Tras conocerse el resultado de las elecciones del 5 de noviembre de 2024, muchos pundits recurrieron en sus pronósticos a una frase del vernáculo norteamericano cuyo acrónimo (fafo) permitía evadir la censura puritana que existe en la televisión de Estados Unidos. Fuck around and find out!, expresión que en castellano se puede traducir, de manera aproximada, con refranes admonitorios como «el que juega con fuego se quema» o «el que se acuesta con niños amanece caga’o». Otros pundits, menos coloquiales pero igualmente pesimistas, echaron mano de metáforas como aquella de la danza junto al precipicio; los votantes, muchos sin darse cuenta, habían optado por algo tan arriesgado que podría traer consigo el final de la República tal como la conocemos, o al menos una batalla decisiva cuyas consecuencias para el país son difíciles de predecir.
No obstante, en los dos meses que pasaron entre la elección y la inauguración, hubo cierta esperanza de que, quizás, el segundo mandato de Donald Trump no sería tan desastroso. Al fin y al cabo, durante su primera presidencia el magnate mostró poco interés en los asuntos administrativos de su ilustre oficina. Si el principal propósito de esta nueva carrera era escapar a la prisión, habiéndolo conseguido y rozando ya Trump los 80 años, tal vez se dedicaría a jugar golf y seguir llenándose los bolsillos. Al final y al cabo, él siempre ha sido lo que en España llaman un «bocazas». ¿Qué fue del cacareado muro? A lo mejor no pondría en práctica los absurdos aranceles que anunció; a lo mejor no iba a implementar el funesto Project 2025, del que se distanció durante la campaña, y los que pronosticaban esto eran unos alarmistas exagerados.
Pues bien, bastaron las primeras proclamaciones y órdenes ejecutivas de la nueva administración para despejar las dudas; quienes predecían lo peor han quedado vindicados. Días tras día, el «a lo mejor» no se ha dado, y hemos tenido justo lo contrario, eso que en inglés llaman «the worst-case scenario». La conmutación de las penas a los casi mil quinientos individuos condenados por delitos cometidos durante el asalto al Capitolio vino a anunciar, el mismo 20 de enero, el tenor maximalista del nuevo gobierno. Preguntado al respecto, en Fox News el vicepresidente había hecho, semanas atrás, una razonable distinción entre aquellos que protestaron de forma pacífica, merecedores de perdón, y los que cometieron actos violentos, que no lo merecían. El problema estaba en que únicamente los segundos habían sido procesados; para que hubiera perdón no podía haber discriminación. La señal fue clarísima: la violencia, si se ejerce en nombre del caudillo, está permitida, y, más aún, celebrada. El vigilantismo de las milicias ultraderechistas, que antes estaba en el fringe, en las afueras de la comunidad política, se promueve ahora desde la Casa Blanca.

Trump no quiere solo su ejército privado, sus camisas negras, su radicalizado lumpenproletariat; quiere también su historia oficial. Siguiendo una de las órdenes ejecutivas del mismo 20 de enero, la llamada Ending the Weaponisation of the Federal Government, el Departamento de Justicia ha anunciado que va a investigar a los que participaron, desde el congreso y el gobierno anteriores, en las investigaciones de los sucesos del 6 de enero de 2021. Esta orden ejecutiva, que atribuye a la administración anterior «una instrumentalización tercermundista y sin precedentes del poder judicial dirigida a destruir el proceso democrático», es toda una petición de principio, y a fuer de ello, una declaración de intenciones. Tenemos, ahora sí, un ejemplo fehaciente de «weaponisation of justice», en tanto el Departamento de Justicia, dejando a un lado cualquier atisbo de independencia, va a hacer todo lo posible por contribuir a esa narrativa orwelliana que el nuevo gobierno pretende convertir en ortodoxia, en la cual los insurrectos son patriotas y quienes cumplieron la ley los criminales.
