadora, además de un inductor de conciencia, y cuando no hay el marco apropiado se realiza libérrimamente.
Bajo un férreo discurso justificativo que desautoriza el debate, con una austera disciplina de solidaridad, respeto y compromiso, asediado por las dificultades materiales que encarecen su tiempo y condiciones para crear, perplejo por la crisis del pensamiento socialista y de izquierda en general, pero con la voluntad de rehacerlo desde las nuevas perspectivas del mundo contemporáneo, el movimiento artístico-cultural ha engendrado una serie de preocupaciones, síndromes y dilemas que pudieran expresar la frustración, la abulia y la impaciencia de participar mejor en la vida social del país. Esa aspiración social y política está en la raíz del desarrollo de la cultura nacional y a ella se ha debido la unidad del movimiento cultural en torno a los principios de la Revolución.
Se aduce en ocasiones y con ello se le pone inconscientemente una mordaza al diálogo, que el ejercicio de la crítica es portador de búsquedas riesgosas y transgresiones, incluso que es más fácil tirar piedras desde la otra acera, y no dejan de llevar razón estos criterios, pero, sería preciso saber a quién van dirigidas, aunque de todas maneras la solución no es poner a la gente en la cerca, sino sumarlos a un marco institucional. A estas alturas de la situación del país la sociedad no se puede dar el lujo de mantener en un exilio interno al talento y la inteligencia que no siempre produce bienes tangibles, pero no por eso menos apreciables.
No se puede achacar toda la responsabilidad a los intelectuales y artistas por el fracaso del debate. Corresponde a las instituciones una adecuada política que paulatinamente introduzca hábitos democráticos que legitimen el pensamiento marginal y la autoridad intelectual. No creo, como piensan algunos, que el debate no tenga límites, ni que estos límites estén determinados por la actitud irresponsable de los participantes, porque ambas opiniones ocultan matices extremistas de anarquía y autoritarismo. Más bien creo que estos límites y, además, sus limitaciones están determinados por los cánones socioculturales y el contexto, aunque en última instancia la decisión final sobre los límites está en la interpretación que hace el aparato cultural. No obstante, en las regulaciones del debate juega un papel extraordinario el lugar que ocupe la autoridad intelectual.
Los errores en la aplicación de la política cultural son muestra de que ser depositarios de las ideas formuladas en la ideología no determina la práctica de la verdad. Sin embargo, el debate como forma colectiva de confrontación y búsqueda de la verdad, es el principio de la dialéctica ideológica y un gran obstáculo contra el absolutismo, el dirigismo, el dogmatismo y el oportunismo. Se trata de hallar democráticamente las respuestas más acertadas dentro de un marco institucional e ideológico, ya que las mismas corren el riesgo de tergiversarse o deformar el pensamiento entre los canales informales de la comunicación.
No importan la experiencia, ni la cultura, ni los aciertos y fallas, ni los aportes realizados por los representantes de la llamada superestructura si en un momento dado esta es incapaz de prever y comprender los cambios que ella misma ha propiciado y no adopta el diseño de política más adecuado para seguir lidiando con la realidad y contribuir a la superación de esta. El ejemplo más tangible de esta dialéctica lo está dando hoy la dirección política del país.
En fin, que la Revolución no es ningún paseo. El desarrollo de la cultura del país es una responsabilidad inherente al grado de conciencia de cada cual, a sus funciones y al lugar que ocupe en la pirámide de la sociedad, del talento y las condiciones en que lo ejerza depende el aporte. Ni las hipérboles, ni las fiscalizaciones, ni los prejuicios, ni las peyoraciones, ni las justificaciones huecas ayudan a encontrar el equilibrio que permita la coordinación social suficiente para escribir y hacer nuestra versión justa de la historia pasada, presente y futura. A veces parece que debieran ser otros, tal vez nuestros hijos, los que tuvieran que desenquistar la realidad de síndromes históricos, de silencios, de sospechas, de avestruces, y nombrar las cosas de una cultura más eficiente y una libertad plena.