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Juan Villoro no es un robot (y tú tampoco)

En 'No soy un robot', Juan Villoro menciona Telegram cinco veces. Ninguna vez hace mención al bot de Telegram llamado Biblioteca Secreta.

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El escritor mexicano Juan Villoro es un cronista imprescindible y un ensayista muy entretenido. He leído con agrado su último título, No soy un robot. La lectura y la sociedad digital (2024), que publica la editorial Anagrama en su colección Argumentos. Y lo he leído a saltos, fragmentariamente, cumpliendo a rajatabla con esa modalidad contemporánea que el ensayo disecciona.

Dos observaciones, relacionadas entre sí.

Primero, este tipo de productos de no ficción suele caducar muy pronto. Son como transmisiones en directo. Entre el punto final y la salida de imprenta, quién te dice que una nueva plataforma, una nueva aplicación, no te va a remover todo el tinglado. En la editorial que sea, esta colección Argumentos con muy poco delay va arrojando sobre la marcha argumentarios tentativos, transitorios y tropezones.

Pero aquí el autor es consciente de ello:

“En tiempos de la lectura a saltos, hemos pasado en este libro de isla en isla sin abandonar el mar que las une” —resume Villoro hacia el final de No soy un robot—. “Ante la cambiante profusión de datos, mi aproximación ha sido necesariamente fragmentaria. Lo nuevo se caracteriza por su fugacidad; no ha sido archivado ni registrado; en cuanto lo sea, perderá su fuerza inaugural. Hoy esa caducidad es casi inmediata”.

Lo otro es que como se trata de un ensayo, o un hilado de ensayos, obligado a plantearse cuestiones tan abarcadoras y generalistas, un montón de vectores de fuerza interesantes se ven por fuerza anulados, por no decir simplificados de un modo demasiado cándido.

A propósito de las discusiones sobre la IA, por ejemplo, escribe Villoro:

“Con cándido optimismo, algunos comentaristas afirman: «No mates al robot, vigila a su amo». La frase expresa un deseo fácil de compartir; sin embargo, la gran pregunta es otra: ¿hay modo de controlar a los actuales amos del planeta? La especie depende de los arrebatos de un puñado de seres tan poderosos como impulsivos. ¿Se puede moderar a Vladimir Putin o a Elon Musk?”.

El afán de las Grandes Preguntas tiene eso: te dejas por el camino otras preguntas que son clave, incluso, para el propio argumentario que despliegas. ¿Es lo mismo moderar a Putin que controlar a Musk? ¿El poder de estos dos amos tiene las mismas consecuencias?

Libros como este ignoran por sistema desvíos y desbalances significativos; en función de peinar terreno, se apoyan en analogías problemáticas y falsas equivalencias. Es un gran angular: le molestan esos churres y pixelaciones que, en cualquier caso, darían material para otros ensayos.

Según el lector que seas, esto puede resultar decepcionante. Pero es lo que tiene la lectura de la no ficción de urgencia. Hay quienes van por ahí leyendo subtextos de barbarie.

(Entre paréntesis: en el momento en que redacto esta reseña, Vladimir Putin y Elon Musk son los dos candidatos que compiten con Kamala Harris por la presidencia de los Estados Unidos; en el momento en que estas líneas se publiquen, ya se conocerá al ganador y viviremos en un mundo totalmente diferente. Otro ejemplo de fugacidad y caducidad.)

El ambicioso plan de Villoro —con esa clase de ambición forzosamente autolimitada, ya digo, automoderada— se expone en el prefacio de No soy un robot. Allí leemos:

“Ignoro si existe un libro sobre las transformaciones cotidianas que la imprenta trajo en el siglo XV. No me refiero a la obra de un historiador, sino a la de un testigo de cargo, un cronista sorprendido de la forma en que el libro impreso cambiaba las costumbres […]. Con alguna demora (la literatura no tiene prisa), este libro propone algo similar en el siglo XXI. He querido trazar un cuadro de costumbres contemporáneas acudiendo a la lectura de autores de muy distintas disciplinas y a mi experiencia personal. No soy un robot combina el ensayo con la crónica, la divulgación de noticias tecnológicas, las memorias y el cuaderno de viajes”.