Luego de esos primeros decretos presidenciales vino la aprobación por parte del Senado del pintoresco gabinete propuesto por Trump. Ni siquiera los más pesimistas entre los pundits pudieron prever semejante elenco, la magnitud de la farsa: un activista antivacunas nominado para dirigir la Salud pública; una apologista de Bashar al-Assad y de Putin a cargo de los servicios de Inteligencia; un enemigo declarado del FBI al frente del FBI; un host de Fox News al mando del Pentágono… Fue la capitulación definitiva del partido republicano, la humillación absoluta. Ante la amenaza de primarias que pende como una espada de Damocles sobre sus cabezas, los senadores del GOP dejaron rápidamente a un lado su mandato constitucional de «advice and consent», votando a favor de gente que, como quiera que se mire, carece de las calificaciones mínimas para esos altos cargos. Es fácil criticarlos, pero hay que entenderlos, si se quiere ponderar la gravedad de la situación actual: no es solo el miedo a no ser reelectos, sino el clima de intimidación a que están sometidos por la turba de MAGA, lo que explica su abdicación.
Y ahí está, precisamente, el quid de la cuestión: gracias a tácticas que recuerdan a la Europa de entreguerras, pero también a regímenes autoritarios posteriores de todo color político, la desconfianza hacia los expertos que está en la raíz de ese movimiento populista ha triunfado categóricamente. Ya la experiencia no es un grado, un valor, sino todo lo contrario. Trump 2.0 es MAGA en todo su esplendor, el movimiento desatado, sin las rémoras institucionales de Trump 1.0. Si viene una nueva epidemia, ya no tendremos al malvado doctor Fauci magnificando la amenaza e imponiéndonos sus medidas liberticidas, sino al buen curandero RFK Jr., que hará a Estados Unidos saludable a base de aceite de bacalao y leche sin pasteurizar. La izquierda ambientalista y la derecha evangélica por fin se dan la mano. He aquí, de nuevo, aquel «primitivismo» que hace un siglo Ortega descubrió en el corazón de la «rebelión de las masas», el extremo de esa aterradora «desproporción entre el provecho que el hombre medio recibe de la ciencia y la gratitud que le dedica —que no le dedica».
Escribía el filósofo español, en ese libro clásico que se revela, releído a la luz de los sucesos que comentamos, sorprendentemente actual: «Si alguien en su discusión con nosotros se desinteresa de ajustarse a la verdad, si no tiene la voluntad de ser verídico, es, intelectualmente, un bárbaro». Y eso, en medio del auge paralelo del bolchevismo y el fascismo en Europa, era para Ortega «lo nuevo: el derecho a no tener razón, la razón de la sinrazón». De esa «manifestación más palpable del nuevo modo de ser de las masas» procedía, justamente, el rechazo de la democracia liberal, el gusto por la acción directa: «Por eso, lo ‘nuevo’ es en Europa acabar con las discusiones, y se detesta toda forma de convivencia que por sí misma implique acatamiento de normas objetivas, desde la conversación hasta el Parlamento, pasando por la ciencia».
He ahí, in nuce, el movimiento MAGA. Lo que era novedad hace un siglo adquiere ahora una dimensión extra, una suerte de frisson nouveau, gracias a la red de redes. Ortega señalaba que «el periódico ilustrado y la pantalla han traído todos esos remotísimos pedazos del mundo a la visión inmediata del vulgo». Y en otro capítulo llamaba «subida del nivel de los tiempos» al hecho de que las masas contemporáneas tuvieran acceso a bienes y derechos que antes eran exclusivos de las minorías. Pues bien, la internet no solo ha democratizado el acceso a noticias e imágenes, sino también su fabricación: ahora cualquiera con una cuenta de Facebook o de X puede tener sus propias noticias; no es solo consumidor sino también productor de «contenido». Ello ha favorecido, en lugar de la ilustración, lo que Ortega denomina «hermetismo intelectual»: creyéndose con el derecho a tener una opinión sobe todo asunto «sin previo esfuerzo para forjársela», «el hombre-masa se siente perfecto», y se rehúsa a acatar la autoridad de los expertos.
«Lo característico de nuestra época —escribe Ortega— no es que el vulgar crea que es sobresaliente y no vulgar, sino que el vulgar proclame e imponga el derecho de la vulgaridad o la vulgaridad como un derecho». Definitivamente, era necesaria la internet, ese crecimiento exponencial de posibilidades que la web world wide ha traído consigo, para el advenimiento de esos dos prototipos del «hombre-masa» que son Donald Trump (lo que hacen lo hacen sin el carácter de irrevocable, como hace sus travesuras el «hijo de familia») y Elon Musk, quien representa, como esos otros magnates de Sillicon Valley, los llamados tech bros, último pero muy significativo alistamiento de la coalición MAGA, la «barbarie del especialismo»: «el especialista ‘sabe’ muy bien su mínimo rincón del universo; pero ignora de raíz todo el resto» y «se comporta en todas las cuestiones que ignora, no como un ignorante, sino con toda la petulancia de quien en su cuestión especial es un sabio».
