Dos abuelos: un cuento cubano de Navidad

    El 24 de diciembre pasado llamé a mi padre para felicitarlo por su cumpleaños y evité mencionar la Navidad porque es algo que nunca me ha importado. Él y mi madre tenían preparada una cena especial en casa, sin mucho lujo. Me alegré por ellos y comencé a preguntarles con insistencia sobre los pormenores de esa comida y el estado de salud de ambos. Evitaba caer en su rutina favorita, que es recordarme cómo la miseria se acrecienta cada día en Cuba y que, mientras esté lejos, nunca voy a comprender del todo la gravedad de cuanto sucede allá. 

    La última vez que hablamos antes de su cumpleaños fue un repaso de desgracias ajenas. «Si volvieras, no reconocerías el país que dejaste. Es otro. Mucho más pobre y triste. Mucho más vacío», me dijo, como si mi trabajo de periodista no consistiera en enterarme y luego contar esas mismas cosas. Aunque quizás tenga razón y mi labor no sea más que superficial. El retrato de una fachada ruinosa, que no logra adivinar la escombrera oculta en el interior. Ahora mi padre me hablaba de los precios de la comida, que están por los cielos, muy lejos de los insignificantes salarios de los cubanos. «Ay, si vieras cómo está esto. Nadie tiene ganas de celebrar, ni siquiera el Fin de Año, porque no hay nada de qué alegrarse ni con qué», remató. 

    —Bueno, pero ustedes están bien. Eso es lo importante, ¿no? Hoy vas a celebrar tu cumpleaños.

    —Sí. Ya llevo parte de mi vida celebrando los cumpleaños que no pude, los que no me dejaron —dijo, y yo sin entender de qué hablaba. Él es huérfano de padre, hijo de una viuda pobre; no la tuvo fácil. Eso ya lo sabía. 

    —No, no es eso —respondió—. Es que, como nací en Noche Buena, no pude celebrarlo porque estaba prohibido festejar cualquier cosa ese día. 

    Le contesté que cómo era posible que yo no lo supiera. Tal vez me lo contó y lo olvidé; no sé. La verdad es que nunca compartimos un momento para platicar largo y tendido sobre su vida. Todo lo que conocía eran algunas anécdotas, fragmentos sueltos que había intentado armar cronológicamente; creo que sin mucho éxito. Ahora yo quería oír esa historia. 

    —Otro día te la hago —dijo.

    ***

    Hablamos, al fin. Esta es la historia que me cuenta. Así empieza:

    De niño tuve mala suerte por partida doble. Lo primero fue la muerte de papá. Lo rajó un rayo en medio del monte. Todavía debe haber gente en Arcos de Canasí que lo recuerde, porque fue una cosa muy rara…

    Conozco esta parte. Ese día, en ese instante, murieron mi abuelo y su cuñada. Ella, la hermana de mi abuela, tenía 15 años y era la más pequeña de los 12 hijos que tuvieron mis bisabuelos, Cheo Lauzurique y Horacia Pavón. La tragedia hizo del miedo a las tormentas eléctricas una herencia familiar que llegó hasta mí. Investigar sobre el tema no me ha ayudado a disiparlo. Cada segundo cae un total de cien rayos sobre la Tierra y cada año fallecen unas 240 mil personas en todo el mundo por esta razón. No hay nada extraordinario en morir por un rayo. 

    Aunque a la ciencia no le parezca extraño, yo digo que no deja de ser curioso que aquel se llevara a dos a la vez: él, mi papá, carbonizado, y ella, mi tía, lanzada por los aires, con tan mala suerte que su cabeza fue a dar contra la esquina de una mesa. Horrible, pero cierto. Yo tendría ocho meses, así que no guardo el mal recuerdo. Mi madre sí lo vio, y el trauma la siguió toda su vida. 

