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Sobre la experiencia de ver ‘Un homme sous son influence’, de Emmanuel Martín

Emmanuel Martín logró hacer un filme sofisticado, que descansa sobre bases propias. Lo logra usando solo diálogos y actuaciones llenas de vida, como un dramaturgo cargado de lecturas, literatura y palabras suyas, solo suyas.

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Hay tres películas excelentes sobre la relación entre padres e hijos. Dos son turcas, y una es norteamericana. Las dos primera son El peral Silvestre de Nuri Bilge Ceylán, y Miel, de Semih Kaplanoglu. La americana es Ad Astra de James Gray.

En Ad Astra el protagonista tiene que ir a buscar a su padre a un lugar lejano de la galaxia, le encargan la misión porque es su hijo, y porque es el mejor en su cancha, nunca pierde el control y la serenidad. Vence varias pruebas, hasta que da con su padre en un sitio lejano del espacio, está solo en una nave, ha masacrado a toda la tripulación para no tener oposición y para no cumplir órdenes, y de vez en cuando envía unas tormentas electromagnéticas que por alguna ley física crecen de forma logarítmica, e impactan de un modo especialmente dañino a la tierra. Está obsesionado con encontrar vida en el universo, y no hay nadie que lo saque de ahí. O sea, “se llegó muy lejos, se pagó un alto precio, ha muerto mucha gente para abandonar aquella misión”. El hijo se da cuenta de que su padre se ha vuelto un monstruo, para su padre la belleza de la misión, el fin, justifica los medios: cualquier acto criminal que haga. Por eso lo envían a él, a ver si endereza al superloco de su padre.

Lo que dice el director americano es preciso, es extrapolable por ejemplo a tiranías de izquierda como la cubana, pero no deja de ser otra historia más sobre la figura del padre como autoridad desafiante. Se nos habla del padre, por ejemplo, e incluso con razón, como esperamos que nos hablen de la madrastra de los cuentos de los hermanos Grimm.

Lo que precipita Ad Astra conforma una especie de figura que ya conocemos y en la cual todos estamos de acuerdo, pues supongo que establece las bases de una relación crítica con la realidad. Algo así como: no importa cuánto ames algo que no va bien, tienes que tratar de enderezarlo. El padre significa en realidad otra cosa: una autoridad a la que nos sentimos unidos en sangre o en afectos que quiere para nosotros algo que no se aviene a nuestros planes y valores, y hay que derrotarlo si ejerce fuerza, o superarlo de alguna manera incluso dolorosa. Pero ¿y si esta dirección, este orden, está lleno de estereotipos, de frases y observaciones que redundan, como las del padre y la madrastra?

Las dos pelis turcas van en dirección contraria, y es difícil no sentir la tentación de compararlas. Estas parecen decir, ¿qué tal si en realidad tu padre tenía razón? Qué tal si en verdad los ancianos, que ahora están en la ruina, que no triunfaron, que son perdedores, comprendieron algo que los llevó a perder y a ganar a la vez. Los dos protagonistas turcos, un niño y un joven aspirante a escritor, se indignan al descubrir que sus padres aceptaron perder, pero no están tan ciegos de orgullo como para no hacerse una pregunta más profunda: ¿por qué lucen tan tranquilos, por qué viven sin amargura?

Su tranquilidad en su fuero interno le parece un triunfo, se levantan, comen, llegan a la noche con ello, y en cierta paz. ¿Cómo lo logran? Al parecer en algo tienen razón para sobrellevar esa vida o muerte a fuego lento. Por ejemplo, ¿por qué, para variar, no odiarlos a ellos como hijos?

En ambas películas los hijos llegan a odiar a sus padres, pero evolucionan hasta descubrir que sus padres no solo sobrellevan su rencor, sus antipatías de hijos, sino que los aman. Esa lección les genera culpa, ¿cómo es posible, por qué su amor como padres es indestructible, y el suyo, como hijos, es tan débil o atormentado? Exentos del rencor y la rabia, viajan acaso ligeros de equipaje, libres de tormento.

Esta predisposición de sus padres, esa libertad (sentirse libres de rencor, quiero decir), es asumida como un triunfo en general sobre la vida. No importa cuan precarios vivan. Ellos como padres han logrado amarlos a ellos como hijos, del mismo modo en que aman sus pequeñas vidas penumbrosas, insalubres, carentes de gloria (los hijos son parte de esos escombros, pero no se dan cuenta).

