Presentación
Durante los primeros años de la década del dos mil, en La Habana, se publicó la revista de literatura Azoteas, la cual venía acompañada de un dosier –independiente del cuerpo de la revista y en forma de libro–. Su intención era dar a conocer temas y autores de otras lenguas, con énfasis en la traducción, que estaban en el interés de los lectores y, en no pocos casos, algunos de ellos aún inéditos en español. Me interesa volver a presentar una muestra de mis traducciones de “Las enfermedades mortales en la literatura”, el primer dosier, publicado en el 2006, por Azoteas. En este caso, un texto sobre epilepsia y genio literario en Dostoievski a cargo del crítico literario y eslavista francés Jacques Catteau (1935-2013).
Un epiléptico contra un mundo demasiado razonable
Flaubert fue epiléptico. Van Gogh también. ¿Se ha pensado, seriamente, si su genio se basó en la enfermedad? En el caso de Dostoievski no cabe duda. El mito está anclado profundamente en la conciencia del lector occidental, al igual que en la del ruso. Pregunten, a su alrededor, a los escritores y a los amantes que se deleitan, de buena gana, con el novelista ruso lo que significa para ellos el epíteto “¡dostoievskiano!”. Ante ellos se abren abismos desde donde suben vapores sulfurosos, olores de Lazareto y gritos histéricos. En la penumbra subterránea, perciben rostros convulsos, locos y santos, cuchillos y hachas que resplandecen, y mientras viejos libidinosos violan niñas, estudiantes huraños disertan en torno a un vaso de té frío sobre el sufrimiento universal, Dios, el Mal y los demonios. Siniestro vodevil, teatro de histeria y de exageración, inventado ¡por un epiléptico! Pirámide de mitos mórbidos por medio de la cual se complace el espíritu lineal: “el hombre inmediato”, diría el propio Dostoievski, que llama locura a lo que no puede abarcar o vivir.
Ante de intentar derribar esa pirámide, hay que excusar al lector que ha sido la víctima de una conjura extraordinaria donde la mala fe y la falsa ciencia se mezclaron a fin de edificar el mito Dostoievski. A decir verdad, el escritor es el primer culpable. Su humanidad novelesca está enferma, completa o parcialmente. Uno escupe sangre, se desdobla, muere enloquecido (sobre todo en las obras de juventud), palidecemos de repente, un grito horrible: el Alto-Mal nos aniquila; el sexo se vuelve demasiado acuciante, entonces hay que violar a la joven inocente o a la virgen arrogante; la violencia estalla, y es el hacha, el cuchillo, el revolver, el incendio… Y ya la muerte sobreviene, aunque sea alucinante como el suicidio de Kirillov, la pesadilla de Svidrigáilov o de Hippolyte o punzante como las angustias en la puesta de sol de las almas infantiles. Y cuando no se muere, cuando no se es ni un tísico ni un epiléptico ni un histérico ni un paranoico ni un esquizofrénico ni un alcohólico ni una prostituta enferma ni un pervertido sexual, se manifiesta aún un comportamiento mórbido, de un esquematismo teatral: palideces demasiado repentinas, rubores demasiado vivos, ojos demasiados brillantes, temblores o convulsiones demasiados sistemáticos, desmayos demasiados rápidos. Tal es el retrato-carga de la humanidad patológica del novelista y de sus contemporáneos, los críticos rusos Belinski, A. Grigoriev, Mikhailovski y Tkatchev, los dos últimos enemigos ideológicos de Dostoievski, que se arraigó en el público. “Héroes en la frontera de la demencia y de la inteligencia normal”, “banda de locos”, “enfermos”, “análisis de anomalías psiquiátricas del carácter del hombre y pintura del mundo interior de los enfermos mentales”, tales son las expresiones que nos trae su pluma.