    La segunda calamidad fue nacer un 24 de diciembre. Vine al mundo el día de la víspera del nacimiento de Cristo, con la Navidad, en Nochebuena. Una coincidencia feliz en cualquier lugar menos en la Cuba de los setenta. Sé que hay gente que odiaría cumplir un día de fiesta, porque al final se empalman los festejos y se olvida qué se celebra específicamente. Pero yo no tenía problema con nacer en esa fecha. El problema lo tenían otros. Los otros eran los que empalmaban los festejos en sus cabezas obtusas y olvidaban que yo también llegué ese día y tenía derecho a alegrarme por ello…

    Mi padre cree en Dios. A diferencia del miedo a los rayos, eso fue algo que no heredé. No tiene sentido decir que no existe ningún documento que pruebe que Jesús de Nazaret nació el 25 de diciembre, ni que todo fue invención de unos cuántos monjes para que los romanos asimilaran al nuevo dios asociándolo al viejo sol invictus.

    Siempre soñé con tener un cumpleaños normal. Quería invitar a mis amigos, como hacían ellos conmigo cuando cumplían. Una fiestecita, algo sencillo. ¿Qué niño no quiere eso cuando todos los demás lo hacen? Pero no pude. Y eso me entristecía.  Y yo pensando: «¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?».

    Cuando triunfó la Revolución, las cosas pintaban bien. La primera Nochebuena revolucionaria fue celebrada hasta por Fidel Castro, que fue ese día a una carbonera en la Ciénaga de Zapata. Allí bebió y cenó comida criolla, rodeado de guajiros que le sacaban décimas, para su alegría, a la Ley de Reforma Agraria. Aquellos carboneros humildes, habitantes de un pantano olvidado, debieron brindar esa noche a la salud de Cristo y de la Revolución. Pobre gente que se fue a dormir convencida de que los dos iban a convivir en el futuro.

    La fantasía duró poco más de un año, porque en 1961 Fidel Castro se declaró comunista; lo peor fue que nos declaró a todos. Entonces la Revolución se peleó con la Iglesia, y la Iglesia con la Revolución. La Iglesia dijo que no se podía ser «rojo» y católico a la vez, y la Revolución cerró los colegios y los medios de comunicación religiosos. La Iglesia apoyó la operación Peter Pan y la Revolución canceló procesiones, expulsó a varios curas del país y envió a muchos creyentes a reeducarse a los campos de trabajos forzados de las UMAP. Fue así, en esa tirantez, que se jodió la Navidad. 

    En realidad, la Nochebuena no fue prohibida legalmente. Ningún decreto revolucionario se encargó de eso, pero bastó perseguir a los católicos y suspender la de 1969 (con la excusa de movilizar al país a la fracasada Zafra de los Diez Millones) para que todos entendieran que ya no se celebraría más. 

    De muy chiquito yo, los cubanos hacían su fiesta el 31 de diciembre, como de costumbre, esperando el Año Nuevo. Aunque también otro aniversario de la Revolución. Pero la Nochebuena ya había desaparecido. La fiesta la cambiaron para el 26 de julio, cuando se celebra el asalto al Moncada. Al gobierno le interesaba que la gente la pasara bien y se acostumbrara a relajarse ese día, así que daba por núcleo familiar una caja de cerveza, una de refresco, carne de puerco, arroz, frijoles, ron, una botella de vino Viña 95. Ya más grande, me preguntaba para mis adentros (ay de mí si para mis afueras) por qué ese empeño en festejar el 26 de julio si, en cualquier caso, debía ser una fecha de luto nacional. Ese día, el del asalto al Moncada, hubo muchos muertos, todos muchachitos. Y a otros que agarraron los torturaron después. A Abel Santamaría hasta le sacaron los ojos, dicen. Entonces, ¿qué sentido tenía hacer fiesta por eso?

    Sí, papá, sí la tiene. Nuevo régimen, nuevo dios, nuevas tradiciones… nuevos mártires. 

