Este texto está incluido en el libro Fragmentos para apuntalar las ruinas (Rialta Ediciones, colección Fluxus, 2024), de Ricardo Miguel Hernández. La serie FluXus, coordinada por Carlos A. Aguilera, se realiza en Rialta con el apoyo de Incubadora.
Cuando uno se aproxima a tu trabajo –y transita desde obras tan tempranas como Viviendo con el enemigo, pasando por Sala discontinua hasta las series más recientes centradas en el collage–, hay dos elementos que se reiteran y terminan operando como constantes dentro de tu poética autoral: la fotografía y el interés por el archivo en tanto dispositivo lingüístico inagotable. Podrías hablarme, en primer lugar, de tus vínculos con el medio fotográfico, que también se extienden hasta el ámbito de la imagen en movimiento.
Lo primero es que yo formo parte de esa última generación de fotógrafos que, de alguna manera, experimentó con la película. Yo empecé a estudiar fotografía en 2004 y, por aquella época, todavía había un mercado pirata para la fotografía analógica. Se vendían películas y cajas de papel Agfa de diferentes tamaños (las más populares eran casi siempre las de 8 x 10), Ilford, encontrabas también cosas de Orwo. Para entonces se podía montar un laboratorio. De hecho, yo lo hice, fui comprando, poco a poco, mi ampliadora, mis lámparas, los equipos que necesitaba. Ya después, al pasar un poco más de tiempo, todo eso empezó a desaparecer y se impuso el canon de la fotografía digital. Sin embargo, las mejores cámaras del momento eran de tres o cinco megapíxeles –pensemos que cualquier teléfono, ahora mismo, tiene mucha más resolución que aquellas primeras cámaras digitales que entraron a Cuba a inicios de los dos mil–. Y, aunque fue más o menos por esa etapa cuando expuse por vez primera mi trabajo fotográfico, yo formaba parte de una generación eminentemente analógica.
En 2005 había empezado a hacer fotos en blanco y negro, y había empezado, también, a pensarme una lógica específica para el tipo de obra que me interesaba. Desde el momento en que yo descubrí la fotografía, me llamó la atención el trabajo de artistas de diferentes contextos que, si bien se relacionaban con, o se movían dentro de los códigos de, la fotografía documental, por detrás de eso desarrollaban un discurso o una conceptualización de otro tipo. Entonces, yo no quería irme por la foto propiamente documental, o sea, algo que fuese capturado o logrado en una escena, sino por un modo de hacer que, aun partiendo de lo que veía en la calle, tuviese el respaldo de un discurso más sólido. Y así surge Viviendo con el enemigo, una pieza que resolví en mi propio edificio, donde fotografié diferentes apartamentos llenos de humo de fumigación. Por esa fecha había una campaña muy fuerte en torno al mosquito y se fumigaba prácticamente todos los días. Lo que hice en esa obra fue prescindir del acto mismo de la fumigación y quedarme solamente con el espacio.
La idea también era tratar de resolver las piezas en mi contexto, en el barrio, en mi propio edificio. Y, como casi no hay presencia humana en mi trabajo, eso me ayudaba a conectarme con el componente íntimo de las escenas. Es decir, potenciar la intimidad en tanto recurso expresivo. Eso se planteaba desde la escena misma y, además, en el vínculo discursivo establecido entre la imagen y el espectador. Para mí siempre ha sido importante que la obra sostenga una especie de diálogo continuo con el espectador, de manera que, aunque el trabajo tenga un concepto de base, mantenga una ventana abierta a otras posibilidades. La polisemia es importante, la búsqueda de lecturas que vayan mucho más lejos, más allá incluso de mi comprensión. Eso es lo que hace que obras como Viviendo con el enemigo y Ella –que es una pieza que participa ya de la época digital, y en la que me dediqué por cerca de tres años a hacer fotos de mis vecinos desde la mirilla de mi apartamento– se conecten a partir de un componente íntimo común. Son momentos en los que yo estoy operando sin que nadie me observe, y juego con ciertos elementos dentro de las composiciones que me ayudan a entenderme a mí mismo, a entender lo que quiero de la obra y, también, me permiten poner esa información a interactuar con el conocimiento que trae consigo el espectador. Eso es algo que se repite una y otra vez en mi quehacer. Porque al final el objetivo es que el espectador esté presente; que cuando se pare frente a la pincha se cree una especie de vínculo sinérgico entre él y la obra. Y no hablo aquí de una noción interactiva básica, física, a mí eso no me interesa, me refiero a esa espontaneidad que genera ideas nuevas, ideas de las que yo mismo puedo estar al margen. Una de las cosas que más me gustan de este proceso es, de hecho, la manera en que la gente asume las piezas y habla de cuestiones en las que yo ni pensaba. De ahí también nacen obras futuras.
Por otra parte, mis primeras obras nacen de un imperativo práctico, o sea, yo recurro al negativo porque era la única manera en que podía realizarlas. El acceso a las cámaras digitales estaba restringido en el país, encima la calidad de las imágenes era muy pobre, y más pobre todavía el tipo de impresión de la época. En analógico, en cambio, yo podía imprimir mi trabajo o buscar una persona con más experiencia que me lo imprimiera. Es decir, había un control sobre la fotografía, sobre el papel. La cosa empieza a cambiar a partir de la escasez de los productos analógicos, lo que obligaría a escanear todos los negativos y a imprimir en digital. Hasta que, finalmente, lo digital se impone y se vuelve mucho más accesible que la película.
Sin embargo, esa aura del negativo en blanco y negro, del negativo en colores, le aporta un contenido a la imagen que es totalmente diferente al que le puede aportar la fotografía digital. Yo noto la diferencia cuando una cosa está hecha en analógico y cuando está hecha en digital. Tanto es así que, luego de mucho tiempo en contacto con el negativo, para mí resulta fundamental incorporar o preservar ese halo, esa textura de colores que se asemeja mucho a la película física. Las fotografías digitales que hago intentan rescatar, desde la distancia (porque las películas también tienen su forma de ser, hay algunas que tienen un poco más de azul, de magenta, que tiran más a lo cálido, a lo frío), ese contenido. Yo trabajo siempre el digital pensando en cómo se vería si fuese analógico.
Esa insistencia en la riqueza y complejidad del medio es la que me lleva también al video. Porque luego de realizar varios trabajos fotográficos comienzo a sentir la necesidad de, sin salirme de esa columna vertebral que es la fotografía, agregarle nuevas capas, nuevos contenidos a la imagen, cosas que llegarán con el movimiento y el sonido.
Podría decirse que, de alguna manera, la naturaleza “física” de la fotografía analógica influyó o forma parte de tu interés por la materialidad del objeto foto.
Bueno, sí, ese interés por lo palpable está dado en primer lugar por mi formación. Yo entiendo que una persona que estudie fotografía hoy en día no se sienta igual de comprometida con la materialidad que fotógrafos anteriores como, pongamos, Raúl Cañibano, Juan Carlos Alom. Toda esa gente, evidentemente, tenía que lidiar con la materialidad de la fotografía, y esa materialidad se vuelve objetual, escultórica, por así decirlo. Es palpable, tocable, vivible. Esa experiencia se queda metida en la médula y es muy difícil poder librarse de ella. Cuando tengo la oportunidad de crearme carpetas de fotografía impresa, lo hago. Porque lo que está pasando es que hay una sobredimensión del archivo digital, pero en el fondo no se tiene nada concreto. Un día se le jode a uno la computadora, hay un blackout de Internet y pierde todo el archivo. Fíjate que yo he desarrollado una especie de obsesión con el archivo fotográfico precisamente por su carácter material. Una cosa tan sencilla como el álbum familiar, la noción misma de álbum familiar, cada día va quedando más relegada, al punto de desaparecer como los dinosaurios. Todo está dentro del teléfono.
Ese gusto por lo analógico persiste de cualquier forma, el hecho mismo de que se hagan papeles de impresión que imiten el carácter analógico es prueba de ello. Por ejemplo, hay un papel alemán que usan mucho los fotógrafos –yo mismo lo utilizo bastante, sobre todo para el blanco y negro–, llamado Hahnemühle, que remeda tremendamente las fotografías Ilford. Y los hay de diferentes gramajes y texturas, es una cosa espectacular.
Igual, todo este asunto está atravesado por el factor económico. Lo digital renuncia a lo físico, en primer lugar, porque es posible visibilizar las cosas en pantallas (algo que no permite lo analógico), y luego porque hay un control, una discrecionalidad del momento de la impresión. En el analógico uno se veía obligado a imprimir. Estaban las pruebas de contacto, aquellas que la gente hacía/hace para poder saber cuál era la foto indicada en el rollo, el fotograma óptimo para la impresión (más allá de que el fotógrafo pudiera tener un ojo agudo, o entrenado, y ver a través del negativo las fotos que habían salido bien, las que estaban bien expuestas). Yo tengo cantidad de pruebas de contacto, ahí es donde uno podía señalar el fotograma que le interesaba. Lo digital renuncia a todo eso porque la imagen está a la mano al momento.
El sumum de la materialidad, siguiendo el desarrollo progresivo de tu obra, se alcanzaría con el fotocollage.
Lo que pasa con el collage es que crea texturas, algo que no logra la fotografía, al menos no al mismo nivel. En un collage hay diferentes capas a diferentes tipos de profundidad. A ello hay que sumarle el hecho de que todas las fotos no son iguales, porque hay algunas que son en brillo, otras en mate, otras que son en colores, otras en blanco y negro, y así… También los tipos de cartones. Por ejemplo, la fotografía de los años cuarenta y cincuenta es, en su mayoría, una fotografía en papel brillo o semimate. Y en papeles finitos, buenos. La fotografía de los años veinte y treinta, por lo general, es en papel mate y muy, muy finito. Pero también está la fotografía de finales de los cincuenta y sesenta –estoy hablando, todo el tiempo, de archivos familiares cubanos– cuyo soporte es un cartón más grueso. Entonces uno choca con el hecho de que hay fotografías que se pueden recortar o rasgar, pero hay otras en donde es necesario hacer cortes muy precisos, muy lineales. La naturaleza misma del soporte impide que uno recorte por cualquier lado. Cuando uno superpone un recorte con otro, una capa con otra, por supuesto que el resultado adquiere mucha más materialidad, más cuerpo, que la mera impresión fotográfica.
