Presentación
Presentamos una versión del prólogo al libro The Abundance: Narrative. Essays Old and New, de Annie Dillard (1945), a cargo del escritor británico Geoff Dyer (1958). Como he dicho antes, la escritura de la estadounidense Dillard es ampliamente reconocida, tanto en ficción como en sus ensayos, aunque también ha publicado libros de poesía y dos novelas, además de una autobiografía. Sus intereses van desde la geología hasta la historia natural, de la entomología a la epidemiología, la poesía, la cultura y demás. Dyer, por su parte, es uno de los escritores más inclasificables y relevantes del panorama contemporáneo, como lo prueban sus libros, entre los que he destacado antes Ver / Visto. Mirando fotografías.
Geoff Dyer lee a Annie Dillard
Un pasaje de An American Childhood –presentado aquí como un breve ensayo titulado “Waking Up”– termina con la imagen característicamente brillante de una mujer que se zambulle en el agua, quedando sellada en su reflejo y llevándolo puesto “mientras trepa y sale de la piscina, y para siempre”. Ese pasaje, esa imagen, es todo Annie Dillard. Despertar (volver a la conciencia), permanecer completamente despierta, llevar “una vida de concentración”, en lugar de caminar dormida por la vida, han sido sus preocupaciones constantes. Su primer libro, Pilgrim at Tinker Creek, comienza con la autora despertándose “a la luz del día encontrando mi cuerpo cubierto de huellas de patas en sangre”.
Dillard es una escritora que nunca parece cansada, que nunca ha avanzado con dificultad a través de una página o una frase, y solo un lector bien despierto puede disfrutarla. Con esto quiero decir que rejuvenece incluso a aquellos cansados de las palabras, a quienes –puede pasarles a los mejores– hemos sucumbido, como Henry en la decimocuarta Dream Song de John Berryman, al aburrimiento de la literatura, “especialmente de la gran literatura”. Tal vez eso sea parte de su atractivo: la forma en que su mejor trabajo a menudo se presenta en formas y formatos que no están sujetos a los protocolos asociados con la “gran literatura”. Algunas de las piezas que aparecen aquí fueron recopiladas por primera vez en Teaching a Stone to Talk, que puede haber parecido, cuando salió, el tipo de informe provisional “que un escritor publica para complementar su trabajo real”. Pero no, explica en la nota de autor, “este es mi trabajo real, tal como está”.
La no ficción resistente a los géneros puede ser un género reconocido en la actualidad, pero Dillard se dio cuenta de sus posibilidades –y de las dificultades que conlleva– a principios de los años setenta, cuando estaba escribiendo lo que se convertiría en Pilgrim at Tinker Creek. “Después de todo”, anotó en un diario, “hemos tenido la novela de no ficción; es hora de que haya un libro de no ficción en forma de novela”. Por supuesto, es más fácil decirlo que hacerlo. Como dice en The Writing Life: “Al escribir cada libro, el escritor debe resolver dos problemas: ¿se puede hacer? Y, ¿puedo hacerlo Yo?”. Pero la naturaleza de esta bestia es que la respuesta a la segunda pregunta se conoce solo después de que el libro se ha escrito –o no se ha escrito–, cuando ya no tiene sentido preguntarla. Esto es diferente a la exploración y al descubrimiento geográficos, donde, una vez que se llega al lugar que se va a descubrir –¡ahí está, esperando a que lo reclamen y le den un nombre!–, la incertidumbre se acaba. El descubrimiento en el arte es a menudo gradual, un proceso de descubrimientos menores plagado de incertidumbres y con la posibilidad de hacer que lo descubierto se desvanezca ante nuestros ojos, como un espejismo.
“¿Qué clase de libro es este?”, se preguntó Dillard a sí misma sobre Pilgrim at Tinker Creek, una pregunta que se seguirá haciendo mientras se lea el libro. Lo leemos, en parte, para encontrar la respuesta y, después de haberlo leído –esto es lo genial–, todavía no estamos seguros.