    El gobierno también le daba cosas a los niños cuando cumplían años. Teníamos derechos a comprar un pastel, refrescos, caramelos. Entonces los padres hacían una fiestecita, lo que se dice un «pica-cake». Pero a mí, y supongo que al resto de desgraciados que nacimos el 24 de diciembre, no nos tocaba en fecha porque nada llegaba a tiempo. Mi mamá iba a la bodega a preguntar: «¿Y el cake del niño? ¿Y los refrescos? ¿Y los caramelos?» Y le decían: «Qué pena, no han entrado». Entonces tenía que aguantarme y esperar al 20 o el 30 de enero a que llegaran. Incluso hubo un año que no vino nada, ya no sé si por olvido o por castigo.  

    Cumpleaños, lo que se dice cumpleaños, no tuve en casa. Aunque mi mamá, humildemente, con lo que ganaba lavando y planchando para la calle, y con los 72 pesos de la pensión de viudez, se las apañaba para hacerme una comidita mejor ese día. A escondidas casi, sin que se notara la alegría y el festejo, no fuera a ser que alguien confundiese aquello con una cena de Nochebuena. Eso era mal visto. Podía traerte muchos problemas, podías ser discriminado, incluso para acceder a la universidad. Ese día, el 24 de diciembre, los del CDR (Comité de Defensa de la Revolución) andaban alertas. En mi cuadra se repartían el presidente, el de vigilancia y el ideológico por todas las casas. Hacían visitas casuales, inspecciones sutiles…

    Ese estado de terror duró en Cuba más de 20 años. En todo ese tiempo celebrar el 24 de diciembre fue lo mismo que celebrar a Dios, que era tener fe religiosa, que era tener graves «problemas ideológicos», que era ser enemigo de la Revolución. La Nochebuena, tradición capitalista, rezago burgués, algo casi pagano. Había que evitar esas asociaciones. 

    ***

    Pero mi padre sí celebró su cumpleaños alguna que otra vez, aunque no en su casa, sino en la de su abuela paterna, Felicia Mederos. Yo no la conocí, ni siquiera la vi en fotos. Según él, era una mujer muy gorda, orgullosa y, sobre todo, rica. Una especie de reina en Arcos de Canasí. 

    A ella le importaban tres pepinos los 26 de julio y los 1 de enero porque le tenía un odio a Fidel que para qué. El resto del país podía hacer lo que quisiera, que ella, en su casona en medio del monte, apenas rodeada por las viviendas de sus peones, seguiría celebrando la Navidad y adorando a Cristo como si nada. Las veces que fui con mi madre a verla en Navidad pedía unas «vacaciones» en la escuela. Las maestras accedían porque era buen estudiante; aunque sospecho que sabían de mis planes. Como sea, nunca se negaron, y eso se agradece. 

    Cuando llegaba a la casona, mi abuela Felicia soltaba primero su lagrimilla por lo mucho que le recordaba al hijo muerto, a mi papá, pero se recomponía rápido y a cocinar se ha dicho. También estaba mi abuelo Eduardo, un pan de Dios, que casi ni hablaba y le respondía con una sonrisa a cualquier bobería. Lo de él era el trabajo en la tierra, el silencio y poco más. La que mandaba ahí era ella y eso todo el mundo lo sabía.

    Si uno visitaba la casona en cualquier otro momento del año iba a encontrar abundancia, pero lo del 24 de diciembre era ya cosa de derroche y opulencia. Ese día, mi abuela sacrificaba una novilla y varios cerdos, pollos y guanajos para luego hacerlos de todas las formas posibles. Tenía una cocina gigante con hornos metálicos de gas y de ladrillo para carbón, y en ellos cocinaba como para alimentar a un ejército. En eso se entretenía, además de en su jardín de rosas impecables. Mi abuela Felicia tenía mano para lo bello y lo sabroso. Hasta hacía sus propios quesos y chorizos y jamones. Ya te digo: de todo había. Cuando caía la noche, y de tanto tragar ya no quedaba espacio en la tripa, ella de todas formas servía otro banquete. Entonces había que volver y sentarse a comer, aunque fuéramos pocos. Recuerdo que sobraba una cantidad exagerada de comida que ella repartía luego entre sus vecinos más cercanos. Los restos, la última basurilla de carne en los huesos, no los cogía para sopas, como hacían los demás, sino que los tiraba a sus perros. Nunca tuvo problemas por esas cosas, porque no había guajiro en los alrededores que se atreviera a decirle ni ji. Mi abuela podía celebrar la Nochebuena, mi cumpleaños y de paso cagarse en la madre de Fidel sin temerle a nada. Como siempre tuvo de todo y mucho; compartía con los campesinos de la zona, que a ella le debían muchas veces el pedazo de tierra y el techo que habitaban. Varios hasta trabajaron en su finca. La gratitud de aquellos hombres la salvó, porque nunca fue secreto que mi abuela era una connotada contrarrevolucionaria…