Aunque no es evidente, el núcleo en ambas pelis, su “figura”, se percibe, se acumula en nuestros pechos, se nos vuelve materia dentro. Para que se entienda mejor de lo que hablo cuando digo “figura”: esta suele habitar en nosotros antes de leer un texto o ver una película o, mejor dicho, habitamos en ella. Es un techo que nos protege de la intemperie, y ello nos tranquiliza al encontrarla. Es como quedar con un amigo a tomar unas cañas y sentirse estar de acuerdo en todo, aunque ese supuesto estar del lado de la razón, no implica que esos problemas desaparezcan. ¿Por qué si se está de acuerdo en un asunto tan importante aún hay personas que consideran lo contrario y se conducen de forma contraria? No deberíamos creer que son tontos, sino que nos hemos saltado alguna razón, algún camino que lleva irremediablemente hacia aquella posición (que consideramos errada o estúpida).

Cuando la figura varía de lugar, de forma, de textura, la inteligencia entra en alerta, se despierta, se moviliza. Añoramos –luego de un silencio en el que sentimos la comicidad de la escena en la que estamos de acuerdo en todo– que el amigo que asiste a tomarse las cañas nos revele algo, nos confronte y no nos confirme nada. Si vemos que lo planteado tiene fondo, historia, similitud sobre todo afectiva con sucesos que nos acontecieron, el alma nos da un brinco, notamos la novedad, la frescura, y estamos ante una revelación. Será al mismo tiempo un salto de alegría, pues se siente que algo dentro de nosotros aprendió algo y que nuestra sensibilidad, desvelada, revelada, ganó músculo. El premio ganado es incluso somático, segregamos algo, hay un bienestar que comienza siendo intelectual, pero se convierte también en somático.

A mí, en lo personal, este movimiento que me provocaron las películas turcas me hizo pensar en que “quizá los viejos tuvieron razón”, me ha dejado pensando en mis padres comunistas. ¿Me estuvo faltando la humildad que ellos tuvieron para construir un hogar, un país, la tranquilidad y resignación con que han asumido la actual soledad y miseria de Cuba? ¿No hay nada de ellos (por ejemplo, su capacidad de amar, su fidelidad, su entrega, su inocencia) que pueda rescatarse?

La corrección actual, que es genérica, estereotipada, diría que sí, que siempre hay algo que rescatar del otro, y bla bla. Pero ese algo ¿qué es? ¿Hay algo ahí que sea realmente importante? Creo que sí, y también que será imposible extraerlo, pues no se extrae nada en abstracto, limpio de compromiso, y porque no habrá tiempo, ni cuando se tiene todo el tiempo del mundo, no se puede detener los acontecimientos que no dependen de nosotros, vamos de confusión en confusión, de parche en parche.

En ese sentido Ad Astra, como figura, nos parece una excelente película… con fondo, con un guion que sabe de lo que habla, pero que confirma una estructura que ya tenemos bien asentada y estudiada, aun cuando no tuviéramos padres tiránicos. En ese caso solemos extender la figura no a nuestro padre, sino a algo que se le parezca, por ejemplo, a nuestra relación con el Estado, o con una figura como Fidel Castro, Adolf Hitler, el emperador Hirohito, con quien la generaciones sujetas a su poder tuvieron y tienen una relación casi filial y traumática. Hacemos un uso alegórico de la historia de un padre tiránico para comprender otro proceso, y este ejercicio de traslado nos hace sentir inteligentes.

La figura de Ad Astra, en ese sentido, entra en una categoría accesoria, va hacia una maleta de otros accesorios que nos permiten comprender el mundo, las fuerzas que nos ejerce el mundo, pero no al “uno mismo”, a las fuerzas que se ejercen dentro del fuero interno, y es ahí donde pierde categoría, nos sirve para nombrar enemigos exteriores, pero no a los que nos acosan desde dentro, no nos explica problemas centrales. Sobre todo, cuando al cabo de un tiempo comenzamos a percibir con las novelas de Dostoievski, con nuestros errores, con la historia de lo que fue nuestro país, que nuestro enemigo no estuvo fuera de nosotros nunca.

En relación con las dos películas turcas, Ad Astra no nos hace un regreso crítico a lo que ya creíamos que teníamos resuelto, no nos hace revisionistas de lo que ya tenemos sujeto como verdades inamovibles, no explora dentro de una parte oscura dentro de nosotros mismos. Las turcas nos vuelven menos viriles y rígidos, como si de pronto prendieran la luz en una parte del almacén que nunca transitábamos y encontráramos cientos de recuerdos sumamente valiosos por su poder de avergonzarnos de acciones nuestras que recuerdan el comportamiento enemigo.

