Presentación
William H. Pritchard (1932) es un crítico literario norteamericano nacido en Johnson City, New York. Graduado en Filosofía en el Amherst College en 1953 y de un máster en Lengua Inglesa en 1960 por la Universidad de Harvard con un profundo estudio acerca de la poesía de Robert Frost, Pritchard ha tenido un marcado interés en la literatura norteamericana e inglesa del siglo XX, ya sea la poesía, la crítica literaria o la ficción, aunque también ha impartido cursos sobre Shakespeare y los escritores mayores ingleses de los siglos XVII, XVIII y XIX. Sus ensayos están marcados por maneras más bien clásicas, no tan experimentales ni complejas, con la intención de ser claro, directo y preciso, sin muchos adornos. Muestra de ellos son sus textos sobre algunos escritores que le interesan, como Frost: A Literary Life Reconsidered (1984), Randall Jarrell: A Literary Life (1990), Updike: America’s Man of Letters (2000), o el libro On Poets and Poetry (2009). El ensayo que aquí publicamos se encuentra en su libro Talking Back to Emily Dickinson and Other Essays (1998).
William H. Pritchard: “Escribir bien es la mejor venganza”
Cuando, en agosto de 1929, el crítico de arte Thomas Earp criticó negativamente tanto la introducción de D. H. Lawrence a un catálogo de sus pinturas como las propias pinturas, Lawrence escribió y publicó el siguiente poema:
Oí el piar de un pollito:
¡Me llamo Thomas, Thomas Earp!
Y no sé pintar ni escribir,
solo puedo corregir a los demás.
Todos los que saben escribir o pintar
tiemblan ante mi queja.
Porque soy un pollito y puedo piar;
y me llamo Thomas, Thomas Earp.
¿Qué tan buena es la literatura para ajustar cuentas con alguien, ridiculizando su persona o arte? ¿Hasta qué punto podemos explicar adecuadamente un poema, cuento o novela ubicando su origen en el rencor, la determinación del autor de celebrar con humor o con férreo desprecio las ofensas de otro?
Seguramente todos hemos sentido la insinuación de tal venganza. Tras la publicación de mi primer libro en este país, pero no en Inglaterra, me atreví a enviar un ejemplar a un crítico inglés interesado en mi tema. Recibí de inmediato una elegante postal, agradeciéndome amablemente el libro y expresando su satisfacción por leerlo. Tres meses después, apareció una crítica feroz en The Spectator, en la que el amable crítico criticaba mi obra como un débil ejemplo de incapacidad académica: “tímido”, “docto”, “obtuso” eran tres de los adjetivos que le aplicaba. Cuando terminé de hacer muecas y llorar (¿seguramente no era obtuso, aunque quizá un poco erudito?), pensé en tomar represalias, en una respuesta magistral cargada de ironía y compasión. Pero mis amigos me disuadieron.
Buen consejo, del tipo de consejo que Alfred Tennyson no escuchó cuando se encontró en la revista Blackwood’s Magazine con la reseña de John Wilson de su poemario de 1830. Escribiendo bajo el nombre de Christopher North, Wilson se propuso, de la manera más condescendiente, demostrar que “Alfred”, aunque innegablemente poeta, era ridículamente sobrevalorado y solo se salvaría escuchando las críticas de Christopher North. Tennyson solo escuchó lo suficiente para producir estas estrofas:
Revisaste tarde mis canciones,
Christopher el gruñón;
Mezclaste la culpa con los elogios,
Christopher el oxidado.
Cuando supe de quién venía,
te perdoné toda la culpa,
Christopher el mohoso;
no pude perdonar los elogios,
Christopher el anticuado.
Su amigo Arthur Hallam le rogó que no lo incluyera en su siguiente colección, pero fue en vano.
