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Pedro de la Hoz: “Desterrar prejuicios”

Tomado de ‘La Gaceta de Cuba’, n. 2, marzo-abril, 1994, pp. 49-50.

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Desde que Jorge Manrique escribió las famosas coplas a la muerte de su padre a nuestros días, los juicios sobre los tiempos pasados —¿fueron mejores, son siempre peores?— corren el riesgo de sucumbir a la tentación de las posiciones extremas. No pocas revisiones críticas de acontecimientos o procesos determinados tienden a la idealización o la negación absoluta, a la reducción o al esquema.

Analizar el proceso cultural cubano durante los últimos treinta y cinco años constituye una necesidad política e intelectual insoslayable. Hacerlo significa calificar avances, depurar esencias, calibrar errores y advertir manquedades, con la mirada puesta en una dirección estratégica que nos permita contribuir al perfeccionamiento de ese proceso. Hacerlo implica una carga de pasión y compromiso, pero a la vez de responsabilidad y conocimiento.

Quienes vieron el filme Fresa y chocolate, apreciaron cómo los repasos de nuestra historia más reciente también suelen adoptar la modalidad del exorcismo, como para conjurar los fantasmas de los errores.

Para casi nadie pasó inadvertido el alcance real de esta propuesta fílmica, en tanto cura necesaria contra el dogma de la intolerancia y las heridas abiertas por incomprensiones, discriminaciones y extremismos. Para mí, en especial, esa virtud se hace mucho más notable en la medida en que los realizadores trascienden la instancia del típico ajuste de cuentas para incitamos a una reflexión más profunda, más abarcadora, más sustancial.

Si traigo a colación Fresa y chocolate, que en mi opinión constituye un modelo de cómo se puede, desde una visión revolucionaria y plenamente cubana y original, tocar fondo en el análisis de nuestros problemas con un saldo favorable y alentador para la sociedad en su conjunto, es porque en estos últimos tiempos también se ha puesto de moda una especie de exorcismo con fines bien diferentes y sobre la base de presupuestos de otro carácter. (Tendencia a la que, obviamente, no pertenece el texto de León de la Hoz que intento complementar con estas notas.)

En tales ejercidos asoman resentimientos largamente acumulados, reacciones catárticas desmesuradas, y hasta se observa, de vez en cuando, un espíritu revanchista nada constructivo, todo lo cual no ayuda a la imprescindible discusión de los múltiples aspectos que convergen en la formulación y aplicación de la política cultural cubana. Con prejuicios, simplificaciones y observaciones aleatorias, bien poco se puede sacar en limpio.

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Cuando Alfredo Guevara dice que “las revoluciones no son paseos de riviera” está refiriéndose a algo más que una metáfora. Las revoluciones, cuando son auténticas como la nuestra, implican conmociones históricas sin precedentes, cambios profundos y, en determinados momentos, procesos traumáticos.

La política cultural, como toda política, se inserta, tanto en su diseño como en su aplicación, en esa realidad. Con esto quiero decir que no ha estado ajena a las tensiones y convulsiones que han caracterizado a todo el proceso revolucionario.

Guevara nos recuerda que “la revolución está viva [..] porque no ha permitido que los errores se conviertan en dogmas ni que las virtudes de un día santifiquen para la eternidad lo que es perecedero”, lo cual no significa que no haya habido gente proclive a dogmatismos y con tendencia al inmovilismo. También Guevara precisa cómo “de muchos instantes, de cortos y medianos períodos, casi nunca de largos, pero aun si largos no demasiado, está construida la historia de estos tres decenios”. Ambas observaciones nos llaman a tomar en cuenta las previsiones dialécticas que deben adoptarse en todo intento serio de análisis de nuestro proceso cultural.

Es en ese orden que una visión retrospectiva de la política cultural tiene que considerar la evaluación del trazado de sus líneas rectoras y el continuo proceso de ajustes y reajustes de éstas de acuerdo con cada momento y circunstancia.

A la hora de analizar los errores que se han cometido no puede confundirse la política con su aplicación, lo estratégico con lo coyuntural, los fundamentos esenciales de esa política con lo tangencial a ella.

La política cultural se corresponde con el carácter mismo de nuestro proceso social y es un fiel reflejo de su naturaleza, más allá de los contextos y las coyunturas, aunque evidentemente influida por las contingencias de cada situación.

Esta política ha distado de ser un ejercicio retórico y no puede verse como un mero “segmento de una estrategia mayor”, sino como expresión de necesidades y voluntades políticas concretas, y menos como simple plataforma “que tiene como finalidad la consolidación y continuidad de un determinado régimen social y en cuya aplicación intervienen las instituciones simbólicas del poder”. Tampoco se reduce a ser “un sistema de ideas y acciones que toman cuerpo mediante el diseño que conciben los encargados de estructurarla, inducidos por una realidad imponderable que incesantemente pone a prueba la validez de la misma”. Se trata de una política que responde a un reclamo social, que forma parte indivisible del proyecto democrático y humanista que es la Revolución en su conjunto; en consecuencia, está lejos de representarse como un cuerpo doctrinario teledirigido desde la cúspide institucional.