A mí me han invitado a participar en exposiciones y festivales de arte con collages impresos en formatos grandes. Yo no tengo un gran problema con eso, fíjate que en una de las ediciones recientes de KAOS [KAOS Festival of Contemporary Collage], un festival que se hace en Kranj, Eslovenia, se imprimió uno de mis collages a modo de valla publicitaria y realmente quedó muy bien. Sin embargo, tengo que decir que el resultado final, por muy bien que luzca, nunca le hace justicia a la pieza original, que es pequeña, íntima, que comprende diferentes texturas. Ese carácter objetual que señalamos se diluye. El collage hay que verlo en físico, porque es un tipo de obra asentado en el detalle. En una galería u otro espacio de exhibición, con la pieza delante, uno percibe las huellas del corte, las fallas, las pequeñas marcas de los archivos fotográficos. Y si está montado directamente a la pared, sin los añadidos del cristal y la moldura (cosa que a veces no procede por cuestiones de conservación), la visualización puede ser pormenorizada, riquísima en términos de atención al detalle. Claro, igual sigue estando el hándicap que supone el montaje frontal. Muchos de mis collages, por ejemplo, tienen un montón de cosas interesantes por atrás que son el resultado de las muchas superposiciones efectuadas en el proceso del armado. Eso vendría a funcionar como la costura: cuando uno cose y vira la pieza, por detrás descubre un montón de cosas que están ocultas a la vista y que también aportan a la obra. Si esos collages, en vez de frontalmente, pudieran exhibirse de forma que ambos lados estuvieran accesibles –ubicarlos de canto a la pared, pongamos–, ganarían muchísimo.
También el collage posee una trama, una profundidad que va más allá de la textura, algo relacionado con –llamémosle así– la tridimensionalidad de la experiencia o de la sustancia de la obra.
Exactamente por eso surge, a mi entender, el ensamblaje.
Volviendo a la fotografía, en alguna entrevista previa has comentado que, en tu proceso de trabajo, partes de una idea primaria que más tarde intentas localizar o viabilizar a partir de búsquedas en el territorio de lo real (“soy más un fotógrafo de ideas que de momentos”). Sin embargo, uno de los principios más extendidos en torno a la recepción fotográfica es aquel del “reconocimiento” o “sorpresa”, que Barthes definiría como punctum, es decir, ese detalle que, sin mediar análisis previo, interpela a la persona que mira, le hinca, le llama. ¿Tu obra pone en entredicho esta idea barthesiana en la medida en que invierte el orden o las jerarquías del proceso? ¿Cómo piensas esta relación entre preconcepción y accidente?
Para nada mi aproximación a la fotografía contradice la teoría de Barthes. Por el contrario, la manera en que yo pienso y desarrollo mi trabajo se siente apoyada, de cierta manera, en aquella. Yo parto de una idea previa antes de materializar la obra como lo hace, posiblemente, cualquier artista. La única diferencia es que yo me despego de la fotografía documental porque no me interesa el momento en sí mismo, el impacto de una fotografía que captura el “momento”. Esa es un tipo de práctica más documental, en donde uno anda con su cámara buscando atrapar ese instante clave. Yo me tomo mi tiempo, hago un estudio, observo el posible escenario, tomo notas del día, la hora, y después entro al espacio a hacer la fotografía. Pero es que el mundo funciona así: el tiempo no se repite, o sea, yo estoy aquí hablando contigo y, en cinco minutos, aunque el lugar sea el mismo, la iluminación se hará más tenue y después de que se aleje la nube aquella volverá la luz, el aire se hará más o menos denso, etc. Todo cambia, y Barthes me ayuda a entender que, aunque yo esté preparado, aunque crea tener todo muy bien amarrado, nunca voy a poder poseer, realmente, el control total de la escena. Siempre entra a jugar un elemento que es nuevo y que o bien no tenía previsto, o bien lo conocía, pero no tengo cómo dominarlo. Y la vida en sí misma es así: uno empieza a tomar conciencia real de las cosas cuando entiende que no tiene control sobre ellas. Muchas cuestiones simplemente surgen, están ahí y tienes que transitar por ellas.
Lo mismo pasa en la fotografía. Incluso si uno lo tiene todo anticipado en un estudio: la escena, la iluminación, la temperatura de color, el foco, el ángulo, puede pasar algo no previsto, por ejemplo, una idea nueva. Empieza uno a hacerle las fotografías a un modelo y, aunque uno lo quería frontal, se da cuenta de que esa persona como mejor se ve es de tres cuartos o de perfil. Bueno, pues lo mismo pasa en la calle, donde todo es, básicamente, inestable.
Como mejor puedo explicarte ese tipo de eventos es con una obra muy sencilla que realicé en 2017. Se trata de un díptico fotográfico centrado en la piscina olímpica de la escuela Marcelo Salado, que en aquel momento estaba destruida, abandonada. Ese año vino el famoso ciclón Irma que acabó con el país y uno, fotógrafo al fin, quiere captar siempre ese tipo de acontecimientos, las consecuencias del ciclón, etc. Además, hacía bastante rato yo estaba conectado con las piscinas (aquí hago un paréntesis para precisar que, aunque yo sea eminentemente un fotógrafo, bebo mucho del repertorio técnico e histórico de la pintura; por ese tiempo me interesaba el trabajo de David Hockney en torno a las piscinas), y entonces me dije: “Tengo que irme para la piscina del Marcelo Salado, desde allí es desde donde yo voy a registrar los efectos del ciclón”.
Y lo que hice fue esperar alrededor de una semana, esperar a que las cosas se asentaran un poco, a que el caos propio de los días posteriores a estos eventos pasara, hasta que pensé: “OK, este es el momento”, y me fui. Lo que me encontré allá fue una belleza visual sin comparación. De alguna manera, ya yo había previsto o imaginado con lo que me podía tropezar en esa piscina, pero con lo que no conté fue con el factor sorpresa. Lo primero es que la piscina parecía haber estado cubierta con unos cartones o algo por el estilo, porque en su fondo se estaba dando una suerte de proceso de descomposición de una sustancia como el cartón-tabla o el cartón, y tenía además mucha tierra, mucha arena; todo eso, por supuesto, mezclado con el agua. Luego, estaba llena de restos de los separadores que se usan para las competencias –de ahí viene el título de la serie: Carriles– y que semejaban jugueticos, rositas de maíz, florecitas (una persona que vio las obras publicadas en una revista pensó que se trataba de un jardín con flores). Ahora, ¿dónde radicaba exactamente la sorpresa? Pues en el modo en que se estaba produciendo la iluminación ese día, más allá del caos material. El tiempo oscilaba entre nublado y soleado, pasaban nubes y, una vez que se iban, entraba el sol. Y esos momentos intersticiales entre la sombra y la iluminación intensa de algunos rayos de sol, esos cruces fueron los que definieron las fotografías. No fue el fango, las florecitas, ni ninguna otra cosa; fue la iluminación. Cuando se nublaba el día, todo aquel fanguizal se tornaba azulado y, cuando salía el sol, se veía verdoso. En cuanto yo entendí eso, lo que hice fue esperar los momentos oportunos en donde se produjeran ambas cosas. Porque además me percaté del componente pictórico de las imágenes, que remitían al impresionismo, y a los Nenúfares de Monet. Yo realicé las fotos, consciente de su naturaleza pictórica y paisajística.
Cuando yo te hablaba de esta idea barthesiana, que al final remite más al momento perceptivo que al creativo, y enfatizaba en la posible inversión de las lógicas fotográficas, me estaba refiriendo a que muchas veces el fotógrafo parece dejarse sorprender, él mismo, por lo que ve. Y esa sorpresa pasa luego a la fotografía. Por supuesto, nadie es ingenuo, y alrededor de esta idea también hay una dosis de ficción. En tu caso, sin embargo, a pesar de no ser un fotógrafo de estudio, el peso mayor lo tiene el momento conceptual previo, esa especie de racionalización de la escena, que luego se va ajustando, o no, a lo que se encuentra en la realidad. Hay un ajuste de ida y vuelta: de la idea a la circunstancia, y de la circunstancia a la idea.
De hecho, en varios de mis trabajos fotográficos hay bocetos, dibujos. Bocetos del espacio, anotaciones sobre cómo yo quiero la vista, por qué la quiero desde uno u otro ángulo, etc. También hay investigaciones hechas, expresamente, para la fotografía; algunas desde el punto de vista técnico y otras desde una perspectiva conceptual. Porque entiendo el antecedente como un elemento fundamental dentro del proceso de trabajo –el antecedente puede ser desde un libro hasta una película–. Yo no soy como otros artistas que tienen un cuerpo más o menos definido de referentes conceptuales o estilísticos, no, en mi caso, cada obra construye su propio universo de referentes (cosas que pienso, estudio, analizo). En los collages eso se hace más evidente, pero en la fotografía también funciona. Y en ambos casos, más allá de la planificación, está el accidente, eso es algo que no se puede evitar: suceden cosas mágicas. No siempre, claro, hay veces en que te vas justo con lo que pensabas hacer.
Háblame un poco más sobre cómo funciona este vector no controlado en el caso de los collages.
