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Geoff Dyer: Bajo la sombra de D. H. Lawrence

Ninguno de los conspicuos trabajos de Geoff Dyer alcanza la furiosa originalidad de su obra maestra, 'Bajo la sombra de D. H. Lawrence', de la que he traducido algunos pasajes.

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Presentación

Ricardo Piglia escribe: “Mi deseo sería escribir contra todos los estilos o, para decirlo de otra forma, no tener un estilo personal. Es, por supuesto, la idea de la vanguardia, la idea de que el estilo no es único. Un escritor tiene más de un estilo, trabaja con todos los registros, con todas las posibilidades del lenguaje; el modelo de Joyce, Puig. Me siento más cerca de estas poéticas y de sus cruces’’. Todo indica que el anhelo del gran narrador argentino era tan ambicioso como inalcanzable: si exceptuamos algunas páginas de Plata quemada, en las que su destreza en el manejo de los tonos más crapulosos de la lengua porteña consigue hacernos creer que, efectivamente, se trata de un texto pergeñado por un autor muy diferente del que escribió Respiración artificial, todos sus textos despliegan profusamente los rasgos de su muy singular estilo.

Esto no debería sorprendernos: en la literatura argentina del siglo XX –de Borges a Saer, digamos– no hay, quizás, ningún autor que haya rozado siquiera semejante ideal: una lectura superficial de Puig revela la esencial monotonía de su prosa –ciertamente solo él podía escribir esos libros– y aunque el bueno de Aira –por citar a un ilustre contemporáneo– posee, qué duda cabe, una imaginación portentosa, su estilo es tan insípido como el de cualquier descolorido redactor de best-sellers. En otras lenguas, la situación es muy parecida. De hecho, con la fulgurante excepción de Joyce –y “el enloquecido irlandés que escribió el Ulysses” no es precisamente un escritor común–, podría parecer que apenas existen autores (¿Flaubert?) que se ajusten a la severa definición de Piglia.

Esa conjetura, sin embargo, resulta incorrecta: es posible encontrar, en la literatura anglonorteamericana contemporánea, al menos un escritor cuya versatilidad formal y estilística se despliega, deslumbrante y proteica, a lo largo de una docena de volúmenes: me refiero a Geoff Dyer, quizás el más excéntrico artista verbal en la literatura inglesa de las últimas tres décadas. Dyer es deliberada y desvergonzadamente inclasificable: ha escrito un texto sobre jazz de apenas comparable lirismo y agudeza conceptual (Pero hermoso. Un libro de jazz;[1] ha pergeñado un minucioso y agotador análisis –!plano por plano!– de Stalker, la obra maestra de Tarkovski (Zona); también una curiosa enciclopedia en miniatura sobre el estilo tardío en literatura, música, artes plásticas, cine, fotografía, tenis… y todo lo demás (Los últimos días de Roger Federer). Ninguno de esos conspicuos volúmenes alcanza, sin embargo, la furiosa originalidad de su obra maestra, Bajo la sombra de D. H. Lawrence, de la que he traducido algunos pasajes.

Bajo la Sombra de D. H. Lawrence (fragmentos)

En retrospectiva parece difícil, por una parte, creer que haya podido derrochar tanto tiempo, que haya podido agotarme de manera tan extrema preguntándome cuándo comenzaría a escribir mi estudio sobre D. H. Lawrence; por otra parte, resulta igualmente difícil creer que haya podido comenzarlo porque la mera perspectiva de emprender el estudio sobre Lawrence aceleraba e intensificaba el desajuste psicológico que la escritura intentaba mitigar. Concebido como una distracción, había asumido inmediatamente los rasgos de aquello mismo de lo que pretendía distraerme, a saber, mi obsesiva personalidad. Si consigo dedicarme a un estudio sobrio, me decía a mí mismo –y puedo recordar cómo repetía para mí mismo la palabra sobrio, una y otra vez, hasta que adquirió un tono histérico, casi maníaco– si consigo dedicarme a un estudio sobrio y académico de D. H. Lawrence, eso me calmará y me obligará a concentrarme. Fui exitoso en lo que se refiere a “dedicarme”, pero a lo que me dediqué –o al menos así me parece ahora, ahora que me he extraviado en medio de algo que es cualquier cosa menos el sobrio estudio académico que tenía en mente– fue a desarmar, a desarticular la cosa, el libro que debía contribuir a que me concentrara.