Mi candidato a la pieza más brillante de rencor en la poesía inglesa es el retrato que Alexander Pope hace de Sporus en su “Epístola al Dr. Arbuthnot”. En la vida real, Sporus era un cortesano afeminado y despilfarrador, Lord Hervey, quien se asoció con Lady Mary Wortley Montague (otra antagonista) para publicar ataques contra Pope. En el poema, Arbuthnot, amigo de Pope, le da un consejo mundano sobre cómo no vale la pena perder el tiempo en todo ese asunto: “¡Sátira o sentido, ay!, ¿puede sentir Sporus? / ¿Quién rompe una mariposa sobre una rueda?”. Pero Pope, presa de una necesidad artística más imperiosa que el mero deseo de devolver un insulto, ignora el consejo: “Sin embargo, déjame batir a este escarabajo con alas doradas, / a este pintado niño de la suciedad que apesta y pica”, y continúa a través de veinticinco versos de brillante invención para vilipendiar a Sporus/Hervey como a una “¡cosa anfibia!”, una combinación de “espuma” y “veneno”. La rueda de los versos de Pope es memorable no por la forma en que rompe a una mariposa, sino por cómo genera riqueza a partir de las emociones negativas sentidas hacia Hervey. Es el exceso lo que marca la diferencia, convirtiendo una maliciosa venganza en algo hermoso y en una alegría eterna.
Nada sería más fácil que extender la lista de sátiras, epigramas y desaires lanzados por poetas que se burlan o se desquitan de alguien que los ha afligido. Pero cuando pasamos a la ficción, la relación entre el misil y el objetivo se vuelve menos directa; de hecho, la figura del misil-objetivo, que describe más o menos los fragmentos de animosidad lanzados por Tennyson y Lawrence parecen poco útiles. A medida que la creación literaria se vuelve más extensa y ociosa, lo que pudo haberse originado, al menos en parte, en el deseo de poner en la picota al ofensor, se dispersa, se complica y se modifica por otros motivos menos inequívocos que el puro rencor o la malicia.
El ataque de H. G. Wells a Henry James en un libro suyo poco leído, titulado Boon (1915), es recordado principalmente por la conmovedora respuesta que provocó en James. En un prefacio a Boon en sus Collected Works, Wells lo describió como “un brote de travesuras”, provocado por su aburrimiento con “la pretenciosa solemnidad de varios artistas literarios y críticos”, entre los que se encontraba James. Wells objetó las novelas de James porque no eran lo suficientemente “ásperas”. Sus personajes estaban destripados, carecían de opiniones políticas o lujurias, no soñaban ni pasaban hambre, ni “transpiraban jugando al póquer”. “Se propone desgranar la vida antes de pintarla”, dijo Wells, añadiendo con un tono bastante sentimental que “sin esa luz, ya no es la mujer loca que amamos”. La novela jamesiana es “como una iglesia iluminada, pero sin una congregación que te distraiga, con cada luz y cada línea enfocada en el altar mayor. Y sobre el altar, colocado con mucha reverencia, intensamente, hay un gatito muerto, una cáscara de huevo, un trocito de cuerda”.
Esta es una buena obra en la línea del ensayo de Mark Twain sobre las ofensas literarias de James Fenimore Cooper, salvo que Wells y James eran contemporáneos, amigos en cierto modo que, con ciertas reservas, se habían elogiado mutuamente. James se tomó muy a pecho la “travesura” de Boon; sin embargo, aguijoneado por el ataque, respondió a Wells con frases memorables sobre la importancia del arte: “Es el arte lo que crea vida, crea interés, crea importancia, para nuestra consideración y aplicación de esas cosas, y no conozco sustituto alguno para la fuerza y la belleza del proceso”. Nunca volvieron a escribirse, y a los pocos meses James falleció. Wells dejó de lanzar pullas justo a tiempo para que el Maestro respondiera con una última y contundente afirmación de la devoción de toda una vida.
Uno de los mejores intentos modernos de destruir a un escritor parodiando su estilo e ideas es la burla que Hemingway hizo de Sherwood Anderson en The Torrents of Spring, su novela corta publicada en 1926. Esta extraña actuación literaria no fue en ningún sentido una represalia por alguna ofensa que Anderson hubiera cometido contra Hemingway. De hecho, Anderson había ejercido su influencia en Boni & Liveright, donde era un autor superventas, para ayudar a que el libro de relatos de Hemingway, In Our Time, se publicara el año anterior. Dicha ayuda no disuadió a Hemingway de atacar a Anderson; de hecho, puede que haya endulzado la operación, dada la rencorosa infantilidad de la moral de Hemingway y el hecho de que le molestaba que lo compararan con Anderson como escritor.