En los collages funciona todo el tiempo, es ahí donde se hace más evidente. Imagínate que cuando a mí se me ocurre una idea –que puede surgir por un montón de cosas: algo vivido, algo leído, algo que me interesó– yo voy y boceteo algo, hago algunos dibujitos, la someto, esa idea, a diferentes tipos de procesos, diferentes maneras de abordar el mismo collage: quito de aquí y pongo allá, y así. Ya está el concepto general planteado y voy a materializar la obra. Entonces comienza la fase que no controlas. Lo primero que necesito para el collage que tengo en mente es encontrar una foto que se aproxime a lo que quiero. De nuevo, no una foto que sea la cosa en sí, sino que se le aproxime. (Ahí, por ejemplo, tengo un collage desde hace tres años que no logro terminar porque me hace falta la foto de una serpiente, pero no cualquier serpiente, sino una grande, en primer plano. Y me ha sido difícil dar con ella. Mientras no la encuentre, ese collage está guardado. Yo tengo collages que surgen en dos minutos y obras en las que he trabajado tres o cuatro años. Obras, también, que he modificado, otras de las que, una vez terminadas, pensé: “Coño, esto le vendría bien”, y le agrego algún elemento extra). Después de dar con la imagen, o con el grupo de imágenes, me toca vérmelas con la materialidad del papel. Lo que te había comentado anteriormente: diste con la fotografía adecuada pero el tipo de papel de la impresión tiene muchas fibras. Y en eso radica la diferencia entre recortar una fotografía y recortar una revista. Una revista está hecha, en su mayoría, de un papel tipo algodón, muy finito, apenas tiene una capa. La fotografía, en cambio, tiene capas, y si son fotografías de cartón, todavía más: la capa de la emulsión, la capa de no sé qué otra cosa, etc. De hecho, cuando uno raja o recorta una fotografía, si la agrandara lo suficiente, lo que vería son hilachas. Entonces, aunque el motivo que yo necesito esté, efectivamente, en una fotografía, en ocasiones me pasa que no tengo manera de recortarlo, porque el cartón es muy grueso y el resultado sería un desastre total. Y ahí tengo que darle la vuelta: ya no puedo recortar, ahora tengo que hacerle otra especie de corte. O si quiero recortar sobre la línea de un objeto y tampoco puedo, me toca “bordearlo”, cortar alrededor suyo dejando a la vista otras cosas más.
Por otra parte, yo trabajo sobre fotografía analógica familiar y, en menor medida, sobre fotografía analógica usada para algún periódico o publicación. Esas fotos, en su mayoría, me las he encontrado en casas de la ciudad y en mercadillos, porque aquí había montones de periodistas y fotógrafos que trabajaban para agencias y revistas. Ellos se quedaban con eso. Salvo que se trate de imágenes realizadas para revistas como Bohemia durante la década del cuarenta, por ponerte un ejemplo, en las cuales la iluminación, la composición, el encuadre están muy bien cuidados, el resto son fotografías domésticas técnicamente deficientes. La fotografía familiar, lógicamente, estaba hecha por personas que no tenían conocimiento sobre el medio, de modo que las hay muy oscuras, muy claritas, movidas, desenfocadas. Al no tener un dominio de la iluminación, en estas imágenes familiares –contrario a lo que pasa con las fotos de las revistas a partir de las cuales se arman muchos de los collages con los que uno se tropieza habitualmente– es difícil definir los márgenes, los bordes de las personas y los objetos. A veces están el hombre o la mujer que se tomó la foto y, en el fondo, hay un trozo de penca, o una estructura cualquiera que no alcanza a desmarcarse con claridad del resto del conjunto. Si bien entre esa persona y lo que hay detrás existe una diferencia, el proceso de guiar la tijera por esa línea liminar se vuelve demasiado complejo. Uno de los recursos que yo empecé a implementar para evadir el “recortado” fue rasgar. Y es que, más allá de que la gestualidad de romper el papel tenga una serie de connotaciones relacionadas con la fractura, la desconexión, etc., se trata de un mecanismo que le permite a uno distanciarse de ese corte fino que, muchas veces, no es tan potente visual y discursivamente. Ese corte fino, encima, puede ser engañoso pues, aunque uno piense que la figura tiene una delimitación perfecta, luego de escanear y de dar “macro”, emerge con nitidez un espacio sobrante que la tijera no logró limpiar. Así es de complicado trabajar con la fotografía, sobre todo la realizada por personas que simplemente tenían una cámara y sacaban fotos que lo mismo estaban a contraluz que movidas… Y luego venía la parte de la impresión: esa gente llevaba los negativos a cualquier lugarcito, a un estudio fotográfico, y allí había veces en que las impresiones eran exquisitas, pero otras, al trozo.
Yo persigo mucho la fotografía con errores marcados, por ejemplo, la fotografía en movimiento me encanta. Esa imagen en la que los sujetos o el lugar apenas se definen: simplemente las tomaron con una obturación más prolongada de lo permitido y la mano tembló. Esa foto, por supuesto, quedó movida. O las fotografías con errores de impresión: cayó mucho polvo, pasó algo que estropeó la impresión. También con errores de obturación: de pronto metieron una luz parásita y aquella fotografía se veló por un lado. Todos esos pequeños errores yo los uso mucho dentro de mis collages. Porque ya la fotografía, en sí misma, trae la marca del accidente, de la inexactitud, de la improvisación. Entonces, uno tiene las fallas del material –un material viejo, desgastado– y tiene, por otra parte, que jugar con la materialidad física de lo que está haciendo, intentar que le quede bien lo que recorta y pega (si no lo hizo de la forma adecuada, si metió la pata –y eso suele pasar– la pieza se estropea). En mi caso, los errores de esa naturaleza se hacen mucho más evidentes porque yo pego con doble adhesivo y no con goma de pegar. Esa goma comercial que se vende en cualquier tienda funciona perfectamente en el papel de revista, pero no sirve para las fotografías. Es ahí donde uno se da cuenta de que el papel fotográfico es diferente del papel de una revista o un libro. Y si bien esa goma le permite a uno trabajar con pequeños márgenes de error, mover un poco, hacer ajustes, con el doble adhesivo, que es superagresivo en cuanto a sus resultados, una vez que pega no puede despegar. Lo otro que queda es romper. Encima de eso, yo pego con dos tipos de adhesivos: uno finito, mucho más potente, y otro más grueso que, al ser menos agresivo, da un espacio para la corrección. Este último lo uso mucho porque me permite generar diferentes capas de profundidad entre un elemento y otro. Me levanta bastante la foto y eso a mi trabajo le viene bien. Pero con el doble adhesivo no hay margen para la equivocación. Yo tengo un collage que me gusta mucho (aunque me dio tremendo trabajo, ya que tuve que pegarle demasiado texto), donde hay una escena en la que yo me equivoqué pegando. Entonces la arranqué, la destruí, y después volví a pegar sobre esa escena rota y destruida. Cuando yo reparo en ello, me digo: “Gracias a Dios que la primera vez me quedó mal y tuve que arreglarlo”. Es decir, me quedó de la manera en que quedó, debido a que estuvo ese error inicial, ese accidente. Eso me recuerda, en cierto sentido, al método tradicional japonés de reparar la porcelana rota con oro; la idea de encontrar la belleza en lo imperfecto y en las trazas del uso, en el error.
Podría decirse que la procedencia de la foto determina, o condiciona, el modo de tratar el archivo y la estética final de la obra…
No necesariamente, de hecho, lo que yo hago es acumular y acumular, tener ahí un stock. Siempre que puedo compro fotos; a veces me las regalan, a veces me las encuentro. No tengo la suerte de otras personas que trabajan el archivo y se encuentran muchísimas fotos en la calle. A mí me ha pasado, pero muy poco. Por lo general siempre termino comprándolas –que es la manera más rápida de acceder al archivo– lo mismo a las personas directamente que a anticuarios. Es un proceso acumulativo. Por otro lado, tampoco es comprar con los ojos cerrados, porque hay cosas que yo sé, de antemano, que no me van a servir. De modo que voy tanteando, buscando ciertos elementos dentro de la fotografía que más tarde utilizaré: un fragmento de paisaje, una nube, un animal, una persona haciendo determinado gesto… Incluso me ha pasado que me tropiezo con fotos bien interesantes y, sin embargo, lo único que necesito de ellas es un elemento puntual, un motivo específico pequeñito que me obliga a comprar la foto.
Fíjate, por ejemplo, en estos tres dibujos, son bocetos para un collage. Ya que tengo algunas fotos (muchas veces las separo con antelación. Cuando veo que me sirven para alguna escena o historia que tengo en mente, las pongo dentro de una revista), empieza la parte de la composición: cómo la armo, sobre todo tomando en cuenta que tengo varios sujetos, por cuál de ellos me decido para no tener que recortar por gusto y destruir una foto que después no voy a utilizar. Es entonces que hago los bocetos, hacerlos me ayuda a decidirme por uno u otro sujeto de las fotografías. El resto las descarto y las guardo. No hay cosa que me caiga peor que recortar una foto y después no usarla.
Ya que tocaste el tema, quisiera detenerme en tu interés por el archivo. Aunque el registro o la documentación de lo real atraviesa tu obra desde el principio –si bien los dispositivos que activan las obras son los del desmontaje, la metáfora o la puesta en cuestión del fenómeno al que te acercas–, con una pieza como Sala discontinua, esta relación ya deja de ser referencial, o más secundaria, y se convierte en el corazón del proyecto. ¿Cuál es la importancia del archivo en tu obra? ¿A qué responden las decisiones a la hora de seleccionar una u otra imagen o fotografía?
A ver, lo primero que debo aclarar es que Sala discontinua es un proyecto de tres artistas, tres artistas que, aun teniendo muchos puntos en común, piensan de forma individual: Celia y Yunior funcionando como dúo, y yo. En aquel momento yo tenía el interés por trabajar con cosas del pasado. Una parte de la fotografía que realizaba aludía, de alguna manera, al pasado, los archivos que compraba y consumía se movían en un rango temporal de entre mediados del siglo XIX y mediados del XX. Entonces me decía: “Bueno, aquí hay algo, aquí hay un material con el cual trabajar desde una perspectiva distinta”. Y no estoy hablando, necesariamente, del medio fotográfico, porque cuando yo empecé a coleccionar no todo era fotografía. Tenía, sí, algunas cosas de fotografía, pero el interés por ese proyecto no nació desde ahí, sino desde el concepto mismo de archivo, de encontrar cosas del pasado que remitieran a una historia y cultura determinadas. No se me olvida que había comprado unos pasaportes y unas cartas antiguas que terminaron convirtiéndose en el detonante de lo que luego sería la pincha. El carácter fotográfico que pudo tener (o tiene) la obra fue un componente más dentro de un amplio tejido de cosas. A mí lo que me interesaban eran los documentos –claro que los pasaportes tenían sus retratos, eso ayudaba mucho a la identificación de sus dueños–, recuerdo que eran unos pasaportes españoles, de la época de Franco, y varios sobres con cartas. Ahí les propuse a Celia y Yunior trabajar con esos materiales partiendo de la figura del archivo, entendiéndolo como un conector entre pasado y presente y, a su vez, como una suerte de vector oracular que apunta al futuro. Y eso fue tomando cuerpo, más cuerpo, habíamos empezado por un ejercicio y terminamos con una pieza robusta. Con Celia y Yunior siempre he tenido una relación muy estrecha, además de que sigo su obra desde que estaban en San Alejandro, y entonces pensé en lo mucho que podría aportarle a ese proyecto en potencia la mirada de ellos, su experiencia con el manejo de documentos; también en las ventajas del trabajo colaborativo. De ese modo, fuimos ensayando con lo poco que teníamos a mano, orientándonos en medio de la dispersión y definiendo el tipo de archivo que nos interesaba manejar en ese momento. Gracias al trabajo en conjunto, al aporte de cada uno, a las ideas surgidas en las reuniones en la sala de mi casa, aquel interés primero sin demasiado anclaje concreto se convirtió en un proyecto de tremendísima complejidad.