Como siempre pasamos con facilidad de la humanidad mórbida y paroxística, olvidando las vertientes iluminadas, al propio novelista. Se ha rastreado su biología y se ha hecho de su obra el simple reflejo de su personaje. Le perdonamos sus tisis, en aquel entonces de moda, aunque Dostoievski muere, a los sesenta años, de hemoptisis, sin duda a consecuencias de una tuberculosis, sin embargo se le reprocha su hipersensibilidad, su carácter sombrío e irascible, su gusto por los dementes e inocentes, su epilepsia –reconocida médicamente después de su estancia en el presidio–, de sus héroes Myshkin y Smerdiakov, y de Saltykov-Shchedrin insinuó que era como “devolver su boleto a Dios” y que del Gran Inquisidor sentían “la epilepsia en las noches penosas”. El golpe decisivo fue dado en 1913 cuando se publicó la carta de su biógrafo traidor, Strakhov: “Viskovatov me contó que él [Dostoievski] presumía de haber violado en un baño público a una niña que su gobernanta le había traído”: de repente, supimos que los viejos salaces amantes de la carne fresca y los Stavrogrin y Svidrigáilov violadores de chiquillas no eran otros que el propio Dostoievski.
Con el psicoanálisis, y en particular el texto de Freud “Dostoïesvki et la mort du père”, el violador se duplicaba en ¡parricida potencial! Freud en su ensayo no hace más que completar L’Esquisse d’une psychanalyste [Esbozo de un psicoanalista] de Jolanka Neufeld que, a partir de datos biográficos de una ligereza científica asombrosa, concluía: “hemos examinado a la luz del psicoanálisis la vida y la creación de Dostoievski y encontrado los deseos que determinaron su vida y su obra. El cuadro que surgió bajo nuestros ojos es el de un muchacho un poco descuidado por la madre y sumiso al adiestramiento severo de su padre… De sus sueños nacieron sus obras. Su fundamento es la tendencia erótica, su objetivo el deseo inconsciente del incesto. La vida y la obra de Dostoievski, sus actos y sus sentimientos, su destino, todo eso se deriva del complejo de Edipo”. Freud, confesará que, a pesar de no gustarle Dostoievski, había encontrado la llave: la creación del novelista ruso se explicaba mediante la neurosis, la histero-epilpesia. Para decirlo rápidamente, con el apoyo de los neurólogos Théophile Alajouanine (recientemente desaparecido), Heni Gastaut y del psiquiatra Cyrille Koupernik: Freud se equivocó grandemente. En principio –y el gran biógrafo norteamericano de Dostoievski, Joseph Frank lo ha comprobado, piezas en mano– Freud apuntaló su demostración en informaciones inciertas y hoy contradictorias que le había facilitado el escritor Stefan Zweig: ¡no queda demostrado hoy que el padre de Dostoievski fuera asesinado por sus siervos! Pero, sobre todo, ese concepto de histero-epilepsia, forjado bajo influencias de las ideas de Charcot de las cuales Freud había seguido la enseñanza, no es ya lo admitido en nuestros días. Para la ciencia médica moderna, la neurosis no puede ser el origen de la epilepsia, y esta no puede ser confundida, en ningún caso, con la histeria.
A pesar de esta verdad, y bajo la impregnación siempre viviente de nuestros días, aparece independientemente del absurdo, las tesis de Lombroso y de la escuela patográfica alemana, que mezcla genio con locura –el genio no es más que una “variedad epiléptica de la demencia”–, las tesis más recientes de Szondi, de escritores y literatos “psicoanalizados” se han adentrado, a través de esta puerta seductora, en la asimilación del genio y de la enfermedad. Si Gide y Mauriac se muestran prudentes sobre este punto, Thomas Mann ilustra casi caricaturescamente la actitud del reverso de Dostoievski. Sigamos la progresión de su pensamiento. Primeramente, el horror sagrado: “Mi terror, un terror místico que me inclina al silencio, comienza ante la grandeza religiosa de los malditos, ante el genio-enfermedad y la enfermedad-genio, frente a ese tipo de réprobos, de desposeídos en el que santo y criminal se confunden. Después de haber hecho del sentimiento de culpabilidad y de la obsesión del crimen las consecuencias de la “enfermedad sagrada, el mal místico por excelencia”, reúne a la corte de psicoanalistas: “no sé qué piensan los neurólogos de esa enfermedad sagrada, pero en mi opinión, tiene indiscutiblemente su raíz en la vida sexual, cuyo dinamismo se manifiesta de esta forma huraña y explosiva. Es un acto sexual desviado y transfigurado, un derroche místico del cerebro, un hecho de depravación psicológica”. Y más adelante: “es cierto que su genio está ligado, de una manera estrecha, a su mal y recibe de este su matiz psicológico, su familiaridad con el crimen, lo que el Apocalipsis llama «profundidades satánicas» y, ante todo, su aptitud para sugerir el misterio de la culpa y de que surja en el segundo plano de la existencia de sus criaturas a veces temibles”. En fin, viene la confesión: “la vida no es más que una arrogancia, y se puede decir que la enfermedad fecunda, la enfermedad exime al genio”. He ahí al mito en toda su impudicia: ¡el genio de Dostoievski no tendría por fuente más que el subproducto con el cual se ha gratificado y su obra no sería más que el subproducto de una enfermedad!
