A cierta zona de la crítica teatral habanera no le convenció del todo el espectáculo con el cual, por primera vez, el Odin Teatret llegaba a Cuba. Al menos no a todos los del gremio, porque al terminar 1989, ese título sí apareció entre los galardonados con el premio a las mejores puestas en escena del año, otorgado por los especialistas del medio que integraban la Asociación de Artistas Escénicos de la UNEAC. Judith, unipersonal interpretado por la actriz italiana Roberta Carreri, fue la carta de presentación en la isla del célebre grupo, fundado por Eugenio Barba en 1964. Y esta presentación, fruto de largas procesos de acercamiento y diálogos previos, trató de romper un cerco de recelos y mitos que finalmente se alzaba ante los espectadores, durante esas funciones que se programaron en la sala Hubert de Blanck, como una verdad escénica que invitaba también a ser discutida y asimilada en nuevas dimensiones.
El arribo de Eugenio Barba a Cuba, sin embargo, había comenzado ya algunos años antes de esas funciones. En 1986, el fundador del grupo asentado en el pequeño poblado de Holstebro, en Dinamarca, ya había visitado la isla. Lo hizo de forma casi privada, alentado por Helmo Hernández, quien se había aparecido en aquel paraje nórdico, con la intención de invitarlo a nuestro país. Fue un proceso difícil, porque los rumores que corrían en Cuba sobre el Odin Teatret no eran precisamente halagüeños. En algunas revistas se habían publicado textos contrarios a su proyección estética, deudora de importantes maestros de la vanguardia escénica que no estaban tampoco en la lista de personas gratas a ciertos comisarios culturales. Recuerdo haber leído una diatriba, firmada por el dramaturgo Freddy Artiles, quien, tras poder presenciar una de las funciones del grupo, la emprendía en contra de lo que le parecía un espectáculo poco compatible con las ideas del yo colectivo que obsesionaba a la política cultural cubana por aquel entonces.
Eugenio Barba, enterado de esas críticas, pasó sobre ellas y viajó a la isla. Gracias a Helmo Hernández, tuvo encuentros con algunas de las personalidades más interesantes de nuestro quehacer teatral: Vicente Revuelta, Flora Lauten, Marianela Boán, Víctor Varela, entre ellos, amén de críticos como Magali Muguercia, Vivian Martínez Tabares y Rosa Ileana Boudet. Su recorrido lo llevó a Teatro Escambray, como el propio Eugenio recordó en sus palabras de agradecimiento tras haber recibido un doctorado Honoris Causa en el Instituto Superior de Arte, en 2002. Pero pasarían casi tres años antes de que, por fin, volviera a La Habana con un espectáculo y un taller que impartiría en el tabloncillo del gimnasio de dicho instituto. Todo eso tuvo que esperar al invierno de 1989. Y allí fue que lo vi por primera vez, con una bufanda llamativa, que lo perseguía un tanto como serpiente alada, de la mano de Flora Lauten y Raquel Carrió, entre los pasillos del laberinto de ladrillos que era la Facultad de Artes Escénicas.
Al taller en el gimnasio pudieron asistir unos pocos elegidos, integrantes de grupos como el de Víctor Varela, el Teatro Buendía, y alumnos de la facultad. Espiando a través de los cristales de las ventanas, los que no estábamos en ese apretado grupo de afortunados, tratábamos de seguir las indicaciones de Eugenio, que insistía en la limpieza del trabajo sobre la acción, y no dudaba en reclamar más atención hacia Stanislavski cuando le parecía necesario. Todo ello contrastaba con la visión mitificada que nos había llegado tras la lectura de su libro Más allá de las islas flotantes, leído con ansiedad y fervor hasta que sus páginas se caían del tomo, o en fotocopias cada vez más opacas. Helmo Hernández, precisamente, había sido uno de los heraldos de todo eso, yendo incluso a otras ciudades (me lo encontré en el Guiñol de Santa Clara, siendo yo un adolescente) para impartir conferencias acerca de lo que desde el Odin Teatret se empezaba a diseminar por el mundo.
