Ella se había leído el libro que habíamos imaginado Rubén Darío Salazar y yo como acto de restitución a los Hermanos Camejo y Pepe Carril, víctimas de la parametración que cayó sobre el ámbito cultural y educacional cubano a partir de 1971, y que nunca fueron rehabilitados aquí debidamente mientras vivieron. Eran sus amigos, y el libro (Mito, verdad y retablo: el Guiñol de los Hermanos Camejo y Pepe Carril), que cuenta sin ambages esa historia de un ascenso deslumbrante, y cómo llegaron a fundar el Teatro Nacional de Guiñol para crear en esa salita del FOCSA puestas deslumbrantes para niños y público adulto, la conmovió como ese gesto que los devolvía por encima de tantos silencios. Ella misma fue víctima de esas censuras y silencios, y había hallado en el teatro un sitio donde refugiarse y seguir haciendo canciones sin que la molestaran, a la sombra de Raquel Revuelta y Teatro Estudio. Leyó el libro, aparecido en el 2012, y quiso verme para contarme sus impresiones. Y a Marta Valdés uno no podía decirle que no. Así que me armé de valor y acudí al encuentro.
Me sorprendió la sencillez de su hogar, que no describiré en detalles por respeto a la discreción que ella siempre mantuvo en vida: sobre su obra, sobre sí misma, sobre los detalles secretos y públicos que rodeaban un mito que sus canciones hacían crecer entre los happy few que acudíamos a ellas para encontrar otra manera de reconocernos. Ligada a la segunda generación del filin, Marta Valdés se ubicó rápidamente en un espacio propio y autónomo, y esa independencia, por no decir, soberanía, la guiaron en su modo personalísimo de revelar dudas, certezas y aprendizajes. De pronto, en la memoria, están esas canciones: “Tú no sospechas”, “Tú dominas”, “Sin ir más lejos”, “Canción sin título”, “Aves de madera”, “Canción desde otro mundo”, “Hay todavía una canción”… Matanzas o La Habana parecían ser ciudades que ella reinventó en sus canciones. Y José Jacinto Milanés, gracias a su canción, nos pertenece también de otra manera desde que se le escucha por primera vez. Ella tenía ese don, el de nombrarlo todo como si fuera la ocasión primera. Y una vez que lo hacía, en su paisaje, en ese mundo sonoro, nos reconocíamos para siempre.
Que sus andanzas en la bohemia habanera de inicios de los sesenta no fueran vistas con agrado por los nuevos comisarios culturales, le costó más de una desavenencia. Los mismos personajes opacos que tildaron de retrógrada e incompatible con los nuevos tiempos a Ela O’Farril y su “Adiós, felicidad”, o prohibieron a Rosa Fornés seguir “llorando en la capilla”, se ensañaron con esa vida nocturna de gozo sentimental y madrugadas infinitas, cerrando bares y cantinas para que el Hombre Nuevo no se dejara llevar por esa “música de enfermitos”, como dijera más de un conservador por aquellos días. Los autores y protagonistas del filin tuvieron que integrarse a brigadas artísticas, y se les reclamó escribir guarachas o música menos intimista, a fin de demostrar su utilidad en tiempos de zafras y marchas históricas de una épica que no creía en ciertas flojeras ni blandenguerías. La radio y la televisión alejaron de sus ondas a quienes persistían en aquellas manías, y Marta Valdés, de ser la autora de temas que popularizaron Vicentico Valdés, Doris de la Torre o Fernando Álvarez, tuvo que convertirse en la asesora musical de Teatro Estudio, donde Raquel Revuelta acogió a muchos de los que iban siendo parametrados o caían en una lista sospechosa.
Se repuso de todo ello, y ganó el primer concurso Adolfo Guzmán con “Canción eterna de la juventud”, en 1978. Los años siguientes serían de nuevas obras y reconocimientos, como los discos que Miriam Ramos y Elena Burke dedicaron íntegramente a su repertorio, y que abren una línea en la que luego se han añadido con dignidad los de Haydée Milanés, Gema Corredera o el muy reciente de Dayron Ortiz. Sigfredo Ariel repetía algunos de sus versos, entre los que él mismo iba escribiendo, y eso me sirvió de introducción al conocimiento más amplio de esta compositora tan singular, por no decir extraña, en el sentido incluso más contemporáneo del término, que ya forma parte de mi banda sonora particular. En todo eso pensaba mientras llegaba a su casa, esperando que el encuentro a solas con Marta Valdés no terminara en desaguisado.
