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‘Exodus 94’ de Willy Castellanos: la pira (o la retirada de la metáfora)

Las fotografías que tomó Willy Castellanos de la Crisis de los Balseros son emocional y políticamente perturbadoras y muestran una realidad trastornada y estresante, que en aquel momento estaba al borde de la violencia.

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Era cerca del mediodía cuando salí con algunos compañeros en una camioneta a recoger unas obras de la Bienal de La Habana que estaban expuestas en la Sala de Exposiciones de La Cabaña. Pasamos bordeando el castillo de La Fuerza y vimos una multitud inusual en la explanada. Preguntamos qué estaba pasando y un negro flaco y alto respondió gesticulando con nerviosismo: “La pira, asere, la pira”. Era el 5 de agosto de 1994. Horas después las calles de La Habana serían el escenario de una protesta sui generis en todo el medio siglo de gobierno de Fidel Castro.

La violenta protesta conocida como el Maleconazo fue uno de los detonadores para que por unas semanas el gobierno cubano dejara de perseguir a las personas que intentaban llegar a La Florida en balsas y botes construidos en sus propias casas. Por primera vez, el hecho de construir una balsa y usarla para irse a Estados Unidos no era un acto clandestino y aislado, sino público y colectivo. Viendo las fotografías de Willy Castellanos pudiera pensarse que a ese carácter público y abierto del éxodo correspondió una documentación fotográfica ejercida con la misma libertad, pero lo cierto es que los medios oficiales en Cuba nunca publicaron imágenes de los balseros y hasta el momento no existe una compilación tan rigurosa como la que se presenta ahora en este libro.[1]

En el verano de 1994 Willy Castellanos era un joven fotógrafo, recién graduado como historiador del arte en la Universidad de La Habana, con una tesis sobre el desnudo fotográfico en Cuba, que constituía entonces uno de los pocos aportes académicos a las reflexiones sobre el tema. Su investigación lo había llevado a relacionarse con algunos de los autores más importantes de su generación, como Marta María Pérez, René Peña o Juan Carlos Alom. Su sensibilidad estética y su educación reforzaron su afinidad con la fotografía artística, pero siempre mantuvo una vocación por la fotografía documental. Esa vocación fue la que afloró cuando se decidió a fotografiar la llamada Crisis de los Balseros.

Sus fotografías de aquellos acontecimientos no fueron encargadas por ninguna agencia internacional ni por alguna institución del gobierno cubano. Su acercamiento a los hechos partió de una motivación tan personal como profesional. No representó la imagen de “los otros”, en el sentido en que lo hace generalmente el fotoperiodismo o la fotografía de corte antropológico. Fotografiar ese éxodo masivo era una forma de participación. Willy Castellanos sabía que lo que estaba fotografiando no era algo que involucraba solamente a los que se iban, sino que también afectaba a quienes se quedaban. En el fondo, aquello era también una premonición de su propia partida. Tal vez de ahí adquieren sus fotos tanta capacidad de conmoción.

Las fotografías que tomó Willy Castellanos son emocional y políticamente perturbadoras y muestran una realidad trastornada y estresante, que en aquel momento estaba al borde de la violencia. Por otra parte, son fotos que no dejan de expresar cierta melancolía, pues fueron tomadas desde el lado de los que se quedaron y trasmiten ese sentimiento de pérdida tan generalizado a mediados de la década de los noventa, dentro de una sociedad que se desmembraba en la migración.

Una lectura de estas fotografías debe atender a la importancia histórica y al significado político de los eventos fotografiados, pero también hay que señalar la relevancia que tiene este proyecto en un momento específico de la historia de la fotografía cubana. Durante la década de los noventa, la fotografía cubana comenzaba a llamar la atención por una tendencia que implementaba gestos inéditos de evasión y subversión del orden lingüístico impuesto desde el poder. Esa tendencia, que por entonces empezaba a ser calificada como “metafórica”,[2] se expresaba mediante representaciones que aludían de manera indirecta a situaciones sociales, detonando imágenes (más que conceptos) que circulaban en el imaginario colectivo. Lo importante en la representación no era lo explícito, sino lo omitido, que llegaba al significado por una vía parabólica. Así, más que ratificar un estado de lo real –misión atribuida tradicionalmente al documento fotográfico– esas fotografías insertaban en el acto mismo de la representación la desconfianza ante cualquier discurso sobre la realidad.