Por otra parte, Sala discontinua pudo realizarse porque nos dieron la beca Estudio 21 (que es la que otorga el Centro de Desarrollo de las Artes Visuales), de otro modo habría sido muy difícil en la medida en que se trata de una obra instalativa, es decir, para ser, depende enteramente del espacio. Sin esa variable espacial específica y el marco legitimante de la exposición, la obra vuelve a convertirse en un montón de papeles metidos en un cajón.
Para esa pieza trabajamos el archivo en un sentido muy amplio: textos, cuentas bancarias, postales con sus dedicatorias y, por supuesto, un conjunto importante de fotografías. En ese punto hago una conexión con esos materiales, una conexión que no es personal porque de las cinco colecciones que conforman Sala discontinua, la única relacionada directamente conmigo y con mi historia familiar es la de los documentos de esclavos. De manera que ese interés no emerge de la fotografía sino de una colección que habíamos ido creando, poco a poco, y que incluía (incluye, porque aún la tenemos) censos de esclavos de Matanzas, cartas de tránsito que se expedían para que los esclavos pudieran moverse dentro de la ciudad o el pueblo sin ser detenidos por la Guardia Civil española, etc. Esos documentos se vinculan con mi familia paterna, ya que mi abuela era médium y por ella supimos que, durante muchos años, tuvimos en nuestra familia un abuelo, un guía espiritual, que era un negro esclavo. De ahí mi idea de localizar, a través de documentos tangibles, a mi abuelo Miguel García Mendivia, el guía de la familia. Porque fue guía, cada vez que había un problema se acudía a él, a sus consejos. Y él entraba en el cuerpo de mi abuela como una materia y hablaba con nosotros. La colección de los esclavos era, pues, una búsqueda. Y de esa voluntad de reencuentro viene la obra, con las cartas de esclavos y el registro, en una libreta, del legado de esa figura fundamental en la historia afectiva de mi familia. Te hago este recuento porque, si bien de entrada uno asociaría mi trabajo a las figuras de las postales y las fotografías, la conexión más robusta, emocionalmente hablando, era con aquellos documentos de esclavos. Escritos en papel que prescindían de la imagen y que, en algunos casos, resultaban ilegibles.
Mi trabajo con el archivo propiamente fotográfico, que luego llevaría al collage (una técnica con la que trabajo no solo la fotografía sino también los lobbycards), en efecto va de la mano de Sala discontinua. El interés en las fotografías dedicadas, en los protagonistas de aquellas escenas, en los soportes más viejos, me guía hacia el territorio de la historia del medio. Porque yo había leído cosas sobre la fotografía en Cuba, sus orígenes y tal, pero sabía muy poco, por ejemplo, de los estudios que existieron en la ciudad, sus nombres… Que O’Reilly era la calle de los estudios fotográficos y que en Reina, Neptuno y Galiano también se concentraban muchos otros estudios; que existía un equipo fotográfico en Reina n.o 97, la famosa máquina Ping-Pong, en donde uno insertaba monedas y se hacía las fotos automáticamente. La urgencia por conocer, investigar, hurgar en el pasado del medio se dispara luego de esa pieza. Tanto es así que mi colección personal de fotografías de corte vernáculo es mucho, muchísimo más extensa que las que utilizo para crear los collages. Ese es un archivo que yo consumo fuera del ámbito del trabajo, para mí es un placer coger una lupa y ponerme a ver foto a foto y enterarme, o imaginarme, de dónde vienen esas imágenes, qué está pasando en esas fotos.
¿Y cómo pasas de ese interés en el archivo al trabajo con los fotocollages? ¿Cómo y cuándo se vehicula ese tránsito?
Mira, la verdad es que eso no tiene mucha explicación. De hecho, de entre todas las manifestaciones artísticas, a la que menos aprecio yo le tenía, o la que menos me gustaba, era el collage. Quizá por el escaso conocimiento que entonces tenía sobre esta técnica –ya no es así, gracias a Dios– y, además, por la pobre calidad del collage al que accedía en las redes y en Internet (algunos trabajos me llamaban la atención, pero la gran mayoría me parecía mal hecho, vacío, simplón). Por otra parte, en Cuba hay un gran hueco acerca de la historia del collage, se conocen a pocos artistas que lo realicen, exceptuando a algunos realmente buenos como Raúl Martínez, Sandra Ceballos, Nelson Villalobos o Eduardo Hernández. Es a raíz de ese vacío referencial sobre el collage en la historia del arte cubano que Yenny Hernández y yo comenzamos a investigar sobre esta práctica, una investigación de casi cinco años que devino proyecto expositivo.
Entonces, ¿por qué trabajar el archivo fotográfico desde el collage?, por lo mismo que te había comentado anteriormente: por buscar siempre una manera nueva de pensar y hacer las cosas, por el deseo de subir otro escalón y ver qué hay, ponerme ese pie forzado. Yo tenía guardada la parte del archivo fotográfico que había sobrado de Sala discontinua; en realidad eran fotos muy viejas (de los años veinte), muy malas, destruidas, sin dedicatorias, en las que apenas se veían las cosas –aquello no servía para nada–. Todo eso estuvo tirado en una gaveta, sin hacer nada, por más de cuatro años (el proyecto Sala… surgió en 2012-2014 más o menos, y yo no empiezo a trabajar el collage hasta el año 2018), hasta que un día me levanté con la necesidad de ponerme a cortar esas fotos y pegarlas. Así sin más. En mi casa había un doble adhesivo sin usar que yo había guardado por lo mismo que uno, en Cuba, guarda todo: “Déjame guardar este pegamento, este pincel, aunque no sea pintor, va y un día me sirve”, y se me ocurrió usarlo con esas fotografías. No pegué con goma sino con aquel doble adhesivo. Una de las esencias del arte cubano, para mí, es el hecho de gestarse desde la precariedad, esa urgencia por hacer las cosas con los materiales que hay. Por eso La jungla de Wifredo Lam es sobre papel cartucho y no en un lienzo de una marca super costosa. Yo detesto ese énfasis de algunos artistas en el preciosismo, en la estetización extrema, en la exactitud de los materiales, como si fuésemos el primer mundo. Quiero decir, uno busca que el trabajo le quede bien, pero si lo que tiene a la mano es un lápiz HB y una cartulina, pues con eso también se pueden hacer cosas. Entonces, te decía, ese día me puse a mirar las fotos con detenimiento, a cortarlas y a pegarlas, y así realicé mi primer collage. Y cuando vi el resultado, aunque era muy sencillo, me gustó muchísimo. Lo que más me llamó la atención (aquello que no encontraba en los collages de las revistas e Internet) fue descubrir el contenido que el soporte le aportaba a la pieza; aquellas fotos maltratadas, viejas, daban cuenta física del paso del tiempo. Eso lo constaté mirando ese primer collage. Y ahí me dije: “Espérate, aquí hay algo que no acabo entender del todo, pero es algo bello”.
A medida que comencé a hacer mis primeros collages, fui estudiando la técnica, entendiéndola, dimensionando también, en un término más justo, la importancia del archivo. Eso se dio en paralelo. El proceso no partió de una investigación previa sobre los primeros artistas que trabajaron el collage: que si los cubistas, los dadaístas, los surrealistas, que si Picasso y el otro, no, eso todo fue de la mano. Cuando realicé aquella pieza inicial, ahí me vino la duda sobre lo que era, verdaderamente, un collage. Y luego otras preguntas, ¿y quién fue el primero en hacerlo?, ¿quién realizó el primer fotomontaje? (que más tarde uno comprende que eso estaba inventado hacía rato, lo hacía la gente en las postales, en las fotos. Pero uno siempre asume que todo nace con el arte y con los artistas). Ese conocimiento lo adquirí al tiempo que trabajaba sobre la obra. Porque la diferencia que hay entre otras expresiones artísticas y el collage radica en que este último no requiere de un oficio. Evidentemente, es necesario tener nociones de composición, ciertos conocimientos estéticos, pero es algo muy distinto de lo que ocurre, por ejemplo, con el dibujo, la pintura, la escultura, manifestaciones que sí demandan de un aprendizaje técnico específico; para poder pintar hay que saber dibujar y entender cómo funcionan los colores, para hacer una escultura hay que saber dibujar, etc. Sin embargo, para hacer un collage –diciéndolo mal y rápido– solo necesitas cortar y pegar.
Ya metido de lleno en el territorio del collage, fui entendiendo que es de las expresiones más genuinas del siglo XX. O sea, el collage llegó en un momento de agotamiento de los géneros clásicos. Se siguen produciendo buenas pinturas, esculturas, grabados, pero ya las tres están requetehechas hace siglos. Lo mismo, aunque sea más joven, pasa con la fotografía. Pero el collage, esa manera de superponer una imagen con otra, fue algo totalmente novedoso en el siglo pasado. Ello abrió posibilidades infinitas, hasta el punto de dejar huellas en otras manifestaciones, en otras esferas, por ejemplo, en la música, en el cine, en la literatura. El collage deja de estar circunscrito al marco estricto de las acciones de recortar, superponer o trabajar el fragmento (como hacía Kurt Schwitters, que se encontraba retazos de papel en el piso y los superponía, pegaba, y lograba unas composiciones maravillosas), y pasa a desarrollar sus propias variaciones en los géneros que le acogen. Varios de los poetas surrealistas usaron el collage como recurso estético dentro de su obra. Es interesante, además, la conexión que existe entre el collage y la palabra, entre la imagen y el texto (más allá del procedimiento de manejar el texto como otro fragmento visual). De hecho, dentro del movimiento surrealista, los que más hicieron collages fueron poetas y no pintores.