Al mirar esos objetos de frente, podríamos dudar de lo que ya teníamos resuelto, de si cambiamos para bien o no. Tal recorrido podría hacernos ver a nuestros padres como el Otro vapuleado por nuestra ansiedad, por nuestro terror al fracaso, por nuestra impotencia ante el caos.

* * *

Un homme sous son influence (2023), de Emmanuel Martín, un realizador de Santiago de Cuba, que reside ahora en Montreal, Canadá, genera la misma sensación de figura valiosa, y de cambio de dirección. Espero poder desentrañar de qué se trata. Fue totalmente menospreciada y rechazada en todos los festivales a las que las mandó, es compleja y autosuficiente, ingeniosa y simple. La autosuficiencia es importante, pues logra no ser una típica película cubana, sombra de Fidel Castro, sino una peli a secas, sombra de sí, enemiga de sí, como lo sería una peli de vampiros, un thriller policial, un drama amoroso.

Hecha con roomies, actrices que Emmanuel buscó por redes sociales y otras que encontró en los rodajes en los que participa a menudo como asistente de producción, Un homme… ofrece una suerte de antipoesía cinematográfica, el gusto tradicional debe reconfigurarse ante ella, es como un producto a granel, como, por ejemplo, era a granel aquel cine mudo, sin bokeh, sin travellings ni grúas ni efectos especiales ni etalonaje.

A los pocos minutos de metraje, Emmanuel coloca un plano bastante quemado, sobreexpuesto, sin estabilización, que le hace muy poco favor al todo. Supuse que justo en ese momento los seleccionadores de festivales pasarían al otro filme de la lista. Dejar ese plano es una decisión, o una antidecisión, muy amateur, muy ajena al cuidado que supone, entrado el siglo XXI, con la democratización de tantas herramientas, una puesta en escena cinematográfica.

Luego coloca un plano muy cuidado, en el cual dos personajes hablan, ella es un reflejo en un cristal, y él una imagen directa detrás del cristal trasparente que refleja a la chica. En un mismo tiro de cámara resuelve un plano y contra plano. Como recurso retórico la chica parece un objeto del deseo, pero no hay un concepto detrás del plano quemado y luego esta bella yuxtaposición fotográfica. Emmanuel lo filmó así, lo editó así… porque no le dio valor como error de continuidad en su puesta en escena. Pretender rectificárselo, o justificarlo, es perder el tiempo.

¿Por qué seguir viendo una película con estos errores? No se sabe, miento. ¿Porque soy su amigo?, es cierto. No obstante, dos minutos después hay un diálogo muy potente, muy bien representado, entre el protagonista y su amante, una chica rumana activista por los derechos de las mujeres en Irán. Hay quizá un efecto tsunami, un efecto revival, entre el bajón que da ver la chapuza en la puesta en escena y la fuerza de los dos personajes ante la cámara.

La escena tiene varios valores. Es una escena de planos y contraplanos secos, de puros diálogos. No hay detrás la mano y la vocación de un fotógrafo, no hay esa artesanía, ese acabado, que a menudo nos tranquiliza, como nos tranquiliza la comida industrial, con sellos, con envases supuestamente cuidados, como si los fabricaran La Ciencia (científicos en batas blancas, profesionales de Linkedin). Es una escena desnuda: ni una buena composición, ni unos claroscuros, salvará los defectos de los actores y el guion. Si tiene algo que la salve no será superficial, sino interior.

Como escena está sostenida en diálogos donde no se hace el ridículo y en las transiciones de los actores. Hay momentos, segundos en blanco de un realismo brillante, hay miradas introspectivas en la actriz en las que parece buscar un pasado que justifica el argumento que está a punto de usar. En un momento, Emmanuel tiene un acceso de risa teatral, plástica, como si fuese uno de esos villanos de Shakespeare. Hay flashazos de virtuosismo. Tal parece que los actores saben de lo que hablan, y esto implica casi siempre que o son buenos ellos o están locos, y por eso son demasiado buenos, o es bueno el guion, pues no refiere a algo hueco. En este caso todo ello parece confluir.

Quienes hemos trabajado con actores profesionales y no profesionales, sabemos que la fuerza de estos se desmorona cuando comienzan a hablar. En el teatro los actores flojos simulan su falta de poderío alzando la voz, pisando duro sobre las tablas, moviéndose con firmeza, generando la noción de esfuerzo y potencia, como si fueran, por decirlo mal y rápido, embajadores de las entrañas apretadas de la Cordillera de los Andes.

