Presentación
Cynthia Ozick, que no suele desplegar mucho entusiasmo por ensayistas contemporáneos, ha sostenido que James Wood “es el mejor crítico de su generación:[1] él escribe con una sublime intensidad’’. Y aunque la primera afirmación es discutible –después de todo Brian Dillon sigue pergeñando su extraordinaria, excéntrica prosa– muy pocos cuestionarían la segunda: el ensayista británico ha forjado una obra cuya agudeza conceptual y descomunal ambición resultan notorias: si solo hubiese publicado ¿Cómo funciona la ficción?, un exhaustivo análisis de los mecanismos narrativos en la gran tradición inaugurada en Inglaterra por E. M. Foster (Aspectos de la novela), ya sería un crítico literario de cierta importancia, pero también ha escrito textos extraordinarios sobre Melville, D. H. Lawrence, Flaubert, Knut Hansum, Gogol, Dostoievski, Tolstoi, Don Delillo, Philip Roth, Iris Murdoch, George Steiner, László Krasznahorkai, T. S. Eliot, Harold Bloom, Thomas Pynchon, Jane Austen, Shakespeare, Philip Roth, Joseph Roth, Italo Svevo, J. M. Coetzee y Saul Below (por solo citar algunos). El que aquí traduzco apareció por primera vez en una antología de los mejores ensayos norteamericanos de 1998 y epitomiza lo mejor de su poética: en las antípodas de la crítica temática a la manera de Harold Bloom, obsesionada por los detalles más nimios, por los más sutiles procedimientos de la ficción y la textura misma de los relatos del gran artista verbal ruso.
James Wood: Lo que Chéjov quería decir cuando hablaba de la “vida’’
¿A qué se refería Chéjov cuando hablaba de “la vida”? Me pregunté eso mientras asistía, con cierta incomodidad, a una representación de Casa de muñecas en Broadway. Chéjov, cordial y sinuoso, le dijo una vez a Stanislavski, sin mucho énfasis, como si fuera algo obvio: “Pero mira, Ibsen no es un dramaturgo… Ibsen sencillamente no conoce la vida. En la vida las cosas no funcionan así’’. Pues no, en la vida las cosas no funcionan así, ni siquiera cuando estás sentado en un teatro. Era un verano tórrido… el calor insoportable, casi irreal, los aires acondicionados a punto de averiarse, el ensordecedor tráfico de Broadway afuera del teatro… la acostumbrada mezcla de ruido y oscuridad. Sin embargo, aquí adentro Ibsen insistía en ordenar la vida, en reducirla a tres actos bien definidos y la audiencia, reconfortada por el fresco, reía o recriminaba obedientemente justo cuando se suponía que debía hacerlo, pensando probablemente en las bebidas del entreacto: el único momento de vida chéjovianaera precisamente el sonido del barman ordenando los vasos en el lobby, afinando su pequeña orquesta de cocteles. El ruido de los vasos perturbaba la melodía sencilla de Ibsen.
Casa de muñecas cuenta la historia de una mujer sometida a su marido y su eventual escape. Ibsen no es un escritor torpe: no representa al marido de Nora como un monstruo sino como alguien obtuso, incapaz de comprender la situación. Sin embargo, no consigue resistirse a contarnos cuán estúpido y refractario a toda empatía es Torvald. Nora engaña a su esposo para protegerlo, pero él lo descubre y se enfurece. Hacia el final de la obra Nora le dice que lo abandona porque ella nunca ha sido más que su juguete. Torvald “la perdona” por su engaño. Nora comienza a llorar porque Torvald es incapaz de entender. “¿Por qué lloras?”, pregunta Torvald, “¿Es porque te he perdonado?”. En este momento la audiencia se ríe: ¡Pobre, estúpido Torvald!: ¡el tipo piensa que puede arreglar las cosas “perdonando” a su mujer! Ibsen quiere que apreciemos en toda su plenitud la estupidez de Torvald. Sin duda, la objeción de Chéjov a Ibsen se basaba en la sensación de que Ibsen es un hombre que se ríe de sus propias bromas. Ibsen disfruta las “ironías dramáticas” de la situación: de hecho, solo es capaz de pensar en términos de ironías dramáticas, como alguien que solo fuese capaz de escribir en un tipo específico de papel. Los personajes de Ibsen son demasiado comprensibles. Los entendemos de forma inmediata, como entidades ficcionales. Ibsen siempre se esfuerza por aclarar sus valores éticos, siempre se asegura de que todo sea diáfano, aceptable, inteligible. Los secretos de sus personajes pueden, en última instancia, conocerse: no son los secretos insondables, la auténtica privacidad de las personas de Chéjov. Son los secretos ordinarios: un antiguo amante, un contrato roto, un chantajista, una deuda, un pariente no deseado.