Así que una pregunta da lugar a otra: ¿Qué clase de escritora es Annie Dillard? Una de esas escritoras, lo decidió desde el principio, que eligió definirse en términos extraliterarios: “una exploradora del vecindario”, “una fugitiva y una vagabunda, una peregrina en busca de señales”, y “una acechadora, o el instrumento de la caza misma”. Esta última idea es especialmente reveladora. El Stalker en la película homónima de Tarkovski dice de un maestro (llamado Puercoespín, por cierto) que “me abrió los ojos”. Dillard nos abre los ojos al mundo y a nuevas formas de articular lo que vemos. Más exactamente, nos alerta sobre la posibilidad de liberarnos de las convenciones formales que nos limitan bajo la apariencia de permitirnos algo. Lo hace cuando la lees por primera vez y lo vuelve a hacer cuando la relees. Lo hizo en Pilgrim at Tinker Creek y lo vuelve a hacer aquí, en lo que podría considerarse como un reencuadre o una reubicación de una obra muy querida. El placer y la emoción son intensos, ya sea que conozcas bien el material original o que te encuentres con él –despertando a sus asombros– por primera vez.
Después de esa fanfarria, desinflemos un poco las cosas presentando a un escritor que seguramente debe ser considerado como un espíritu antitético más que afín. E. M. Cioran, autor de libro Del inconveniente de haber nacido, afirmó que le debía todo, tormentos y percepciones por igual, a su insomnio. Si Dillard celebra el día (“Cualquier día es un dios, cada día es un dios”), Cioran estaba condenado a la vigilia, a pasar sus noches vagando en un resplandor de conciencia sin alivio. Sin embargo, existe una extraña afinidad negativa entre los dos. Son, por ejemplo –aunque no es necesariamente lo primero que te llama la atención de ninguno de los dos– escritores maravillosamente cómicos. En Cioran la comedia es fúnebre hasta el punto del absurdo (que es el punto); en Dillard es la comedia del éxtasis. O al menos es una comedia que permite que la prosa y el pensamiento se eleven mientras inocula al arrebatado contra los tres males de los que los escritores de la naturaleza deberían vivir en un temor permanente: preciosismo, reverencia y seriedad (la señal segura, nos recuerda Nietzsche, de un cerebro lento). “La mente quiere que el mundo le devuelva su amor, o su conciencia; la mente quiere conocer todo el mundo, y toda la eternidad, incluso a Dios”, escribe en el clásico ensayo “Eclipse total”. Y continúa: “El compañero de la mente, sin embargo, se conformará con dos huevos fritos”.
En el terreno del humor, también ayuda el hecho de que Dillard es una chiflada. En una perspicaz reseña de Pilgrim at Tinker Creek, Eudora Welty confesó que en ciertos puntos “honestamente no sé de qué está hablando”. Y Pilgrim está lejos de ser la obra más difícil o más disparatada de Dillard; ese honor debería corresponderle a Holy the Firm (realmente disparatada, y por eso más disfrutable). La incomprensión suele ser el resultado de la ofuscación, de que las palabras se nieguen a enfocarse; Dillard, sin embargo, sigue siendo una escritora de una claridad excepcional, incluso cuando luchamos por captar el significado de lo que se dice con tanta claridad, con tanta brillantez.
Tal vez sea esta misma lucidez la que la impulsa a escudriñar la oscuridad de las cuestiones éticas y metafísicas. Dillard ha vuelto con frecuencia al viejo tema del sufrimiento en el mundo (“La crueldad”, escribe en una intuición digna de Simone Weil, “es un misterio y el desperdicio del dolor”), y es aquí –para retroceder un párrafo– donde encontramos más puntos en común con Cioran. En su desesperación de joven, Cioran decidió que “la filosofía no ayuda en absoluto y no ofrece respuestas en absoluto. Así que recurrí a la poesía y la literatura, donde tampoco encontré respuestas, sino estados de ánimo análogos al mío”. La posición de Dillard sobre estas cuestiones la establece un personaje de su novela The Maytrees:
Después de haber limitado los objetos de la filosofía a las certezas, Wittgenstein se dio cuenta más tarde de que había roto, por muy verdadera que fuera la causa, su juguete favorito, la metafísica, al prohibirle entrar en cualquier lugar interesante. Durante el resto de su vida, Wittgenstein estudió, entre todas las cosas, las religiones. La filosofía… se había trivializado hasta dejarla fuera de juego. No surgió nada que llenara el vacío, que abordara lo que algunos llamaban “preocupaciones últimas”, a menos que se contaran las artes, las artes que carecían tanto de métodos epistemológicos como de rendición de cuentas, y que atraían a la gente loca, o la volvían loca.