En el cine una forma de simular lo mismo es con los silencios, con los claroscuros, con el uso alterado del tiempo para generar un mundo y que ese mundo disuelva el mimetismo de la actuación realista. Emmanuel logra despojarse de lo primero y lo segundo. La conversación transcurre en una habitación, ella frente a él, ambos sentados, recostados. Es una escena poderosa respecto a lo que solemos encontrar en las películas cubanas independientes o industriales, donde a veces el relato histórico sustituye o acompaña el dramatismo de la escena (este es otro truco, la Historia, la importancia del asunto sobre la mesa, hace irrelevante la flojera de los actores).

Sin moverse ni él ni ella de una butaca, contenidos, son capaces de dar cuenta de las fisuras que solemos tener en nuestros discursos. La lucha social de ella parece absurda, un parche que se coloca a sí misma, y la de Emmanuel no es menos precaria, pues es incapaz de encontrar su hueco, el hueco, el lecho de madero de olivo, en el cual terminar su viaje como emigrante y encontrar el hogar anhelado.

Suceden escenas similares, es una película de interiores y de diálogos. En algún momento se percibe que estamos ante una obra teatral desnuda, a granel, sin trucos de lentes, ni luces, que podría representarse en un escenario, que podría hacerse en última instancia, con ahorros personales, por incontinencia, por vocación.

A Emmanuel (personaje) le importa, pero no le motiva la suerte de las mujeres de Irán ni el activismo este o aquel ni el tema político del momento. Esa no es su lucha, su búsqueda no es siquiera una lucha: necesita encontrar cuál es su lugar en el mundo. Es como un niño que busca algo que se le cayó en la acera. Atrás queda salvar el mundo. Si no puede salvarse él, el mundo tiene que esperar. En uno de los diálogos la amante rumana le reprocha su falta de cariño hacia ella, Emmanuel no le responde directamente, frunce el ceño, y le cuenta un recuerdo de su abuelo que no responde retóricamente al reclamo de ella.

En los diálogos se suceden evocaciones de su niñez, la cabeza de Emmanuel está en otra parte siempre mientras habla con sus amigos, pero por su falta de énfasis en lo político, la fuerza del tema no recae sobre un país, ni en el devenir de las ideas de izquierda, sino sobre una etapa de la vida en la que tuvo un abuelo que lo cuidaba y le daba consejos. Por eso el agujero que le da sentido a la historia, no es un gran asunto público, no es exterior, sino interior, individual: la soledad de un personaje que quiere librarse de eso, que es gaseoso, y que no logra materializar.

A continuación, el tamaño de esta soledad crece. Siguen diálogos de diversos temas entre Emmanuel y sus amigos. Tres indios, una canadiense, un actor con talento, un chico cubano. Con la información recolectada en estos diálogos, el personaje se arma una trama rocambolesca maximizada por el rompimiento con su amante rumana.

La conclusión de Emmanuel es que en la ciudad se corre la voz de que un banquero de la industria de la concepción de niños in vitro contaminará los bancos de esperma. Por casualidad –en una escena algo torpe, pero que pasa porque asumimos que es parte de la ridiculez de la propia idea del personaje– se encuentra al supuesto banquero un día y con cuchillo de mesa lo obliga a rendir cuentas. Luego se da cuenta que esto se lo ha inventado su cabeza, y ahí termina todo.

Si tomamos distancia de esta historia podríamos reconocer que es ingeniosa, y que habla de nosotros, no solo del emigrar, sino de la adultez. De la soledad del adulto al que se le murió el abuelo, la madre, el padre, y vaga solo por un espacio y se enfrenta de forma abstracta, interior, a la distancia imposible de recuperar aquella patria que fue la niñez. Con algo más de dinero este asunto algo biocientifico y poshumanista de bancos de esperma podría haber crecido hasta volverse de ciencia ficción. Con algo más de dinero pudo ser un filme similar a los de Cronenberg, que son imaginativos, vintage, y hasta torpes. Las torpezas de Cronenberg, cuyas películas sumamente inteligentes y visionarias parecen ser todas, o su mayoría, de clase B.

Pero los efectos especiales aquí no existen, Emmanuel genera la ficción a base de diálogos, de personajes (seres) de distintas nacionalidades, (y así de hecho va creando el mundo que representa con sus propias reglas) y con la información que despliega construye el efecto más valioso, ambicioso y difícil de lograr –en mi opinión– del guion: que se nos revele poco a poco que el personaje ha construido esa trama desde la melancolía que le genera su soledad.

