Incluso una niña llamada Laura me dio un cuadro muy bonito que era un laberinto verde.
C. L.
A esta mujer, preocupada en retomar las clases de Matemáticas cuando es una escritora muy reconocida ya, le molesta que seamos solo números, porque ella no quiere ser un número –dice Clarice Lispector–. A través de Descubrimientos (Adriana Hidalgo, 2010) –crónicas que me recuerdan las “formas breves” de Julio Ramón Ribeyro que copié con tiza en las paredes del cuarto de mi casa en La Habana por los años noventa, cuando pretendía tocar con los dedos las cosas de la existencia– vamos, desde lo probable y cotidiano, hasta lo imposible.
Lispector trabaja en la exploración de ese infinito a donde nos llevan cada día las palabras, sin hacer de esto una metafísica, porque “el sentimiento de belleza es el eslabón con el infinito […] el infinito es un llegar a ser. Sin entenderlo, comprendemos. Y sin entender, vivimos. Nuestra vida es solo un modo del infinito”.
Como si buscara, siempre adentrándose por aquel laberinto al responderle a la niña que le escribe –que también soy yo, ahora–, las posibilidades de una ecuación para hallar un lugar entre los números que fuera más que un número, el suyo: el de la belleza. Ese que “es solo eso: es”, y es comparable con todas las cosas que guardan su belleza, adentro.
Ese lugar se manifiesta, por ejemplo, cuando Lispector descubre el cielo en un planetarium o cuando observa las piedras que pasaron 360 millones de años para lograr su formación –que ahora puede medirse en tiempo gracias al carbono catorce, pero que ella midió de otra manera–. O cuando pisa en un día espléndido a una enorme rata muerta en la calle, y el día deja de ser maravilloso por aquel incidente que la conmueve y aterroriza a la vez, para comenzar una reflexión sobre dios en “Perdonando a dios”, que le hace comprender que “mientras inventa a dios él no existirá”.
También, cuando nos habla de las madres inventadas en un orfanato, dándole a los niños nombres –como si ese nombre fuera el de las suyas ya muertas o que los abandonaron allí–. La alegría del encuentro de un nombre para esos niños que no tienen madre; de un nombre que las sustituye: la importancia que tiene nombrar. O cuando falta piedad a la primavera –dice– y la búsqueda de todo lo que desconoce es un acicate para lograr la esperanza en aquel texto: “Divagando sobre tonterías”.
Y la relación de aquella pareja que baila flamenco mientras están enfrentados: “¿Se comprenden? –se pregunta–, nunca pensaron en comprenderse […] porque solo esta mujer era su enemiga, solo este hombre era su enemigo, y se habían elegido para el baile”. Lispector habla de aquella “última brasa” donde se queman sus deseos entre el canto flamenco que “casi no era canto” y “casi no era voz” tampoco “en el sentido en que esta tiende a decir palabras”.
Hay un texto fechado el 21 de septiembre –el Día del Árbol–, cuando se realizaba en las escuelas primarias de La Habana aquella composición escolar dedicada a los árboles, que también hice en una cartulina corrugada, y hasta me llevé un premio. Solo que, pasaron muchos años para que pudiera apreciar a los árboles como se merecen. Este texto de Clarice se llama: “Un reino lleno de misterio”, y nos deja el camino abierto para otros árboles que vendrán después: los del misterio. Porque los árboles de nuestra infancia se nos rebelan solo hacia la vejez cuando florecen en esa ruta que se convierte en bosque: “Por la ventana, en el muro blanco: la sombra gigantesca y oscilante de ramas, como de un árbol enorme, que en verdad no existía en el patio, solo existía un arbusto delgado; o en la sombra de la luna”.
Me gusta especialmente aquel texto de Lispector sobre el sábado: –“¡porque es tan sábado!”, dice–, para mí el día más triste y terrible de la semana, pero ella lo convierte en: “el viento de la rosa de la semana” que “a la mañana es jardín, una abeja vuela. Y el viento: una picadura de abeja, la cara hinchada, sangre y miel, aguijón perdido en mí”. Lispector rescata al sábado de la ansiedad que provoca un largo día que cuelga sin contenidos, o para el que buscamos fiesta o esparcimiento, porque no sabemos nunca qué hacer con su desazón.
Siempre quise escribir sobre su personaje: Lucrécia Neves, pero aún no lo he hecho. Y como ella aspirar a la inteligencia espiritual de un caballo. Su racionalidad –la racionalidad de la mujer caballo Clarice Lispector– está imbricada con su imaginación de tal forma que sería imposible separarlas. No todos los escritores pueden llegar a esta suma todopoderosa: no solo de ver y de sentir como cuerpos, sino de pensar lo que se ve y se siente como almas, donde hasta el lápiz de labio que usamos cotidianamente se convierte en “jalea viva”.
Hace mucho que leí sus cuentos y La pasión según GH, que en la primera lectura me conmocionó, luego, ya no tanto, durante una relectura años más tarde, porque sentí cómo el lenguaje se ablandaba en esta novela kafkiana: tenía 39 años cuando la escribió y, a esa misma edad, la leí.
Luego, en La hora de la estrella había entrado en el laberinto verde de esa niña que fue ella, y ya no podía regresar de su extrañeza. Ahora, “me hace temblar”. “El qué” –pregunta desde la altura de la estrella que no para de girar–: “pensar en el pasado, recuerdo exactamente cómo creía que sería la vida”. Pero, como la imaginé, nunca sucedió. Tampoco pude escribirla así. Ahí está asomada desde esa altura de lo real su Macabea, esperando que la mentira sea verdad.
Macabea
Ella era subterránea y nunca había florecido. Miento: ella era yerba.
C. L.
Debajo del brazalete,
había un lunar.
Debajo del diente,
la cera quirúrgica que cubre
un hundimiento.
Debajo del edredón,
la sábana manchada.
Todo oculto:
esperando que la mentira crezca
y sea verdad.
Confieso que en realidad me dejé subyugar, como siempre, por el don poético de Reina María, quizás algo más que por la talentosa escritora brasileña. Y reitero, contra ciertos lémures, que Reina María Rodríguez es una entre la decena de escritores cubanos vivos que enorgullecen la cultura cubana actual.