Por suerte, no fue así. A mitad de la conversación, cuando las anécdotas de su amistad con Carucha y Pepe Camejo y Pepe Carril ya habían ampliado lo que ella había contado a Rubén Darío Salazar para nuestro libro, me pidió que bajara de un estante una botella de ron, para animar con un trago ese caudal de recuerdos. Fue una de esas “únicas tardes” que la vida me concedió con personalidades a las que he admirado, y que no se repetirían ya otra vez: Francisco Morín, Pepe Triana, la mismísima Carucha Camejo, entre algunas de ellas. La complicidad de ese mediodía me animó a pedirle que respondiera el cuestionario para una sección de la revista Extramuros, en la que entonces trabajaba como redactor, y que había imaginado para ver La Habana a través de algunos de sus habitantes más ilustres. Marta accedió y así apareció en “La Habana en mí”, su evocación de La Habana. No fue fácil el proceso, porque ella era recelosa de lo que revelaba, y porque tratándose de una entrevista en la que no aparecían las preguntas que les enviábamos a quienes queríamos añadir a esa serie, yo le hice llegar una serie de puntos que me gustaría que ella abordara, lo cual le pareció en cierto modo una intromisión. Nunca nos vimos para aclarar ese leve desacuerdo, que me confirmó que también podía ser, así como generosa, difícil a la hora de obtener ciertas confesiones.
No dudo que ello proviniera de esos años de veto y censura, de los actos y las humillaciones que debieron padecer sus amigas y amigos durante la parametración, y que hizo a muchos de ellos andar con pies de gato sobre ciertas memorias. Esas amistades, su propia sexualidad, su relación con mujeres a las que rodeaban ciertas leyendas, más su propio sentido de la discreción, podían convertirse en un muro difícil de atravesar. Sobre esos silencios, quedan sus canciones. Canciones difíciles (ella misma bromeó sobre el asunto al componer, en efecto una “Canción fácil” y una “Canción difícil”), que exigen a sus intérpretes algo más que fraseo, buena dicción o musicalidad. El mundo que asoma tras esas obras es mucho más denso y complejo. La sencillez de sus letras es solo un modo de hacer menos evidentes los desafíos que implica cantar a Marta Valdés. A ese mundo no llega cualquier voz, por afinada que sea.
Ahora que ha fallecido a sus 90 años, recuerdo ese mediodía y aquella conversación. He escrito sobre ella varias veces, a cambio de nada, porque lo he hecho por mero placer, y por agradecimiento infinito. En sus canciones, reencuentro a amigas y amigos que hoy andan por otros mundos. Incluso, en ese mundo que ella imaginó para nosotros, como si hubiese sido ella quien nos inventara, a sus fieles. Una canción de Marta Valdés opera como una clave secreta, como un código, como una cifra que nos conduce a muchos otros sitios de la memoria. Esa es su grandeza, lograda con letras aparentemente humildes, y con los detalles de cada día. Sus canciones regresan siempre como si de alguna manera las descubriéramos por vez primera al oírlas, y mejor aún, al sentirlas y comprenderlas. En alguna de las peñas que ella animaba en la Casona de Línea, durante sus años en Teatro Estudio, una vez un joven mulato se puso de pie para denunciar una canción que ella acababa de interpretar por supuestas debilidades ideológicas. Los que estuvieron allí presentes, lo recuerdan como “el mulato sin misterio”, porque así trató de disculparlo la propia compositora. Y tal vez esa sea la virtud fundamental, que nunca del pecado, de lo que nos legó esta mujer excepcional: ese misterio tan suyo que parece una canción, pero que en realidad es el inicio de muchísimas otras cosas.