Conectarse con esos aprendizajes era parte de una iniciación. En los años sesenta, y sobre todo en los setenta, la conexión con la idea del teatro pobre, promulgado por Jerzy Grotowski mediante el libro que Barba coordinó y publicó (Hacia un teatro pobre), se hacía sospechosa. Y tras la anulación de los performances, happenings y experimentación de corte extracotidiano en espectáculos y sesiones de entrenamiento, se impuso una visión dogmática que anulaba todo ello. Tras el éxito de La noche de los asesinos, de Pepe Triana y representada como un ritual según la puesta en escena de Vicente Revuelta con Teatro Estudio en 1966, se desató una fuerte oleada en pos de esos elementos de la vanguardia (teatro de la crueldad, rupturas con la dramaturgia más convencional, relación con otros tipos de entrenamiento y discursos escénicos, formatos menos académicos de trabajo, violencia en la verbalidad y el trabajo físico de los intérpretes) que desasosegaba a funcionarios y especialistas más conservadores. Directores y coreógrafos como Pepe Santos, José Milián, René Ariza, Guido González del Valle, Ramiro Guerra, avanzaban en esa dirección, que en provincias fue también tanteada por Armando Suárez del Villar y René Fernández, entre otros. Hasta el Teatro Nacional de Guiñol se aventuró en esta senda, con su puesta en escena de Yo, Vladimiro Maiakovski, dirigida por Carucha Camejo para público adulto, que gustó muy poco a los representantes de la embajada soviética en Cuba, por su acento experimental y tomar como protagonista a un poeta suicida.
El rechazo a esas nuevas posibilidades alcanzó también a varios de los críticos más respetados de la época. El “padre de la crítica teatral moderna en Cuba”, Rine Leal, afirmaba en 1983, varios tras el supuesto cierre del infausto quinquenio gris, acerca de esas representaciones y búsquedas que se cortaron bruscamente en 1971: “La presencia del absurdo, la crueldad, los happenings, los «juegos de actores», los «rituales y ceremoniales», desideologizan nuestra escena y la exponen como un mecanismo cerrado que opera como una campana al vacío”. Pocos ejemplos de lo que se impuso tras esa fecha son tan elocuentes como los que ofrece Teatro: en busca de una expresión socialista, de Magaly Muguercia, editado en 1981, donde la autora clamaba por la urgencia de una “dramaturgia cubana militante”, y señalaba errores ideológicos con fuerza de inquisidora en el panorama escénico. No fue la única, por supuesto, que emprendió tal campaña. Costaría mucho retomar esa línea de trabajo, y cuando en 1988 Víctor Varela estrena, en la sala de la casa de la coreógrafa Marianela Boán, su espectáculo La cuarta pared, todo se removió. Fantasmas que habían sido expulsados volvían a escena, el eco de esa búsqueda inspirada en Grotowski, Peter Brook, el Living Theater y (claro está) los textos de Eugenio Barba, resucitaba ante los espectadores de aquel montaje hecho en condiciones de clandestinaje, demostrando que ni las más poderosas maniobras de borrado, en la cultura, logran extirpar del todo ciertas inquietudes y verdades.
Cuando en su número del 10 de noviembre de 1989, la revista Bohemia publicó la reseña de Neysa Ramón que daba fe del paso de Judith por la sala Hubert de Blanck, el título de la misma no podía ser menos elocuente: “Una pizca de sal para Judith”. En resumen, se trata de un reportaje que contiene no pocas contradicciones ante lo que se vio en la sede de Teatro Estudio. “Gran revuelo causó entre el público habanero el anuncio de las cuatro únicas funciones del espectáculo […] especialmente a partir del debut cuando, como parte de la función, no se permitió el acceso del público hasta unos minutos antes del inicio, momento en que ya Roberta desde el escenario, intervenía en el acomodamiento de los asistentes. Forma de rompimiento-acercamiento entre ella, el espectador y lo representado”.