Conviene recordar que se ha hecho política cultural —cuestión que no debe obviarse aunque parezca una verdad de Perogrullo— a escala de masas, de una manera ponderable y bien lejos de cualquier abstracción. ¿O no? Si la alfabetización, el cine y el video a las montañas, la multiplicación de las instituciones culturales a lo largo y ancho del país, la creación de una industria editorial y la implementación de un sistema de enseñanza artística son realidades incuestionables, no lo fueron para perpetuar el status quo ni por arte de una elucubración superestructural.

Se ha hecho política cultural, y esto no es un juego de palabras, en modo alguno para extender la política a los dominios de la cultura —aunque, desde luego, los vínculos entre cultura y política pasan, en nuestro caso, por la defensa de una identidad y un concepto en el que se anudan, de forma indivisible, las nociones de independencia y socialismo—, sino para desarrollar potencialidades creadoras y socializar, por primera vez en nuestra historia, el patrimonio espiritual de la nación.

Se ha hecho política cultural con el movimiento intelectual como sujeto activo en su diseño y aplicación, a través de los innumerables mecanismos participativos creados por la Revolución en ese campo, como lo son la UNEAC, la Brigada Hermanos Saíz y luego la Asociación, el Movimiento de la Nueva Trova, los Consejos Populares de Cultura, la UPEC, las publicaciones especializadas, los foros de análisis y reflexión de diversa naturaleza que se han convocado a lo largo de más de treinta años. Estos mecanismos, desde luego, distan de la perfección e incluso no han estado exentos de manifestaciones de dirigismo, inmovilismo, complacencia, pero no pueden dejar de reconocérseles como espacios donde los intelectuales, a contrapelo de cualesquiera de las tendencias impositivas o las parálisis de uno u otro momento, han sabido asumir un protagonismo real y luchado por un espacio de legitimación de su papel en la transformación de la sociedad, conscientes, justamente, de que las revoluciones no son paseos de rivera.

Es sobre la base de ese principio que los escritores y artistas cubanos se sienten partícipes y corresponsables en la elaboración y aplicación de la política cultural, como lo ejemplifica el último Congreso de la UNEAC, en el que manifestaron explícitamente por unanimidad que esta organización “se ha convertido en una instancia que se tiene en cuenta como representante del criterio de nuestros creadores y que ha llegado a tener una participación efectiva en la toma de decisiones y en la solución de los problemas”.

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Ahora bien, al pasar revista a estos años, se hacen perceptibles errores, arbitrariedades, expresiones de voluntarismo, interpretaciones capciosas y estrechas de la política cultural de la Revolución. A veces, ante determinadas coyunturas y tensiones que originan lógicos reajustes de la política, se han dado los llamados “bandazos”, que hacen daño y contradicen la esencia misma de la política.

Pero sería, a su vez, un error mayúsculo identificar a esos “bandazos” —sobre los cuales, en toda época, acostumbran a erigirse los oportunistas y mediocres de siempre— como parte de la naturaleza de la política y, por extensión, de todo el proceso social. Los “bandazos” son coyunturales y están condenados por su condición a ser sobrepasados por la vida.

Claro está, quedan huellas amargas y heridas que no se cicatrizan fácilmente, sobre todo cuando se ha sido víctima de uno de esos hombrecitos del momento que creen saberlo todo y que se proclaman dueños de la verdad absoluta y de los destinos de sus semejantes.

También es un “bandazo” leer de modo esquemático las relaciones entre cultura e ideología, magnificar lo pasajero y colorear en blanco y negro la realidad histórica. Esas lecturas implican estereotipos y éstos impiden llegar al centro de la problemática.

Mucho se ha repetido la idea de que los 60 fueron la edad de oro de la cultura en la Revolución, de que al final de esa década terminó la “luna de miel” entre la intelectualidad y la dirección política, de que los 70 no valen para nada y sólo en los 80 se abrieron nuevamente las puertas del esplendor.

La historia es mucho más compleja y, por supuesto, mucho más rica. En el supuesto camino de rosas de los 60 hubo que sufrir, sin ir muy lejos, el silenciamiento del rock, los ataques de Lunes de Revolución al grupo Orígenes y la desarticulación de las Ediciones El Puente. En los 70, en medio de un “bandazo” colosal, vivimos el auge de la Nueva Trova y las experiencias de un movimiento teatral que fue en búsqueda de un nuevo público, como en el caso de Teatro Escambray. En tiempos más recientes, la reacción ante el filme Alicia en el pueblo de Maravillas no es un ejemplo precisamente edificante.

Tan negativo me parece pasar por alto el peso del Congreso de Educación y Cultura en 1971 para la vida intelectual del país como asignarle a ese foro un papel absolutamente devastador o significarlo como una teatralización simbólica de no se sabe qué fuerzas del poder. Cuando se atribuye, con razón, a la creación del Ministerio de Cultura, en 1976, un papel sustancial en el establecimiento de un clima de confianza en el sector artístico, parece olvidarse el hecho de que esta decisión nació como parte de una política y no fruto del azar.