Años atrás, había decidido que alguna vez escribiría un libro sobre D. H. Lawrence, un homenaje al escritor que me había hecho desear convertirme en escritor. Era una ambición que albergaba desde hacía mucho y, como parte de la preparación para lograr lo que ambicionaba, durante años no había leído nada escrito por Lawrence para poder, en algún momento del futuro, regresar a Lawrence con una perspectiva diferente: si no como quien lo lee por primera vez, al menos no como alguien abrumado y aplastado por el peso de su obra. No quería regresar a sus libros como un lector ordinario, no deseaba agarrar una copia de, por ejemplo, Crepúsculo en Italia, sin un objetivo bien definido, solo para entretenerme. No, quería leerlo con un propósito. Entonces, tras años de evitar a Lawrence, me moví a la fase que podríamos llamar pre-preparación. Visité Eastwood, el sitio donde nació, leí biografías, amasé una enorme colección de fotos que guardé en una carpeta azul sobre la que había escrito con tinta negra D. H. L: Fotos. Incluso acumulé un impresionante amasijo de notas con la vaga idea de utilizarlas en el libro acerca de Lawrence, pero esas notas –ahora lo veo con absoluta claridad– en realidad no sirvieron para preparar y facilitar la escritura del libro acerca de Lawrence, sino para diferirla y posponerla. En todo esto no hay nada extraordinario: en todas partes del mundo hay gente tomando notas como una estratagema para posponer, diferir y simularla escritura de una obra. Mi caso era más severo porque no solo tomaba notas sobre Lawrence para posponer la escritura de un estudio sobre –y homenaje a– el escritor que me había hecho desear convertirme en escritor, sino que ese estudio mismo cuya escritura postergaba era una forma de posponer y postergar la escritura de otro libro.

Aunque había decidido escribir un libro sobre Lawrence también había decidido escribir una novela y, aunque había tomado la decisión de escribir sobre Lawrence tras decidir escribir la novela, eso no significaba que la segunda decisión tuviese absoluta prioridad sobre la otra. Al principio me atenazaba una abrumadora necesidad de escribir los dos libros, pero con el tiempo esos deseos se fueron desgastando mutuamente hasta el punto en que ya no quería escribir ninguno de los dos. Escribir los dos al mismo tiempo era inconcebible y así, estas dos abrumadoras ambiciones primero se desgastaron mutuamente y después se anularon. En el momento mismo que comenzaba a pensar en escribir la novela surgía el pensamiento de que disfrutaría mucho más escribiendo un estudio sobre Lawrence. En cuanto empezaba a tomar notas para el estudio sobre Lawrence comprendía que probablemente estaba suprimiendo para siempre cualquier posibilidad de escribir mi novela, esa novela que, más que cualquier otro libro que hubiese escrito, tenía que ser escrita inmediatamente, antes de que cualquier otro conato de trabajo se interpusiera entre la idea de esa novela (que había concebido como una divagación e invectiva sub-bernhardiana)[2] y yo. Era ahora o nunca. Así que pasaba de tomar notas sobre Lawrence a tomar notas para mi novela, con lo que me refiero a que pasaba de no trabajar en mi libro sobre Lawrence a no trabajar en la novela porque todo ese movimiento de un proyecto a otro y esa acumulación de notas se resumía en última instancia a que no trabajaba en ninguno de los dos. Todo lo que hacía era pasar de un archivo vacío a otro en mi computadora, uno convenientemente llamado C: D. H. L, el otro C: NOVELA y pasaba incesantemente de uno a otro hasta que, tras una hora y media apagaba la computadora porque, como bien sabía, lo peor habría sido agotarme con un esfuerzo semejante. Lo mejor, me decía a mí mismo, era no hacer nada, sentarme tranquilamente, excepto que, por supuesto, no podía estar tranquilo: me sentía absolutamente devastado porque comprendía que no iba escribir ni la novela ni el estudio sobre Lawrence.

