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Marcha del pueblo combatiente entre las ruinas

La convocatoria gubernamental a una marcha en Cuba este 20 de diciembre muestra la enajenación radical de la élite política que sigue pensando a ese pueblo del que habla sin concederle siquiera el derecho al desacuerdo, como un monigote gigantesco que puede exhibir frente al mundo como “prueba” de una legitimidad inexistente.

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Al cierre del Pleno del IX Congreso del Partido Comunista de Cuba, el presidente cubano Miguel Díaz-Canel convocó a una marcha del pueblo combatiente para el próximo 20 de diciembre. Se tratará –según el diagnóstico de la cúpula enajenada y autoimpuesta que dirige el país– de una demostración del optimismo, la resiliencia e incluso la confianza –a juzgar por la referencia a una supuesta encuesta del Centro de Estudios Sociopoliticos y de opinión (no publicada), cuyo insólito y nada creíble resultado es que la mayoría de los cubanos apoyan a la Revolución.

Convocar a una marcha del pueblo combatiente, al cierre de un año cuyo saldo está marcado por el colapso irremediable del sistema electroenergético nacional, con una “nueva normalidad” de algunas horas de electricidad al día y una represión abierta y descarnada contra cualquier intento de demandar mejores condiciones de vida puede parecer, según se mire, un acto de confianza en su propia credibilidad, o directamente un salto al vacío, o las dos cosas.

La convocatoria lleva al paroxismo la dislocación fundamental entre el adentro y el afuera que el régimen cubano ha instrumentalizado una y otra vez al responsabilizar al “bloqueo” de Estados Unidos por su propia incapacidad de sacar al país de la crisis económica y, sobre todo, por su diseño dictatorial y represivo. Es una marcha en la que el pueblo cubano será utilizado, una vez más, como demostración de que el principal problema de Cuba no radica en su gobierno, sino en el de Estados Unidos. El pueblo cubano marcha, convocado por el gobierno cubano (en una operación de borramiento de la diferencia entre uno y otro) para protestar por la política de Estados Unidos y, en ese performance masivo, se borra implícitamente cualquier reconocimiento a la protesta del pueblo cubano contra su propio gobierno, utilizándolo además como “evidencia” del apoyo a la Revolución. Se trata de una especie de referéndum orientado por la élite para ser puesto en escena por el “pueblo combatiente”. Uno que sigue al que tuvo lugar en 2022 para refrendar el Código de las Familias, cuya llamado al voto positivo fue presentado en la propaganda oficialista como un sí a la Revolución, y a las elecciones del Poder Popular, que apuntalaba (según el mismo departamento propagandístico) el carácter democrático del socialismo cubano. Este plebiscito simbólico –porque el real, en el que la sociedad cubana debería ser llamada a responder si quiere seguir viviendo bajo el régimen político actual, no parece tener posibilidad de ocurrir en un corto o mediano plazo—tendrá lugar (o eso esperan) en la forma más pura y preciada para esa élite, que ocupa generalmente para la ocasión su lugar en un podio desde el cual mira pasar, mientras agita la mano en gesto de saludo, a una masa que desfila frente a sus ojos con banda sonora de Silvio Rodríguez y carteles alegóricos diseñados para la ocasión, en una perfecta versión del panóptico palaciego bañado de pueblo (Aunque en los últimos tiempos esta fisonomía ha mutado, por razones obvias de falta de recursos para la convocatoria, a una maquillada en planos cerrados televisivos donde los líderes sacan a pasear sus barrigas prominentes en la primera fila de la marcha).

La marcha supone una maniobra típica, que no requiere demasiada exploración ni diseño estratégico para plantearse –mucho menos para una élite carente del deseo y la capacidad de innovar más allá del limitado repertorio impuesto por la búsqueda de su propia supervivencia–. La performatividad de la manifestación de apoyo popular ha sido utilizada hasta el cansancio desde enero de 1959, convirtiendo a las marchas del 1ro. de mayo en una especie de tótem que ha terminado por volverse una atracción para la que incluso organizaciones simpatizantes de Estados Unidos venden paquetes turísticos. En la forma particular de “marcha del pueblo combatiente”, esa performatividad toma un carácter guerrerista, de enfrentamiento al enemigo, llevando al extremo la visión excluyente constitutiva del proyecto revolucionario, que sólo concibe vida para quienes lo siguen fiel y acríticamente. Nacieron para repudiar a quienes protagonizaron la oleada migratoria de 1980 y han sido convocadas, desde entonces, como una demostración de apoyo, pero también de fuerza, esa tenebrosa fuerza que esconde, tras un evento aparentemente cívico, toda la violencia del Estado apropiada y legitimada por una población dispuesta y compulsada al enfrentamiento con sus conciudadanos. Por eso se acompañan de la adjetivación “combatiente” al pueblo convocado.