Lo que se pueda decir de los méritos de Anderson como novelista y cuentista, sin embargo, no puede decirse de Dark Laughter, su novela de 1925 que fue la ocasión inmediata para el ataque de Hemingway. La sátira del primitivismo de Anderson es bastante amplia. Por ejemplo, el héroe de Hemingway, Yogi Johnson, torpe pero “sensible”, se reúne con unos indios y es llevado a su casa club, con una espléndida mesa de billar y una sala de reuniones con fotografías autografiadas de Chief Bender, Francis Parkman, D. H. Lawrence, Chief Meyers (estos dos chiefs eran famosos jugadores de béisbol) y un “cuadro de cuerpo entero de Henry Wadsworth Longfellow” (sin duda en honor a “Hiawatha”). Pero las mejores partes de la parodia solo pueden ser apreciadas por lectores familiarizados con el tono serio y el ritmo pausado de las frases de Anderson, ya que, en Dark Laughter, describen las aspiraciones de su héroe a ser escritor: “Un día fue con Bernice a una carnicería; estaban comprando chuletas para cenar y se fijó en cómo un carnicero viejo y gordo manejaba sus herramientas. La vista lo fascinó y, mientras esperaba su turno junto a su esposa, ella empezó a hablarle y él no la oyó. Pensaba en el viejo carnicero, en sus manos ágiles y hábiles. Representaban algo para él. ¿Qué era?”
El Yogi Johnson de Hemingway también tiene algo en mente, y no los transmite mediante una repetición tenaz y preguntas ingenuas cuando, como en el caso del héroe de Anderson, el cambio de estación le trae pensamientos inquietantes: “Era primavera, de eso ya no había duda, y él no quería una mujer. Últimamente le había preocupado mucho […] Había ido a la Biblioteca Pública y pedido un libro la noche anterior. Miró a la bibliotecaria. No la quería […] Se cruzó con un grupo de chicas que volvían a casa del High School. Las miró atentamente a todas. No quería ni a una sola. Decididamente, algo andaba mal. ¿Se estaba derrumbando? ¿Era este el final?”
¿Acaso es esto una mera parodia de Anderson? En uno de los relatos más interesantes de Hemingway de In Our Time, “La casa del soldado”, Harold Krebs regresa de la Primera Guerra Mundial a su pequeño pueblo de Oklahoma y pasa los días observando a las chicas con sentimientos encontrados: “No le gustaron cuando las vio en la heladería del griego. En realidad, no las quería. Eran demasiado complicadas. Había algo más. Vagamente, deseaba una chica, pero no quería tener que esforzarse para conseguirla. Le habría gustado tener una chica, pero no quería pasar mucho tiempo consiguiéndola”. Y así sucesivamente. No es que el soldado Krebs sea despreciable o un necio; más bien, Hemingway va dando vueltas a las frases de maneras extrañas, deliberadamente torpes (¿o conmovedoramente simples?), buscando un estilo. Así, el simple deseo de arrebatarle el favor a Anderson se complica, a medida que Krebs, Anderson, Hemingway y la propia frase en inglés se mezclan en un resultado más interesante y difícil de encontrar que uno puramente mezquino.
A veces nos sentimos a la vez provocados y decepcionados por lo que parece ser el intento de un novelista de “entender” a alguien, una figura literaria pública que nos despierta curiosidad. A menudo se asume que en su aclamada novela Pictures from an Institution (1954), Randall Jarrell se propuso interpretar, entre otros, a Harold Taylor y a Mary McCarthy. Jarrell admitió que la identificación de su personaje, Dwight Robbins –el joven rector de una pequeña universidad progresista llamada Benton– con Harold Taylor, rector de Sarah Lawrence, era inevitable, ya que, según Jarrell, solo había un rector joven y de pelo rizado en una universidad progresista. Pero se resistió a la idea de que Gertrude Johnson, la novelista residente de Benton, debiera ser “confundida con Mary McCarthy”, quien acababa de publicar The Groves of Academe, y cuyas arboledas fueron asociadas con Bard College. Cuando envió un fragmento de la novela al Partisan Review, a la que pertenecía Mary McCarthy, con la esperanza de que la publicaran, Philip Rahv se mostró reticente debido al parecido entre la novelista Gertrude y la novelista McCarthy. Jarrell respondió que los lectores que conocían a Jean Stafford creían que ella era Gertrude.