Pero en tu caso trabajas el collage, sobre todo, desde el espacio de la fotografía, específicamente de la fotografía familiar, doméstica. ¿Cómo se siente adquirir fotos familiares de mano de personas que tienen o tuvieron un vínculo cercano con los fotografiados o con el momento registrado, fotos que luego tú manipulas? ¿Esa condición de orfandad o desconexión afectiva puede tener o tiene alguna implicación en el proceso de trabajo, en el manejo del archivo y, a la larga, en la pieza final?
Mira, una vez me dijeron que podría existir una explicación de naturaleza psicológica, por así decirlo, con relación a mi postura frente al archivo, con ese interés mío por acceder y coleccionar la documentación familiar de extraños. Porque ante la pregunta de si yo utilizo mi archivo familiar para los collages, siempre he dicho que no, yo prácticamente no tengo fotos de ese tipo. La historia de mi familia cabe en una gaveta pequeña. Entonces me comentaron que, quizás, ese elemento opere de alguna manera en el inconsciente, generando una especie de obsesión con el archivo familiar, con la visualidad que ofrece el archivo familiar, que es más doméstica, mundana, improvisada que la visualidad de la fotografía artística misma. Esa es una teoría a la que yo no le he dado muchas vueltas, ni me puedo explicar del todo, pero sí es cierto que, con el tiempo, he ido desarrollando un gusto creciente por la fotografía de familia. Me interesa no solo la que empleo para trabajar (en cuyo caso habría cierta separación entre ambos universos), sino la que colecciono para mí, para mi disfrute.
Pero esa desconexión emocional que se asume, o se puede asumir, a partir del manejo del archivo de los otros, no es tal. Yo no “destruyo” esos archivos. El otro día Orlando Hernández utilizó, en una conversación que tuvimos, un término clave para entender lo que uno hace, un término que da en el clavo; él me dijo: “Tú no destruyes la foto, tú la reciclas”. Y es que, en realidad, yo no cojo la foto, la rompo y la tiro, sino que tomo una parte de ella, no importa si está rasgada o en malas condiciones, y la pongo en relación, en diálogo, con otras imágenes. Es decir, ese fragmento entra a formar parte de un todo bajo reglas nuevas. Esa es una manera de reciclar ese archivo. Incluso, si uno decide verlo como una variante literal de la destrucción, paradójicamente, ese archivo manipulado, recortado, es el que termina sobreviviendo. O sea, si lo analizamos a conciencia, sobrevive como obra de arte, porque el archivo fotográfico en sí mismo, salvo que sea de interés antropológico, sociológico o investigativo, está condenado al olvido. A que se bote, se rompa, se pierda. Lo hemos visto, los mismos dueños tiran sus fotos a la basura y, antes de hacerlo, las rompen. Se dicen a sí mismos: “Esto no tiene ya que ver conmigo, pero, aun así, lo voy a destruir; porque no quiero que tenga que ver conmigo ni con el otro que se las pueda encontrar”. Y eso, así roto, hecho leña, funciona para muchos artistas, es rescatable, y puede terminar formando parte de una pieza, colgado en una galería, en un museo, en mi casa; salir en artículos de revistas, en un foto-libro; aparecer en las búsquedas de Google. Conectar con la gente. Mira cuántas posibilidades para ese pedacito de foto que alguien destruyó y condenó al olvido. Pasó de la pérdida total a la exposición, a la circulación; volvió a estar viva.
El acto del reciclaje las reintegra a otra vida, a otras lógicas que les permiten sobrevivirse.
Exacto, las fotos no se destruyen, se reciclan, ese es el término correcto. Fíjate si es así que, en mi operatoria regular, cuando yo recorto una foto, el sobrante que queda lo guardo. Tengo una jaba repleta de sobrantes de collages. Yo tengo collages armados completamente a base de retazos de otras piezas. No hay nada que me haga más feliz que revisar esa recortería y terminar haciendo una obra nueva con lo que quedó. Nada se bota, todo sirve.
En ese sentido me ayudan mucho los bocetos, como te había comentado, ya sea para el anclaje de fragmentos fotográficos que se me quedaron dando vueltas en la cabeza o para, a partir de una idea boceteada, localizar imágenes que se le aproximen. Ello me evita recortar por gusto (también me ha pasado que, luego de recortar, caigo en la cuenta de que ese elemento no me servía), en la medida en que tengo la capacidad de elegir qué imágenes son las que, en efecto, voy a utilizar.
A veces, claro, eso puede mutar por el camino, tengo bocetos que empezaron de una manera y terminaron siendo otra cosa. Sucede que, cuando uno materializa ese concepto que estuvo trabajando, cuando lo lleva al collage, enseguida comprende que es una talla chea, una perspectiva fallida. Y ahí no te queda otra alternativa que repensarlo todo, aunque ello implique intervenir otras fotografías.
El collage encuentra mejores soluciones conceptuales para sí mismo…
Totalmente.
Este tipo de archivo doméstico al que accedes no tiene un valor íntimo para ti, no está vinculado tampoco a grandes acontecimientos o figuras; sin embargo, parece haber un interés marcado por reconocer o reconectar con el país que fuimos en etapas previas a la Revolución cubana o muy próximas a su llegada. ¿Por qué te interesa tanto este periodo? ¿Qué te dice, además, sobre nosotros como nación?
Bueno, no es tan así. Tienes razón en que el tipo de archivo que utilizo no está conectado a grandes acontecimientos de nuestra historia. Tal vez algunas fotografías aisladas por ahí den cuenta de periodos importantes: uno que otro miliciano, por ejemplo. Las únicas dos figuras claves de la historia de Cuba que aparecen en collages míos son José Martí y Fidel Castro, pero, en realidad, no es algo a lo que yo recurra demasiado. Y cuando los he utilizado ha sido porque me funciona para sintetizar una serie de situaciones, de cosas locas, absurdas, que han pasado en este país. Pero por regla general mi obra se arma a partir del archivo familiar y, en casos muy puntuales, apelo a imágenes de los archivos de revistas como Bohemia (fragmentos de cosas que no aparecen en la fotografía doméstica: una explosión, un cementerio, etc.). Increíblemente, muchas de esas fotos también la gente las bota a la basura –lo que habíamos hablado antes.
Ahora, en cuanto a lo de circunscribirme a Cuba, no es así, porque yo sí tengo una profunda avidez por coleccionar, por buscar para mi trabajo fotografías de otros lugares. Por ejemplo, entre los temas que más me interesa abordar están el paisaje (entendido no solo como mera escenografía, sino también como un recurso expresivo), la figura simbólica de la frontera, la condición del adentro y el afuera, y esos contrastes visuales se logran muy bien a través del gesto de encajar un paisaje foráneo –qué sé yo, un glacial– en un monte cubano. Y como aquí no hay nieve ni está la Torre Eiffel, uno tiene que buscar en el archivo. Es gracioso, porque a menudo uno encuentra fotografías tomadas en el extranjero dentro del archivo vernáculo nacional. En Cuba, antes del triunfo de la Revolución se viajaba bastante, sobre todo a destinos como México, Estados Unidos, Venezuela, Europa, de modo que no es difícil dar con ese tipo de cosas. Por otra parte, cuando viajo aprovecho para nutrir mi colección. Y es interesante porque uno encuentra cosas que aquí no existen: fotografías en colores de los años sesenta y setenta, por ejemplo. O si existen son de pésima calidad (mis fotos en colores de cuando era niño tenían unas dominantes magentas o cian que volvían las imágenes magentosas, azuladas). ¿Y por qué? Por lo que sabemos, cuando se acabó lo poquito que quedaba de la época capitalista, empezó la época en la que no había nada. Entonces, uno tiene un gran archivo cubano posterior a 1959 en blanco y negro, pero no lo tiene a color. En otros países sí, lo mismo te encuentras fotos Polaroid de las primeras que de las que vinieron luego. Y como a mí me gusta la combinación del blanco y negro con el color –algo que, digitalmente, detesto– en el caso del collage, por aquello de jugar con las texturas, las tramas, los contrastes, ese tipo de archivo me es muy útil.
Inicialmente, el archivo con el que trabajaba se movía en un rango temporal entre las décadas del veinte y del ochenta, pero ya luego me abrí a cosas más recientes, sobre todo los noventa, para poder acceder a la fotografía de corte RC, la famosa fotografía de los Photo-Services con aquellos colores tan vivos. En ambos casos se trató de decisiones estéticas, por lo que te había comentado sobre la materialidad del soporte. Si uno consume esas imágenes desde lo digital, esos detalles no se echan a ver, pero cuando uno las ve en físico, en una galería, pongamos, las texturas sí son muy notables. A mí me interesa mucho trabajar la idea de los contrastes, no solamente a nivel cultural (lo nacional y lo foráneo), sino también a partir de las tramas temporales (el ayer y el hoy, o el ayer en el hoy). Entonces, el hecho de hablar del pasado se produce a partir de la discursividad del propio collage, y no tanto, o no solo, desde la materialidad de la fotografía. Ahí es donde yo hago link con el pasado. Porque uno puede utilizar archivos viejos y no referir en absoluto al pasado; muchas veces lo que uno busca, de hecho, es hablar sobre el presente. Eso es lo que me gusta hacer a mí: hablar de las cosas que están sucediendo ahora mismo –como la destrucción de una nación– a través de fotografías del pasado. Pienso de pasada en uno de los collages que hice el año pasado [2023], Apagón, en el que aparece una silueta en un fondo oscuro y el texto “Ya vivíamos humillados”. Es una obra montada en el ahora, que trabaja el fenómeno del corte de corriente, y también desde lo alegórico, es decir, el estado actual del país y de su sociedad civil. Algo similar pasa con Cráneos y merengues. Eso lo ve una persona de otro lugar y lo puede leer desde el marco de las reivindicaciones feministas, por ejemplo. Sin embargo, cuando a un cubano de a pie le ponen delante ese collage, no puede dejar de vincularlo con las mujeres que tienen a sus hijos presos y siguen dando la batalla en las redes. De modo que estar hablando del pasado es estar hablando del presente. Incluso del futuro, de lo que proyecta uno, como cubano, sobre lo que podría estar por llegar.