Se suele destacar la llamada «economic anxiety» como uno de los factores del auge del populismo de derechas en el mundo; y ello está soportado por los hechos: son los obreros que antes votaban al PCF los que hoy votan a Marine Le Pen; la mayoría de los votantes de AfD, el partido de ultraderecha que han endorsado Musk y Vance, son ossies, esto es, gente que vive en la zona más pobre de Alemania. Pero hay otro factor en este fenómeno bifronte del populismo, uno relacionado no ya con la carencia sino con el comfort, y es justo ese costado el que ilumina, a la distancia de cien años, La rebelión de las masas. Ortega señala que «el nuevo vulgo» ha sido mimado por el mundo entorno, ese conjunto de comodidades de las que antes ni los mismos reyes disfrutaban, hecho posible por los prodigiosos progresos tecnológicos del siglo XIX. «Estas masas mimadas son lo bastante poco inteligentes para creer que esa organización material y social, puesta a su disposición como el aire, es de su mismo origen». Lo que el filósofo español llama «la psicología del niño mimado» se distingue por su carencia de consciencia histórica, su fundamental irresponsabilidad; bolchevismo y fascismo eran sólo epifenómenos, dos variantes de ese fenómeno primordial de unas masas rebeldes cuya actitud ante la vida se reduce «a creer que tiene todos los derechos y ninguna obligación. Es indiferente que se enmascare de revolucionario o de reaccionario».

«¿Quién se atrevería a remplazar sistemáticamente conocimiento por ignorancia en todos los niveles de la jerarquía social, si no en la tormenta de una revolución?», se preguntaba, por su parte, Sartre, recordando cómo en los casos de la Unión Soviética, China, Vietnam y Cuba los novatos tomaron el poder, y la elección de los cuadros estuvo determinada no por la competencia profesional sino por el «celo revolucionario». No es esta, por cierto, la única reminiscencia ominosa que nos dejan las primeras semanas del nuevo gobierno de Trump. Kash Patel, nombrado director del FBI, dijo en septiembre que convertiría, en el primer día de su gestión, los headquarters del mismo en un «museo del Deep State»; la fantasía de crear museos del futuro antiguo régimen, en este caso de «etnografía capitalista», era común en el imaginario radical de los sesenta. «Hace seis semanas, parado debajo de la cúpula de este Capitolio proclamé el inicio de la edad dorada de los Estados Unidos. A partir de ahí, no ha habido más que acción rápida e implacable para inaugurar la era más grande y más exitosa en la historia de nuestro país. En 43 días hemos conseguido más de lo que la mayoría de las administraciones consiguen en cuatro u ocho años —y no hemos hecho más que empezar», dijo Trump hace unos días. «La Revolución realiza su trabajo de prisa; la Revolución trabaja rápido y avanza rápido», Fidel Castro el 31 de diciembre de 1960.
El utopismo de este discurso del presidente ante el Congreso («vamos a forjar la civilización más libre, más avanzada y más dominante que haya existido sobre la faz de la Tierra […] Vamos a crear la más alta calidad de vida, vamos a construir las comunidades más seguras, prósperas, saludables y vitales del mundo entero. Vamos a conquistar las vastas fronteras de la ciencia, y vamos a llevar a la humanidad al espacio y plantar la bandera estadounidense en Marte e incluso más lejos. Y mientras lo hacemos, vamos a redescubrir el indetenible poder del espíritu estadounidense, y vamos a renovar la promesa ilimitada del sueño americano»), tiene tufo soviético. Sustitúyase la palabra «estadounidense» por «humano», y estas frases las podría haber escrito Trostki en las delirantes páginas finales de Literatura y revolución. Se trata, al fin y al cabo, de una versión ultranacionalista —fascista— de ese sueño de dominación total que trajo el bolchevismo, un sueño que, en la historia del siglo XX, siempre produjo monstruos. «Bolchevismo y fascismo —escribió, a propósito, Ortega— son dos seudoalboradas; no traen la mañana de mañana, sino de un arcaico día, ya usado muchas veces; son primitivismo.”