Eventualmente, cuando ya no lo pude soportar más, me dediqué completamente a mi estudio sobre Lawrence porque, mientras la novela solo me acercaría más a mis consuetudinarias obsesiones, el libro acerca de Lawrence –un sobrio estudio académico– tendría el efecto opuesto, me alejaría de todo eso.

Me sentía feliz porque había tomado una decisión. Ahora que había decidido dedicarme por completo a uno de los libros que pensaba escribir comprendí que en realidad no importaba qué libro escribiría primero porque ambos libros, si en verdad se originaban en una auténtica necesidad creativa, serían escritos eventualmente. Lo importante era evitar la paralizante incertidumbre y la indecisión. Cualquier cosa era mejor que eso. En la práctica, sin embargo, dedicarme por completo a escribir mi estudio sobre Lawrence significaba tomar notas, es decir, dedicarme más o menos en serio a mi estudio sobre Lawrence –otra frase que se vació por completo de cualquier sentido a medida que la repetía en mi cabeza– lo cual era en realidad imposible porque, además de decidir si iba a escribir o no mi estudio sobre Lawrence, tenía que decidir dónde lo iba a escribir (si es que en definitiva decidía escribirlo). Y eso por no hablar de cuándo, porque en el momento mismo que mi euforia inicial por haber decidido escribir el estudio sobre Lawrence se disipó, la posibilidad de escribir la novela se convirtió una vez más en una posibilidad muy atractiva. E incluso si decidía no escribir mi estudio sobre Lawrence todavía tenía que decidir dónde iba a vivir porque, con independencia de que escribiera o no mi estudio sobre Lawrence, aún tenía que vivir en alguna parte pero, por otro lado, si decidía escribir el libro sobre Lawrence eso implicaba todo un conjunto de variables que debía tener en cuenta cuando considerara dónde vivir, y eso sin contar que esa última consideración implicaba, en sí misma, una enorme cantidad de variables.

De hecho, una de las razones por las que era imposible comenzar a escribir tanto el estudio sobre Lawrence como la novela era mi preocupación con el lugar donde iba a vivir. Podía vivir en cualquier parte, todo lo que debía hacer era elegir un lugar… pero era imposible elegir un lugar porque podía vivir en cualquier parte. Nada me limitaba y por eso no podía tomar una decisión. Es fácil tomar decisiones cuando hay factores que te limitan… pero si todo lo que te guía son tus propios deseos la vida se vuelve considerablemente más difícil, por no decir intolerable.

Y ni siquiera el dinero era un problema porque por esa época vivía en París y ningún lugar podía ser más caro que París. La tasa de cambio empeoraba todos los meses y vivir en París se volvía más caro todos los meses. El dinero solo era un problema en tanto me hacía pensar que cualquier otro lugar era preferible a París, pero en lo concerniente a dónde ir, a dónde mudarme, era casi irrelevante. Lo que la cuestión del dinero enfatizaba –para ser más exactos, la cuestión de la tasa de cambio– era que por más que pensase que me había establecido en París, en realidad solo estaba de visita, pasando muy lentamente por París. Eso es todo lo que un inglés o un norteamericano puede hacer en París: pasar por allí. Puedes vivir allá diez años, pero en realidad sigues siendo un turista…