Nosotros nos hemos dedicado, por otra parte, a reconstruir el verdadero expediente médico, mucho más trágico de lo que uno se imagina, al mostrar que la hiperactividad creadora de Dostoievski y su “vitalidad de gato”, como él mismo decía, le permitieron sobrepasar sus reales padecimientos, en pocas palabras, la creación se cumplió “a pesar de y pese a” la enfermedad.
En cambio, negar que la enfermedad sea un componente esencial de la obra sería absurdo. Sin embargo, para analizar cómo fue vivida y el lugar que ocupa en la obra, hay que, atrevidamente, invertir los términos: ella no determina ni moldea el genio, es el genio quien se adueña y ejerce su extraordinario poder de metamorfosis, actúa a la inversa hacia todo lo vivido, aunque sea la terrible prueba del simulacro de la ejecución, la prisión, el amor o el juego.
¿Cuál es la intención fundamental del escritor, el descubrimiento que constituye la unidad de la obra que va de Pobres gentes a Los hermanos Karamazov? Esta: el misterio del hombre se inscribe en la dialéctica trágica del deseo. “Soy el único que ha sabido poner en claro lo trágico del subsuelo que consiste en el sufrimiento, el autocastigo, la conciencia de lo mejor y la imposibilidad de lograrlo”, escribirá orgullosamente Dostoievski en 1875. Su héroe no es el superhombre sino el hombre absoluto, que encierra en su “vastedad” al universo entero, el abismo de Sodoma y el ideal de la Madona, que quiere, sueña querer y no puede cumplirse sin sufrir, destruirse o transgredir la Ley, a la vez libertador y esclavo, humillado y rebelde, investigador y creyente en Dios, “la herida y el cuchillo”, “la bofetada y la mejilla”, siempre juntas las dos.
La enfermedad, diseñadora despótica, dibuja jardines, paisajes de esta dialéctica trágica y modifica su inspiración según avance cubierta o descubierta. Enmascarada estuvo durante los tres años que siguieron al gran suceso de Pobres gentes, de 1846 a 1849. Dostoievski, que hizo un inmenso esfuerzo y publicó relato tras relato, novela tras novela, se creyó afectado por una “enfermedad extraña, moral”. Habla de hipocondría, de apatía, que alternaba con momentos de espera febril e irritada de “alguna cosa mejor”, durante las cuales cree escribir mejor, los desarreglos nerviosos, “las explosiones en el cerebro”. Está irritado, sufre de insomnios, su garganta se cierra y las pesadillas mórbidas lo acosan. Cuando duerme, tiene la impresión de una presencia cerca de él, teme estar sumergido en un sueño letárgico y deja sus notas para que no se le sepulte “antes de tres días”, se cree perseguido por sus colegas y hace escenas. Tiene crisis nerviosas, violentas cefaleas que lo hacen sentir temeroso de volverse loco. Parece estar al borde de una enfermedad mental –proceso esquizoide o formas degradadas de una epilepsia latente que le provocan fenómenos síquicos que evocan una neurosis, ¿quién lo diría?– inclinado sobre el abismo, escribe a su hermano Michel en 1847: “Ves tú, cuánto más hay en nosotros de espíritu y de contenido interior, más bello es nuestro pedazo de vida. Desde luego terrible es la disonancia, terrible el desequilibrio que nos presenta la sociedad. Es necesario que el exterior sea equilibrado por el interior. De lo contrario, al abstraerse de los fenómenos exteriores, el interior toma ventaja peligrosamente. Los nervios y la imaginación toman demasiado lugar dentro del ser. Todo fenómeno exterior, a falta de habituarse, parece colosal y en cierto sentido espantoso. Uno coge miedo de la vida”. Y, de hecho, sus héroes de entonces, Goliadkin de El doble, Projarchin, Shumkov de Un corazón débil, Efimov en Niétotchka Nezvánova, Orynov de La patrona, tienen miedo de la vida: se desdoblan en perseguidores-perseguidos, renuncian a su felicidad o a su arte y se hunden en la demencia, seres frágiles y machacados por la dialéctica trágica del deseo. Esta queda en el centro de la creación, pero la enfermedad vivida se adueña de las premisas y de las conclusiones y construye un paisaje casi psiquiátrico. Aceptando su rostro oscuro, Dostoievski creó figuras extrañas, más allá o más acá del neurótico, para resaltar el fondo común del misterio humano, es decir, “que se vuelve hacia lo patológico o lo normal”, la trágica dialéctica del deseo. Lo mórbido no es más que la “figura literaria del fracaso del sueño.”