Still de ‛Un hombre bajo su influencia’; Emmanuel Martín
Still de ‛Un hombre bajo su influencia’; Emmanuel Martín (IMAGEN Cortesía del realizador)

Toda la trama del banco de esperma es una fiebre mental originada en la angustia que le ha pillado. Esa fiebre aparatosa de bancos de espermas ilusorios contaminados por un villano terrorista es capaz de entrarnos en el cuerpo y correr por dentro de nosotros como un trozo enorme de artefacto, y así logramos sentir el malestar virulento que siente el personaje.

Como no es una película de buenas tomas, sino de diálogos, el plano final fracasa como cinematografía, como imagen en movimiento, sin embargo, suponemos, reconstruimos lo que quiso hacer Emmanuel: el personaje pasa y se quedan las luces de los autos al fondo. Son esas luces ajenas que nos acompañan y que solemos mirar cuando salimos a caminar de noche, solos, añorando un sitio que acaso no tendremos más. Incluso sin ver más, imaginamos que Emmanuel se aleja con las manos en los bolsillos, encogido de frío, por un terrible puente de hierro.

A esa altura, el filme es eficaz por los diálogos, como lo sería una buena pieza teatral. Incluso asumimos que hay una continuidad entre su precariedad fotográfica y lo que le pasa al personaje. Sus defectos son asumidos como el encanto y la verdad de estas películas de Emmanuel, hechas todas desde una necesidad poderosa de expresión. Nace de sí mismo, de Emmanuel. Es una proyección suya, individual, que no refleja un cuerpo, sino un desorden que intenta ordenarse. Eso, en definitiva, es el estilo.

Ahora bien, ¿de qué está hecha la figura que me generó Emmanuel? ¿De crisis mías, individuales? ¿Me sucede lo mismo que a su personaje, que desde la melancolía ve algo grande, articulado, en un puñado de información inconexa? Tengo algunas señales somáticas incluso de que no es así. La primera es que todavía me dura dentro la satisfacción que obtuve al verla, lo próximo es el mismo sentimiento de satisfacción, se consume como un logro, verla da deseos de escribir y de filmar. De hecho, lo que irradia como pieza estética ha sido el combustible que me ha hecho escribir este texto.

Emmanuel logró hacer un filme sofisticado, que descansa sobre bases propias (se dice fácil, pero no es común en el cine cubano, y el cine en general, en exceso comprometido con asuntos importantes por tratar como la figura del padre, el enemigo exterior, el asesino, el malo, El Estado, etc.). Lo logra usando solo diálogos y actuaciones llenas de vida, como un dramaturgo cargado de lecturas, literatura y palabras suyas, solo suyas. Muy pocos cineastas y escritores actuales cubanos operan con palabras y objetos propios. Falta lo casero y sobra el afán de parecer inteligentes, o veraces, o comprometidos. Hay mucho miedo al ridículo, y al escrache, y eso mata la noción de personalidad. Este efecto se encuentra más, por ejemplo, en un reguetonero como Chocolate MC, que puede transmitir angustias, berrinches, sin corrección, sin filtro, con sus propias palabras y objetos.

En cualquier caso, Un homme… es más que un filme. Es poderoso que como fenómeno intente decirnos que se puede filmar mal, muy mal, con errores ortográficos, y generar belleza y sabiduría. Esta idea es sabia y es aprendizaje: se puede vivir un espejismo creado por esas carencias que nos van acosando a medida que envejecemos, a medida que esa patria que fuimos en algún momento de nuestras vidas se aleja de nosotros.

Se dice que no es bueno tocar madera porque cuando se hace se molesta a Cristo en la cruz. Es una imagen poderosa, por eso no le deseo más éxito a Emmanuel que el que tuvo con esta película tan honesta y bien escrita, desearlo es como tocar madera. No va a tener más éxito que esta nota, por ahora. Quizá lo que le desearía es que pueda conseguir más recursos para poder filmar con más eficacia, con un mejor oficio, la próxima vez. O sea, lo que siento es que, en lo más complicado, donde se caen la mayoría de los filmes de gente mejor posicionada, es donde Emmanuel sigue ganando.

CARLOS MELIÁN MORENO
CARLOS MELIÁN MORENO
Carlos Amílcar Melián Moreno (Santiago de Cuba, 1979). Guionista, periodista, realizador audiovisual. Ha colaborado con ensayos, crónicas y reportajes para medios cubanos y extranjeros como El Estornudo, elToque, La Jiribilla, Caimán Barbudo, Taz, y The Clinic. También ha dirigido y escrito guiones de filmes como El rodeo y Pizza de jamón. Fue uno de los guionistas de Mafifa (Daniela Muñoz) y Tundra (José Luis Aparicio).

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