Lo cierto es que fue así, y me consta porque yo estuve entre los asistentes de esa primera representación. Hubo más, Roberta interpeló a la acomodadora de la sala, porque exigió que el público se concentrara en la zona central del lunetario, a pesar de lo que marcaban las entradas ya numeradas, a fin de que pudieran presenciar mejor la puesta en escena, que habitualmente rehuía mostrarse en escenarios de disposición más convencional. Su fuerza y su temperamento impresionaron a los asistentes desde ese momento inicial. La “digna alumna de Eugenio Barba”, sigue Neysa Ramón, confirmó “la extraordinaria actriz que demuestra ser”. Pero ello no le impidió a la reseñista deslizar varios de sus recelos en los siguientes párrafos.
Así como sintetiza la puesta en escena como “una hora para ofrecer una clase magistral de actuación sobre el poder y la independencia de cada extremidad, músculo, nervio del cuerpo”, reprocha a esta nueva lectura del mito bíblico y su visión de la heroína que decapitó a Holofernes su “perfeccionista voluntad” porque empeñados en ella “se olvidaron del alma; o del espíritu; o del conjunto de capacidades emocionales del hombre. Al menos, no afloran en la actuación de Roberta Carreri, cuya técnica avasalla la pasión”. Y es desde ese reparo que la comentarista afirma: “De ahí lo externo de sus resultados, la expectación de quienes aguardaron todo el tiempo por el mágico sacudimiento de la tragedia que ante ellos se desarrollaba. De ahí los tibios aplausos de un público que, no obstante su latinoamericana vocación dramática, sabe discernir y reconocer entre lo cuajado y el ropaje, hasta el punto de no pedir valores prestados de uno a otro continente”.
La reticencia explícita en esas líneas demuestra, como mínimo, el estupor y el rechazo que provocaron en la comentarista los valores de un espectáculo que tuvo que enfrentarse, efectivamente, a la enorme expectativa con la cual se esperaba del Odin Teatret, más que una puesta en escena, una suerte de epifanía colectiva. Me ahorro comentarios acerca de esa “latinoamericana vocación dramática” y la defensa a ultranza de una identidad que nos haga innecesaria la asimilación de otras experiencias creativas: detrás de eso resuenan los mismos ecos de renunciación a influencias supuestamente perniciosas que durante años nos privaron de contactos con otros maestros y referentes valiosos. Como cierre, la autora de la reseña saca a flote su lado culinario, y tras intentar edulcorar sus señalamientos (“Lo anterior no menoscaba el valor del Odin Teatret, más bien lo particulariza entre las decenas de grupos que hoy día experimentan en la vanguardia del teatro europeo”), y reconocer la búsqueda del grupo en maestros de la tradición occidental como Stanislavski, Meyerhold, Grotowski o Decroux, así como de las culturas del Oriente, hace su aporte a la receta: “Falta a esa sazón –y de acuerdo con nuestro juicio–, una pizca de sal, provocadora e incitante al paladar de un continente ni oriental ni europeo, no obstante síntesis de varias culturas; pero de personalidad propia y definida, donde el alma de sus pueblos aflora en su cultura”. Como si Nitza Villapol abandona su cocina televisiva de los mediodías dominicales y se las diera, por un momento, de crítica teatral.
Por supuesto que no fue esta la única reseña aparecida en Cuba sobre Judith. Recuerdo una firmada por el poeta Omar Pérez, en el Caimán Barbudo, que lamentablemente no tengo aquí a mano. En el número 1 de 1990 que publicó la revista Tablas, se registra el paso del Odin con un texto del propio Eugenio Barba: “Teatro euroasiano”, concepto también abordado en el programa de mano de la puesta, y un artículo de Raquel Carrió, quien había obrado mucho a favor de esta visita. En su texto, “Las obras y los juegos”, con su claridad meridiana, Carrió pone los puntos sobre las íes, y resalta la importancia del taller y las presentaciones del grupo, como un acto que al tiempo que desvela un mito lo ubica en nuestra memoria escénica como un punto a favor de nuevos contactos.