Para recordarla mejor, rescato aquí la respuesta que ella me extendió tras recibir el cuestionario que le envié desde la revista Extramuros, entrevista poco conocida, que luego vio además la luz en el libro donde recogimos las evocaciones que otros creadores también nos fueron concediendo. Siempre terminaba ese cuestionario con la misma interrogante: qué le devolvería usted a La Habana, si le fuera posible. Hoy quiero ser yo quien responda a eso, y esta es mi respuesta: yo le devolvería a Marta Valdés.
Marta Valdés: La Habana en mí (desde la cuna hasta la primera canción)
Nací en Luyanó, en 1934. Era una época en que una familia muy humilde, como la mía, podía permitirse la compra de un aparato de radio gracias a la posibilidad de pagarlo a plazos pequeños. A través de ese medio entraba mucha música mexicana: lo mismo canciones románticas que corridos, huapangos y otras formas de ese cancionero; era también el momento de la furia del tango que, al igual que el cancionero mexicano, nos llegaba, además, a través del cine. La radio hacía posible que recibiéramos, en toda su diversidad, la música popular cubana repartida entre voces solistas, dúos y tríos, orquestas danzoneras y formas del género lírico. Podría llenar listas interminables de intérpretes, compositores y títulos de piezas, todo lo cual conformaba un ambiente que se destacaba por su variedad. Lo importante es que, desde pequeña, junto con los sonidos de la calle, entró en mis oídos la certeza de que el mundo sonoro está poblado de infinidad de maneras de hacer música y que el oído y la sensibilidad hacen posible que esas expresiones lleguen a los seres humanos sin hacer distingos por edades. La radio fue el medio de acceso a la música que me ayudó a formar el gusto; si tuviera que resumir en muy pocas palabras lo que nos llegaba por esa vía, lo definiría como: mucho, de todo y bueno.
Nunca se me ha olvidado el sonido de la Orquesta de Antonio María Romeu, “el mago de las teclas”, acompañándonos a mi abuela y a mí por todo el trayecto desde Guanabacoa y Concha hasta el Cine Ritz, muchas cuadras hacia arriba; dejando sonar aquellas escalas deslumbrantes que hacían juegos malabares por entre las puertas o ventanas de las casas en un programa que radiaban los domingos por la tarde. El de aquella orquesta era un sonido que, por cierto, me ponía melancólica.
Viví en otros barrios de la ciudad. La radio continuó siendo una constante en la vida diaria; en 1942, ya en Almendares, la muchacha que se quedaba al frente de la casa cuando mi mamá hacía alguna salida, se tomaba la atribución de encender el viejo RCA Víctor y me gritaba: “corre, corre, Arcaño”, y mientras me divertía viéndola cantar y bailar “Isora” o “Carne con papas”, me daba cuenta de que aquello que estaba sonando era algo grande.
En 1945, llegó a mi vida la guitarra. Nunca se me había ocurrido que algún día aprendería a adiestrarme en un instrumento y, mucho menos, ese que solamente tenía asociado a dúos como las Hermanas Romay o las Martí, a tríos femeninos o masculinos como las Hermanas Márquez o Servando Díaz, a Guillermo Portabales con sus guajiras y a la infinidad de mexicanos como el Trío Talavera o los charros que cantaban en las películas. Recuerdo hasta un trío acompañante de tangos que escuché por radio y, por sobre todo, a uno que me impresionaba por algo distinto que traía: el de unos jóvenes muy delgados que a veces pasaban por el frente de mi casa en Luyanó y que se quedaron grabados en mi gusto: los hermanos Rigual.
Yo cursaba el quinto grado en esa época en que la “leyenda” me incluye entre los asiduos a las reuniones del grupo del filin, de cuya existencia no tuve noticia hasta más de diez años después. Vivía en Almendares, en la casa donde mismo hilvano esta historia. Empeñada en dominar la conjugación de los verbos, todavía creía en los Reyes Magos y no me había desprendido de la muñeca cuando la profesora Francisqueta Vallalta fabricó su casa al lado de la nuestra y tuvo hacia mi mamá el gesto amistoso de ofrecerse para darme clases gratuitas si se animaba a comprarme una guitarrita de las que le vendían al precio especial de $15.00 a pagar en tres plazos, diseñadas para los integrantes del grupo infantil que ella montaba y presentaba en asilos y otras instituciones. El nuevo juguete borró del mapa todas mis aficiones, entró en competencia con los verbos, acaparó el tiempo libre que me dejaban las tareas. Únicamente quedó en pie la lectura: otra afición que mi mamá se había encargado de alimentarme y que, por esa época me tenía centrada en Corazón, Mujercitas y otras joyas de la literatura sentimental.