¿La literatura no tiene prisa?

Da que pensar.

Una transformación anterior y más profunda que la imprenta sirve de eje a este libro: el cambio de soporte. Porque si bien la imprenta modificó la divulgación y el impacto social de las obras, democratizando la lectura, no cambió sustancialmente la manera de leer.

Juan Villoro dialoga aquí con Iván Illich, no el muerto de Tolstói sino el pensador austriaco. Diálogo historiográfico de gradiente mexicano: el autor de En el viñedo del texto (Fondo de Cultura Económica, 1993) fue el fundador del Centro Intercultural de Documentación de Cuernavaca.

Leemos:

“A partir del análisis del Didascalicon, escrito por el benedictino Hugo de San Víctor en el siglo XII, Illich indagó el momento decisivo en que los textos dejaron de escribirse y copiarse en soportes pesados, que hacían de la lectura un acto público, y se incorporaron a volúmenes ligeros que favorecían la lectura individual. En ese lapso se perfeccionaron recursos que hoy juzgamos inevitables: el índice, las capitulares, las comillas, la separación del texto en párrafos, los títulos y los subtítulos, los puntos y aparte”.

Es decir, el formato página. Los nuevos estímulos traídos por la paginación. Continúa Villoro:

“Illich conjetura que, hacia 1140, un monje tuvo ante sus ojos un marco de papel con letras perfectamente ordenadas. Al pasar esa página, inauguró una forma de entender el mundo. Serían necesarios más de diez siglos para que esto cambiara radicalmente y el dedo índice pasara las páginas en una superficie de vidrio”.

Es decir, el formato pantalla o tablet.

La línea base del ensayo es la siguiente: de la página física a la página digital, pasando por la impresión y de ahí a la ausencia de impresión.

“La revolución digital es tan significativa como el invento de la página. El siglo XXI asiste a un cambio en el paradigma lector que no ocurría desde el siglo XII”, postula Villoro.

Yo sigo albergando dudas sobre ese supuesto cambio de paradigma. Por lo pronto, el e-book no ha destronado al libro impreso, el objeto que Umberto Eco comparó con la cuchara, el martillo y la rueda (una invención de esas que, una vez halladas, son autoconclusivas: ya no se pueden hacer mejor). Todo lo contrario: si algo ha hecho el e-book es reafirmar la primacía del libro de toda la vida, del mismo modo que Amazon ha relanzado el esplendor de las librerías de siempre. Aquí en España, después de la pandemia, el trasiego de libros de tomo y lomo ha sido exponencial: una hiperproducción de novedades editoriales y tala de árboles de la que forma parte tanto la editorial que publica a Villoro como otros sellos que alojan infinidad de títulos sobre cultura digital.

Entiendo, sin embargo, que el cronista mexicano se refiere a la manera de leer. (También hay más libros sobre la lectura que tiempo para leerlos).

“Este libro es, en el fondo, un retrato de costumbres no muy distinto al que haría un monje del siglo XII ante los cambios de comportamiento causados por la adopción de la página o un tipógrafo del siglo XV ante la multiplicación de los libros impresos” —explica Villoro (transmite inseguridad por momentos esa insistencia en definir lo que es No soy un robot)—. “Pasamos página gracias al siglo XII, leemos textos impresos gracias al XV, damos un clic gracias al XXI. La lógica de esa aventura depende de la manera de leer”.

Toca hablar entonces de maneras de leer.

Es decir, en lo que a mí concierne: toca hablar de una especie de cruce entre Musk y Putin llamada Pável Dúrov.

Filólogo, dueño de Telegram.

El primer Pável que sale en los resultados de Google.

Por regla de tres: el primer filólogo que sale en los resultados de Google.

En No soy un robot, Juan Villoro menciona Telegram cinco veces. Ninguna vez hace mención al bot de Telegram llamado Biblioteca Secreta.

Le interesa el background literario de Pável Dúrov, pero desconoce su verdadero alcance.

“El bosque que los hermanos Grimm concibieron en 1812 tiene su nueva expresión en la realidad virtual, donde el extravío promete dulces recompensas” —escribe—. “De Jacob Grimm a Pável Dúrov, los filólogos saben que las etimologías son la vida privada de las palabras: no es casual que Zuckerberg quiera decir montaña de azúcar”.