Pero la idea que Chéjov tenía de “la vida” se parece mucho más a una incómoda, viscosa complicación, no a ningún restablecimiento del orden o solución de los conflictos. Podemos vislumbrar esta idea si escrutamos sus cuadernos: rebosan de enigmas en los que nada tiene sentido, extrañas miradas de reojo, observaciones cómicas y sugerencias para nuevos relatos:
“En lugar de sábanas, manteles sucios”
“El perro caminó por la calle y se avergonzó de sus patas deformadas”
“Había botellas de agua mineral con cerezas adentro”
“En la cuenta preservada por el empleado del hotel estaba escrito, entre otras cosas: Insectos- quince centavos”.
“Un compartimento privado en un restaurante. Un hombre muy rico ajusta la servilleta en torno a su cuello y toca el esturión con su tenedor: al menos comeré algo antes de morir –y ha estado diciendo eso mismo todos los días durante años”.
“Se escarbó los dientes y volvió a poner el palillo dentro del vaso”.
Lo significativo es que Chéjov piensa en los detalles –incluso los detalles visuales– como historias y considera las historias como enigmas. No estaba interesado en notar que los techos de una aldea se parecían a los caparazones de un armadillo; tampoco le importaban un bledo las discusiones sobre Dios o si el pueblo ruso representaba el espíritu absoluto sobre una troika. No le interesaban ni lo vagamente poético ni lo estáticamente filosófico. El detalle casi nunca es una entidad estable en la obra de Chéjov, es más bien un evento reticente. Chéjov percibía el mundo como algo tan profundamente elusivo como su propia personalidad; la vida como un árbol donde las historias cuelgan separadas, donde los secretos penden encerrados en compartimentos estancos. Para él un relato no comenzaba sencillamente con un enigma, sino que terminaba también con un enigma.[2] En su cuento “Sobre el Amor” un personaje deplora que “los rusos decentes como nosotros se apasionan por los problemas que nunca se han resuelto”. A Chéjov también le apasionaban esos problemas, pero solo si la solución seguía sin aparecer. El escritor Iván Bunin decía que a Chéjov le encantaba leer noticias raras en los periódicos: “Babkin, un mercader de Samara, legó todo su dinero para construir un monumento dedicado a Hegel”. Uno sospecha que el atractivo de esas noticias radica en que el periodista cree haber explicado una historia cuando todo lo que ha hecho es contarla…
No hay introspección en el Cuaderno de Chéjov. Todo posee la misma cualidad áspera, aleatoria, fortuita.Podemos inferir tanta información sobre su personalidad de una entrada como de todo el Cuaderno. Un amigo comentó que, pese a su amabilidad, “no había en él alegría y sus ojos, refinados e inteligentes, observaban las cosas como quien contempla un lejano escenario”. A partir de las diversas memorias de familiares y amigos podemos imaginar un hombre que a menudo parecía un poco más viejo de lo que era y siempre más viejo que los demás, como si viviese más de una vida. Era refractario a la transparencia: podías acercarte a él, pero no conocerlo. Tenía una sonrisa arbitraria y la habilidad de un comediante para hacer que lo extraño pareciera inevitable. Cuando un actor le preguntó qué tipo de escritor era Trigorin –en La gaviota-– respondió: “el tipo que usa pantalones a cuadros”. Lo horrorizaba ser el centro de atención. Emitía sus juicios con un tono de cansada generosidad, como si fuese algo tan obvio que cualquiera podría haberlo dicho… Basándose en todo esto se ha elaborado la imagen anglonorteamericana de Chéjov, que a nada se parece más que al literato británico ideal: un escritor sin religión, de instintos más que de convicciones, un creador de territorios ficcionales ordinarios cuyos habitantes pueden ser infelices o anhelar irse a cualquier otro lugar, pero que en última instancia se resignan. D. S. Mirsky, un crítico ruso que vivió en Inglaterra, sostuvo que la popularidad de Chéjov en ese país se debía a “su rechazo radical de lo que podríamos llamar los valores heroicos”. Pero esta idea de Chéjov como proveedor de lo prosaico está muy lejos de la verdad y su escritura –extraña, brutal, sombría, dotada de una comicidad sin alegría– no ofrece ningún punto de apoyo a semejante noción.