Curiosamente, luego de la detención, el proceso, el cruel simulacro de ejecución durante el cual el condenado quedó perfectamente dueño de sí –¿dónde está la histeria de Freud?–, después de las grandes crisis de epilepsia debidamente constatadas en el presidio, Dostoievski se declaró curado de esta enfermedad misteriosa, de esta “hipocondría” que lo conducía “a deformar los hechos más ordinarios y a darles otro aspecto y otra dimensión”. Lo escribe y lo repite. ¿Acaso no es extraño que, en Siberia, fuese declarado curado de esta primera enfermedad, en la época donde precisamente no había ya dudas sobre la segunda, la epilepsia que le valdría unas cuatrocientas crisis hasta 1881, a un ritmo promedio de una al mes? Qué importa que esta epilepsia sea una epilepsia del lóbulo temporal izquierdo (según Alajouanine) o una epilepsia generalizada de primer grado (según Gastaut), terrible azote que le obstaculiza en el plano de la creación, el novelista hará su cosecha. Identificada, estudiada, vencida, la epilepsia entra con rostro descubierto en las novelas y aniquila a Nelly en Humillados y ofendidos, el príncipe Myshkin en El idiota, Smerdiakov en Los hermanos Karamazov. Ella no santifica: privilegiando a Myshkin, nos olvidamos demasiado del drama de Nelly, del asesinato y del suicidio de Smerdiakov. Ella sirve a la acción y a los propósitos luminosos o negros, domesticados al fin. Las descripciones de Dostoievski, que han provocado la admiración de los médicos por su precisión clínica, no deben obnubilar el análisis: el novelista no hace de la crisis de epilepsia más que un elemento entre otros de la orquestación dramática. Cuando Rogozhin levanta su cuchillo sobre Myshkin, todo es tenebroso: tinieblas del crimen, oscuridad de la escalera, nubarrones de tempestad, tinieblas de la conciencia fulminada de Myshkin. Más aún, el escritor consigue inyectar significación, mezclándola con la acción novelesca, en los comportamientos precríticos o poscríticos que están dentro de la realidad, independientes de la voluntad del enfermo. Llevará la audacia hasta conferir a sus héroes no epilépticos, Kirílov y Stavroguin de Los demonios, sentimientos o comportamientos de epilépticos hasta el extremo de su violencia, su poder de paroxismo –misterio del cual ella está investida–, sirve a la dramatización, de igual forma que los gestos finales ponen a prueba el crimen, la violación y el sacrificio.
La prodigiosa teatralidad del arte de Dostoievski no nace de la enfermedad, sino que recibe de esta su coloración. En las grandes novelas, la acción se desarrolla en una curva ascendente igual que en una sierra dentada.
En tiempos muertos y sombríos, períodos durante los cuales se trama el acontecimiento, se desarrollan conflictos y la voz de los héroes se desliza entre las misteriosas voces de la multitud, ocurren explosiones paroxísticas que estallan de repente en tormentas. Desde luego la incandescencia febril del verbo, la descarga brutal de la acción en escenas de una alta tensión no pueden ser reducidas a un mimetismo de escritura, de crisis epiléptica pero su contenido paroxístico indica que en el escritor hay una inclinación secreta por la forma “noble” de la exageración: el exceso estético que es la figura realizada de “lo que sobrepasa la medida” y, por consiguiente, va más profundamente. Es la explosión, el grito que descubre la verdad. ¿No es singular que otro creador, también epiléptico, haya acentuado –y mencionando, precisamente, a Dostoievski– la relación estrecha entre exceso y gravedad? He aquí lo que escribe Van Gogh a su hermano Théo, el 10 de septiembre de 1888: “la idea del Sembrador, siempre me obsesiona. Los estudios exagerados como el Sembrador, y ahora el Café de noche me parecen atrozmente feos y de malas costumbres, pero cuando estoy emocionado por cualquier cosa, como con este pequeño artículo sobre Dostoievski, entonces son los únicos que me parecen que tienen una significación más grave”.