La posibilidad de pulsar yo misma aquellas cuerdas de tripa de pato o metal y llegar a hacer música con ellas, los forcejeos de la mano, la aparición de callos en los dedos, el estiramiento a veces doloroso pero, sobre todo, esa sensación de poder hacer una cosa tan diferente y hacerla bien, incluso al unísono con otros y cantando a la vez, y saber que hay tantas maneras de lograrlo a partir de la dedicación, amparada en algo que estaba dentro de mí y despuntaría como vocación, en fin, esa caravana de cosas retadoras, sorprendentes (sin entrar en profundidades de técnica musical, ya que se trataba de un método de aprendizaje al que denominaban “guitarra práctica”, totalmente imitativo) fueron realidades que marcaron una segunda llegada a la vida, de la mano de la misma madre que, con aquella seguridad y sin saber de dónde sacaría los quince pesos, no vaciló en parirme otra vez.
Mi vecindario en Almendares sonaba a guitarras y cantos de niños, interrumpidos solamente por el vozarrón de la maestra. Ya con un instrumento en la mano, una vez aprendidas las maneras básicas de abordar la ranchera, el corrido, la criolla, la habanera, la guajira, la guaracha y el bolero tradicional, comenzó a manifestarse mi disposición para abordar piezas de moda muy de mi gusto, como lo fueron “Mi corazón es para ti”, de Orlando de la Rosa o algunas del trío Los Panchos, que estaba en la plenitud de su popularidad. Transcurrieron mis doce, trece y catorce años, alternando las sesiones de práctica para avanzar en el instrumento (si bien cantaba bajito, para mis adentros, no solo porque me daba pena que me oyeran en casa sino porque a la maestra, de ventana a ventana, le disgustaba escucharme tocando piezas ajenas al repertorio del grupo).
Crecía mi afición por las canciones norteamericanas hoy conocidas como standards, persiguiendo también en el dial un par de programas donde se cantaban piezas cubanas y mexicanas de ese mismo corte, comandados por el pianista Frank Emilio y presentando en la parte vocal a cantantes como Pepe Reyes o Miguel D’Gonzalo, cultivadores del estilo de los crooners americanos, o a cancioneras como Olguita Rivero, portadora –por cierto– de una gran musicalidad.
La Habana vibraba al son del mambo, y yo me precio de haber vivido aquel momento de nuestra música que desembocó en la era de los Conjuntos. Aparecieron los boleros bailables que llegarían a su máxima expresión romántica y a su ritmo más lento (para alternar en los bailes con las guarachas, mambos y demás piezas movidas) en el repertorio de Faz y Espí con el Conjunto Casino, entre otros cantantes y agrupaciones, y en el Benny con su orquesta. La presencia de buena música florecía a niveles callejeros, gracias al auge creciente del disco y a las victrolas, que la hicieron sonar a los cuatro vientos desde las esquinas de La Habana, en las zonas donde proliferaban los bares grandes, medianos o pequeños.
Muy a finales de los cuarenta llegó a las tertulias que se formaban por la noche en casa de mi vecina y profesora Francisqueta, un joven llamado Eddy Clavelo a quien, para mi sorpresa, le escuché tocar y cantar, en un estilo muy suave y con unas posiciones y una manera de pulsar la guitarra que nada tenían que ver con las que utilizábamos en el repertorio del grupo infantil, dos canciones a las que me había aficionado, escuchando a Roberto Faz; a diario las perseguía en los espacios radiales fijos que tenía el Casino pero me daba cuenta de que no podía “sacar” los acordes que me permitirían disfrutarlas con la guitarra aunque fuera muy bajito, y sentir que las caminaba por dentro. Para mi sorpresa, aquel joven conocía una manera de tocarlas que, efectivamente, nada tenía que ver con las posiciones de los dedos de que yo disponía. Me refiero a “Quiéreme y verás”, de José Antonio Méndez y“Realidad y fantasía”, de César Portillo de la Luz, autores cuya nacionalidad desconocía, pues solo había escuchado canciones suyas en voces de intérpretes mexicanos como Fernando Fernández o los nuevos tríos de moda.