La mejor biografía en lengua inglesa –escrita por Donald Rayfield– oscurece la sosa idea anglosajona de Chéjov… y eso es algo bueno. En esa reconstrucción, Chéjov sigue siendo encantador, cortés y decente. Sigue siendo el hombre que donaba libros a la biblioteca de su pueblo natal y que no les cobraba a sus pacientes pobres. Pero también comprendemos que su vida fue un dilatado escape hacia su obra. Huía de cualquier vínculo humano profundo. Hay algo cruel, incluso repulsivo, en la manera que ese hombre –tan sensible al dolor de los demás– alentaba a las mujeres a enamorarse de él para luego, un mes tras otro, cancelar ese ardor: respondía con frialdad a las cartas y a veces simplemente no respondía. Pasó sus años más productivos –entre 1892 y 1900– en su propiedad de Melikhovo, a cincuenta millas de Moscú, con sus padres y su diligente hermana Masha. Allí evitaba cualquier contacto innecesario con la gente. Tenía el temperamento de un seductor: prefería las relaciones breves. Solo era leal a su familia, que vivía de lo que él ganaba con su pluma…
“La estepa” (1888) fue el primer relato que apareció en una revista importante: Chéjov se convirtió en un escritor prestigioso y siguió siéndolo el resto de su vida. Solo tenía veintiocho años y la historia no carece de pequeños defectos, como su debilidad por macabras gárgolas teatrales: los comerciantes en el relato, que a primera vista parecen dickensianos, pero en realidad provienen de la atenta lectura de Gógol. Sin embargo, algo de la belleza del Chéjov maduro ya está allí, aunque se trate de una huella superficial, de la marca de un hombre más ligero. En particular, el ritmo casi vacilante de la escritura, que se mueve al compás de la azarosa velocidad de la imaginación…
Virginia Woolf y Joyce admiraban a Chéjov: leyendo “La estepa” uno comprende por qué (de la misma manera que al contemplar una puesta en escena de la didáctica Casa de muñecas uno comprende por qué George Bernard Shaw admiraba a Ibsen): aquí Chéjov consigue articular una forma novedosa del flujo de conciencia, más natural y menos llamativo que el delirio de Anna Karenina hacia el final de la novela de Tolstoi… Esta utilización del flujo de conciencia se convertiría, con el tiempo, en el fundamento del arte dramático de Chéjov; también es su gran aporte a la ficción. Chéjov observa similitudes entre lo que nos decimos a nosotros mismos y lo que les decimos a los otros: ambos son secretos fallidos: el primero ha desaparecido en algún lugar entre nuestras mentes y nuestras almas; el segundo en algún sitio entre los personajes que dialogan. Naturalmente, esta forma de discurso mental, con independencia del lugar al que se dirige –interior o exterior– tiene la arbitraria cualidad de la memoria o del sueño. Es una memoria o un sueño. Y por eso resulta cómico, porque observar a un personaje de Chéjov es como observar a quien despierta de un sueño y, medio dormido aún, comienza a decir cosas raras que no significan nada para nosotros porque se refieren a lo que estaba soñando. En la vida, en esos momentos, a veces nos reímos y decimos: “¿Tú sabes que nada de eso tiene sentido, verdad?”. Los personajes de Chéjov viven entre el sueño y la vigilia.