La fotografía metafórica propiciaba entonces una revisión del concepto de documento, no solo gracias a su complejidad semiótica, sino también por medio de la manipulación tecnológica, y la renovación conceptual y temática a las que venía asociada. Tal vez la obra emblemática de esa tendencia es la serie Aguas baldías, de Manuel Piña, realizada igualmente en 1994 y exhibida en los muros de La Cabaña durante la Bienal de La Habana. Las fotografías de esa serie tienen como escenario el malecón habanero y tienen como pretexto (o prototexto, diríamos en términos semióticos) la poesía de T. S. Eliot, pero mantienen en su “horizonte” de significados el deseo de la fuga y la ansiedad del sujeto ante la posibilidad de transgredir los límites de un territorio convertido en abstracción. No es extraño que la foto de un muchacho saltando desde el muro hacia el mar se convirtiera en la más llamativa de esa serie y en una especie de icono de la fotografía cubana postdocumentalista.[3]

Las fotos de Exodus 94 están en el extremo opuesto de ese proyecto de Manuel Piña, hasta el punto en que presiento que con la publicación de este libro se cierra un ciclo que permitirá comprender mejor la diversidad con que se expresaba hace dos décadas la relación de la fotografía contemporánea con el campo de lo documental. Este trabajo de Willy Castellanos no basa su funcionalidad estética en el recurso de la metáfora y no pasa su sentido contestatario por el filtro de una polisemia legitimada desde el campo artístico, pues ante todo es un proyecto documental, basado en una fotografía directa, cuya capacidad de subversión radica en el hecho de que sustrae al documento de las funciones ideológico-utilitarias a las cuales lo había subordinado el control estatal sobre lo imaginario.

Si en algún momento he hablado de nuevo documentalismo o postdocumentalismo refiriéndome básicamente a aquella fotografía metafórica es porque durante mucho tiempo parecía que la metáfora era la única manera de hacer una fotografía al margen de los modelos de representación oficiales, capaz de criticar la adscripción del documento a un limitado campo de la realidad y de la representación. Ahora creo que, si una práctica fotográfica merece la denominación de postdocumentalista en el contexto cubano, es precisamente la que asumió Willy Castellanos en aquel verano de 1994. Y es porque parece resultar de la evolución del documentalismo para subvertir su propio programa. Las fotografías de Willy Castellanos son postdocumentales porque ante todo son documentales: se sostienen desde una retirada de la metáfora, marcando su distancia respecto al discurso hegemónico sin renunciar a la constitución realista del hecho fotográfico. Pero aquí no es solo importante ese origen realista –que señala una relación de “cercanía” entre el dispositivo fotográfico y la realidad– sino su consecuencia: una manera directa de construir el discurso sobre la relación entre el dispositivo fotográfico y la realidad, alternativa tanto a la noción de “realidad” autorizada por el poder, como a la definición funcional del dispositivo fotográfico, también generada en la reiteración de las representaciones del poder. Con esto, las fotografías de Willy Castellanos se apartan tanto del programa de la fotografía metafórica como del programa del documentalismo oficial y sus derivaciones protopoéticas.

Hoy día resulta mucho más fácil entender ese desplazamiento conceptual si atendemos a la fotografía documental que realizan los periodistas independientes y los blogueros en Cuba. Esas prácticas, que buscan contestar y denunciar las expresiones represivas y ya decadentes del poder político, no pretenden justificarse con un programa estético-artístico y ni siquiera se basan en un control estricto del programa técnico-formal del dispositivo fotográfico (y en eso se distancian incluso del trabajo de Willy Castellanos). Su eficiencia discursiva y su radicalidad se basan justamente en su carácter documental. Y su potencialidad simbólica depende más del contexto de lectura que de una precisa intención autoral. Incluso la noción de “autor” es susceptible de disolverse aquí, como parte de un proceso de reblandecimiento de la subjetividad asociada al aparato fotográfico.[4]

Es interesante que el libro Exodus comienza con dos fotografías que parecen contradecirme. Primero, porque evidentemente no fueron tomadas en el verano de 1994. Y segundo, porque son las únicas fotos incluidas en este conjunto que claramente se afilian a esa tendencia metafórica que dominaba el ambiente de la fotografía artística durante la década de los noventa. Las menciono, no solamente por aquello de que la excepción confirma la regla, sino porque juegan un rol fundamental para crear una atmósfera o dar un tono que en el desarrollo del libro es retado por el resto del conjunto.