Para mí, Telegram quiere decir montaña de libros.

Telegram es el extravío lector en estado compulsivo, pero también, y, sobre todo, en estado precario, estado supletorio, estado deficitario…

Biblioteca Secreta es un bot de libros pirateados en formatos epub y PDF que sistemáticamente es baneado por violación de copyright, y sistemática e instantáneamente resurge y vuelve a compartirse entre los usuarios de la plataforma.

Es la biblioteca menos secreta que existe.

Es continuo abastecimiento digital para el desabastecido de libros impresos, para el lector descontinuado a la fuerza.

Es mi caso y no, evidentemente, el de Juan Villoro, quien en No soy un robot no habla en ningún momento de descarga de libros pirateados. No es un pirata. No necesita serlo.

“El e-book puede reunir una gran biblioteca en espacio reducido. Esta ventaja no modifica su condición de objeto frío, que no pasa de mano en mano” —leemos—. “Por otra parte, regalar una descarga electrónica nunca será tan afectuoso como regalar un libro impreso, único aparato inventado para modificarse con una dedicatoria”.

¿Qué se pasa por alto aquí, entre tanto afecto y calidez? El PVP.

Se habla de prestar y regalar, pero no de comprar. Ese invento de la familia de la cuchara, el martillo y la rueda, es un aparato de lujo que debes adquirir si no quieres devolverlo a un dueño, o a una biblioteca física. Hay lectores que dan ese lujo for granted. Desde ahí se entiende la visión tópica del libro digital contrapuesto al libro impreso, que lleva a escribir frases como estas, frases que hemos leído miles de veces en los últimos años, con distintas palabras:

“El gesto sensorial de hojear las páginas es distinto al de pulsar un comando. El ritmo de la lectura también deriva del soporte en que se lee. La forma en que sostenemos un libro impreso, lo dejamos por un momento en el brazo del sillón, cae al suelo, lo pisamos sin darnos cuenta, lo olvidamos en el baño o lo llevamos en forma inadvertida a la cocina difiere del trato que damos al Kindle”.

Yo también quiero ese soporte, impreso y grávido y bello, pero la sensorialidad tiene un precio. Y también requiere una geografía material, es decir, económica, es decir, política, que la haga posible.

Cuando yo vivía en La Habana, hasta ayer, los libros digitales, pirateados, eran la única alternativa para hacer lo único que desea hacer un lector: seguir leyendo. En Cuba no había libros. Y fuera de Cuba, lo que no hay es dinero para libros. Ahora tengo a mi alcance cientos de estanterías y más libros impresos de los que podría leer un ser humano. Sin embargo, he tenido que descargarme de Internet el epub de No soy un robot.

El título, desde luego, hace referencia al checkbox del sistema Recaptcha que verifica tu humanidad. Poetizándolo, escribe Juan Villoro: “Sin necesidad de marcar una casilla, quien sabe leer afirma: No soy un robot”.

Ok, pero a veces, para no ser un robot, necesitas un bot.

De lo contrario, la mayoría de las veces, hay que pagar para no ser un robot.

Como me toca de cerca, esta la principal enmienda que le pongo al más reciente libro del autor de El vértigo horizontal. Viene de un vértigo, o de una disforia, qué sé yo, socioeconómica.

Mi otra pega es menor, va de algoritmos, y es quizás de orden generacional.

Leemos, por ejemplo:

“Internet es más útil para satisfacer curiosidades que para generarlas.  Los motores de búsqueda llevan al asunto solicitado y dejan migas de pan que son recogidas para condimentar el caldero de los algoritmos, que operan por similitud y reiteración”.

Y también, de nuevo en una dicotomía falaz:

“La red es eficaz para encontrar lo que ya interesa. En cambio, las bibliotecas y los diarios impresos se prestan más para encontrar lo que no se busca, método esencial del conocimiento.  En estos casos, la curiosidad lectora se comporta de manera opuesta a los algoritmos, que proponen opciones para continuar con el mismo tema y obedecen a un principio de repetición. Ignoran que la mente también se interesa en lo que no sabe que le interesa”.