En varias ocasiones, en la obra de Dillard, estas “preocupaciones últimas” se reducen a una sola pregunta disparatada: “a saber, ¿qué demonios está pasando aquí?”. Aunque ha escrito dos novelas excelentes, sus respuestas no suelen venir en forma de novela. Después de todo, la novela suele estar programada para describir y cartografiar el paisaje social. No es esta su principal área de interés temático ni el ámbito en el que se manifiestan de forma única sus talentos. Al principio de An American Childhood, la joven Annie descubre “que yo misma era a la vez observadora y observable, y por tanto un posible objeto de mi propia conciencia zumbante”. Welty, en su reseña de Pilgrim, no se mostraba del todo sincera en su admiración por este método de alerta-de-peligro: “Annie Dillard es la única persona de su libro, sustancialmente la única en su mundo; no recuerdo que ninguna palabra humana externa interrumpiera el largo soliloquio de la autora”. Si bien esto, para Welty, era casi lo opuesto de lo que significaba ser escritor, fue exactamente lo que atrajo a Cioran hacia los místicos y los santos. Hostil a la religión, desarrolló, sin embargo, un interés por los místicos porque “vivían una vida más intensa que otros. Y, también, debido a su extraordinario orgullo, yo y Dios, Dios y yo”. Es aquí, en medio de lo que ella llama “la literatura de la iluminación”, donde Dillard declara su genio más abiertamente. En realidad, digámoslo de otra manera: es aquí donde ha establecido su hogar.
Tengamos en cuenta también –los antecedentes de Emerson y Thoreau son importantes– que, si bien la luz puede ser universal, siempre cae de una manera particular sobre una parcela de tierra en particular. “Nunca vi un árbol”, declara Dillard, en un valioso consejo para escritores de cualquier tipo, “que no fuera un árbol en particular”. En un momento, insiste, con la determinación imperturbable del testigo de sueños de un abogado, en haber visto un ángel en un campo. Soy de la opinión de Courbet, pero me inclino a creerle, no tanto porque concibiera Pilgrim at Tinker Creek como “lo que Thoreau llamaba «un diario meteorológico de la mente»”, sino porque, después de una cuidadosa deliberación, le confió a su diario que Walden era “en realidad un libro sobre un estanque”. En todo lo que escribe, suscribe la idea –atribuida de diversas formas a Éluard o a Yeats– de que “hay otro mundo, pero está en este mundo”. Dondequiera que uno se encuentre en este mundo, nos recuerda, “la vida siempre y necesariamente se vive en detalle”.
Inevitablemente, entonces, ha sido escrupulosa al detallar su paradero: de dónde era (An American Childhood), dónde vivía (Pilgrim at Tinker Creek) y adónde iba (Teaching a Stone to Talk). Ese tipo de atención significa que también necesita tener en cuenta los libros que lleva en su bolso de lona para sustentarla y nutrirla en esos lugares y fases. Y así, a riesgo de arrancarla de la tierra natal de Emerson y Thoreau, me siento igualmente en libertad de abrir mi propio bolso de libros y mencionar a los tres escritores que, como dice el dicho, me abrieron camino hasta su puerta.
En Emerson: The Mind on Fire, Robert D. Richardson (el esposo de Dillard) nos permite ver, casi compartir, cómo Emerson se convirtió en el escritor que es al leer a los escritores que leyó. Estos son los escritores que lo formaron. Pero, ¿qué hay del camino que atrae a los lectores hacia un escritor al que llegan a amar? Eso también lo forman los escritores que no solo nos preparan para tales encuentros, sino que también preparan sutilmente al escritor para nosotros. A su vez, este escritor preparará el camino para otros encuentros más adelante en el camino. Por el momento, sin embargo, Dillard es donde estoy: una terminal temporal.