Cuando vemos a Elon Musk proclamar que tiene la ventaja sobre los burócratas de que él trabaja de noche y en fin de semana, y se dice que ha estado durmiendo en el piso de su oficina gubernamental, y nos enteramos de que su pelotón de choque está compuesto por jóvenes de menos de veinticinco años, ¿cómo no recordar a Guevara, la nocturnidad de su acción en el Banco Nacional y los ministerios, la afectación de su ascetismo? Aquella energeia revolucionaria que tanto impresionó a Sartre en la Cuba de 1960 tiene su contraparte, desde la derecha, en la táctica que Steve Bannon, el principal ideólogo del trumpismo, llama «flood the zone» (inundar la zona), y es justo esto lo que la retahíla de órdenes ejecutivas de Trump y las intempestivas acciones de DOGE han conseguido en las últimas seis semanas. Nadie puede decir que no estaba advertido: ya desde 2016 el entonces improbable candidato Trump proclamó, con razón, que Hilary Clinton representaba «el sistema» mientras él representaba el «cambio».
El desmontaje del sistema desde todos los frentes, la sucesión de escándalos y crisis, la incertidumbre y el caos, todo lo que Tucker Carlson atribuía hace tres años en Fox News al supuesto «régimen» de Biden: eso es Trump 2.0. El pasado noviembre, el país volvió a votar por la aventura, un ride en una montaña rusa que durará, en el mejor de los casos, cuatro años. Y así como un minuto en el aparato se nos alarga, cada día desde la inauguración ha durado, para muchos, como si fuera una semana. «Hay épocas —escribía Ortega— en que la realidad humana, siempre móvil, se acelera, se embala en velocidades vertiginosas». Es justo ese vértigo lo que se ha sentido en estas últimas semanas, la sensación de que algo acaba y otra cosa empieza, del todo nueva para aquellos que nacimos y crecimos sea en dictadura o en democracia. He ahí una paradoja de la revolución: solo cuando se niega absolutamente la «razón histórica» es que se hace historia, en un sentido perceptible de esta manera por los contemporáneos.
«We have started a great, great, positive revolution», dijo Trump en su discurso en el CPAC del 2023, y lo que ahora observamos, estupefactos, es la consecución de ese proyecto transformador, lo que Vance llamó hace algunos años «De-Ba’athification» de los Estados Unidos. Esto es, una purga donde el lugar del partido de Saddam Hussein es ocupado por esa entelequia que el vicepresidente, como los propagandistas de Fox News, llama «la izquierda», y el Project 2025 denomina «marxismo cultural». Se trata, obviamente, de «limpiar» el gobierno federal de empleados públicos que, fundamentalmente apolíticos, suelen pasar de una administración a la siguiente, para llenarlo de «loyalists», gente dispuesta a poner la «agenda del presidente» por encima de la ley. Project 2025 se subtitula, significativamente, Presidential Transition Project; solo que la transición es inversa a la española —no es casual que el iliberalismo de los ideólogos de MAGA encuentre cierta inspiración en el franquismo.
La indefinición de la posición de Elon Musk —que ni ha sido electo ni confirmado por el Senado—, así como la vacilación de la Casa Blanca en las comunicaciones oficiales sobre su estatus dentro de la administración, revela la ilegalidad de toda la gestión del llamado Departament of Government Efficency. Pero las revoluciones no tienen legalidad —«quien salva la patria no puede romper ninguna ley», proclamó Trump en Truth Social, versionando una frase atribuida a Napoleón— sino legitimidad, y la legitimidad de este aspirante a monarca que es Trump proviene de su atribución de devolverle la voz al pueblo, una voz hasta ahora supuestamente secuestrada por políticos corruptos. Contra las instituciones, el trumpismo trae una nueva versión de la «democracia directa», una más ajustada a la era online, donde la potencia del pueblo no se despliega necesariamente en marchas y rallies pero sigue siendo el hogar de la autenticidad, la fuerza magnética que, trascendiendo la división de poderes, encarna en una figura carismática investida con el aura de lo sagrado.