Una de esas fotos es especialmente significativa. Muestra una bicicleta en primer plano, teniendo como fondo el malecón habanero, donde rompen fuertemente las olas del invierno, con el agua desbordándose casi hasta donde está la bicicleta. La escena está basada en dos de los iconos recurrentes en el imaginario fotográfico de la década de los noventa en Cuba: la bicicleta, un símbolo de la drástica depauperación de las condiciones de vida de los cubanos durante el llamado Período Especial, y el malecón, otro símbolo persistente y que cada vez se iba cargando más de connotaciones político-poéticas: la frontera, el espacio de la fuga, el ámbito de la libertad y el riesgo.

Reunir esas dos imágenes en la misma fotografía demuestra una clara intención de elaborar un discurso sobre una situación social a partir de un tratamiento afectivo de una situación espacial. La fuerza de las olas y la densidad del cielo son esos elementos espaciales que aquí se vuelven dramáticos. La soledad de la bicicleta tiene a su vez un matiz psicológico que busca dar un toque enigmático a la fotografía. El agua que desborda sus propios límites nos confronta con la imagen de un territorio cuyas fronteras no están definidas. La presencia de esta fotografía como preámbulo del libro revelaría entonces la intención de abrirse al tema del éxodo de una manera no explícita, sino alegórica (de hecho, es una de las pocas fotos del libro donde no aparece ninguna persona) y, a diferencia del resto de la serie, no nos confronta tanto a un documento del éxodo, como a una reelaboración poética de la ausencia y de la soledad en un contexto dramático y violento.

Ese matiz emocional, afectivo y psicológico es el que Willy Castellanos busca como contexto para la lectura de las fotografías que tomó en agosto de 1994. Para reconciliarnos con esa idea debemos aceptar que lo afectivo no es antagónico de lo documental. De hecho, considero que la efectividad comunicativa de todo documento se realiza en su dimensión estética y que esa dimensión estética funciona indiscutiblemente por medio de la asimilación de la imagen (documental o no) dentro del universo afectivo del espectador. De ahí la importancia que tiene la memoria, como clave afectiva, más que cognoscitiva, en el funcionamiento de todo documento fotográfico.

Esa apuesta por lo afectivo se aprecia en la obra de Willy Castellanos sobre todo en la representación de los espacios, pues algunas de las imágenes más llamativas son paisajísticas y se atienen a esa retórica del espacio inmenso, de la soledad del ser humano frente al mar, de la fragilidad de la persona ante el viaje. Las fotos hechas a la orilla del mar nos hacen ver la intensidad de cada evento y también nos hacen intuir el lado íntimo, absolutamente personal del dolor, de la pérdida, de la incertidumbre y del miedo. Las escenas nocturnas muestran el mar como un espacio ominoso. Las luces del atardecer crean reflejos que endurecen los planos. A veces los cielos son grises, las atmósferas pesadas. Otras escenas tienen un aire solemne y ceremonial, que permite intuir incluso una cierta religiosidad en su desarrollo.

Y, sin embargo, esas fotografías tienen todas un tono muy distinto a la imagen que introduce el libro. Si en la foto de la bicicleta, el drama parece en gran medida puesto en escena por el propio fotógrafo (algo que evidencia una cierta voluntad performática indisociable de la estrategia de la metáfora), en el resto de las fotografías el drama parece seguir un cauce propio, buscar una expresión propia y merecer incluso su propio coto de significado. Lo que hay que apreciar entonces en la mayoría de las fotografías de Exodus es la manera en que el fotógrafo capta el dramatismo de la situación como algo que antecede –y que sobrevive– a la retórica del lenguaje fotográfico.