Quizá valga la pena, en otro momento, analizar en profundidad el Congreso y detenerse en las circunstancias que lo rodearon. Solamente quisiera apuntar cómo aquella “circunstancia congestionada por la lucha ideológica” fue tan real y objetiva como lo han sido, de diverso modo y con acento distintos, todos los momentos de un proceso social sometido incesantemente a temibles presiones externas.

No podemos olvidar que el Congreso dio respuestas a necesidades coyunturales de una lucha ideológica caracterizada por ataques de la reacción internacional, que aprovechó y trató de canalizar a su favor la confusión y la perplejidad de representativos sectores de la intelectualidad euroccidental y latinoamericana a raíz del llamado caso Padilla, uno de los episodios más penosos de la historia cultural cubana en los últimos decenios. (Debo recordar que su principal protagonista, el poeta, fue el primero en manipular su situación, al hacer una caricatura de los famosos procesos estalinistas y arrojar invectivas sobre sus compañeros de letras, muchos de los cuales demostraron poseer la altura ética que Padilla nunca tuvo.)

Mas el Congreso no se redujo a tomar partido ante esa coyuntura; abordó necesarios e impostergables asuntos relacionados con la educación y el papel de la cultura artística y literaria en la formación de las nuevas generaciones. En sus acuerdos y resoluciones, cierto, se esgrime un lenguaje tremendista en ocasiones y se dan por sentados conceptos demasiado rotundos, pero creo nadie se atreve a poner en tela de juicio la llamada de atención hacia la defensa de nuestros valores patrimoniales y la promoción de los valores culturales de los pueblos de América Latina, Asia y África; o cuestione el planteamiento de potenciar el arte a escala masiva; o contradiga la legítima aspiración de que el arte sea “un valioso medio para la formación de la juventud dentro de la moral revolucionaria”. En el orden práctico, el Congreso abonó el terreno para la impulsión de la creación literaria destinada a los niños y jóvenes, lo cual fue una de sus conquistas inobjetables.

Las cosas se complican cuando, en nombre de esas definiciones, hubo quienes hicieron del interés por la cultura popular de América Latina una doctrina (a tocar zampoñas y quenas y vestir ponchos y huaraches); del estímulo de las aficiones culturales de las masas, un movimiento homogéneo y estéril; del aporte intelectual a la moral socialista, la consagración del panfleto; y de la respuesta a los imperativos de la lucha ideológica, una purga insensata.

Esas distorsiones quedaron atrás porque eran insostenibles y nada tenían que ver con los fundamentos de la política cultural. El peligro de lo que Carlos Rafael Rodríguez llamó con mucho acierto hace cinco lustros “la invasión administrativa del arte” — “quiere esto decir”, precisó, “que, desde un punto central cualquiera, sea el Partido […], sea la administración, haya uno o varios funcionarios que juzguen lo que debe o no debe ser exhibido”— es justamente uno de los problemas que el movimiento intelectual cubano y las instituciones, de conjunto, deben tomar en consideración para evitar frustraciones de la política cultural.

Cuando en la práctica irrumpen tales invasiones, se retrocede en la política y en la cultura. Mas no podemos negar “invasiones” de otra naturaleza en nuestra vida cultural. Hay gente que se ha parapetado en supuestas formas artísticas, en estos últimos años, para hacer política, para “invadir” los espacios artísticos, con un discurso de derecha, para sumarse subrepticiamente a posiciones neoanexionistas, para socavar la unidad del movimiento intelectual cubano. Como hay quienes critican de frente, con argumentos, razonadamente y quieren aportar soluciones y hay quienes tratan de obtener ventajas personales, ganar fama y apostar para que se les tenga en cuenta ante un supuesto viraje de la Revolución.

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Pienso que el debate en torno a nuestra política cultural, los problemas de la vida intelectual, puede y debe avanzar sobre bases serias. En mayo de 1992, los escritores y artistas reunidos en el Consejo Nacional de la UNEAC defendían “la necesidad de consolidar espacios institucionales de debate” y se pronunciaban por la confrontación de ideas como “parte de la propia naturaleza del trabajo intelectual […] y estímulo insustituible para su desarrollo”. Quienes suscribieron esto, quienes a lo largo del proceso hacia el V Congreso de la UNEAC discutieron con franqueza los problemas, quienes en las páginas de La Gaceta en los últimos dos años han expuesto sus opiniones sobre temas polémicos, quienes en foros y talleres han expresado sus criterios, merecen reconocimiento y respeto, aun cuando el debate, como práctica cotidiana en nuestra vida intelectual, no ha madurado en correspondencia con nuestras necesidades.

Para hacer realidad esa práctica, estoy de acuerdo con desterrar prejuicios, justificaciones, fiscalizaciones y términos peyorativos, para lo cual habrá que llamar las cosas por su real nombre (no el de las apariencias) y no dejar de defender principios. Eso no lo perdonarían nuestros hijos. Pero tampoco nos lo perdonaríamos nosotros mismos.


ARCHIVO RIALTA
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