En su análisis del referendo de 1958 que reinstauró a De Gaulle en el poder, Sartre escribía, dirigiéndose a aquellos que iban a votar «sí»: «La verdad es que estáis escogiendo la acción pura, es decir, el individuo liberado de toda cortapisa, a causa del disgusto que os provoca el abyecto pantano en el que nos hemos movido desde la Liberación». Es justo eso, el espectáculo de la acción pura, el individuo liberado de todo check, lo que ofrece Trump 2.0., y no es insignificante que la consigna primera del movimiento MAGA, Drain the Swamp!, probablemente proveniente de Bannon, resuene con este pasaje de Sartre. En su análisis de la figura de Charles de Gaulle, el filósofo francés trae a colación las palabras de una lectora que, reaccionando a un previo artículo suyo sobre el referendo, le escribió explicando por qué, aunque coincidía con él en la mayoría de las cuestiones, votaría «sí». «Mi corresponsal piensa que no tiene nada que ganar del colapso de la República, pero tampoco nada que perder. Le quitarán sus derechos civiles, quizás sus derechos de sindicalizarse, solo le dejarán el derecho a permanecer callada. ¿Qué importa? Ella está votando por la dictadura. Eso prueba que ya estaba callada, que siempre ha estado callada o que nadie nunca la escuchó. Nadie. Nunca».
Se trata, por así decir, de la crónica de una muerte anunciada, y lo verdaderamente imprevisto no son las acciones en sí, ni su pretexto —erradicar unos no demostrados «waste, fraud and abuse»—, sino que el ejecutor desde esta teatral cruzada contra la burocracia sea justamente el ciudadano privado más rico del mundo, alguien que hace seis meses ni siquiera se había incorporado a la campaña de Trump y que es, encima, un enemigo jurado de Steve Bannon. Pero lo que a primera vista parece paradójico tiene un sentido, porque no es difícil colegir que la motosierra de Musk, además de la purga ideológica, busca eliminar regulaciones gubernamentales sobre empresas de nuevas tecnologías y criptomoneda como las de Musk, y sobe todo costear la próxima extensión de la reducción de impuestos a los más ricos, que fue el único logro legislativo de la primera administración de Trump. Parece, no obstante, que las cuentas no dan, y programas como Medicaid y SNAP, acaso Social Security, se verán afectados. Hay ya signos de malestar entre muchos votantes de Trump, pero este, que coquetea con la idea de la reelección —en sí misma inconstitucional— no parece estarse comportando como alguien que busca reelegirse de la manera habitual. Si el ride de Trump 1.0 fue, diríamos, en la montañita rusa del parque Lenin, este de ahora es en una de las enormes, vertiginosas, de Six Flags.
Las órdenes ejecutivas del presidente vienen a ejecutar eso que en 2017 Bannon llamó, con veleidad intelectualista, «deconstrucción del estado administrativo», expresión retomada, por cierto, en la «Policy Agenda» del Project 2025. Esa «deconstrucción», que es en realidad una demolición, no se consiguió, desde luego, en el primer gobierno de Trump, y no se habría conseguido de haber ganado este en 2020, pues el presidente reelecto habría tenido que lidiar con la pandemia y la inflación, además de la resistencia de servidores públicos con integridad, leales a la Constitución. Es obvio que la derrota ante Biden resultó, al cabo, muy beneficiosa para el movimiento MAGA, que tuvo tiempo para, por un lado, rearmarse intelectualmente y preparar mejor su asalto al sistema —la cantidad de órdenes ejecutivas revelan un plan muy bien pensado, y algunas de las que han recibido menos atención, como la que busca regular el estilo arquitectónico de los edificios públicos, remiten ciertamente al fascismo italiano, que Trump desconoce pero no sus asesores— y, por el otro, engordar simbólicamente, redoblando lo que, si parafraseamos aquel ensayo clásico de Kenneth Burke, podríamos llamar «la retórica de la batalla de Trump».