Este es el típico caso en que lo fotografiado adquiere mayor vitalidad en la imagen en la medida que el fotógrafo interviene menos. Y no estoy hablando de una mirada neutral, porque eso ni siquiera existe. Estoy hablando de un ligero –casi imperceptible– desplazamiento del autor a favor de la dinámica propia de lo fotografiado. En lo mejor de la fotografía documental podemos encontrar ejemplos de esos desplazamientos que no responden a un afán de objetividad, como a menudo se interpreta, sino a una manera efectiva de equilibrar las diferentes subjetividades que intervienen en el acto fotográfico.

Mirando estas fotos me siento más tentado a interrogar que a interpretar. Me siento inducido a buscar un sentido a lo que está pasando frente a mis ojos. Y en eso influye mucho la peculiar manera en que el autor ha ido configurando la narratividad de este proyecto, por medio de secuencias que desarrollan el mismo itinerario –desde los límites de lo doméstico (el espacio privado de los individuos) hasta el mar (espacio asocial, espacio puro), pasando por el espacio social y político de la calle–, y en las cuales cada fotografía parece aislarse momentáneamente como un punto de interrogación sobre el conjunto.

A propósito, pienso en una secuencia donde también aparecen bicicletas. Pero aquí las bicicletas no son una metáfora melancólica frente al mar. Son el medio de transporte para llevar una larga embarcación. En la primera foto, el grupo de futuros navegantes está llevando la balsa sobre las bicicletas. En la segunda foto, las bicicletas son conducidas por algunos sujetos, mientras otros cargan la balsa sobre sus hombros. En la siguiente imagen, ya no aparecen ni la balsa ni los hombres. Hay un grupo de gente agitada en segundo plano y dos mujeres en el primer plano, con esa luz baja del atardecer pegándoles en el rostro, con una expresión de tensión y angustia. Le sigue otra foto donde una mujer llora tapándose el rostro. Al fondo se ve la rueda de una bicicleta.

La mujer que llora en la última foto es la misma que se lleva la mano a la boca, crispada, en la foto anterior. Y aunque la bicicleta de la última foto no es una de las que se usaron para transportar la balsa, las cuatro imágenes están conectadas con un ritmo propio. Y ese ritmo anuncia tanto el tempo de la secuencia, como la patética atemporalidad –el lapso– en que parece sumirse cada fotografía por separado.

En ese lapso, los individuos se desdibujan y pasan a formar parte de una identidad abstracta, una humanidad atrapada en lo absurdo, que se afana alrededor de unas tablas y unas llantas infladas, que puja y suda subiendo un armatoste a un carro viejo, que se esfuerza para hacer flotar unos artefactos destinados al naufragio o que pelean por abordar un esperpento flotante.

Ese sentido de lo absurdo es el mismo que enfrentamos siempre ante una catástrofe. De hecho, lo que me perturba en estas fotografías de Willy Castellanos es la representación del éxodo como catástrofe. Y lo que me admira es la capacidad del fotógrafo para captar la dimensión estética y simbólica de la catástrofe.

Esa fuga masiva se estaba dando en el terreno de lo imaginario antes de darse en la práctica. Así que el fotógrafo partió de trabajar con una circunstancia en la que los límites entre imaginación y realidad eran difusos de antemano, pero se guardó bien de coquetear con una estética de realismo mágico. Por ejemplo, la escena nocturna, en la que un grupo de personas forcejea alrededor de una balsa, tiene un intenso aire de irrealidad, acentuado por el fuerte contraste que provoca la luz del flash y el ritmo cinético que genera la secuencia de cuatro fotos. Pero ahí no hay misterio. Lo que transmiten las fotos es el nivel de irracionalidad y de vacío en el que parecen estar atrapados todos los sujetos fotografiados.

El fotógrafo no podía anticipar ese vacío. Y los participantes en el evento no podían siquiera intuirlo. Ellos simplemente se iban. Y eso, en el contexto cubano es importante, porque el acto de irse, aunque ha sido muy dramatizado, poco a poco ha ido convirtiéndose en una especie de fantasía cuya realidad nunca se capta totalmente. Es algo que parece estar más allá de la realidad y de la voluntad.