Al final de ese número, donde se proclama que Judith es uno de los espectáculos merecedores del premio a los mejores espectáculos del año, aparece la reseña de Eberto García Abreu titulada “Las marcas de Judith”, que también responde en cierta medida a Neysa Ramón y a los ataques velados desde quienes se quedaron helados ante la precisión de la técnica actoral de Roberta Carreri. En su comentario, García Abreu reconoce que “a pesar de los evidentes rasgos de virtuosismo «técnico» […] hay que reconocer que todo cuanto ocurre ante nosotros, verifica un sistema de oposiciones cuya dinámica interna, al superar una primaria función narrativo-ilustrativa, dispersa los focos de atención y exige un proceso de integración, relación y recreación del espectador desde una perspectiva artesanalmente cuidadosa y profunda, que le permita, como en cualquier otra actividad de la vida cotidiana, rebasar lo aparencial para descubrir, quizás, la «razón de ser» de los hechos”.
Raquel Carrió borra los elementos de duda y recelo que algunas voces antepusieron ante la llegada del Odin, provocados indudablemente por lo que el mito de este colectivo había alentado, ahora convertido en una realidad que podía ser aplaudida y discutida. “En la función de Judith me entusiasmaban la técnica, el virtuosismo, la precisión de los gestos y las frases; la presencia de la actriz y la dilatación de mis sentidos. Pero me conmovía la manera en que una leyenda muy antigua, un texto elaborado desde otra cultura (técnica, artística, histórica) tocaba el centro de un sentido profundo. Mi raíz. Mi manera de procesar y vivir en lo histórico”. Con ello, la profesora y dramaturga desoía esos reparos de distancia, frialdad, falta de sazón, que otros habían manifestado, y daba la bienvenida a la Facultad Teatral del ISA, también llamada Elsinor por su arquitectura y como homenaje inevitable a Shakespeare, a orillas del Quibú. “Esta vez el Castillo de Elsinor (su puente levadizo, su río de aguas negras) recibieron no un Fantasma con malos augurios, sino un guerrero de todas las ciudades que ha trazado caminos y dejado tareas para un próximo encuentro”.
Las tareas pendientes permanecieron como un reclamo al que se volvía de vez en vez. La propia aparición del espectáculo en la sala Hubert de Blanck era un voto arriesgado de confianza que la directora general de Teatro Estudio y ya primera presidenta del Consejo Nacional de las Artes Escénicas (CNAE), Raquel Revuelta, había asumido. Y que podía leerse como un desafío a esos que no aplaudieron con tanta calidez al grupo que llegaba de Dinamarca. Para mi generación, el Odin Teatret era otro de los talismanes con los que nos enfrentábamos a la carencia de aires renovadores, de posturas más cuestionadoras, clamando por fórmulas creativas que el aparato oficial aún rechazaba, y esas fotos, videos, libros, esos conceptos del training y una praxis menos convencional guiaron a muchos, contra viento y marea: desde el Estudio Teatral de Santa Clara, por ejemplo, a otros directores y actrices, como Ricardo Muñoz y Mérida Urquía, en sus propias investigaciones. Y sí, el recelo se mantuvo, en diversas variables, entre no pocos veteranos de respeto que no ocultaban sus burlas o su rechazo ante lo que traían esos “aires” daneses: Héctor Quintero, el notable comediógrafo, dedicó a esos “excesos” barbianos y sus imitadores y discípulos en Cuba todo un monólogo, titulado Antes de mí, el Sahara. Y alguna vez, en un arranque de juventud, me fui de un taller que impartía en La Habana un prestigioso dramaturgo español que criticaba al Odin Teatret por hacer un teatro no de seres humanos, sino “de dioses”, y no lo dijo precisamente como elogio.