Es como activar, en los archivos viejos, su capacidad de presente.
Exacto. En ese sentido, mis collages tienen un componente político. Porque registran el sentir y el padecer de una nación fracturada. Fracturada como mis collages, como las fotografías que utilicé para construirlos. Yo hablo sobre mi realidad, sobre lo que veo; lo hablo cuando quiero y cuando puedo. Porque ese no es el único tópico de mis trabajos, también me conecto con el paisaje, con cuestiones ligadas a los debates raciales, decoloniales, con la indagación en nuestro pasado, etc.
Yo creo que tus collages son efectivos porque ese contraste del que hablabas antes genera un efecto de extrañeza capaz de desautomatizar la mirada.
Sí, por eso yo insisto en ese recurso, aunque a veces cueste ubicarse desde la naturaleza fragmentaria del collage. Una de las piezas con la que me conecté mucho, y que remite al momento terrible de las UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción), pone a dialogar no solo visualidades y estéticas encontradas, sino procesos históricos distanciados cultural y geográficamente. Procesos que, sin embargo, conectan a determinado nivel. El texto que usé entonces es el que se colocaba a la entrada de los campos de exterminio nazi (Arbeit macht frei), únicamente cambié la última palabra, la sustituí por männer, el vocablo alemán para decir hombres. De ese modo, emerge en el collage esa frase tan asociada a los campos de trabajo aquí en Cuba: “El trabajo los hará hombres”, que no es otra cosa que una variante de aquella frase alemana.
Para hacer esta pieza, leí bastante sobre la propaganda oficialista cubana en torno al fenómeno de las UMAP, incluso me puse en contacto con Abel Sierra Madero, que publicó un libro genial sobre el tema. El curador que adquirió la pieza conectó con ella al momento, pero lo hizo desde otras aristas. Esas otras historias también están contenidas en la pieza.
Me interesa mucho la figura del fragmento. Ander Monson, un escritor estadounidense de no-ficción, comentaba en uno de sus textos sobre su potencial: “Creo en el fragmento. Es la representación más honesta de cualquier cosa. Reconoce los huecos, su falta de exhaustividad, su capacidad para rodear y controlar un tema, una idea”. La sustancia del collage es, justamente, el fragmento, la interrupción, el límite. ¿Cómo describirías la relación de tu trabajo con el fragmento? ¿A qué tipo de investigaciones o discursividades te permite acceder?
Esta pregunta me parece muy interesante y, aunque nunca me la he planteado en esos términos, es una pregunta que atraviesa mi obra de un extremo a otro. Lo primero sería clarificar lo que significa el fragmento para mí. En ese sentido puedo decirte que el fragmento tiene la doble condición del aislamiento y de responder a un todo. O sea, no se puede comprender el todo sin acudir a sus diversas partes. Y esa es una cuestión de la que yo trato de estar consciente cuando trabajo, es decir, de dónde viene todo, quién soy, qué es lo que me compone: mi condición de hombre; caribeño; que participa del imaginario americano, pero de otra manera; que forma parte, también, de herencias culturales diversas, etc.
Luego, el collage, la práctica del collage, se basa en la confluencia de situaciones desconectadas que terminan encontrando un ordenamiento en el caos. Un ordenamiento que, visualmente, no tiene por qué ser armónico. El fragmento puede funcionar desde el encadenamiento de significados o desde el extrañamiento y la abstracción. El elemento aislado que crea, digamos, un ruido en el sistema.
Ahora estoy pensando en ese ensayo de Christoph Singler, “Descomposición, recomposición: para una historia del fragmento y el collage en las artes de América Latina”, en el que él cita a Nelly Richard (la curadora, historiadora y antropóloga de origen francés que reside en Chile) cuando decía que las sociedades latinoamericanas, debido a su situación histórica, encarnaban la hibridez característica del collage. Y, en el Caribe, eso se complejiza aún más. Los cubanos también estamos hechos de pedacitos. Si hay una técnica artística capaz de dar cuenta de esta condición mixta, es el collage.
Por otra parte, y esto tiene que ver tanto con la fotografía como con el collage, toda imagen del mundo es necesariamente parcial. Se trata de fragmentos de realidades que, si bien provienen de un lugar común, terminan versionándolo. El fragmento es también una manipulación, por más verídica o documental que sea la imagen que presenta. El acto de escoger siempre implica dejar fuera un montón de cosas que forman parte fundamental de esa realidad: el entorno, olores, sensaciones, temporalidades, etc. Esa parcialidad es innata a la fotografía, como decía Susan Sontag, y se reafirma mucho más en el collage.
Hay obras mías que tienen una apariencia surreal, en el sentido de que comportan un extrañamiento, y hay otras que no. Hay obras que, desde el punto de vista representacional, bordean la visualidad del absurdo, pero su concepto es lógico, coherente. O sea, tienen una narración que es real, y pueden hablar de cuestiones de nuestra historia, cultura, presente.
En una pieza como Te extraño, mamá me aproximo al fenómeno de la emigración. Pero en la obra está cifrado un doble discurso: de un lado la problemática principal, la de la emigración; de otro, la fe, la creencia, la religiosidad. Este statement nacional de que “el que no tiene de congo, tiene de carabalí”, que no es gratuito, toma cuerpo en la pieza a partir de la familia multirracial y, también, de la familia que se elige. Y bueno, todo eso entronca con una deidad fundamental como Yemayá, que es la madre, la que da vida, pero también la que deja o no pasar, la madre que te da el permiso para entrar o salir. La obra es un mosaico de posibilidades, centrada en cuestiones puntuales pero abierta a muchísimas lecturas.
Y en esta línea de lo fragmentario, me preguntaba si, en el caso del manejo temático de las series, el proceso se daba en sentido inverso. Es decir, aunque cada una de las obras (aquí hablo de los collages) va, a un tiempo, construyendo significación, existe una suerte de predisposición del collage hacia la abstracción –la abstracción, paradójicamente, a partir del detalle–. Ello podría identificarse como una fortaleza en la medida en que, en vez de clausurar sentidos, vuelve a la obra elástica e inagotable en términos semánticos. Es difícil decir, muchas veces, todo lo que está pasando en esas escenas tuyas. ¿Trabajas cada fotocollage como una unidad individual a partir de temáticas o discursos concretos o forman parte de un relato mayor?
Por lo general, yo trabajo una idea puntual en cada collage. Pero muchas veces pasa que esa idea es tan rica, o me interesa tanto, que lo que hago es plantearla en otros momentos, recurrir a ella de vez en cuando. Es decir, no hay una temática unificadora que orqueste la armazón de un conjunto de piezas, sino que la idea insiste, se hace presente por sí sola. Ahorita estábamos hablando de los bocetos que realizo para varias piezas, pero eso no siempre es así. Hay collages que están prediseñados, predefinidos, pero muchos surgen de una manera sumamente espontánea. Yo soy de los que se pone a trabajar un collage y termina haciendo otro, no con los mismos elementos con los que había empezado a pinchar, sino con otros que estaban regados por la mesa, perdidos en ese caos (imagínate, son sobres y sobres llenos de fotos). Aunque hubiese elegido las imágenes con las que pensaba trabajar, en ese momento establezco relaciones con nuevos archivos, me interesan otras cosas, y termino haciendo algo distinto. También sucede que, una vez terminado un collage, parece que queda una especie de energía super fuerte ahí, que me impide detenerme. Y lo que empezó siendo una sola pieza termina en tres. El primero nace de una idea clara, estudiada, concisa, pero los otros dos, surgidos de la espontaneidad, o bien siguen la pauta conceptual de la pieza inicial, o bien se separan y van por otro lado. Y es que a veces la urgencia creativa es semántica, aquello de ir directo a un tópico particular, pero a veces la necesidad es meramente experimental. Experimentar con formas, con imágenes, y ahí uno está abierto a lo que pase, a lo que suceda de modo accidental.
Claro, hay collages que simplemente surgen. Hallan su camino ellos solos.
Por ejemplo, un tema al que yo recurro mucho, sobre todo en los retratos, es el de la racialidad, la racialidad conectada con la ancestralidad. Yo no necesito subrayar esa presencia con un título ni nada por el estilo, porque eso, en mis collages, se vehicula desde los contrastes.
¿Y cuáles serían los marcos temáticos de los lobbycards?
Sobre la serie de los lobbycards, que se titula Esto no es una historia de amor, podría decirse que es una obra menos compleja que la de los fotocollages. Lo digo sobre todo porque estos últimos, a pesar de las notas irónicas o lúdicas que revelan por momentos, tienen un anclaje un poco más sentimental o emotivo. Son más fuertes a nivel discursivo. Los lobbycards, en cambio, se construyen desde las actitudes del choteo y la jodedera. Incluso si estos parten, temáticamente, de la realidad del cubano. Es una obra sencilla, o más sobria, pero esa sencillez demanda un procesamiento complejo. Si en los fotocollages yo manipulo a conciencia, rasgo, intervengo la imagen, quemo, pinto, repinto, y hago de todo, en los lobbycards –que al final son collages también– tengo una limitación esencial que viene de la mano de las propias tarjetas cinematográficas. Es decir, estoy obligado a crear desde sus contenidos puntuales, no puedo empezar de cero. El lobbycard posee un discurso articulado a partir de sus imágenes, escenas, textos, didascálicos, que condiciona las posibilidades semánticas de la obra que está por realizarse. Se trata, además, de materiales que yo he intentado no rasgar ni recortar, sobre todo en las etapas iniciales del trabajo, de ahí que utilizara la tarjeta íntegra. En algún momento del proceso llegué a pensar: “Coño, estoy haciendo algo parecido a lo que decía Hans Arp que hacía –aquello de tirar recortes de papel sobre una cartulina y dejar que fuese el azar quien definiera su ubicación. Cosa falsa, por supuesto, las composiciones eran perfectas–, en el sentido de utilizar la fotografía íntegra, sin manipulación ninguna”. Porque la idea siempre fue poner a dialogar la fotografía con la tarjeta, lo real con su representación, y ver hasta qué punto lo ficticio influye y participa de lo real, y lo “real” influye en la ficción. Ya después, en la medida en que la obra se fue desarrollando, yo decidí hacer pequeños recortes, sin demasiada complejidad, en lugares determinados de la fotografía. Al lobbycard no, ese sí ha permanecido intacto. Y lo último que estoy haciendo es incorporarles textos, cuadros de diálogos de fotonovelas que yo tengo, ahora puestas en función de esta serie. Esos diálogos, por supuesto, también son irónicos y lúdicos, conectados con la manera que tiene el cubano de decir las cosas.