    Felicia Mederos pertenecía a una familia rica. Gente de provincia al fin, podía faltarles la sofisticación de la aristocracia habanera, pero sabían cómo hacer crecer el dinero. Los Mederos eran dueños de bufetes, notarías, agencias de transporte, haciendas. Ella en particular poseía terrenos gigantes donde sembraba de todo y criaba animales; el producto estrella era la caña de azúcar, que suministraba al Central Hershey. Eduardo y Felicia tuvieron seis hijos: tres hembras y tres varones, y a todos los consintieron. Incluso a mi abuela, cuando ya era viuda, le propusieron construirle una vivienda cerca de la casona, pero ella no aceptó porque pensó que, en La Habana, a la larga, le iría mejor. El campo tenía los días contados, y eso parecía saberlo todo el mundo menos Felicia Mederos. Supongo que debió pensar que la vida seguiría igual, que en cada fecha sagrada reuniría a su familia en aquellos banquetes que recuerda mi padre o en la apacible casa de verano que tenía en la playa, hecha de piedra tosca, como las de Galicia. 

    No creo que le faltara vista larga. La condenó el orgullo y el apego a la tierra. Todos sus hermanos se fueron del país con la Revolución. Le dijeron «vente con nosotros, que Castro es comunista», y lo dejaron todo atrás. Pero ella se negó. Mi abuela se iba a quedar, porque así de terca era, a cuidar de sus terrenos. Ella pensaba que Fidel podía ser todo lo comunista que quisiera, pero Cuba no. Después, cuando todos se volvieron comunistas, decía: «El régimen se va a caer, vas a ver»; «Nada es eterno, vas a ver». Pero ella no lo vio. Ni sus hijos. Quizás tampoco sus nietos lo vean. Por eso odió tanto, porque perdió mucho. Casi todas sus tierras y posesiones. Hasta la casa en la playa. Solo le dejaron la finca que rodeaba la casona. No pudo ni siquiera ahorrar, porque en 1961 el gobierno obligó a canjear el efectivo circulante, y cada familia podía entregar hasta diez mil pesos, que de todas formas era muchísimo dinero. Al final, le quedaron tantos billetes inservibles que después nos los regaló a mis primos y a mí para que jugáramos a las tiendas y al Monopoly…

    Hershey. Jorge Bonet.
    Hershey. Jorge Bonet.

    ***

    Mi familia paterna tiene otra rama. Se trata de Cheo Lauzurique y Horacia Pavón; también gente muy apegada a la tierra, aunque en un sentido totalmente opuesto al de Felicia Mederos. Tampoco los conocí; pero sí a varios de sus hijos, en quienes pude adivinar lo rústico y lo campechano que mi padre me contó de sus abuelos. 

    A Cheo y Horacia no les quitaron nada porque nada tenían. Mi padre pasó varias temporadas con ellos, pero no la Navidad porque después de 1969 no la celebraron. Sus abuelos maternos eran convexos. Abrazaron el comunismo en cuanto entró a Arcos de Canasí sin saber muy bien qué era y se olvidaron de Dios. Dios prometía y no daba. Fidel Castro al menos era un nuevo vendedor de promesas.  