Un nuevo mundo se abría para mí con aquella manera de mover los acordes que me las arreglé para fijar en mi mente mirando las manos del joven desde lejos, sin que alguien se diera cuenta. Corriendo a mi casa, verificando las posiciones y, de nuevo, entrando en la casa de al lado y así sucesivamente, llegué a dominar esa forma de acompañamiento que me permitió acercarme, por mi cuenta, a dos piezas que no eran otra cosa que clásicos del estilo llamado filin, recibido por mí, a través de la radio, en las espléndidas orquestaciones que el Niño Rivera, uno de sus más auténticos cultivadores, había escrito para el Conjunto Casino.
Lo más curioso de esta historia es que la expresión que aquel grupo de autores, instrumentistas y cantantes trajo a la vida en la década de los cuarenta en el barrio de Cayo Hueso y en otros sitios de La Habana, llegó a la generalidad de los amantes de la música, no precisamente a través de obras interpretadas con guitarra o cantadas en ese estilo suave, íntimo, característico de la forma de expresar que identificaba a sus creadores, sino a través de la radio o en los bailes, desde la poderosa sonoridad del conjunto. Los boleros, mambos y guarachas compuestos por los autores del grupo del filin entraron en nuestra sensibilidad en la medida en que fueron bailados.
Noble instrumento la guitarra, que trajo ese repertorio a un barrio lejano como el mío de la mano del sensible y generoso aficionado a quien debo la célula madre que me hacía falta para echar a andar, muchos años después, por el camino de la canción y el bolero. Solo en 1957, escuché por primera vez a alguien referirse, con más precisión, a “la gente del filin”. En las páginas del libro de Leonardo Acosta acerca del jazz en Cuba y en su hermoso trabajo dedicado a Ñico Rojas, uno de los iniciadores de esa corriente que abarcó casi todos los géneros de la música popular cubana, puede hallar el estudioso una valoración justa y una referencia confiable en torno a esta manifestación musical.
Mis salidas, en los tiempos en que estudiaba bachillerato, aparte de los bailecitos en el barrio y de algún que otro salto al cine, me llevaban a aquellos sitios donde la entrada era libre. Siempre fui estudiosa y tenía en cuenta las conferencias, conciertos y exposiciones que se ofrecían en el Lyceum, de Calzada y 8 en El Vedado. Algunos domingos asistía, junto con dos o tres amigos, a la Universidad del Aire, en el estudio de CMQ abierto al público, que daba a la calle 23. Me aficioné también a asistir, de la mano de mi vecino, el entonces novel actor Julio Batista, a funciones de teatro en la Academia de Artes Dramáticas, en unos altos de la calle 23, donde pude apreciar el despuntar de algunos talentos que, años más tarde, serían figuras de primera categoría en nuestra escena. En algún momento de mi juventud, fui asidua a la programación que presentaba el Teatro Universitario, y a las memorables puestas en la Plaza Cadenas. En un par de ocasiones me di el lujo de pagar la entrada en el nunca bien añorado Teatro Principal de la Comedia, para disfrutar las actuaciones de compañías extranjeras como las de Eugenia Zuffoli o María Fernanda Ladrón de Guevara. Me aficioné también del cine-club en la universidad e intenté asociarme a las Juventudes Musicales pero, para esto, el monedero no tuvo recursos. Nunca me aburrí; nunca me he aburrido en esta ciudad. Hoy día extraño la costumbre firme de pasarme el domingo por la tarde en el Museo de Bellas Artes. Andaba sola, pero, por eso mismo, me podía mover a mi gusto y darle sentido al tiempo sin tener que pedir parecer.
Hablo todo esto, no solo porque quienes no la vivieron desconocen aquella Habana de la cual, con frecuencia, nos ofrecen una visión limitada al letrero lumínico y al anuncio de Coca Cola; una ciudad en la que, para hablar con justicia, el letrero lumínico no tenía otra connotación que el hecho de ser solo eso.