Para captar el sentido (o el sin sentido) de esos acontecimientos no basta con ver los rostros de los que se van; es necesario también ver los rostros de los que se quedan. Aunque esas fotos no son estrictamente retratos, hay caras, miradas y expresiones en las que se llena el significado de las escenas. Y es que lo verdaderamente intrigante en estas fotografías son los seres humanos. En última instancia las conmociones históricas adquieren plenitud como interrogaciones sobre las personas. Y Willy Castellanos logra transmitir la dimensión histórica y política de lo que fotografió precisamente llamando la atención sobre los sujetos.

Uno de los elementos conceptuales más estimulantes que he encontrado en este ensayo de Willy Castellanos es que incita a replantearse la noción de documento en el contexto de la fotografía cubana, desde una dimensión política (en términos del cuestionamiento del orden hegemónico de la representación) y no solo desde una perspectiva estética o epistemológica. Sería estéril seguir insistiendo en una definición del documentalismo cubano a partir de la relación de la imagen con la realidad cuando lo que está en juego es la relación de la imagen con el poder.

Aquí la contradicción con el poder está implícita en el propio acto fotográfico, que da visibilidad a unos sujetos y unos acontecimientos que fueron omitidos de las representaciones oficiales. Pero la confrontación se expresa también en el discurso que revela –y que sobre todo legitima– a esos sujetos como personas, al contrario del discurso oficial que los despersonaliza y los vilipendia.

Como todo documento, estas fotografías certifican el nivel de realidad de los acontecimientos fotografiados, pero también presentan esa realidad con una dimensión simbólica que el poder sólo reserva para sus propias representaciones (las imágenes de estos cubanos saliendo de La Habana en 1994 tienen tanto de épico como las imágenes de los guerrilleros fidelistas entrando a La Habana en 1959; la mirada de esa muchacha sentada en la orilla de una balsa significa más para la historia de Cuba que la mirada de Guevara en la famosa fotografía de Korda). Y en términos más concretos revelan una dinámica social que no puede ser absorbida por el discurso populista. Porque, digamos ¿Dónde estaba el “pueblo” en ese momento? ¿Escenificando su apoyo al poder en la televisión o fabricando balsas que no aparecían en los noticieros y despidiendo a los que se iban? ¿El aire de marginalidad que tienen muchos de los sujetos que aparecen en estas fotografías los excluye de la noción de pueblo?

En realidad, a la luz de estas fotos es más fácil asociar el concepto de pueblo a esa imagen tan impactante que ofrece Ernesto Laclau: la construcción discursiva del vacío. Y el vacío se detecta en el discurso del poder, pero se detecta en el poder mismo, que sólo adquiere realidad en el discurso. Por eso, más que un vacío de poder, las fotografías de Willy Castellanos reflejan la condición del poder como vacío, como ausencia omnipresente, como vacuidad aplastante.

Al final de mi ensayo sobre la fotografía metafórica, que he citado aquí, yo sugería: “Es posible que un sector de la fotografía cubana contemporánea termine cumpliendo esa misma función narrativa, en parte documental y en parte mitificadora, que cumplió la fotografía de los años sesenta y setenta. Quiero decir que pudiera, si no confiar en ella, al menos utilizar la fotografía como referencia para conocer la historia cubana de estos años.”[5] En aquel momento decía eso esperando que una lectura transversal de la fotografía metafórica pudiera conducir a una reconstrucción de la historia desde los fragmentos de lo imaginario. Ahora esa intuición puede ratificarse con las fotografías de Willy Castellanos, sin necesidad de recurrir a los sinuosos procedimientos de lectura que se imponen desde la metáfora. No significa que deba confiar plenamente en estas imágenes, pero lo más importante es que estas imágenes me ayudan a confiar en mi propia posición ante la historia.


* Este texto de 2011 forma parte del libro Willy Castellanos: Exodus; Alternate Documents (1994-2024), publicado por Aluna Art Foundation, para la exposición homónima curada por Adriana Herrera y que se inaugura este 26 de septiembre en la Annex Gallery, Cincinnati, como parte de Fotofocus Biennial Backstories.