Los tres escritores que me llevaron hasta aquí tienen mucho en común con Dillard, sobre todo una tendencia –a menudo considerada como un defecto fatal en los escritores imaginativos– a ofrecer consejos: una razón, tal vez, por la que ninguno de ellos pudo confinar sus talentos a la novela. Primero está D. H. Lawrence, uno de los más insistentes y vehementes oferentes de consejos en el canon literario inglés. Pero la tendencia hierática de Lawrence, la creencia inquebrantable de que tenía algún tipo de cura para la enfermedad de su época, siempre se basa en “su relación, su vínculo con todo lo creado”. Las palabras son de su viuda, Frieda, que siguió sorprendida por esto –“no hay ideas preconcebidas, solo un encuentro entre él y una criatura, un árbol, una nube, cualquier cosa”– mucho después de que sus sermones sobre Salvator Mundi se hubieran vuelto aburridos. Estamos en la jurisdicción de los detalles, así que tomemos un pequeño ejemplo. Cuando Lawrence escribe sobre los cipreses en Twilight in Italy, “porque así como tenemos velas para iluminar la oscuridad de la noche, así los cipreses son velas para mantener la oscuridad encendida a pleno sol”, no solo nos hace ver estos árboles particulares bajo una luz muy particular; también prepara nuestros ojos para ver (leer) páginas de Dillard, que, a su vez, hacen que Lawrence vuelva a la vida como su –y nuestro– contemporáneo permanente.
Luego está Rebecca West. El hecho de que su tono y registro sean tan diferentes –grandiosos donde Dillard es disperso– no debería distraernos de las similitudes tanto incidentales como generales (y por lo tanto, en última instancia, tonales). Al hornear un pastel para amigos, West se da cuenta en Black Lamb and Grey Falcon, de que “uno está tocando una nota baja en una escala que Beethoven y Mozart tocan más arriba”. En The Writing Life, Dillard expresa su admiración por un piloto de acrobacias. “Era como si Mozart pudiera mover su cuerpo a través de sus notas, y pudieras salir al porche, mirar hacia arriba y verlo con peluca y pantalones, volando por el cielo. Podías escuchar la música mientras se zambullía en ella; fluía tras él como una estela de condensación”.
En términos más generales, existe la tendencia compartida, la fuerza del impulso, hacia las preocupaciones últimas. Cuando le pidieron que escribiera un libro sobre el imperio, West declinó porque no tenía nada que decir “excepto los detalles extravagantes sobre religión y metafísica que yo agregaría a mi manera demente”. A su manera demente, Dillard se contenta con dejar mucho por la borda para hacer lugar a la metafísica. Pero no hay nada desesperado, anoréxico o negador del cuerpo en su preocupación por las cuestiones del espíritu. En el ensayo final, la búsqueda de lo absoluto está representada tanto por una ceremonia religiosa como por una expedición al Polo Norte.
Su idea de meta es descaradamente física. “¿Qué tiene de malo el golf?”, pregunta en “This is the Life”. “Nada en absoluto”. Bueno, hay muchas cosas mal en ello, en mi opinión; principalmente que no es tenis ni voleibol. Y es al tenis, más que al golf, al que recurre cuando insta a los escritores a “dar en el blanco”. Una vez escuché al entrenador de tenis Brad Gilbert dar instrucciones similares a uno de sus protegidos. La frase que gritó fue “¡Amplíen el corte!”, pero esa es otra historia. O tal vez sea precisamente la historia. Vean, se puede ampliar el corte despojándolo de gran parte del desorden que requiere la novela –todo el mobiliario de los personajes–, pero la fisicalidad de la narración debe seguir siendo fuerte; de hecho, debe ser doblemente fuerte.
En And Our Faces, My Heart, Brief as Photos, John Berger –el tercer punto del triángulo británico que me permitió, de una manera muy poco bermudeña, encontrar a Dillard– escribe que “el tráfico entre la narración y la metafísica es continuo”. He aquí un pequeño ejemplo de ese tráfico (a pie) en Teaching a Stone to Talk:
Ya sabes lo que es abrir una casa de campo. Entras a la fuerza con tu caja de la compra y tu bolsa de lona llena de libros. Los dejas sobre un mostrador y corres a la ventana del fondo para mirar hacia fuera. Yo diría que entrar en una casa de campo es como nacer, salvo que no venimos al mundo con una caja de la compra y una bolsa de lona llena de libros, a menos que quieras tomarlos como símbolos metonímicos de la cultura. Abrir una casa de verano es como nacer en este sentido: en el momento en que entras, tienes todo el tiempo que vas a tener.
Casi sin tiempo, solo puedo añadir que esto último es de un ensayo, “Aces and Eights”, que no llegó a pasar por la puerta del presente volumen, una colección rigurosamente seleccionada si alguna vez hubo una. Es un recordatorio de la abundancia de material que les espera fuera, en el resto de sus libros. Pueden ir allí más tarde.
Por ahora: bienvenidos, entren.