Aun así, no deja de ser sorprendente su planteamiento después de varios años de extremo cuidado con la expresión y la reunión pública, de la caída en la participación en actos masivos convocados por el gobierno, y en un momento de crisis profunda sin solución alguna a la vista, con claros signos de descontento popular que afloran, entre sus principales formas, en las persistentes, aunque acotadas protestas, y en el éxodo masivo.

El complemento básico de esta maniobra, por otra parte, ni siquiera requiere demasiado del pueblo cubano. En ella, esa masa cuya única función prevista en la expectativa de la élite es su aparición como multitud homogeneizada bajo la denominación de “pueblo combatiente” no tiene que creer realmente que la causa de todos sus problemas es el bloqueo estadounidense, con tal de que asista (por miedo, por inercia, o por otro tipo de enajenación que no involucra poder sino la entrega apática a los designios del poder) al simulacro de apoyo al gobierno cubano bajo la forma de repudio al recrudecimiento de la política estadounidense y a la inclusión de Cuba en la lista de países terroristas. Ese simulacro no se hace únicamente para los cubanos; a estas alturas ni siquiera se hace para los cubanos y además para otros. Es ordenada por la élite gobernante, y ejecutada por el “pueblo combatiente”, para la mirada extranjera. Esa mirada extranjera ha sido esencial desde el primer momento, en la medida que una gran parte del fundamento del proyecto narrativo de la Revolución cubana se sostiene en el ejemplo máximo del antiimperialismo y la victoria de una alternativa popular a la posición subordinada presupuesta por el orden imperialista mundial, lo que podía representar y, por tanto, conectar con las luchas anticoloniales y por las soberanías nacionales.

Durante al menos dos décadas, hasta que la caída del bloque socialista de Europa del Este reconfiguró las relaciones internacionales, esa narrativa resultó victoriosa, pero establecerla de manera firme no emanó orgánicamente de la experiencia concreta de cubanas y cubanos dentro de Cuba. Como muestra Lillian Guerra en su libro Patriots and Traidors in Revolutionary Cuba 1961-1981, la construcción de una narrativa de la Revolución para el consumo de turistas extranjeros comienza tempranamente en 1960 y enfatiza la supuesta diferencia entre el modelo estalinista soviético y la naturaleza particular, única, del proyecto cubano.

Mientras muchos de los cubanos críticos, no alienados completamente con el nuevo proyecto de nación, sufrían cárcel, exilio, fusilamiento y variadas formas de exclusión del “adentro” impuesto por la Revolución en la voz de su máximo líder; intelectuales extranjeros, brigadas de solidaridad y organizaciones regionales e internacionales, contribuyeron a crear la imagen de la cual se beneficia hasta hoy el proyecto político del régimen cubano (estalinista y totalitario): la de un proyecto no de opresión, sino de liberación nacional, popular y de justicia social.

La brecha entre una realidad represiva y adoctrinante y la imagen de Cuba en el exterior ha ido ampliándose hasta convertir esa imagen en un relato completamente ficcional sin asidero alguno en la realidad. Sin embargo, la realidad geopolítica ha venido a servir, en los últimos años (una vez más), de contexto conveniente para esconder la situación bajo una discursividad en la que lo se enfrenta ahora –como antes lo fueron el socialismo y el capitalismo– son el fascismo internacional y un bloque que, apropiándose del otro polo de la disputa, se presenta como antifascista y reivindica, en clave de revival, cosas como un “nuevo orden económico mundial”, el ambientalismo y la descolonización cultural.

La ocupación de esa posición es lo que da coherencia interna a eventos que de otra manera parecerían ubicados en campos diferentes y no necesariamente complementarios de la estrategia política de la élite gobernante: la Bienal de la Habana, el Festival Internacional de Cine, el IX Congreso del Partido Comunista de Cuba y la convocatoria a una marcha del pueblo combatiente. Todos son partes de un esfuerzo deliberado por reclamar los discursos y la posición de vanguardia por parte de un régimen de control total de un Partido sobre toda una sociedad, que ha sido tremendamente exitoso en presentarse, por el contrario, como un proyecto liberador.