Todos estos eran temas que pretendía abordar, de diferentes maneras: o bien de forma oblicua en mi estudio sobre Lawrence o bien de forma directa en mi novela o viceversa… pero la cuestión seguía siendo, ¿dónde vivir? Para ser más preciso, ¿cuál era el lugar más conveniente para progresar en mi estudio sobre Lawrence? Una de las razones que me impelían a dejar París era que la ciudad tenía solo una conexión tangencial con Lawrence. París era un lugar excelente para escribir una novela, especialmente una novela ambientada en París, pero no era un buen lugar para escribir un estudio sobre Lawrence. Él odiaba París, solía llamarla, de hecho, “esa horrible ciudad, con su horrible noche”, o algo por el estilo (en algún lugar de mis notas tengo la frase exacta). Si en verdad iba a progresar en mi estudio sobre Lawrence, o al menos si deseaba tener la más mínima posibilidad de progresar en mi estudio sobre Lawrence, sabía que era necesario vivir en un lugar que tuviese una profunda conexión con él, un lugar donde pudiera, por así decirlo, sentir las vibraciones lawrencianas: Sicilia, por ejemplo, o Nuevo México, México, Australia. Las posibilidades eran abrumadoras porque Lawrence nunca pudo decidir dónde quería vivir. En los últimos años de su vida les escribía incesantemente a sus amigos preguntándoles si tenían alguna idea sobre dónde podría vivir

[…]

He mencionado todo esto sobre la ansiedad de Lawrence acerca del lugar donde podría vivir porque en aquella época me tranquilizaba y disminuía mi propia incertidumbre, aunque, a decir verdad, no estaba seguro si en lugar de tranquilizarme era precisamente lo que me había convertido en un tipo indeciso. No estaba seguro, no había forma de determinarlo. ¿Quién sabe? Quizás la incapacidad de decidir dónde viviría –que yo consideraba uno de los factores que me impedían progresar en mi estudio sobre Lawrence– era en realidad una parte esencial en mi preparación para escribirlo.

El único lugar donde estaba seguro de no poder escribir mi estudio sobre Lawrence era Inglaterra y era una lástima porque en verdad me atraía la idea de regresar a Inglaterra: para ser más exactos pensaba en la televisión inglesa. Sí, tenía grandes deseos de regresar y ver la televisión, pero regresar a Inglaterra significaba regresar a eso que en mis notas llamaba, con una frase típica de Lawrence, “el núcleo blando de mi ser”: toda esa comodidad me paralizaba. Por otra parte, vivir en el extranjero –en cualquier lugar– significaría vivir al límite de mis capacidades. En Inglaterra, para empezar, podría hablar en mi lengua materna pero si me mudaba a Roma –donde mi novia Laura vivía por esos días– me convertiría, por así decirlo, en un minusválido lingüístico… porque, si bien me fascina la idea de aprender lenguas extranjeras, odio cualquier cosa que requiera un esfuerzo. Durante años había evitado hacer cualquier cosa que requiriese el más mínimo esfuerzo así que no había ninguna posibilidad de aprender italiano y apenas era concebible que pudiese comenzar a escribir el estudio sobre Lawrence, que requeriría un esfuerzo hercúleo… sin embargo, también debía considerar que Roma estaba cerca de Sicilia, donde Lawrence había vivido y si deseaba tener la más mínima posibilidad de progresar con mi estudio sobre Lawrence ese era probablemente el mejor lugar donde podía estar… pero cuando llegué a Roma el calor era insoportable, especialmente en el apartamento de Laura. De inmediato Laura sugirió viajar a Grecia, donde mi amigo Hervé nos había ofrecido una habitación de su casa en la playa. Bueno, pensé, seis semanas en una isla griega, el momento y el lugar perfectos para comenzar mi estudio sobre D. H. Lawrence. Eso es lo que haré, me dije a mí mismo: comenzaré mi estudio sobre D. H. Lawrence en Alonissos. Era el lugar perfecto: según Hervé, Laura y yo tendríamos un cuarto espléndido donde, por la mañana, podría comenzar a escribir mi estudio sobre D. H. Lawrence. Era perfecto; bueno, casi perfecto: lo ideal habría sido tener mi edición de la Poesía completa pero no era indispensable para comenzar mi estudio. Lo importante era que ahora tenía todo este tiempo ininterrumpido sin distracciones. Por otra parte, me preocupaba no tener a mano mi edición de la Poesía completa: para lo que me proponía escribir era probablemente el libro más importante de Lawrence, sin el cual sólo podría avanzar muy poco en mi estudio sobre Lawrence, tan poco, en verdad, que apenas valdría la pena comenzar.