    Recuerdo que mis abuelos maternos detestaban a mis abuelos paternos. Nunca fue algo recíproco, pero aun así Cheo, Horacia y casi todos sus hijos no soportaban que se hablara de los otros en su presencia. Ese rencor se fue asentando con el tiempo y las circunstancias, y ni siquiera el matrimonio de mis padres lo ablandó. Luego sucedió lo del rayo. La naturaleza dijo «aquí estoy yo, que no creo en odios ni en clases sociales ni en nada humano», y le quitó un hijo a cada familia, como para demostrar que se sufre igual en todos lados. Parecía que aquello que no pudo unir el amor lo iba a unir la muerte, pero no. Y eso que de parte de Felicia Mederos no quedó. 

    Mi abuela Horacia era un ángel de buena. Vivió toda la vida dedicada a sus hijos y su hombre, que era un cortador cañero pobretón. Él, mi abuelo, era lo más parecido a una bestia que había por los alrededores. Duro y seco como la carne de gallo viejo, así era su carácter. Tenía fama de justo, no se metía con nadie y la gente lo respetaba. Había que pensárselo cien veces antes de buscarle las cosquillas, porque tenía la fuerza natural de un toro y costumbres salvajes. A veces llegaba del cañaveral con un dolor de muelas de mil diablos y cogía una pinza, la ponía en el mechero de la cocina hasta dejarla bien caliente y tiznada. Después abría la boca frente a un trocito de espejo, que era lo único que tenía para mirarse, aflojaba con dos giros la muela y de un tirón la arrancaba de raíz. Yo lo vi hacerlo una vez, cuando casi lo único que le quedaba en la boca era la encía. Vi como escupía la sangre, se enjuagaba y con la misma regresaba al cañaveral. Aquel hombre no sentía dolor. Lo atestigüé con estos ojos que lo vieron llegar en ocasiones con la pierna abierta de un machetazo y, sin soltar queja, untarse un poco de luz brillante o una bosta de mierda de vaca para desinfectar y cerrar la herida. Guajiro bruto, bruto, bruto, mi abuelo. Y pobre. Trabajar como un mulo por unos pocos centavos fue toda su vida antes de conocer a mi abuela Horacia. Ya vivo yo, daba ternura verlos muy viejos uno al lado del otro, mascando tabaco con esfuerzo, la saliva color marrón escurriéndose de sus bocas desdentadas, y así mismo plantarse un beso y reír como dos adolescentes. Engendraron una docena de criaturas, vivieron en piso de tierra, en un bohío hecho de tablas de palma y con el tejado de yagua a dos aguas. No tuvieron electricidad ni gas. Se alumbraban con mechones, y la comida la hacían sobre un fogón de leña. Conocieron la miseria absoluta, es verdad, pero hasta el último de sus días se amaron como no he visto amarse a nadie, y solo por eso, creo, fueron felices.

    Marcel Villa. La Casa de Tomás.
    Foto: Marcel Villa

    Excepto mi familia paterna, en Arcos de Canasí todos se alegraron cuando Fidel bajó de las montañas como un Cristo que trae buenas nuevas. Ese Cristo hablaba bonito. Decía «derechos». Decía «igualdad». También obraba milagros. Hizo caminos donde había senderos y carreteras donde antes había caminos. Trajo un televisor para la comunidad y un médico para curar y un maestro para que enseñara las letras, aunque algunos, como mis abuelos y mi madre, al final no aprendieran a leer por lo mucho que el trabajo les demandaba. El Mesías de la Sierra Maestra era sagrado. Y ¡cuidadito quien les hablara mal de él!, porque se lo comían vivo… 

    Fidel Castro les abrió los ojos a Cheo y Horacia, y así supieron ellos, por ejemplo, que aquel rencor que sentían por gente como los Mederos no era envidia de pobres, como pensaban. Fidel Castro, el Comandante, les enseñó a convertir ese rencor de años en odio nuevo, y también que odiar es bueno, porque la riqueza a unos pocos no se las regala Dios, sino la miseria de otros. Por eso, cuando la Revolución prohibió la Navidad, costumbre de los «burgueses explotadores capitalistas latifundistas» de antes, ellos lo aceptaron gustosos. 