Notas:

[1] En el mismo año 1994 se editó un número de la prestigiosa revista Aperture, dedicado a la fotografía cubana. En la portada aparecía una fotografía de balseros, tomada por Adalberto Roque (fotógrafo cubano de la agencia AFP), de cuyo reportaje se incluían otra media docena de fotos en el interior de la revista. Las imágenes de Roque son pictóricas, estáticas, apacibles y hacen gala de una exaltación del color y del dispositivo técnico-formal. En general parecen totalmente aisladas y ajenas al contexto social en que ocurrían los hechos. En coherencia con esa sofisticación visual, el texto que escribe el fotógrafo es en algunos pasajes un eco de la versión oficial de los acontecimientos.

[2] Cfr. Juan Antonio Molina: “La marca de su cicatriz. Historia y metáfora en la fotografía cubana contemporánea”, Quinto Coloquio Latinoamericano de Fotografía, CONACULTA/Centro de la Imagen, México DF. 1996. En ese ensayo planteaba: “la fotografía metafórica contiene un impulso evasivo, un modo peculiar de enmascaramiento que le permite actuar dentro del sistema, sorteando las presiones de coerción y censura. La fotografía metafórica es contestataria porque su propia lógica es de oposición a las instancias que controlan la información sobre lo real, y que definen esa información como lo real en sí; al mismo tiempo, el fotógrafo recurre a la metáfora para viabilizar una intención contestataria que debe actuar dentro del sistema y no contra el sistema”.

[3] En 1996, yo calificaba esa serie de Manuel Piña como “una parábola sobre la libertad y el instinto de transgresión” que “se enmascara como una simple referencia a la sicología de lo insular, de la cual, según el autor, es un atributo significativo la tentación de los grandes espacios” (Juan Antonio Molina: “La marca de su cicatriz. Historia y metáfora en la fotografía cubana contemporánea”, ed. cit.).

[4] Mientras escribo esto se anuncia que el Festival PhotoEspaña, en su edición del año 2011, dedicará espacio a una exposición con fotografías tomadas por la bloguera cubana Yoani Sánchez, en las que retrata a los policías que la vigilan cotidianamente. Eso habla del interés que empiezan a despertar esas prácticas fotográficas en un sector de la crítica y la curaduría contemporáneas. Ya antes he calificado esas fotos como “una puesta en práctica de la función política que cumple la fotografía documental en el mundo contemporáneo, cuando se usa para denunciar los abusos del poder estatal, para testimoniar las dinámicas sociales desde posiciones de resistencia, o para dar visibilidad a grupos y sectores sociales marginados” (Cfr. Juan Antonio Molina: “El índice fotográfico y el imaginario de la vigilancia en Cuba”, Después de la rebelión (publicación digital), 16 de noviembre de 2009). Puede decirse en general que cualquier transgresión de los códigos de la fotografía documental los hace más versátiles, flexibles y frágiles. Willy Castellanos está lidiando con códigos que determinan, no solo la función documental de la imagen, sino el discurso político al que debe subordinarse esa función en el contexto de la sociedad cubana. Aunque hace fotos documentales, el sistema se negaría a aceptarlas como documentos. En ese sentido la subjetividad (la ideología) que el sistema implantó en el código fotográfico se ve erosionada y reblandecida. Pierde autoridad y consistencia.

[5] Cfr. Juan Antonio Molina: “La marca de su cicatriz. Historia y metáfora en la fotografía cubana contemporánea”, ed. cit.

JUAN ANTONIO MOLINA
JUAN ANTONIO MOLINA
Juan Antonio Molina (La Habana, 1965). Curador y crítico de arte. Es licenciado en Historia del Arte por la Universidad de La Habana. Trabajó como curador de la Bienal de La Habana y curador de la Fototeca Nacional de Cuba. Durante cuatro años fue profesor de la Facultad de Artes Plásticas de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos en México. Ha fungido como curador de importantes exposiciones en diferentes países. Actualmente dirige Página en blando, proyecto curatorial de vocación pedagógica, dirigido a estudiantes de fotografía en América Latina.

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