De algún modo, esta es una obra de relajación. Aun si en los fotocollages, por momentos, me interesa experimentar con formas, colores, situaciones, o si existe un componente sustancial de ironía, la obra se construye desde la seriedad. Con los lobbycards pasa todo lo contrario, es una serie con la que yo desconecto, me río, lo cojo suave. Fíjate si es así que tengo hechos alrededor de veinte lobbycards, mientras que los fotocollages ya suman más de doscientos. Últimamente me les estoy acercando con más rigor, porque es verdad que es una serie que me gusta mucho, y yo pienso que es muy propicia para la publicación, para circular y ser consumida en un libro de artista o en un foto-libro. En primer lugar, debido a sus vínculos con el cine, luego, por estar conectada con la tradición de la fotonovela. Yo creo que es por eso por lo que nunca he querido exponerla en una galería.
Pero estas piezas fueron el antecedente de los collages de Cuando el recuerdo se convierte en polvo, ¿no?
Técnicamente sí, pero la diferencia temporal que media entre una y otra serie es demasiado estrecha, y las he ido llevando al mismo tiempo. De modo que no sé si le quepa el rótulo de antecedente, aunque sí despertó en mí el interés por el acto de superponer imágenes, ponerlas en relación. Antes de recortar y hacer mi primer collage, ya yo había pegado fotografías sobre los lobbycards porque me llamaba la atención ese juego entre el archivo fotográfico y la imagen de la postal que, a fin de cuentas, también es fotográfica; entre la idea de puesta en escena que forma parte de la naturaleza del cine y la puesta en escena que representa toda fotografía, por más documental que se piense. Y ¿qué pasó? Que no le di tanta importancia. Me parecía interesante, bonito, y trabajé unos cuantos, pero hasta ahí. En realidad, este trabajo comencé a tomármelo más en serio con los fotocollages. A Esto no es una historia… yo regreso cuando tengo deseos, cuando me siento con ganas de hacer algo gracioso, con ganas de divertirme. La obra es para divertirse y no tanto para plantear grandes statements.
Con la reciente incorporación de los textos, la serie se ha complejizado más en la medida en que esas escenas de base pueden ganar, enriquecerse con diálogos. Es decir, el póster deviene viñeta. Además, a estos últimos los estoy interviniendo con escritura a mano, con dibujos (incluso, en algunos casos, mi hijo es quien dibuja) y eso les ha permitido tomar otro alcance. Y estos cambios están relacionados, sin dudas, con lo que ha supuesto para mí el trabajo con los fotocollages. Si los primeros lobbycards están basados en la simplicidad del gesto de superposición de imágenes, en las obras más recientes yo recorto, dibujo, diversifico y presiono la trama, las referencias, los signos dentro de la postal. Eso es una herencia, a la inversa, de mis collages.
Ahora que mencionas la incorporación de este elemento textual en los lobbycards, algo que también forma parte importante de los fotocollages, me gustaría que me comentaras qué lugar ocupa el texto dentro de la estructura palimpséstica del collage. ¿Qué le agrega a la obra o cómo la modifica?
Bueno, para hablar de eso tendría que empezar por los títulos. Por lo general, yo siempre uso dentro de mi obra títulos que fuguen hacia la poesía. No me interesa tanto su capacidad explicativa o narrativa sino esa inflexión lírica que se aparta de lo racional. Los nombres mismos de las series, por ejemplo, resuenan más desde lo poético que desde cualquier otro lugar. Y eso mismo lo he ido aplicando al tipo de texto que incluyo en los collages. Para mí es importante ese valor metafórico del texto, y en ese sentido volteo mucho a la discursividad de ciertos artistas cubanos de los ochenta. Artistas con textos fuertes, viscerales, como Alberto Casado, Aldito Menéndez, Antonio Eligio (Tonel), Lázaro Saavedra, etc. En sus obras y en sus textos había mucho choteo, que iba de la mano de su postura crítica, sin embargo, no perdían esa carga metafórica, poética. Para mí –yo no vengo de la academia, pero sí he leído algo al respecto–, la inclusión del texto en el arte cubano alcanza su culmen, su mejor momento, en el arte de los años ochenta. Y esa forma de jugar con lo irónico, con el doble sentido, es lo que intento recrear en mi trabajo; quizás desde una perspectiva más identificada con los recursos de la poesía, pero alineada, al fin y al cabo, con la estética de esos creadores.
Otra de las cuestiones que es característica de estas piezas es el hecho de que todas las señas textuales están ahí para indicar un sentido específico dentro del conjunto. Quiero decir, si los collages tienen texto y título, ello implica que cada uno de los elementos (título, imagen y texto) participa, de forma individual y relacional, en la construcción de sentidos al interior del collage. Esa relación es importante. Hay una obra, Discurso dadá a la inversa, en la que yo prácticamente copio el texto íntegro, incluso la estética, de uno de los poemas sonoros de Raoul Hausmann (el dadaísta austriaco al que muchas veces se le ha adjudicado la creación del término fotomontaje junto a John Heartfield y otros más del club berlinés), y lo pongo a dialogar con una serie de imágenes ligadas a la fuerza, al llamado a la acción, al mundo de lo militar. Ese contrapunto entre dos territorios semánticos opuestos: la postura dadaísta con relación a la creación y a la guerra, de un lado, y el cosmos ideológico y visual belicista, de otro, pone en crisis las conexiones clásicas entre los modos en los que se espera funcionen texto e imagen en una obra.
Es decir, la función del texto no se limita a subrayar o comentar lo visual, sino que agrega contenidos autónomos a las obras, introduce sus propias referencias.
Sí, exactamente. Más adelante, cuando la serie de los collages empieza a crecer, voy a utilizar otras modalidades de lo textual. Introduzco el texto manuscrito, casi siempre en órbita con lo que te había comentado antes de esa discursividad medio cáustica, sórdida, lúdica, propia de la producción de las décadas de los ochenta y noventa. Se trata de una retórica anclada en la metáfora, pero dura de enfrentar y de leer. A mí me parecía que este tipo de textualidad no tenía nada que ver con la letra extraída de revistas e impresos, o sea, se me hacía muy relamida, muy cuidada; de ahí que empiece a manuscribir y dibujar los textos, meto en la obra esa energía del cuerpo. Muchas veces escribo los textos en dos colores, rojo y verde, de forma que logre dotar de profundidad a las composiciones, generar cierto efecto 3D. Por supuesto, los textos no se leen en tercera dimensión, pero estéticamente hablando me gusta el efecto que genera la yuxtaposición de ambos colores y cómo destacan en los fondos claros. También utilizo el blanco, pero es menos recurrente.
La escritura, en estos casos, va por libre, es más desenfrenada. A veces aparecen el borrón y la tachadura como recursos expresivos. Y ello conecta de otro modo con la escritura, pero también con la pintura. A mí me gustaría llegar a un punto en que mis collages se vinculen con el ámbito de la pintura, y eso es algo hacia lo que pensé moverme, paradójicamente, a partir de la inclusión del texto manuscrito en las piezas.
Por otra parte, no tengo ningún reparo en utilizar textos en inglés, francés, alemán, etc. en los collages, siempre y cuando le aporten algún contenido a la obra. Tampoco me preocupa tomar cosas de otros autores. Yo lo aprovecho todo. Por ejemplo, he traído a mis piezas fragmentos de temas de rock, como ese de Jim Morrison titulado “The End”. A mí me encanta The Doors, y admiro muchísimo al gran compositor y poeta que fuera Jim Morrison. Entonces, mientras buscaba información suya, me tropecé con la letra de ese tema tremendo y sentí que una de las frases de la canción: “The end of laughter and soft lies” resonaba con fuerza en un collage que estaba armando en aquel momento. Así que la traduje al español y la colé en la pieza (“El fin de la risa y las blandas mentiras”). De nuevo, me gusta utilizar materiales de procedencias diversas. Hay, evidentemente, cosas que salen sin buscarlas, cosas espontáneas que escribo tal y como llegan. Luego, si tengo que corregir, corrijo, no me interesa demasiado dejar expuesta la huella de la mancha o la tachadura. Eso es parte del proceso, algo parecido a lo que pasa en la pintura, en donde se trabaja rectificando sobre lo ya hecho.
En el caso de los lobbycards, el texto es algo que está incorporado dentro de las obras desde la base. Al final, un lobbycard es un póster que cuenta con un conjunto de informaciones dadas de antemano: el título de la película, los nombres de los actores, los nombres de la productora y de la distribuidora, el año de realización. Muchas veces cuentan, también, con anotaciones extras realizadas por los dueños previos, que varían de una tarjeta a otra. Yo he decidido no quitar ninguna de esas informaciones, en tanto constituyen parte esencial de los archivos. Son, digamos, como las dedicatorias en las fotos, ¿y cómo borras una dedicatoria de una fotografía? La fotografía en papel es hermosa no solo por la imagen que contiene, sino por los distintos elementos agregados que la singularizan: la dedicatoria, los restos de pagamento, el pedacito de cartulina del álbum en el que estuvo colocada, la mancha de humedad que, como un recordatorio, marca el tiempo en el archivo. Todo eso convierte a la imagen en algo maravilloso. Y es lo mismo que pasa con los lobbycards, yo respeto el archivo tal y como llegó hasta mí.