    Así, como si de repente les hubiera dado amnesia, mis abuelos maternos olvidaron que ellos, que nunca fueron burgueses explotadores capitalistas latifundistas, también la celebraron muchas veces. Porque en Arcos de Canasí podías ser pobre como una rata, pero siempre te las ibas a ingeniar para la comidita de Nochebuena. Y cuando no te alcanzaba para eso, sabías que el alcalde de turno, con fondos de la municipalidad, te iba a hacer llegar una bolsa con un poquito de lo que se come ese día. Lo que no quiere decir que el alcalde fuera bueno. ¡Qué va! Era un hijoeputa que soltaba migajas, y siempre caía mejor cuando estaba de candidato. Para Cheo Lauzurique, que ganaba unas míseras pesetas por dejarse el lomo en el cañaveral, no había mejor época que los periodos electorales, cuando los políticos pagaban un peso por voto. Como la familia era de muchos, aquel era tiempo de abundancia. Pero después los pesos se gastaban y la miseria volvía al bohío.

    Y con la miseria, una vez, se instaló la muerte. Esa historia también conozco. Por alguna razón, me llegaron (o solo recuerdo) las más trágicas. Se la escuché a mi padre y también a mi abuela, aunque ella no me dio muchos detalles. Fue hace ya varios años, y recuerdo que la usé en un texto escolar de esos que mandaban los maestros para hacer que los niños exaltaran los logros de la Revolución. Para que entendiéramos lo agradecidos que debíamos de estar por vivir en la mejor de las sociedades posibles, o al menos una mucho mejor que la de antes de 1959. Recuerdo que cuando la escribí me dio una lástima tremenda con su protagonista, que era la más pequeña de las hijas de Cheo y Horacia. No era su muerte lo que me entristecía, sino el hecho de haber pasado sin más, como una breve ráfaga de brisa, y no dejar fotos ni ningún otro rastro. Quedó apenas sujeta a la memoria de sus hermanos y solo hasta que estos se fueran muriendo uno a uno. Ahora, de esa niña, mi tía abuela, solo queda la historia de su último día. 

    La atacaron unas calenturas terribles. Estaba en cama, la pobre, hirviendo, y mis abuelos sin saber qué hacer porque no tenían dinero para un médico. Desesperado, Cheo fue a pedirle fiado al alcalde, aunque fuera para un remedio que bajara la fiebre. El alcalde le dio un papelito. Le dijo: «Ve a ver al farmacéutico, dale este papel, que él te va a dar la medicina». Y así hizo. Cuando regresó al bohío con la medicina ya su hija estaba para velar. Dios no lo ayudó. El alcalde y su papelito, tampoco. Lo hubiera ayudado la Revolución, con sus médicos rurales y sus caminos y carreteras y transportes, pero esa también debió llegar antes… 

    Mi padre pudo celebrar su cumpleaños en los noventa, cuando Fidel Castro, de pronto, se dio cuenta de que quizás había exagerado un poco con aquello de declarar a Cuba un país ateo. Por supuesto, nunca lo reconoció. Fue cosa de un plumazo constitucional y así, en 1992, los cubanos supieron que ahora vivían en un país con un Estado laico. La Nochebuena ya no era un problema, pero había otros más graves, como tratar de sobrevivir al hambre y la debacle económica que se vino con la caída del socialismo en Europa del Este. 

    A esa altura, la verdad, mi cumpleaños me importaba un carajo. Ni siquiera me inmuté cuando Juan Pablo II vino y nos regaló el 25 de diciembre feriado, aunque no niego que sí me gustaron algunas cosas que dijo, como aquello de que Cuba debía abrirse al mundo… En esa época estaba yo mordiendo el polvo. Tú habías nacido, y yo trataba de que la crisis no nos consumiera.