Esas tareas pendientes se cumplimentaron, bajo influjos más propicios, en 1994, cuando el Odin Teatret llevó a Cuba casi todo su repertorio en activo, en una visita que, a pesar de los embates del Periodo Especial, en medio de la falta de casi todo, resultó el punto que anudó definitivamente a sus rostros y sus postulados entre nosotros con mayor naturalidad. Mediante los empeños de los amigos ya conocidos, y con el apoyo en ese momento de Lecsy Tejeda, quien sustituyó a Raquel Revuelta en su cargo ante el CNAE y de Eberto García Abreu desde esa institución, la Casa de las Américas sirvió de sede a las sesiones de taller que impartieron varios de los integrantes del Odin, y en diversas salas se presentaron Itsi Bitsi, El castillo de Holstebro, Kaosmos y nuevamente Judith. El grupo además se presentó en otros sitios, puso a prueba sus prácticas de “trueque” cultural en diversos espacios. Y la nitidez de sus entregas y la diversidad de formatos y recursos de esos cuatro espectáculos operaron como una clave de apertura que dejó atrás aquellas sospechas de 1989.
Otras visitas han sucedido después. En el 2002, el grupo regresó a la isla con su carga de proyectos y espectáculos, recorriendo además varias ciudades del país. La coordinación de buena parte de esa gira (que no presencié pues me encontraba para esas fechas en la Universidad de Iowa) corrió a cargo de los fieles del Odin, del CNAE y sus filiales en las provincias que les acogieron, bajo la coordinación, entre otras personas, de Omar Valiño y Maité Hernández-Lorenzo. El Odin ofreció además funciones de Mythos, que llegaba a Cuba por primera vez. Luego, en otras ocasiones, se han repetido estos encuentros, como en el 2016, cuando además Eugenio Barba recibió el Premio Raquel Revuelta, y llegaron a Cuba los espectáculos La vida crónica y Las grandes ciudades bajo la luna. Todo esto ha hecho cada vez más larga y honda la relación de diálogo y aprendizaje, que se extiende a la conexión que el Odin ha tenido con otras agrupaciones latinoamericanas (pongamos un caso, Yuyachkani, del Perú), en un radio de acción que no deja de ampliarse, aunque las sensibilidades de hoy vayan cambiando y la propia noción de teatro de grupo no se perciba con la misma intensidad de hace unos treinta años, digamos.
Recuerdo haber hablado sobre eso con el propio Eugenio Barba, como parte de mi hoja personal de relación con sus empeños. Iniciada en 1989 con aquella función de Judith, continuó en 1994, durante el taller en Casa de las Américas. Eugenio preguntó al público apiñado en las gradas que se habían dispuesto en la sala Che Guevara si alguno traía un libro de poemas. En su crónica de esa visita para La Gaceta de Cuba, (número 5 de 1994, “El Odin en su Kaosmos. Crónica sobre Eugenio Barba”), Rosa Ileana Boudet comenta: “Por azar, alguien le entregó a Barba un libro de poemas para una de las improvisaciones. Por azar; era de José Martí”. Por azar, esa persona fui yo, que en esos días releía los Versos libres y opté por ofrecerle ese volumen a Eugenio, antes que otro de mi autoría que también llevaba: me pareció un acto más noble entregarle poemas martianos. Y uno de ellos “A los espacios” fue musicalizado en efecto por los actores del Odin para trabajar en varios momentos del taller. A cambio de ese ejemplar, Eugenio me regaló uno de su libro La canoa de papel, que me dedicó y que años más tarde, perdí tras prestarlo. Ahora, otro libro, con una dedicatoria suya, me devuelve todos estos recuerdos.
En su presentación de este 8 de octubre, en uno de los auditorios de la Universidad Iberoamericana, Eugenio Barba, pasados ya sus 80 años y aún con esa vitalidad que lo distingue, rememoró cómo empezó a escribir libros. Mis vidas en el tercer teatro: diferencia, oficio y revuelta, editado por Lluis Masgrau y prólogo también suyo, es una bitácora de viaje que, aunque intenta resumir estos sesenta años es por supuesto, mucho más. Porque el tiempo teatral se mide no en años sino en la intensidad de la vida que se le dedica, en las biografías de un grupo que al mismo tiempo se multiplica en la de quienes le dan razón y fuerza para sobrevivir a tantos embates. Barba recordó cómo, a petición de un comisario cultural húngaro, preparó el libro sobre Jerzy Grotowski: queremos el libro para explicar por qué estamos en contra de ese teatro, le dijo el magyar. “Astutos los húngaros”, sonríe ahora Eugenio. Y luego, cómo llegaron Las islas flotantes, cuyo título proviene de las chinampas mexicanas y de los asentamientos sobre el lago Titicaca que permitieron a los habitantes de la zona, tras la invasión española, sobrevivir y proteger hasta donde pudieron su identidad y su cultura. Y después otros títulos, hasta sumar más de una veintena. Incluyendo la publicación de sus obras en Cuba, desde el sello Tablas-Alarcos.