Escritor del hombre total, Dostoievski está persuadido de la necesaria fusión de lo patológico y de lo normal en lo real. Para él, como para los escritores que van desde Thomas de Quincey a Henri Michaux, no hay antinomias entre lo normal y lo anormal, no hay más que la complementariedad entre lo normal y lo supranormal. Los fenómenos patológicos abren, ellos también, las puertas del misterio humano. Svidrigáilov tiene una ocurrencia que habla ampliamente sobre este punto: “reconozco que solo los enfermos tienen apariciones, pero esto prueba solamente que las apariciones no pueden presentarse más que en enfermos, y no que esas apariciones no existan por sí mismas”. La epilepsia hizo que penetrara Dostoievski y sus héroes en otros mundos, inaccesibles al hombre sano. Dos ejemplos bastarán, uno luminoso, el otro, sombrío y nocturno. Dostoievski siempre creyó en Cristo, pero su fe en Dios pasaba por eclipses. Pues, he ahí que “el aura” extática que experimentaba antes de sus crisis, según los testimonios de Strakhov y de Kovalevskaia, y que revivió a través Myshkin en El idiota e igualmente con Kiríllov en Los demonios, le permiten, sin pasar por lo discursivo, adherirse espontáneamente a Dios, entrar en comunión con la armonía universal, percibir “sensorialmente” la eternidad, alcanzar en “el colmo de la armonía y de la belleza, entregando en un grado inaudito, insospechable, un sentimiento de plenitud, de medida, de calma y de fusión en una oración exaltada con la más alta síntesis de la vida”.
Otra revelación, más dolorosa, Dostoievski, dentro de toda su obra desarrolló el tema de la culpabilidad: “Somos todos culpables”. Pues he aquí que la epilepsia, en esa fase poscrítica, en esas horas en las que reconstituía penosamente su percepción, su palabra, su memoria, le permiten vivir un “terror místico” y un obsesivo sentimiento de culpabilidad que le daba la impresión “de haber, por su culpa, perdido y enterrado el ser más querido del mundo”. La epilepsia no inventa de ningún modo la idea de Dios o el complejo de culpabilidad, pero ella castiga, revela por medio de lo vivido lo que el novelista adivina en lo real, sin poder retenerlo. El genio de Dostoievski está en haber hecho –a partir de la epilepsia– una experiencia privilegiada, una vía de conocimiento.
En fin, como para desafiar a los que lo acusarán de ser un escritor de lo patológico, Dostoievski hará de la enfermedad –ya no de la epilepsia, sino de la crisis de fe, el dolor de muelas, el sufrimiento físico en general– una “metáfora” de otra enfermedad, que afirma está en la naturaleza del hombre, que lo constituye incluso, aquella de la hiperconciencia, la que no existe sin el deseo, el querer y el sufrimiento, la que perturba y sumerge al hombre en la “verdadera vida”. Sin ella, somos recién-nacidos, clama el héroe de Memorias del subsuelo sin esa demasiada consciencia que desgarra al hombre del subsuelo, que desdobla a Goliadkin en El doble, que se llama “vastedad” del alma para los Versilov y Karamázov, el ser se diluye en la inercia de una falsa salud espiritual. La conciencia aguda y atormentada es enfermedad, pero divina enfermedad, trágica enfermedad, “gran sufrimiento y gran voluptuosidad”, grandeza del hombre. La metáfora paradójica de Dostoievski ha suscitado y suscita aún la burla, explica, en parte, que se ha hecho derivar su genio de la enfermedad. Dejemos al novelista de El idiota y de Los demonios responder con otra paradoja, él, a quien un crítico que reprochaba su “debilidad por las manifestaciones patológicas de la voluntad”, le dice: “En cuanto a mi debilidad por las manifestaciones patológicas de la voluntad yo les diré que efectivamente algunas veces he tenido éxito –al parecer, en mis novelas y relatos– en “desenmascarar” a aquellos que se creen santos y, por el contrario, les demuestro que están enfermos. ¿Saben ustedes que hay una gran cantidad de gente que están enfermos, precisamente, de su salud, es decir, de su desmesurada certeza de ser gentes normales?”
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