Al que gane le cortarán la cabeza. Escribo esto el día lunes sin saber lo que ocurrirá el día martes. Esto es mañana (buen título para la futura presidencia de Kamala Harris o Donald Trump). Así es cómo se viven las elecciones presidenciales en los Estados Unidos. La incertidumbre es tan abrumadora como el cansancio con las campañas, el hastío con los discursos de guerra que bombardean día y noche a los votantes, el vergonzoso alineamiento propagandístico de la prensa de uno y otro sector, la arrogancia de cientos de millones de dólares invertidos en apoyo de uno u otro candidato, mientras el alza del costo de vida y los problemas de empleo para los jóvenes y de pensiones para los viejos, azotan la realidad diaria de la gran mayoría de los votantes.
El hombre más rico del mundo, Elon Musk, donó 120 millones de dólares para la campaña de Donald Trump y se convirtió en la pieza fuerte de su círculo de influencia. Kamala Harris reunió en unos pocos días dos billones de dólares tras el dedazo de Joe Biden para que lo reemplazara en la papeleta, y hasta hoy mismo Kamala sigue solicitando dinero, veinticuatro horas antes de la votación. El problema con ella es que todavía no sabemos bien lo que su candidatura ofrece, aparte de las donaciones que pide para librarnos de una segunda presidencia de Trump. ¿Es acaso suficiente? Lo peor de todo es que su campaña se inició con un llamado esperanzador a mirar hacia el futuro con risas y alegría, pero terminó mirando hacia el pasado con amargura y terror hacia su rival.
Con estos antecedentes, y a solo horas de la elección, se puede afirmar que, pase lo que pase, gane quien gane en la votación popular y luego en el colegio electoral, la democracia norteamericana está fracasando rotundamente en esta pasada. Ya el solo hecho de una segunda candidatura de Trump consolidada, apoyada por la mitad del electorado nacional, es un síntoma de ese fracaso: convertido en un procesado ante la justicia por acusaciones de soborno, incitación a la violencia insurreccional contra las instituciones del Estado, falsificación de documentos públicos y ocultamiento de evidencia en los procesos que se le han seguido, Trump no es una amenaza para la democracia republicana, como lo ha querido presentar la campaña de Kamala, sino el símbolo de su decadencia. De otro modo no se explica que esté allí, con un apoyo popular que no tiene nada de “deplorable”, como aseguró Hillary Clinton en 2016, y tampoco de garbage como dijo Biden respecto de la audiencia de Trump en el Madison Square Garden que cerró su campaña en Nueva York.
A lo abusivo, violento y degradante que la candidatura de Trump implica para el sentido dialogante y persuasivo que se le supone a la democracia, se agregan la tozudez y ceguera de los representantes demócratas, ocupados principalmente en la conservación de un poder que se les cae de las manos. En un ciclo electoral que ha tenido de todo, desde intentos de asesinato hasta renuncias de última hora e incoherencias totales en términos programáticos, ya no es ninguna sorpresa que la incredulidad, cuando no la desconfianza y el rechazo, sean parte significativa de la respuesta de la población joven, así como de sectores importantes de votantes latinos y afroamericanos, hoy transformados en los swing voters de los estados vacilantes de Georgia, Pennsylvania, Wisconsin y otros.
Para los demócratas, en especial, no ha sido fácil creer y convencer al vecino del valor de una candidatura que nació del ocultamiento –hasta el escándalo y la contumacia pública de tapar el sol con un dedo de secretismo– frente a la inhabilidad de Joe Biden para liderar la elección. Sostenido por una nomenclatura opaca e innombrable, finalmente el sucesor del sucesor designó a Kamala Harris como sucesora oficial para servir a los intereses del partido, en la mejor tradición del Politburó soviético y del PRI mexicano. Un triunfo de las infinitas formas de manifestarse que tiene la democracia, sin duda, y que de alguna manera igualó el secuestro que emprendió Trump y su pandilla sobre el partido republicano para lograr la total obediencia y adhesión de sus miembros. Es que cuando la democracia está en peligro, ya sea ante el inminente zarpazo del comunismo o del fascismo, se entiende que hay que actuar rápido y sin contemplaciones.
Aun así, las explicaciones son necesarias. Hace dos días, la prestigiosa encuesta nacional conducida por la alianza de The New York Times y el Siena College exhibió un apronte alarmante: un 64 % de votantes blancos sin grado académico se inclinaba por Trump, contra un 34 % que lo hacía por Harris. Los índices tendían a equilibrarse con las respuestas de los votantes no-blancos y sin grado académico, si bien la foto final presentaba un deslizamiento claro y paulatino de los votantes demócratas hacia la puerta de salida. Cuándo fue que se inició este proceso migratorio no es ningún misterio. Arranca paradójicamente con la primera presidencia de Barack Obama, quien llegó a la Casa Blanca en 2008 con la promesa de que era posible el cambio, Yes We Can, pero se fue de allí ocho años después cediéndole el poder a Donald Trump y su Make America Great Again. Entre esas dos consignas, entre esos dos emblemas que resignificaban la historia del país y la confrontaban con su presente de crisis y desconfianza, las aguas negras han ido entrando a la nave de la democracia sin prisa ni pausa alguna. Hoy esas mismas aguas la han vuelto tan pesada, retórica y repetitiva en sus promesas que ya nadie repara en lo poco que se mueve y lo mucho que se hunde en medio de un peligroso desprestigio. Es lo que ha buscado Trump desde el día uno: erosionar el terreno de la credibilidad para dividir y reinar. Pero es también lo que ha encontrado Kamala con su designación olímpica y la debilidad de su liderazgo: abanicarse con un programa de gobierno que hizo de su rival el protagonista único y principal.
Desde esta perspectiva, es claro que no hay salida para ninguno de los dos. Al que gane, el rencor y el odio le cortará la cabeza. Ya no hay tiempo para otra cosa, se acabó el libre emprendimiento, después de haberlo hecho todo bien y haberlo terminado todo tan mal. Una nueva tragedia americana, en el fondo, es lo que hemos estado viendo durante estos tiempos de campaña, abonado con fondo de corridos mexicanos y de inmigrantes en la frontera sur. Pero no hay de qué quejarse; lo trágico es siempre así. Tiene ese tono gris de lo inevitable que va a suceder, por mucho que nadie quiera que suceda pero que nadie está dispuesto a evitarlo realmente. Todas las dictaduras comienzan de esta forma, haciendo de la democracia una comedia. Y cuando no, es simplemente el telón quien cae sobre la democracia.
Bueno, el pueblo americano ha mostrado el dedo a todo este análisis desencaminado de Brodsky. La democracia tiene siempre la última palabra. Es lo mismo que hubiera sucedido en Cuba tras 4 años de castrismo de haber habido elecciones en 1963, cuando el castrismo se había destapado ya como comunista. En USA hoy ha sido derrotado en las urnas una variante gringa del castrismo que censura, cancela, castiga, adoctrina y expropia. Y como en Cuba, instaurado por la clase profesional, la burguesía y los intelectuales en contra de la basura proletaria.
Rialtos: publiquen algo que balancee este artículo obsoleto. Deberían traducir los análisis de la prensa libre angloamericana: UnHeard y The Free Press👉🏿👉🏿
https://open.substack.com/pub/bariweiss/p/how-donald-trump-won-47th-president?r=12b28k&utm_medium=ios