Vivimos obsesionados por compartirlo todo: ideas e imágenes, selfis y memes, proyectos sesudos y frivolidades, direcciones y destinos turísticos, la manicura y el bostezo, bacanales y recogimientos, guerras y abusos, denuncias políticas y proclamas contra gobiernos, odios y likes, millones de likes…
En esa exhibición sin límite, multiplicada exponencialmente por las redes, el arte de copiar ha perdido la categoría –y el escarnio– que pudo tener en otros tiempos. Copiar se ha convertido en una actividad cotidiana, casi una necesidad fisiológica. Así que no tiene mucho sentido que siempre le endosemos una magnitud artística.
Llámalo apropiación y olvida plagio o hurto. En el mejor de los casos, llámalo criptomnesia y justifica tus réplicas con ese archivo escondido en la memoria que no sabes cuándo ni donde lo adquiriste, pero te aflora en el momento menos pensado hasta que acabas relanzándolo como cosecha propia.
Olvídate de aquella angustia de las influencias que atormentaba a poetas, narradores o artistas, según Harold Bloom. Ahora, como ha visto Jonathan Lethem, subsistimos extasiados por ellas, hasta el punto de que su uso y abuso ha conseguido difuminar cualquier atisbo de originalidad. Lethem se atrevió, incluso, a demostrarlo en un libro escrito con frases robadas.
Eso sí, para dar ejemplo, el novelista de Brooklyn colgó su libro —Contra la originalidad— en Internet. Una especie de hipertexto muy bien armado en el que no deja títere con cabeza –Vladimir Nabokov o Bob Dylan, Muddy Waters o el mismísimo Shakespeare– y donde glosa la historia de la literatura como el cúmulo de una serie de copias, traducciones, robos o modificaciones repetidas época tras época.
Una operación parecida a la que realizó el cineasta y escritor Adam Curtis, esta vez con un concepto, “hipernormalización”, que da título a su famoso documental (HyperNormalisation, 2016) sobre la crisis financiera de 2008 y las concomitancias de las élites capitalistas con satrapías diversas de este mundo. Pues bien, la hipernormalización es un concepto que le debemos al sociólogo ruso Alexei Yurchak y no fue concebido, precisamente, para explicar la crisis capitalista sino la que tuvo lugar en el comunismo tardío y acabó con el desplome de ese sistema. Hasta donde sé, hipernormalización es el único término capaz de definir las crisis respectivas de los dos sistemas antagónicos del siglo XX. (Yurchak lo desarrolla en un libro extraordinario, Todo era para siempre hasta que dejó de existir. La última generación soviética, editado recientemente en España y Argentina por Clave Intelectual / Siglo XXI.)
¿Copió Curtis a un desconocido sociólogo, crecido y formado en el Leningrado soviético? Sí. ¿Puede ser considerado arte su documental pese a esta copia? También.
Como Lethem con su libro, Curtis pone a disposición de todo el mundo su film en Internet. Aún más, se resiste a aparecer como director, dado que él se limita a compilar y organizar un material que ha sustraído de la superficie abierta de los medios.
Estos ejemplos indican una o múltiples copias, solo que, en ambos casos, el arte de copiar viene acompañado por el arte de regalar, de devolver lo sustraído y de negarle o limitarle plusvalía a lo usurpado. Si esto es así, es porque se trata de autores que entienden el arte como un don, en el sentido primigenio de talento innato, pero también en el sentido más contemporáneo y público de donar. A la manera de Lewis Hyde, el arte de copiar vendría acoplado a su cara B, que no es otra que la del arte de regalar. Ya que vas a copiar, al menos léganos algo. Porque el arte de copiar, como intuye Hyde, lleva implícito el agradecimiento, un vínculo directo con la creación previa de la que extraes tu material y con aquellas personas que recibirán el resultado de esa digestión.
En ese recibir y donar, Hyde nos habla de la herencia de los muertos y de un cierto sentido de propiedad femenina, a la vez que arremete contra el mercantilismo. Es posible añadir que ese regalo implícito en el arte de copiar habita, aunque sea temporalmente, en un islote al margen del mercado y del Estado. Al estilo de esos cuentos populares del siglo XIX, convertidos mas tarde, como una cadena de favores, en los “sueños colectivos” de tiempos posteriores.
Entre la copia, el arte y el regalo se explaya una utopía posible para estos tiempos en los que se nos conmina, sin descanso, a sacar tajada de todo.
Y sí, ya sabemos que en esto no hay proporciones exactas y todos tendemos a defendernos según la posición que ocupemos en la cadena copiadora. A fin de cuentas, ¿qué significan un collage, un mosaico, un Googlegrama, una Gioconda bigotuda o el lenguaje de Susan Sontag en el arte de Verónica Gerber Bicecci si no monumentos a la copia realizados por artistas indiscutibles?
El mismo Picasso nunca tuvo problema en reconocer sus apropiaciones, fueran estas máscaras africanas o portadas de diarios para sus collages. No se recuerda que haya pagado algo a Le Figaro por usar páginas de este periódico en sus ensamblajes.
Pero, por anticuado que parezca, robar para lucrarte no está tan bien que digamos. Cuando te regalan algo no hace falta citar, pero cuando te lo llevas por la cara, se agradece una pequeña nota al pie de reconocimiento. Chirría un poco eso de forrarte con las cosas de otros.
Y si no, que le pregunten a Andy Warhol, quien para beneficio propio no solo copió imágenes, sino el sentido mismo de la cadena productiva del fordismo. Hace poco, por cierto, la fotógrafa Lynn Goldsmith le ganó un pleito post morten por sus Prince Series de 1981. Después de años de litigio, el tribunal finalmente dictaminó que las 16 litografías realizadas por Warhol no pueden considerarse “apropiación”, sino “un claro caso de plagio”.
Cumplida la utopía de Duchamp –cualquier cosa puede ser arte–, y la de Beuys –cualquier persona puede ser artista– vivimos en el pleno apogeo de los medios de apropiación masiva. En esta era, copiar forma parte de esa precariedad multitarea en la que, simultáneamente, escribimos, hacemos música, pintamos, editamos, grabamos, compartimos, sobrevivimos…
Así que, a estas alturas, no tiene mucho sentido judicializar una apropiación que, desde la noche de los tiempos, ha sido sinónimo de arte, literatura, música, arquitectura o diseño.
Pero también hay que decir que en una época que ensalza, al mismo tiempo, el egoísmo y el arte de copiar, es perentorio dignificar algo tan olvidado como el lugar de la gratitud y la generosidad en toda esta historia.
Solo entonces comprenderemos que el arte de copiar –y su correspondiente creación en código abierto– no es una posibilidad más de las nuevas tecnologías, sino una condición inalienable de la cultura.
* Este texto se publicó originalmente en la revista Tinta Libre. Se reproduce con autorización del autor. Una versión en inglés se puede leer en No Country Magazine.