Se trata de una maniobra que demuestra, en primer lugar, la enajenación radical de la élite política que sigue pensando a ese pueblo del que habla sin concederle siquiera el derecho al desacuerdo, como un monigote gigantesco que puede exhibir frente al mundo como “prueba” de una legitimidad inexistente. Demuestra también, a pesar del uso de un lenguaje político cada vez más cercano a los panfletos de autoayuda, el agotamiento radical de la capacidad de esa misma élite de generar alguna solución real o pensar fuera del guion predeterminado, incluso cuando el agotamiento del guion es más que evidente. Lo único a lo que parece apelar hoy la cúpula dominante, en el proyecto de encubrir su naturaleza extractivista y explotadora, es a la revitalización de símbolos que, a pesar de haber encubierto los horrores de la imposición de un régimen totalitario, tenían hace décadas capacidad de resonar con los deseos y las aspiraciones de miles de personas en Cuba y en el mundo. Pareciera, por tanto, que tratar de extraer vida de un cadáver, creyendo que hay todavía algo extraíble en él, es lo único que se les puede ocurrir para sostener, con ellos al mando, un país en ruinas. La denominación misma de la convocatoria –marcha del pueblo combatiente– lleva el sello de esa intención.

A pesar de la enajenación típica de la élite política, algunos dentro del grupo que toma las decisiones, ha de saber que insistir en el intento de producir más imágenes de la masa que ondea banderas en apoyo a una vanguardia supuestamente revolucionaria puede ser contraproducente. Ahí estará siempre el caso de Rumanía para recordárselo. Es una maniobra en extremo arriesgada convocar a un pueblo que vive mayoritariamente en condiciones precarias, diezmado por el exilio forzado y la oleada migratoria, desde un gobierno cada vez más impopular que se muestra no solo sin voluntad, sino incapaz, en la práctica, de resolver algo tan básico para el funcionamiento de un país como tener energía eléctrica.

Los términos del llamamiento a la marcha apelan a una asociación entre el optimismo y el espíritu revolucionario que no es inédita. “Está a punto de terminar otro año tremendo. Los pesimistas dirán que no pudo ser peor. Los optimistas, bando en el que militamos los revolucionarios, creemos que lo importante es haber vencido la prueba. Y los aprendizajes que nos deja”, decía Díaz-Canel en el cierre de las sesiones del Pleno del Partido.

Ya en la década de los sesenta el optimismo fue construido como un estado de ánimo ligado intrínsecamente a la capacidad de contribuir a la revolución y el pesimismo como un atavismo del pasado al que la sociedad naciente no estaba dispuesta a volver. El tema aparece claramente en la autoinculpación de Heberto Padilla. “Yo inauguré –dijo– el resentimiento, la amargura, el pesimismo […] yo siempre me he inspirado en el desencanto, mi desencanto ha sido el centro de todo mi entusiasmo […]. Es decir, el motor de mi poesía ha sido el pesimismo, el escepticismo, el desencanto”. El desencanto tenía todas las razones para ser, pero el intelectual orgánico de la revolución no podía permitírselo. La revolución -ese sujeto omnipotente dictando desde un sitio inalcanzable los ánimos y los afectos– no podía permitirse ni el desliz del desencanto. Hoy, el desencanto, el escepticismo y el pesimismo son las afecciones políticas protagónicas en gran parte de ese mismo pueblo convocado a exhibirse públicamente para beneficio de sus gobernantes. “Allá arriba”, sin embargo, quieren hacer como que no se han enterado.

Que Díaz-Canel, esa figura que carga sobre sí una continuidad tan decadente que solo logra producir añoranza por tiempos mejores del mismo modelo, ubique el dilema entre revolucionarios y no revolucionarios como uno entre el optimismo y el pesimismo, remite vagamente a la posesión revolucionaria de una serie de contenidos afectivos vistos como condiciones morales. En ellos el optimismo es central, pero lo es también la creatividad como forma sublimada de la resistencia (claramente encarnada en el concepto de “resistencia creativa”) y –por supuesto– el amor. No por gusto los “odiadores” no podían faltar en su discurso: “no nos sorprende la eufórica danza de los odiadores, desesperados por cantar el fin de la Revolución, que no han podido derrotar”.

Aun otro elemento de continuidad, que puede ser entendida como intento de revitalización, es la lógica de la manufactura de la conciencia social. En aparente contradicción con el principio marxista de que son las condiciones de vida las que determinan las representaciones sobre la misma, el proyecto político cubano requirió y apeló siempre a generar el sujeto funcional (el hombre nuevo), con los afectos, los sentimientos y los valores morales necesarios para aceptar de buena gana la participación en su propia explotación. Es en esa línea, que termina por destruir todo asidero posible con las condiciones de vida, que Díaz-Canel puede decir algo como que la marcha será “rica en razones, esclarecedora sobre caminos posibles, con un alcance generador de emociones”.