Ahora bien, esa información inicial condiciona los modos de construir la obra. Porque aquí la idea y los contenidos visuales tienen que ponerse en función de, o tomar en cuenta, ese texto escrito que está en el póster. La diferencia entre ambas series es que en el fotocollage yo parto de cero (tengo un montón de fotos y voy recortando y armando; algunas veces el proceso es más cerebral y estructurado, mediado por bocetos y maquetas, y otras, completamente espontáneo), mientras que con los lobbycards cuento con un archivo que funciona como telón de fondo al que le agrego cosas. El lobbycard yo no lo rompo, reciclo, rasgo, es únicamente el marco base sobre el que trabajo. A partir de ahí es que me pienso las ideas para esa serie en relación con lo que ya está en la tarjeta. Y tomo la ruta que mejor me funcione, ya sea complementando con imágenes y textos esos contenidos previos, u ocultándolos o entreverándolos con la información nueva. Últimamente, como te había comentado, he empezado a incorporar los diálogos, las viñetas de las novelas gráficas cubanas de los años setenta y ochenta. El resultado ha sido verdaderamente interesante porque el lobbycard deja de ser un póster para convertirse en la escena de una novela gráfica, en un cómic, el fragmento de un magazine.
En la obra más reciente que estoy realizando, una serie titulada Más allá del dolor y centrada en las fotos Polaroids, el texto, como un continuum expresivo, persiste también. Algunas veces se trata de las dedicatorias de las propias fotos; otras, de textos tomados de revistas que incorporo en las fotografías. Pero en este caso, el texto sí tiene una función más concreta, que es la de generar discursividad en torno a la pérdida, la ausencia, el dolor, la partida.
En general, el texto es un contenido esencial en mi trabajo, y estas no son las primeras series en las que lo incluyo. Entre los años 2014 y 2017 estuve realizando Ella, una pieza basada en la figura de la presidenta del consejo de vecinos de mi edificio, y en los conflictos gestados a partir de su modo autoritario de administrar la vida comunitaria. Esa obra constaba de dos partes, el componente fotográfico y su contraparte textual a través de la escritura de una bitácora doméstica de los problemas que esta mujer generaba. Durante cerca de tres años registré, mediante la fotografía y las notas (pequeñas narraciones, anécdotas, comentarios aislados de los vecinos, apuntes, etc.), aquel estado permanente de crisis. Ella fue una de las primeras piezas en las que ambos universos convergieron como recursos colaborativos.
No obstante, el texto estaba ya en los videos, y se incluía como una parte más del circuito imagen-texto-sonido. En los videos me interesaba mucho cuidar la imagen, buscar en ella cierta dosis de poesía y contundencia, pero lo mismo ocurría con el texto y el sonido. Y de ahí vino –creo– todo lo demás, de evolucionar y adecuar estos recursos a nuevos soportes o modos de hacer. Video, fotografía, lobbycards, fotocollages y, más recientemente, el trabajo con las Polaroids.
A lo largo de la entrevista has hablado de los recursos del reciclaje y el cruce de referentes, cuestiones que, por supuesto, son parte fundamental de la práctica del collage; sin embargo, no te he preguntado de manera expresa por el carácter intertextual de tu trabajo. ¿Hacia qué sitios o referentes miras con mayor asiduidad? ¿Qué textos culturales (obras, estéticas, gestualidades) están más presentes en tus piezas? No hablo necesariamente de esos metarrelatos que antes habías aclarado no funcionan como paraguas conceptual de todo tu trabajo.
Yo creo que, en el caso de los collages, sí hay una mirada general hacia la vanguardia europea (sobre todo de los años de posguerra), en la medida en que se aproximan a las problemáticas contextuales y globales de una manera que yo trato de emular en mis piezas. También me interesan algunas áreas específicas dentro de propuestas que se mueven por lugares que tienen poco que ver conmigo y con mi trabajo. Eso es lo que me pasa, por ejemplo, con el collage dadaísta; aunque estéticamente estemos distanciados, su idea de articular momentos puntuales a partir de retazos, de fragmentos de cosas que chocan, se superponen y relacionan desde el caos, me pareció un recurso valiosísimo del que he echado mano en estas series, acomodándolo, claro, a mis intereses y a mi realidad. Varios de los dadaístas que trabajaron el collage incorporaron la fotografía dentro de sus piezas, y eso me llamó la atención desde el principio.
Por su parte, de la vertiente surrealista me atraen cuestiones como la relación entre collage y poesía, o collage y escritura, no hay que perder de vista que, más que los artistas plásticos, quienes experimentaron con la técnica del collage fueron los poetas.
Son muchos los sitios de los que bebo, la historia del arte en sentido general es un reservorio inagotable de materiales que me interesan. De forma que juego, presento y represento ciertas imágenes icónicas y otras menos conocidas que, en determinadas circunstancias, me funcionan para lo que quiero enunciar. Ahí podría mencionarte varias piezas que tienen una gestualidad eminentemente intertextual, ya que construyen significación a partir de la carga semántica de otras piezas y autores: La venus de la zafra, que opera como una relectura mía de la Venus de Milo; El coloso, inspirada en un cuadro de Goya; La giganta, en donde revisito la obra de Baudelaire que antes había revisitado Magritte. Hay, por supuesto, más artistas a los que voy y de los que regreso, como El Bosco, Matisse, Man Ray, etc. A veces conecto con ellos por su discursividad; otras, a nivel estético o retórico.
Luego están aquellas influencias que funcionan, sobre todo, como espacios de conocimiento o moderadoras de mis modos de entender y aproximarme al arte en general. La obra de Alejo Carpentier, Fernando Ortiz, los artistas de los ochenta y noventa de los que habíamos hablado antes, y que pusieron a circular dentro del arte cubano un tipo de textualidad que a mí me interesa mucho. Hay títulos, también, que han sido fundamentales en el sentido de que abrieron una puerta hacia la comprensión de ciertas cuestiones con las que yo trabajo. Estoy pensando ahora en Antonio Benítez Rojo, y ese ensayo tremendo que es La isla que se repite. Los textos de Susan Sontag en torno a la fotografía, las teorías de Joan Fontcuberta sobre la posfotografía (que me ayudaron a entender hasta qué punto podría llevarse esa relación entre collage y fotografía que, hoy en día, es uno de los centros de mi trabajo. Porque esta producción híbrida es collage, sí, pero no deja de ser fotografía).
Entre todos estos elementos de los que me has hablado, yo podría agregar el factor político. En obras como El Estado soy yo o Voces espirituales, y más tarde en las dos series que aglutinan el trabajo con el collage (Esto no es una historia de amor y Cuando el recuerdo se convierte en polvo) hay una recurrencia al desmontaje de las lógicas en las que opera el Estado cubano, el funcionamiento de la sociedad civil y la realidad cubana contemporánea. Hay anotaciones en torno al inmovilismo, al totalitarismo, a la historia de la nación, al fenómeno migratorio, a debates raciales, etc. ¿Consideras tu obra como política? ¿Desde qué dispositivos llevas a cabo estos desmontajes? ¿Un medio como el del collage te ha permitido contar la Cuba de hoy con otro lenguaje?
Yo no me considero un artista político, aun cuando lo político constituye uno de los elementos que atraviesan mi trabajo. La etiqueta de lo político, para que no sea puramente retórica, tiene que estar acompañada de una incidencia real en los espacios de la sociedad. Un artista político crea cambios –o al menos eso se propone desde el marco de acción que es su obra–, intenta imbricarse y alterar las reglas que pautan su realidad. Estamos hablando, entonces, de artistas como Tania Bruguera o Luis Manuel Otero Alcántara, como Hans Haacke y Richard Bell, gente con un posicionamiento verdaderamente activo políticamente hablando. El hecho de que yo, en un momento determinado o en varias piezas, recurra a ideas sobre el Estado, la sociedad, el país, dé cuenta de mi contexto y reflexione en torno a lo que está pasando, no me convierte en un artista político.
Sí me interesa el comentario anclado en la realidad cubana, desmontar y entender cuestiones ligadas a la política desde el marco de la vida cotidiana. Es lo que intento, por ejemplo, en Ella, que manifiesta a pequeña escala la imagen del totalitarismo nacional; en Viviendo con el enemigo, en donde me apropio de la retórica victimista y de plaza sitiada del Estado cubano; en varios collages, videos, etc. O sea, en mi trabajo hay referencias, alusiones, presencia de lo político; ese es mi modo de desahogarme, plantear mis preocupaciones, miedos, dudas, pero eso es similar a lo que podría pasarle, y le pasa, a cualquier cubano de a pie. De ahí a pensarme como una persona con impacto político va un buen trecho. No lo creo, como tampoco creo que muchos de los artistas que recurren o se centran en la narración del contexto cubano puedan rotularse como tal.
El medio del collage, por otra parte, me permite que las ideas circulen en varios sentidos y direcciones, que la interpretación se abra. Eso lo experimenté primero con el video, y más tarde con el collage. Esa polisemia salva a la obra del imperativo de la mirada autoral y posibilita que la gente, según su punto de vista o experiencia vital, la lea y conecte con ella a su manera. Por supuesto, yo tengo un planteamiento, una visión, yo hablo sobre cuestiones específicas en mis piezas, pero siempre me gusta dejar la puerta abierta hacia otro tipo de abordajes. En caso contrario, la obra se volvería muy cerrada, muy local. Y es ingenuo pensar, además, que todo el mundo en todas partes va a interesarse por el contexto de uno, por sus problemas. Hay obras duras, chocantes, cuya fuerza radica precisamente en su capacidad de resonancia transnacional, aun habiendo emergido de situaciones y procesos muy anclados en la realidad cubana. Los males que padecemos aquí, que no son pocos, se repiten también en otros espacios con ajustes y mutaciones. A mí me interesa esa universalidad del arte, y es lo que he intentado reflejar en mi obra durante todos estos años.