Esa era la Habana de mediados de los cincuenta a la cual me iban dejando salir sola de noche hasta una hora prudente siendo ya estudiante universitaria y trabajando como profesora en un colegio de monjas, cuando me integré a un coro de aficionados que dirigía mi querida Cuca Rivero, con quien había tenido mi primera experiencia de canto coral en el colegio donde estudié. De regreso de uno de esos ensayos que tenían lugar en Monte y Prado, viajando en una guagua desde Prado y Neptuno hasta mi barrio de Almendares, se me salió hacia el mundo de afuera la primera de estas criaturas habaneras que son mis canciones.
Acababa de arribar yo a la mayoría de edad –me encontraba sumida en un punto de concentración que conseguía alcanzar durante los largos trayectos de regreso a casa. Era una noche fresca de verano; sentada, mirando por la ventanilla, no atinaba a fijarme en las curvas ni a escuchar el cling del cordelito que pedía al chofer la parada “en la esquina”. Nadie hablaba en voz alta en aquellas guaguas; era una mezcla de respeto e indiferencia entre los viajeros que, invariablemente, me servía para repasar temas de examen o letra y música de canciones americanas. De pronto, me vi frente a frente ante el milagro del primer alumbramiento.
La melodía y las frases se estiraban, se enroscaban, se abrazaban algo apocadas, con una mezcla de premura por salir y un miedo atroz a fragmentarse y dejarlo todo trunco. Casi media hora de camino para llegar atropelladamente a casa. Sin despertar a nadie, caminé recto-recto hasta el rincón de la guitarra, donde empecé a buscar los primeros acordes, a elegir los cruces y tomar los atajos, este sí, aquel no, lucha ahora por armar la idea, amarra entonces el sentimiento con el acorde que mejor lo deje vivir. No pienso olvidar aquel primer forcejeo. Cualquiera que me esté atendiendo, podrá intuir lo que representó semejante momento.
“Palabras” es una cubana de su tiempo. No puede prescindir de una marca rítmica típica del bolero lento bailable de aquellos años. En ella venían empaquetados todos los sonidos de La Habana que me vio llegar al mundo y sembrarme en él. En ella resuenan los cascos de caballo del carbonero, las sirenas de las fábricas y las locomotoras, el quejido metálico del tranvía que pasaba por la esquina de la Calzada de Concha y la fuerza interrogante del sonido de flauta que un anciano jamaiquino llamado Dempsey soltaba al aire todas las noches desde el llega y pon donde había armado su refugio, en los predios del Matadero.
La Habana es, para mí, los sonidos que pasan, entran y salen por su cuenta; los sonidos que decidí perseguir en cada etapa de la vida y aquellos sonidos de los que siempre tuve razones para huir sin hacerme notar o, abiertamente, despavorida. Poner oído (prestar oído) pasó a ser una ley fundamental en mi naturaleza. Así se irían afinando el cuerpo que da vida a mis canciones y la empecinada memoria que las sostiene. Nada tienen ellas que ver con los tangos que escuchaba en las voces de Hugo del Carril o Libertad Lamarque en la segunda mitad de los treinta, pero allá, por algún rincón, ellos se asoman en el sentimiento airado o en la rabia de “Palabras”. Nada tienen que ver con los danzones de Romeu, pero a partir de estos contextos habaneros se fue habilitando en mi interior una zona sensible que no ha dejado de darme señales hasta el sol de hoy y que me armó como un ser sentimental (costado de mi naturaleza que defiendo y he enarbolado sin pena a lo largo de estos sesenta años de entrega a la composición del que, más de una vez, he definido como un cancionero propio). Si digo entonces que la música duele, es por haberlo descubierto, a partes iguales, en la voz del “tenor de las Américas” y en las escalas del “mago de las teclas”. Esa viene a ser mi historia propia y verdadera.
Si pudiera devolverle algo a La Habana: un edificio, una plaza, un lugar, un monumento, una persona, ¿qué le devolvería?
Todos los cines
Nota del autor
* Esta entrevista fue también posible gracias a la colaboración del periodista Raúl Nogués, amigo de la compositora. Vaya aquí mi agradecimiento a sus empeños.