    ¿Y qué pasó con tus abuelos?, le he preguntado a mi padre. ¿Qué pasó con Eduardo, Felicia, Cheo y Horacia?

    Mi abuela Felicia murió en el 85, después de algunos años postrada en una cama. Todo ese tiempo lo pasó tiesa y dormida, como un vegetal. La pobre… tuvo una última vejez muy mala. Pero, así y todo, mientras el cuerpo tuvo fuerzas, nos ayudó a mi mamá y a mí. A cada rato venía a La Habana cargada de bolsas con comida. Ya cuando la edad se lo impidió, las mandaba con un maquinista que nos las entregaba en la estación de Casablanca. No murió en la casona, como era su deseo. Poco a poco rodearon la finquita de vaquerías estatales. La aislaron, ahora sí, del mundo. Y llegó el momento en que eran ella y mi abuelo Eduardo solos, con los achaques pasándoles cuentas y sin recursos para mantener peones. A mi abuelo Eduardo aquello lo puso mal de los nervios y perdió la cabeza. Entonces los del gobierno fueron a hablarle a Felicia. Le dijeron: «O te mueres aquí o nosotros te pagamos 150 pesos mensuales y te damos un apartamento en la comunidad campesina. Tú eliges». Los huesos la traían débil. Ya no era la misma, porque uno se afloja con los años. «Dennos los 150 pesos y nos vamos para la comunidad. Esto ya es suyo. Quédenselo», dijo, y se fue con mi abuelo a San Juan, donde el gobierno había hecho edificios multifamiliares para los campesinos. Eduardo no duró mucho allá, lejos de lo que les habían quitado. Y se sabe que cuando dos viejos son muy unidos y uno la palma, el otro le sigue rápido. Aunque Felicia Mederos no murió propiamente, sino que tuvo un infarto cerebral. Hasta el día en que cayó en cama no dejó nunca de celebrar la Nochebuena. 

    Los que nunca se marcharon de Arcos de Canasí fueron mis abuelos maternos. Allí nacieron y allí murieron, como varios de mis tíos. Mi abuela Horacia, que llevaba encima el desgaste de la pobreza y de haber parido 12 veces, dejó de caminar un buen día, poco después de que el rayo le mató a una hija. Cheo Lauzurique se hizo entonces cargo de ella. Los años no pudieron con su fortaleza. Había que verlo irse al cañaveral de madrugada, vestido de verde olivo, y regresar lleno de hollín al mediodía para atender a su mujer. Le hacía la comida y se le daba cucharada a cucharada. La llevaba en brazos a la casetica rústica del baño y la aseaba sobre un taburete. Luego la arreglaba hasta dejarla elegante y perfumada, y con la misma se iba de nuevo al corte de caña. Nunca faltó al trabajo, ni siquiera cuando ella, que lo fue todo en su vida, murió. Un día, pasado algún tiempo, sus hijos lo descubrieron vomitando sangre a escondidas, y con esfuerzo lograron convencerlo de visitar un médico. «Ese hombre está reventado por dentro y no le queda un órgano sano», dijo el doctor, asombrado de la fuerza de mi abuelo, que debía llevar meses enteros soportando los dolores de la metástasis. Sin muchas esperanzas, lo abrieron en un hospital para ver si había algo que salvar, y con la misma lo cerraron porque ya todo era insalvable. El médico no dio esperanzas. Dijo: «Lo único que queda es esperar». Pero no esperaron mucho, porque mi abuelo se murió a los dos días, quizás un poco menos pobre de lo que había sido. Hasta entonces su casa seguía siendo de tablas de palma y yaguas, y su cocina de leña. No fue sino hasta los noventa, cuando Fidel aceptó que no había nada malo en celebrar la Nochebuena, que sus hijos, al fin, conocieron lo que es un piso de cemento.  

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    Darío Alejandro Alemán
    Darío Alejandro Alemán
    Nació en La Habana en 1994. Periodista y editor. Ha colaborado en varios medios nacionales e internacionales.

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