[…]

De todas formas, una vez que nos instalamos en Alonissos ya no tenía el menor deseo de comenzar mi estudio sobre D. H. Lawrence. El problema no era si un libro estaba o no disponible, el problema era Alonissos. “Esto es el paraíso”, le había dicho a Laura cuando llegamos, “ojalá pudiéramos quedarnos seis meses”. Pero tras pasar una semana allí, la mera idea de estar quince días resultaba intolerable: no había nada que hacer y por esa razón no podía hacer nada, de ninguna manera podía comenzar allí mi estudio sobre D. H. Lawrence. Las mejores condiciones para escribir –como comprendí tras pasar un par de días en Alonissos– eran aquellas en las que el mundo te interrumpe todo el tiempo:[3] en esas condiciones la obra que escribes genera una especie de fuerza centrífuga, una presión que mantiene el mundo a raya. Pero en Alonissos no había nada que mantener a raya, ningún incentivo para generar presión en los confines de la obra y así, la omnipresente vacuidad invadía y disipaba todo, la inercia te abrumaba. Todo lo que podías hacer era contemplar el mar, contemplar el cielo… y tras un par de días ya ni siquiera eso.

[…]

“Il faut travaillier, rien que travaillier”,[4] escribió Rodin. Rilke había viajado a París en 1902 para escribir una monografía sobre Rodin y esta máxima del escultor había tenido un efecto decisivo en el poeta de veintisiete años: en una carta tras otra repetía como un mantra la frase: húndete en tu obra, olvida tu mezquina existencia, dedícate por completo a tu obra: “Il faut travaillier, rien que travaillier”. Muy pronto me dediqué a repetir la frase imitando la forma en que Rilke lo hacía, disfrutando la sencillez y autenticidad de la máxima, sumergiéndome en la frase como en un baño caliente. Pero todo esto no era más que una evasión del trabajo, así como mi lectura de un volumen de las cartas de Lawrence no era más que puro entretenimiento. Debía trabajar en mi estudio sobre D. H. Lawrence y en lugar de eso me dedicaba a rumiar, a meditar ociosamente sobre la frase de Rodin. Debo escribir mi estudio sobre D. H. Lawrence, me decía a mí mismo, todo lo demás debe subordinarse a eso pero, por otra parte, ¿quién puede decir dónde comienza y dónde termina el trabajo preliminar? De hecho, cuanto más leía más convencido estaba de que una mejor comprensión de Rilke era crucial para comprender a Lawrence. Si hubiese ido a la isla para escribir un estudio sobre Rilke es casi seguro que me habría dedicado a leer los libros de Lawrence pero como estaban las cosas el hecho de haber ido hasta allá para escribir mi estudio sobre Lawrence implicaba estar sentado en la playa todo el día leyendo las cartas de Rilke quien, aunque seducido y persuadido en teoría de la verdad contenida en la exhortación de Rodin, tenía, en la práctica, grandes problemas para someterse a esta: “Ya se tambalea mi absoluta determinación de encerrarme en mi obra día tras día, esté donde esté y sin prestar atención a las circunstancias exteriores”. Rilke también tenía dudas sobre la posibilidad de oponer con tanta comodidad el trabajo y el ocio: “Me he preguntado a menudo si esos días en los que nos vemos forzados a la indolencia no son precisamente aquellos donde se manifiesta la actividad más profunda:[5] si todo lo que escribimos más tarde no es solo la última reverberación de un gran movimiento que tiene lugar en nosotros en los días de inacción…”