La Big Lie y el asalto al Capitolio produjeron unos mártires —los «rehenes», pretendidos «prisioneros políticos» del 6 de enero, el propio Trump— que extendieron considerablemente esa metanarrativa victimista. Es obvio, y así lo confirman recientes revelaciones, que la negativa a aceptar, contra toda evidencia, el resultado electoral, fue una jugada estratégica dirigida a crear las condiciones de un regreso al poder que, retomando los tropos medulares de la campaña de 2016, ha hecho posible ahora una presidencia mucho más radical. Luego, el robo por parte de Trump de los documentos clasificados, y su negativa a devolverlos, forzaron la intervención del FBI en Mar-a-Lago y una nueva investigación judicial, de donde el entonces expresidente emergió como el enemigo número uno del llamado «Deep State». Trump ha llegado a compararse con Cristo, y no es difícil percibir aquí un subtexto cristiano: él, que parecía muerto políticamente, resucitó, de manera que su retorno parece cumplir lo que estaba sólo prefigurado en su etapa primera, más tibia y vacilante. La proclamación oficial, el mismo 20 de enero de 2025, de perdón para los Oath Keepers y los Prouds Boys, el «pueblo» maltratado por el anterior gobierno, según el lenguaje panfletario de estos documentos, más propio de manifiestos políticos que de tradicionales decretos, no hizo sino consumar esa legitimación de la «acción directa» sobre la «rule of law» que ha estado siempre en el corazón del trumpismo. Algunos hablan ya de crisis constitucional, en tanto el ejecutivo está interviniendo para bloquear unos gastos asignados por el Congreso, el cual posee, según la Constitución, «the power of the purse»; otros piensan que la crisis vendrá cuando, como ya han anunciado, el ejecutivo se niegue a acatar los fallos del Tribunal Supremo, y en ese caso no quedaría más opción que la protesta popular. En todo caso, la Constitución, que otorga al presidente un excesivo poder en el derecho irrestricto al perdón —extraña reliquia de la monarquía británica—, y deja como último valladar ante el avance de la tiranía la «virtud» de algunos individuos, ya ha revelado sus fallas. ¿De qué vale la cláusula sobre el impeachment si los congresistas deciden desconocer que su juramento es a ella, a la Constitución, no a sus electores, y mucho menos al presidente? Si el trumpismo gana la batalla decisiva, la Constitución será letra muerta; si resultara derrotado en los próximos años, aquella quedará desmitificada, y no se ve cómo se pueda avanzar sin una nueva Convención Constituyente.
Mientras tanto, comienzan a plantearse, primero a los empleados públicos, pero cada vez a más gente que tenía el lujo de poder despreocuparse de la política, dilemas que son propios de otro tipo de regímenes; el incentivo de montarse en el carro de MAGA, que parece ahora mismo el caballo ganador, es enorme para jóvenes abogados, periodistas, influencers y gente con ambiciones políticas; y la aquiescencia de grandes empresarios como Bezos, dueño del Washington Post, y Zuckerberg, dueño de Facebook, así como de conglomerados como Disney, que controlan medios de prensa, no es de buen agüero. Ante un reto como el que Orbán y Putin presentaron en su momento en sus respectivos países, incluso una democracia tan establecida como la norteamericana parece menos sólida de lo que, acaso ingenuamente, esperábamos. Los checks and balances se tambalean, y hay dos olores en el aire: el olor a miedo y el olor a oportunismo.
A esta crisis interna corresponde la crisis en la política exterior. Aquí, de nuevo, para quienquiera que haya seguido de cerca la trayectoria del trumpismo, no ha habido sorpresa pero ha habido sorpresa. Si había un punto donde aún MAGA no había dominado del todo al partido republicano, ese era la guerra en Ucrania, y si es cierto que la selección de JD Vance para el cargo de vicepresidente presagiaba lo peor, la rapidez del giro ha sido vertiginosa, enormes sus potenciales consecuencias geopolíticas. De nuevo, Trump 1.0 prefigura Trump 2.0: lo que anunciaba aquel encuentro en Helsinki con Putin en 2018, donde Trump optó por la palabra del dictador ruso sobre la de los servicios de inteligencia de Estados Unidos, es consumado en la reciente reunión con Zelensky en la Oficina Oval, donde el presidente y el vicepresidente asumieron los «talking points» del Kremlin.