No es del todo extraño que en la presentación de este nuevo volumen que aparece gracias a la editorial Paso de Gato y a la Universidad Iberoamericana, hayan intervenido dos teatristas cubanos. Lamentablemente, Raquel Carrió no pudo llegar a este festejo, parte de los que Eugenio y varios de los integrantes del Odin han protagonizado por las seis décadas en distintas ciudades del mundo. El dramaturgo y profesor Salvador Lemis y Eberto García Abreu fueron los encargados de acompañar al director del grupo, repasando no solo las páginas que recuperan los textos esenciales de ese empeño escritural del creador italiano, sino además las anécdotas que el Odin Teatret ha dejado en algunas de nuestras existencias. Que son no pocas, dicho sea de paso, porque en esta conexión ha habido afectos, distanciamientos, reencuentros felices y, sobre todo, mucha persistencia. Me guardo algunas de esas anécdotas para otras ocasiones. La presentación, que se extendió como suele ocurrir cuando los cubanos tomamos la palabra, abundó en el ejemplo de entrega a una praxis y una ética teatral que también nos ha servido como escuela de vida, no solo para recibir aplausos o esperar otras cosas desde el lunetario. La marca que ha dejado el Odin Teatret en Cuba ya está impresa de modo más secreto e ineludible entre quienes hemos sido testigos de su paso. En una isla a la que no llegaron nunca, en voz de sus dueños, las palabras de Peter Brook o Grotowski, de alguna manera la presencia de Eugenio Barba las ha aproximado a nosotros de otra manera, que rebasa la de los libros que seguimos leyendo, ahora en PDF, o en copias mucho mejor escaneadas.
“Todos somos islas flotantes”, dijo Eugenio Barba al despedirse de los que asistimos a sus talleres y presentaciones, en 1994. Esa idea se refuerza hoy, inevitablemente. Lo entrevisté hace unos años en La Habana, durante un Festival Internacional de Teatro al que, curiosamente, también regresó a la isla, tras tanto tiempo fuera de ella, Eduardo Manet, el primer cubano con el que Eugenio recuerda haber tenido una conversación. Otro cubano aparece en esa memoria: el nombre de Virgilio Piñera, descubierto en los escritos de Gombrowicz, según recordó mientras recibía el Honoris Causa que le concedió el ISA: el lugar donde lo vi pasar ante mí por vez primera. En esa entrevista que le hice en el 2015, le pregunté sobre su relación con esta isla, y esto me dijo: “Cuba son las personas que han marcado también mi vida. Creo que en los años que me quedan por vivir, no se podrán borrar esas trazas. Lo que es difícil y tengo que aceptar es que esa relación de amistad que conocimos durante dos generaciones, ya no continúa del mismo modo, pero es así que debe ser. Es el momento de dejar que lo que tú has hecho sea descubierto solo por aquellos que tienen la necesidad de encontrarlo”.
El teatro se compone de muchas “primeras veces”, porque exige recomenzar el mismo gesto todos los días. Habitarlo, y entenderlo como una señal que nos servirá para el día y la siguiente representación, y no como rutina complaciente, es un ritual que da inicio nuevamente a todo. A estos viajes que también se explicarán como libros, como vidas escritas a partir de los arribos, las despedidas y los reencuentros que pueden hacer llegar, sobre islas flotantes, a otros viajeros desde Dinamarca hasta el calor infinito de Cuba. Eso me digo, ante la dedicatoria que estampó Eugenio Barba en mi ejemplar de este volumen. Que me sirva de guía, entonces, hacia otras islas, hacia otras vidas en el teatro.
Excelente! Con cuatro Norges en plantilla este periódico llegaría al next level. But, alas!