Esa idea me sedujo de inmediato, esa idea sí que me gustaba. Y me gustaba tanto que tras unos días las cartas de Rilke siguieron el camino de la poesía de Lawrence y los dos libros estaban tirados sobre la mesa de noche. Todo era así en Alonissos: era imposible escribir en Alonissos, era imposible leer, era imposible jugar tenis: no se podía hacer nada. Ingenuamente, había pensado que, tras escribir mi estudio sobre Lawrence por la mañana, pasaría las tardes jugando tenis pero no había canchas de tenis y así, tras pasar las mañanas sin escribir una línea de mi estudio sobre Lawrence y sin leer una línea de Rilke, pasaba las tardes sin poder jugar tenis […] una forma de mantener a raya el aburrimiento podría haber consistido en comenzar a escribir mi estudio sobre Lawrence pero a esa alturas incluso eso parecía más aburrido que no hacer nada. Hasta escribir una postal requería concentrarme mucho más de lo que podía. En solo unos días el aburrimiento crónico se había convertido en el estado natural de nuestra existencia…no existía otra opción: teníamos que dejar Alonissos.

[…]

De regreso en Roma… volví a creer en mi estudio sobre Lawrence, llegué incluso a sospechar que había sido mi destino ir a Grecia, leer –un poco– a Rilke, estrellar mi moto contra un árbol[6] y descubrir esa nueva afinidad con Lawrence. De acuerdo con Huxley, que lo conocía bien, la gran sensibilidad de Lawrence, su pasión por el mundo, provenía del hecho de que “su existencia era una larga convalecencia, era como si cada día renaciera tras superar una enfermedad mortal”. En una de las cartas que leí en Alonissos, Rilke también había escrito sobre “esa larga convalecencia que es mi vida”. Y Nietzsche habló alguna vez de “la intoxicación de la convalecencia”, rebosante, según él, de “una fe renovada en el mañana y en el día después de mañana, una súbita conciencia y anticipación del futuro, aventuras inminentes, océanos que se vislumbran, objetivos en los que se puede creer de nuevo, los ríos al norte del futuro”. Nosotros cuatro –Nietzsche, Rilke, Lawrence y yo– estábamos unidos por una convalecencia compartida. Antes del accidente en Alonissos no había progresado en mi estudio sobre Lawrence; ahora, en la euforia de la convalecencia, tenía grandes deseos de comenzar. El problema era que, aparte de varios volúmenes de las cartas de Lawrence no tenía libros de Lawrence […] pero muy pronto comprendí que se trataba de un auténtico golpe de suerte: como no podía consultar los libros de Lawrence no podía progresar con mi estudio sobre Lawrence así que me dediqué a revisar distraídamente mi colección de fotos de Lawrence. Fue entonces cuando comprendí que estaba más interesado en las fotos de Lawrence que en los libros que escribió.

“Michelet nunca escribía nada sobre ningún personaje sin antes consultar tantos retratos y grabados como fuese posible”. Imitando al personaje que estudiaba, Roland Barthes obtuvo todos los retratos disponibles de Michelet cuando escribía su libro sobre el historiador. Pensando específicamente en Auden, Joseph Brodsky escribió que tras leer cierta cantidad de libros de un autor empezamos a sentir curiosidad por su apariencia. En el caso de Lawrence, mi curiosidad se había saciado incluso antes de suscitarse; también la práctica de Michelet-Barthes de acumular imágenes del personaje estudiado: aunque ese acopio no había sido sistemático sino más bien aleatorio, ya había terminado cuando decidí sentarme a escribir el importante trabajo sobre Lawrence. Fue en Roma, durante mi convalecencia, mientras revisaba despreocupadamente las fotos, cuando comprendí que tenía una auténtica colección de fotos de Lawrence. Durante años coleccionar fotos de Lawrence había sido uno de mis pequeños pasatiempos, una de esas cosas que me infundía la ilusión de un objetivo y contrarrestaba la absoluta ausencia de propósito en mi existencia cotidiana. En las librerías de segunda mano siempre merodeaba buscando fotos de Lawrence en viejas ediciones, en particular una copia de la rara edición Penguin de Fénix –-agotada desde hacía mucho tiempo– pero también cualquier otro libro con fotos de Lawrence…