La excusa de que el presidente ucraniano, con su bravuconería y falta de etiqueta, provocó la reacción de Trump, es desde luego ridícula. Zelensky fue provocado por Vance, y no hizo más que recordar que la diplomacia no ha funcionado en el pasado con Putin. Culparlo del fracaso de un trato imposible es una burda maniobra de la propaganda trumpista, que se puede refutar con un solo dato: días atrás Estados Unidos había votado con Rusia y Corea del Norte en la ONU, en contra de la resolución de condena presentada por Ucrania, y Trump se había hecho eco de la exigencia de Putin de que Ucrania debería hacer elecciones en plena guerra. La idea misma de que Zelensky no tiene «cartas» en el juego equivale a adoptar, contra los hechos, la propaganda del Kremlin. Al comienzo de la guerra, tanto los medios «liberales» como los conservadores, que en nada coinciden, coincidían en una cosa: en una semana Putin habría tomado Kiev. Hoy Rusia controla poco más del territorio que controlaba un mes después del inicio de la llamada «operación militar especial», y se calcula ha tenido alrededor 800 000 bajas. La «carta» de Ucrania es haber conseguido, contra todo pronóstico, contener al ejército ruso, revelando que es mucho menos poderoso de lo que se creía. Al retirarle el apoyo a Ucrania, Trump y JD Vance no están negociando sino haciéndole un regalo a Putin, y así lo entendieron, por cierto, en la televisión estatal rusa. Ellos, que han hecho de una falsa invasión el centro de una campaña que no termina, no pueden reconocer que la guerra de Ucrania es, esta sí, con propiedad una invasión.
El dictador ruso es, ahora, parte de la metanarrativa victimista de MAGA, un compañero de viaje: «Putin went through a hell of a lot with me», dijo Trump en la Oficina Oval. He aquí lo que podríamos llamar la revancha póstuma de Stalin, el más nauseabundo de los efectos de esta montaña rusa de la historia que es Trump 2.0. La Unión Soviética, que no logró vencer a su archienemigo en la Guerra Fría, viene a ser vengada por un heredero que ha explotado arteramente esas divisiones internas, solo posibilitadas por la democracia liberal, que alguna vez Stalin señaló. La intervención del gobierno ruso en la elección de 2016 ha sido documentada sobradamente no solo por las agencias de inteligencia de Estados Unidos y el Informe Muller, sino también en una investigación bipartidista en el Senado. Ahora, Putin parece estar consiguiendo con relativa facilidad, gracias a la relección de Trump y acciones tan perturbadoras como el discurso de Vance en la Conferencia de Seguridad de Munich, ese gran objetivo suyo que es el fin de la OTAN.
Aquí, de nuevo, vale recordar a Ortega: «el saber histórico es una técnica de primer orden para continuar y conservar una civilización provecta». Rompiendo irresponsablemente con décadas de una alianza que ha sido beneficiosa para la paz y prosperidad del mundo, las declaraciones de Trump y Vance dan voz a «ese hombre vaciado de su propia historia, sin entraña de pasado» que tanto criticaba el filósofo español. Trump probablemente no ha leído un libro de historia en su vida; Vance sí: ignorancia y mala fe, de nuevo, van de la mano en el movimiento MAGA. La postura del actual gobierno, ejemplo donde los haya de cómo los demagogos explotan la falta de memoria de las masas, no sólo desconoce, con su insistencia en la distancia que nos separa de Europa, la historia del pasado siglo, sino el hecho de que, como el propio Marco Rubio recordaba hace diez años, Ucrania renunció en 1994 a las armas nucleares soviéticas que estaban en su territorio a cambio de garantías de seguridad, y el gobierno norteamericano se comprometió a cumplirlas. Por Vance habló, en un día que será recordado como infame, ese hombre que, en palabras de Ortega, «tiene sólo apetitos, cree que tiene sólo derechos y no cree que tiene obligaciones: es el hombre sin nobleza que obliga —sine nobilitate—, snob».
No es que, con la contribución de un porcentaje mínimo del presupuesto militar y sin hombres en el terreno, estemos ayudado demasiado a Ucrania en una guerra que no nos concierne; es que Ucrania —que ha optado por Europa, esto es, por la democracia liberal, frente a la alternativa autoritaria que presenta Rusia— está luchando también por nosotros. La idea de que es Putin, en su cruzada contra el wokismo, quien representa los valores de Occidente, es espuria. Recuerda Ortega que la ciencia experimental era un producto único de la cultura occidental, mientras «magos, sacerdotes, guerreros y pastores han pululado donde y como quiera»; frente al nacionalismo cristiano que impregna todo el Project 2025, habría que recordar que religiones ha habido en todas las civilizaciones, pero la Ilustración y la democracia liberal, la división de poderes y la separación de la iglesia y el estado, que son los fundamentos de la República norteamericana, son únicas de Occidente.