En ocasiones, los personajes revelan su pensamiento, lo comunican; otras veces el pensamiento permanece en su interior y Chéjov lo describe para nosotros… y muy a menudo es imposible distinguir entre estas dos hebras de la revelación. “El obispo”, una historia tardía que Chéjov completó en 1902, es un buen ejemplo de esa nueva fluidez en el arte de narrar: un clérigo moribundo rememora su juventud… y, de repente, está a la deriva. Recuerda “al padre Simeón, que era muy bajito y delgado, pero tenía un hijo muy alto (un estudiante de Teología) […] una vez su hijo se enojó con la cocinera y la llamó Asno de Jehudiel. Al oír eso el padre Simeón se tornó taciturno, muy avergonzado por no ser capaz de recordar en qué lugar de la Biblia se mencionaba a este asno en particular”. ¡Cuánta riqueza, cuánta exuberancia de detalles cotidianos! Sin embargo, la gran novedad de Chéjov no está en descubrir o inventar esos detalles y anécdotas porque es posible encontrar detalles tan buenos como esos en Tolstoi o Leskov. La innovación reside en el lugar donde los inserta, en su aparición súbita, su aparente falta de coherencia, como si los personajes de Chéjov se encontrasen con algo no deseado, algo ciertamente inesperado. Los pensamientos parecen pensar a los personajes. Se trata del flujo libre de la conciencia, quizás por primera vez en la literatura: ni Austen ni Sterne, ni Gógol ni Tolstoi, permiten que sus personajes tengan esta relación con la memoria.
El gran placer de observar a Chéjov en su trayectoria como escritor –desde “La estepa” hasta “La dama del perrito”, once años después– radica en ver cómo desarrolla y profundiza esta idea de los detalles aparentemente arbitrarios que irrumpen en la narración. Porque no son solo sus personajes los que piensan mediante detalles: este procedimiento se convierte en el fundamento del estilo de Chéjov. Nabokov se quejó en una ocasión de “los desagradables clichés de Chéjov, su prosaísmo, sus lugares comunes, sus repeticiones”: ciertamente Nabokov estaba equivocado:[3] los detalles visuales y metáforas de Chéjov a menudo son más refinados que los de Nabokov (y siempre superiores a los de Tolstoi) porque poseen una cualidad inesperada que parece situarlos más allá de la literatura. Chéjov no mira el mundo como un escritor sino como lo observaría uno de sus personajes. Esto es así incluso cuando narra una historia que, en apariencia, tiene lugar estrictamente en “el exterior” de la conciencia de un personaje: “Desde algún lugar lejano llegó el graznido apagado y tenebroso de una garza, que sonaba muy parecido al ruido que hace una vaca encerrada en un cobertizo”. Este no es el lenguaje de un literato sino la forma en que un aldeano imaginaría el graznido de una garza. Una muchacha está a punto de llorar, “su cara extrañamente tensa como si tuviese la boca llena de agua”. La palabra clave es “extrañamente”. ¿Quién percibe la extrañeza? Los otros personajes en la habitación, uno de los cuales es Chéjov, que ha dejado de ser un escritor.
De manera mucho más completa que cualquier otro escritor antes que él, Chéjov se convirtió en sus personajes. Un gran relato como “Gusev” sería imposible sin esa identificación. El cuento está ambientado en un barco que regresa a Rusia. En la sórdida bahía un campesino llamado Gusev agoniza. Los otros pacientes se burlan de su imaginación primitiva: al parecer piensa que los vientos están encadenados en alguna parte como perros a una pared y que la tormenta se ha desatado porque alguien los soltó. Mientras Gusev yace en el barco recuerda su aldea natal y comprendemos que su imaginación no es primitiva. Pronto muere y es enterrado en el mar, envuelto en una vela. “Cosido dentro de la vela”, escribe Chéjov, “parecía una zanahoria o un rábano: ancho en la cabeza y estrecho en los pies”. Cuando cae al mar las nubes se ciernen sobre el barco. Chéjov escribe que una nube parecía un arco triunfal, otra un león, otra un par de tijeras. Súbitamente comprendemos que Chéjov ve el mundo como Gusev.¡Si Gusev es tonto entonces también lo es Chéjov! ¿Por qué es más estúpido pensar en el viento como un perro encadenado, a la manera de Gusev, que comparar la nube con un león o el cuerpo inerte con un rábano, a la manera de Chéjov? La narración misma de Chéjov desaparece, se disuelve en el flujo de la de Gusev.