Pero cuanto más escrutaba mi colección de fotos de Lawrence, más intensa se volvía la extraña sensación de que en realidad no sabía cómo era Lawrence, no conocía su apariencia física. En verdad, las fotografías postulaban con asombrosa insistencia la pregunta que supuestamente respondían: ¿ Cómo era Lawrence?…


Notas:

[1] En la primera parte articula algo así como las vidas imaginarias de los grandes jazzistas norteamericanos: biografías que combinan la investigación más rigurosa con ficciones tan verosímiles que resulta casi imposible, si no eres un experto, detectar la diferencia; en la segunda nos ofrece un ensayo sobre la historia del jazz tan denso y fascinante como los de Adorno (y ciertamente mucho más legible: Dyer se abstiene enérgicamente de emplear cualquier jerga filosófica).

[2] Naturalmente, fue precisamente esa “divagación sub-bernhardiana” lo que, pese a todo, terminó escribiendo: es el desopilante texto que ahora leen.

[3] Naturalmente, cuando el narrador estaba en Roma pensaba todo lo contrario.

[4] “Es necesario trabajar, solamente trabajar’’.

[5] Cioran ha escrito con gran ingenio sobre los ampulosos sofismas de Rilke.

[6] He preferido no traducir el extenso pasaje donde relata ese incidente.

UBALDO LEÓN BARRETO
UBALDO LEÓN BARRETO
Ubaldo León Barreto (San Antonio de los Baños, 1981). Licenciado en Letras por la Universidad de La Habana.

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Comentarios

2 comentarios

  1. «Una lectura superficial de Puig revela la esencial monotonía de su prosa –ciertamente solo él podía escribir esos libros– y aunque el bueno de Aira –por citar a un ilustre contemporáneo– posee, qué duda cabe, una imaginación portentosa, su estilo es tan insípido como el de cualquier descolorido redactor de best-sellers». Bueno, los editores de Rialta ya deben estar esperando este comentario mío, una pequeña intervención crítica a otra de los atroces desatinos del Bombín de Barreto. Poner en evidencia, como quien anduviera tan campante en calzoncillos por el medio del salón de Gertrude Stein, su falta de gusto, su guajirancia estética, su pomposidad provinciana (¿de dónde sacaron a este diletante? ?¿De Pinar del Río?), su insensibilidad artística, su tone-deafness, su falta de tacto, su incapacidad innata de acceder a la cadencia de la prosa moderna, sordo como una tapia a las dodecafofías del idioma, denostador de los maestros del estilo en nuestra lengua, alguien a quien le aburre Puig (!!) y que encuentra insípida la extraordinaria, avasallante y rutilante escritura de Aira, que lo compare a un escritor de best sellers, debería ser expulsado del templo de las musas que es territorio Rialta, y excomulgado del gremio de los críticos. Alguien, un día, en el National Gallery de Washington DC, delante del «Study of a Dog» de Francis Bacon, sabiendo que yo era pintor, me pidió que, por favor, le explicara la importancia de ese cuadro. Le parecía malo, un chorro de pintura sin sentido, un manchón que cualquiera podía copiar, en fin, un «best-seller» de alguna mueblería, algo para decorar un comedor moderno. Mi respuesta fue la misma que doy siempre en estos casos, y que repito aquí, para edificación exclusiva del pobre Barretín: «No puedo explicártelo. El que no nació para verlo no lo verá jamás por mucho que se lo expliquen. Pero, confía en mí cuando te digo que te estás perdiendo uno de los momentos más sublimes de la pintura».

  2. Por otra parte: qué desguanajada traducción de Dyer, he ahí toda la esencial monotonía, el mal gusto, toda la insipedez de un diletante! Pobre del lector que no pueda leerlo en el original.

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