En mi experiencia lectora en red, estos juicios no tienen lugar. Y, francamente, dudo que muchos escritores y lectores profesionales o creativos sigan maniatados en semejante apreciación. A mí, internet sí me ha resultado útil para generar nuevos intereses y encontrar lo que no sabía que estaba buscando.

El extravío, en efecto, tiene dulces recompensas, pero hay que saber extraviarse. La curiosidad es también un algoritmo que se entrena. Internet puede convertirse en el verdadero vértigo horizontal. A lo rizoma.

Seguimos hablando de maneras de leer. ¿A qué tipo de lectura entrena internet?, se pregunta Villoro, dando paso una vez más al tema de la lectura fragmentaria. Es cierto que ya parece un poco agua estancada, pero es el punto de partida de este análisis. Tiene razón el escritor mexicano cuando afirma:

“La lectura, forjada durante milenios, tiene una función integradora, capaz de encontrar líneas de sentido en un océano de discursos fragmentarios. La unidad es una ilusión literaria”.

Sucede que, en el presente ensayo, dicha función integradora no integra algo que a mi juicio debe ser integrado cuanto antes.

“Una larga tradición literaria nos ha preparado para disfrutar de textos discontinuos cuyo tema es el cambio de tema. [Beatriz] Sarlo comenta, con razón, que internet no faculta para hacer un uso profundo de esas posibilidades” —continúa Villoro—. “Sin embargo, quien ya dispone de adiestramiento puede sacar mayor provecho del nuevo medio. El cine no acabó con el teatro ni la fotografía con la pintura; y no sólo eso: los nuevos géneros se apropiaron de gramáticas previas para conjugarlas de otro modo. En forma similar, la lectura digital se potencia con la lectura literaria”.

¿Existe todavía una separación entre lectura literaria y lectura digital? A estas alturas, ¿hay un modo de leer literario que excluya la lectura digital? ¿No estamos hablando ya, en esencia, de la misma lectura?

O, en otras palabras, el subtítulo de No soy un robot: La lectura y la sociedad digital, ¿no suena un tanto viejuno? ¿Un pelín pleonasmo? La sociedad que hace posible actualmente el fenómeno lectura, la sociedad literaria, la sociedad lectora o como quiera llamársele, ¿no es digital por definición?

Si no lo fuera, ya no tendría conexión alguna con la lectura.

Para terminar, vuelvo a mi montaña de Telegram, que otros llaman la Biblioteca. La pantalla de un tablet que alberga títulos que jamás serán leídos, porque el tiempo es limitado y cada cierto tiempo una nueva avalancha de epubs rueda por esas laderas (la pendiente es contraria al copyright).

En No soy un robot no se habla de bots pero sí de abundancia y profusión. Villoro cuenta un sueño, una parábola, en la que él se presenta ante un gurú y le pregunta:

—Maestro, ¿para qué sirve leer?

—Para leer menos —responde el sabio.

Esta reflexión es lo que más me ha gustado del libro.

“La destreza literaria no sirve para abarcar más, sino, por el contrario, para advertir lo que no se debe abarcar”, escribe Villoro. “La sobreabundancia de mensajes sólo se puede administrar evitando lecturas. El lector adiestrado en los libros descubre más rápido lo que le conviene y, sobre todo, lo que no le interesa. El mejor lector ignora lo innecesario”.

No obstante, el siguiente apunte, que retorna al retintín página versus pantalla, ilustra las carencias de un libro de ensayos que, por otra parte, es una miscelánea valiosa, pertinente y muy disfrutable:

“La lectura de libros entrena para una actividad que no se aprende en el entorno digital: el descarte”.

¿El entorno digital enseña otra cosa que no sea el descarte?

JORGE ENRIQUE LAGE
JORGE ENRIQUE LAGE
Jorge Enrique Lage (La Habana, 1979). Graduado de Bioquímica, carrera que nunca ejerció. Graduado de Edición por la Universidad Autónoma de Barcelona, carrera que no ha podido ejercer. Ha publicado los libros de ficciones El color de la sangre diluida (2008) y Vultureffect (2011), y es el autor de las novelas Carbono 14. Una novela de culto (2010), La autopista: the movie (2014), Archivo (2015, 2020), Everglades (2020) y Libros raros y de uso (2023).

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