¿En qué creía Chéjov? En su ensayo sobre el escritor, el filósofo Leo Shestov postuló –con aprobación– que Chéjov “carecía de ideas generales, incluso de ideas sobre la vida cotidiana”,[4] pero que las historias de Chéjov desafíen cualquier análisis filosófico no implica necesariamente que carezcan de filosofía… solo que es una demasiado compleja, demasiado ambigua para formularla en una definición nítida… y quizás solo pueda mostrarse: a menudo notamos que sus personajes quieren escapar a una zona ideal cuya vastedad depende de su inexistencia. Moscú no es meramente una imposibilidad para las tres hermanas en la obra homónima: en cierto sentido no existe y es precisamente la intensidad de su deseo por la ciudad el que la hace desaparecer. Tal vez la brecha entre el anhelo por una nueva vida –el gesto más familiar entre los personajes de Chéjov– y el anhelo de la nada no es muy grande. De cualquier forma, los personajes de Chéjov poseen una característica que proviene directamente de su genio literario: actúan como si tuviesen libre albedrío, no como meras marionetas literarias. Este no es un rasgo trivial: el gran triunfo del estilo hermosamente accidental de Chéjov –su imitación del flujo de conciencia– es que introduce el olvido en la ficción. Ensimismadas en las profundidades de su conciencia, las personas se olvidan de sí mismas mientras piensan. Por supuesto, no es que en realidad olviden su propia existencia, sino que olvidan actuar deliberadamente como personajes literarios. Los libretos se han extraviado y los personajes dejan de ser actores, no son ya las marionetas de Ibsen. Los personajes de Chéjov olvidan que son personajes, uno nota que muchos de ellos están decepcionados con la aparente trivialidad de las historias que relatan e incluso envidian las historias de otros personajes. Pero estar decepcionado con su propia historia implica una libertad extraordinariamente sutil en la literatura porque implica la libertad de un personaje para decepcionarse no solo con la historia que él mismo narra sino también con la historia en la que Chéjov lo ha situado (e incluso esta libertad para decepcionarse resultará a su vez decepcionante).
Ese rasgo podemos apreciarlo con nitidez en “El beso”, una de sus mejores historias: el protagonista intenta narrar una experiencia que ha adquirido con los años proporciones mitológicas, pero cuando se la cuenta a sus amigos resulta bastante trivial y lo decepciona porque la narración dura alrededor de un minuto y “él había imaginado que tomaría toda la noche”. Aquí el personaje olvida que está en un relato de Chéjov porque su propia historia lo fascina: que sea en definitiva una decepción no es lo importante: en el mundo de Chéjov nuestras vidas interiores se mueven con su propia velocidad y, en sus cuentos, la vida interior choca contra “la vida real” como lo harían dos calendarios diferentes, como el Juliano contra el Gregoriano. Esto es lo que Chéjov quería decir cuando hablaba de “la vida”. Esa fue su gran innovación.
Notas:
[1] Presumiblemente la frase alude solo al vasto territorio delimitado por la prosa en lengua inglesa.
[2] Ricardo Piglia se ha referido a ese efecto con gran elocuencia en su ensayo “Tesis sobre el cuento” (n. del t.)
[3] Al menos tanto como lo estaba sobre Dostoievski (n. del t.)
[4] Esto recuerda la curiosa observación de T. S. Eliot sobre Henry James: ‘’Tenía una mente tan refinada que ninguna idea podía entrar en ella’’ (n. del t.)