Llegados a este punto, valdría tomarse en serio la idea implícita y velada de que la marcha convocada por el gobierno cubano para el 20 de diciembre es una especie de referéndum, porque de esa manera funcionarían sus efectos; se podrá presentar al mundo como la prueba necesaria de que se trata todavía de un gobierno legítimo con respaldo popular y añadirá materia prima a la maquinaria de molienda ideológica que produce represión como producto primario. No se trata de un acto más de los tantos sin sentido alguno que forman parte de la cotidianidad totalitaria. Incluso con desencanto, y con pesimismo, se puede seguir haciendo lo de siempre, que es hacer lo que el gobierno demanda. Participar en los simulacros del apoyo irrestricto a la revolución no ha sido nunca necesaria o únicamente el resultado de la creencia en la revolución, sino de algo más mundano: la inercia y la imposibilidad de concebir otro estado de cosas. Pero incluso concebir otro estado de cosas requiere dar un paso en la dirección de dejar por fin caer el edificio de mentiras y abusos que ha terminado por ser eso que todavía llaman, sin que les dé un poco de vergüenza siquiera, la revolución.

Ese reconocimiento es fundamental para elegir una de las dos vías posibles que se abren, para la sociedad cubana, ante una convocatoria tal, la de no participación. La otra, es un fantasma que no podría ser domesticado al punto de proponerse como vía deliberada. Es más que nada una advertencia que la historia misma es terca en recordar con cierta sistematicidad: perdida la homogeneidad ideológica, la legitimidad, y la capacidad de control por otras vías que no sean la violencia explícita, el encuentro colectivo en la calle puede tomar su propio rumbo, uno incluso no previsto o diseñado ni por los convocantes ni por los participantes.

Cuando se vive en un régimen profundamente inmoral, lo ético es abstenerse de participar. Esa abstención, consustancial a cualquier movimiento de desobediencia civil y/o resistencia pacífica, abre la posibilidad de dejar de servir como pieza funcional del montaje de la opresión. Sin esa pieza fundamental que es la masa, el pueblo combatiente, la multitud desfilante ante los ojos de los gobernantes, el entramado de la opresión comienza a deshacerse. O como lo dice, de manera más clara y directa, la canción de El B: “si nadie obedece, nadie manda”.

En redes sociales –ese espacio que, a pesar de todos los intentos de cibercombatientes, influencers fabricados para la réplica propagandística y legislaciones restrictivas no han logrado controlar–, crece ya la consigna #QueVayaSandro. Sandro Castro, nieto de Fidel, es ejemplo emblemático del privilegio de la cúpula gobernante y de su desprecio por la gente común que conforma ese país sobre el que creen reinar con total impunidad. Que Sandro responda a las críticas sobre su privilegio apelando a que es simplemente un “joven revolucionario” lo dice todo, o casi todo, sobre la revolución como espacio excluyente de la oligarquía en el poder. Es una oligarquía que se desborda y se normaliza, al mejor estilo de las monarquías, y en previsible deriva, ocupando incluso las revistas del corazón y los chismes de celebridades cuando el asesor del presidente Díaz-Canel e hijo de su esposa Lis Cuesta, Manuel Anido, se pasea con Ana de Armas.

El “pueblo combatiente” prefabricado en la imaginación enajenada y delirante de la élite no existe más. Falta todavía ver si la inercia, y la dificultad de concebir un horizonte más allá del desierto de entusiasmo y expectativas que es hoy Cuba, es suficiente para que su representación apática sirva todavía a la maquinaria, o si es el momento (uno entre varios) de dejar de ponerse en la foto en la posición de la masa informe que agita banderas mientras los altavoces repiten, interminablemente, canciones sobre la muerte supuestamente heroica que nos espera.

HILDA LANDROVE
HILDA LANDROVE
Hilda Landrove. Investigadora, ensayista y promotora cultural cubana radicada en México. Se ha dedicado durante años al emprendimiento social y cultural, y más recientemente a la investigación académica en temas de antropología política. Es Dra. en Estudios Mesoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Entre sus principales líneas de investigación se encuentran la acción política en contextos cerrados, los movimientos políticos de los pueblos amerindios y las dinámicas del poder y el contrapoder a través de las disputas narrativas en la esfera pública. Es profesora de Cátedra del Tecnológico de Monterrey (campus Querétaro). Conduce y coordina el podcast Caminero.

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