En la segunda parte de La rebelión de las masas, y sobre todo en el «Prólogo para franceses» que añadió en 1937, Ortega insistía en la necesidad de crear, como único muro de contención a la estupidez reinante, los «Estados Unidos de Europa». Frente al avance soviético, el filósofo clamaba por la «construcción de Europa, como gran Estado nacional, la única empresa que pudiera contraponerse a la victoria del plan quinquenal». Hoy, ante la incipiente alineación de los Estados Unidos con Rusia, Europa sigue siendo una esperanza —esperanza poca, si consideramos la situación económica y las crisis políticas que asolan al viejo continente. El europeísmo de Ortega sigue estando, con todo, en las antípodas de la posición de la nueva administración norteamericana, esa que Vance dejó clara en Munich cuando afirmó que la verdadera amenaza a Europa no viene de afuera, de Rusia, sino de «adentro», y consiste en una supuesta retirada, por parte de los gobiernos actuales, de «some of its own fundamental values», Este discurso, donde se anuncia, más aún que en la reunión de la Oficina Oval con Zelensky, el fin de la OTAN (si X es «baneado» en Alemania, donde existen leyes en contra de la propaganda nazi, esto podría ser usado como pretexto para romper la Alianza Atlántica), es, como resulta habitual en MAGA, una proyección: es el trumpismo, no esos gobiernos dolosamente acusados de atentar contra la libertad religiosa y la libertad de expresión, el que equivale a la retirada de esos valores compartidos por la República norteamericana y las democracias europeas.
De ahí el cierre de agencias como la USAID —que Elon Musk tachó de «criminal»— y de la NED, que no solo han contribuido por décadas con ayuda humanitaria, sino con programas de apoyo a la causa de la democracia en todo el mundo. La señal es clara: o bien esas agencias gubernamentales promueven la agenda woke —y vemos qué significa, en última instancia, este término en la neolengua del trumpismo— o bien la promoción de la democracia mediante el soft power ya no es una prioridad para un gobierno más alineado con el Movement de Banon —a saber, el fomento de los partidos populistas de extrema derecha, de los nacionalismos y fundamentalismos contrarios a la Unión Europea y afines a propaganda rusa— que con el espíritu universalista de los Acuerdos de Bretton Woods.
En cualquier caso, estas acciones no solo perjudicarán prácticamente la lucha contra las dictaduras en países como Cuba —la prensa independiente difícilmente podrá sobrevivir—, sino que deslegitiman esas largas luchas. Como el Kremlin, los radicales de izquierda salen ganando: podrán ver en esta solución de continuidad una continuidad, si no una consumación, y reforzarán sus discursos antimperialistas. La dictadura cubana también gana, o podría ganar, en tanto con el ocaso del mundo unipolar de la hegemonía norteamericana, en el cual no era concebible un reacomodo capitalista sin transición a la democracia, se le abre de pronto un espacio: este nuevo «approach to foreign policy based on concrete shared interests, not vague platitudes or utopian ideologies» podría finalmente incorporar a Cuba, que ya se encuentra en la zona de influencia de Rusia, dentro de la lógica «realista» de las transacciones comerciales, en lo que vendría ser la última ironía, la gran broma macabra, de la montaña rusa de la historia. Cuba, que se embarcó en la aventura en 1959 y desde entonces no ha salido de ese loop, podría bajarse por fin del aparato, pero no para aterrizar en la ansiada democracia sino en un orden nuevo y a la vez antiguo —más parecido al mundo anterior a la Segunda Guerra Mundial, o incluso a la Primera—, donde la democracia resultará una cosa tan obsoleta como los televisores en blanco y negro y la propia Constitución norteamericana.
«¿Quién se atrevería a remplazar sistemáticamente conocimiento por ignorancia en todos los niveles de la jerarquía social, si no en la tormenta de una revolución?» Esa pregunta teniendo a Kamala como la otra opción es un tiro en el pie seguro.