Pero ¿acaso frases como las siguientes sobre la voz de Gertrude nos hacen pensar en alguien?: “El pasado sureño, el presente sureño, el futuro sureño, concentrados en la voz de Gertrude, se convirtieron en una voz de páramos de pino rojo, de campamentos de presos, de amas de casa vestidas con sacos de harina que se pasan el día mirando fijamente los fregaderos sucios […] Su voz era la voz de una bibliotecaria de pueblo apartándose de la frente un mechón de pelo –un mechón húmedo, es decir…– era la voz del maíz, o de las hojas de nabo, del pan ligero”. Lo que tenemos aquí y en otros momentos de la novela no es una persona, ciertamente no es Mary McCarthy ni Jean Stafford, sino más bien Jarrell interpretando la voz sureña, improvisándola con inventiva sobre la marcha. De hecho, sería una ligera exageración afirmar que en la novela no hay nada más que la voz de Jarrell, una interpretación brillante y claustrofóbica, en lugar de una voz en la que la gente real recibe sus golpes. Tenía razón cuando le dijo a Rahv sobre su heroína que Gertrude “es uno de los principios de las cosas, uno desnudo”.
Probablemente el ejemplo más vivo e intenso de un novelista reciente que, dentro de la acción de su libro, se propone ajustar cuentas con un antagonista es el retrato que Philip Roth hace del crítico Milton Appel en The Anatomy Lesson, el tercer libro de su trilogía Zuckerman Bound. Que Milton Appel representa a Irving Howe es evidente, no solo por las similitudes entre sus vidas literarias y personales, sino, más específicamente, porque en 1972 el Sr. Howe publicó en Commentary un duro ataque a la ficción del Sr. Roth, acusándolo de vulgaridad y de venderse a un “público” en lugar de esforzarse por llegar a verdaderos “lectores”. Con dolor físico y mental, el héroe sufriente de The Anatomy Lesson, Nathan Zuckerman, está simplemente furioso por el ataque de Appel a su carrera (“que hizo que el ataque de Macduff a Macbeth pareciera casi indiferente”) y por el posterior intento de Appel de involucrar a Zuckerman en la redacción de un artículo de opinión sobre Israel. En la novela, Zuckerman llama por teléfono a Appel y lo insulta, pero tras colgar se siente peor que antes. En ese momento, toma un avión a Chicago con la intención de solicitar plaza en la facultad de medicina. Cuando el pasajero de al lado le pregunta a qué se dedica, Zuckerman responde que se dedica a la pornografía, que publica una revista sucia llamada Lickety Split y que se llama Milton Appel. (“A-p-p-e-l. Acento en la segunda sílaba. Je m’appelle Appel”). Sigue mucho más, nada que le haga justicia a Appel.
A primera vista, una represalia tan flagrante como la de Philip Roth contra Irving Howe parece una mala idea, mezquina y vengativa por naturaleza. Mi opinión es muy distinta: si bien admiro los escritos de Irving Howe, también admiro la forma retorcida en que, en la novela del Sr. Roth, emerge como Milton Appel, especialmente cuando, en la fantasía de Zuckerman, se convierte en el editor de una revista muy poco afín a Howe. Hay algo más que meramente personal en este retrato del crítico como pornógrafo. Recordemos también que Zuckerman va camino de terminar en el hospital, tras un accidente muy doloroso en el que, de todos los órganos corporales, su boca resulta gravemente herida.
En el intento de Philip Roth de acabar con un adversario, y en mayor o menor medida en los demás ejemplos de ataque artístico aquí recogidos, el misil se lanza con la peor de las intenciones. Sin embargo, el objetivo resulta no ser Sporus ni Henry James ni Sherwood Anderson ni Irving Howe sino más bien una zona de satisfacción estética en el lector, que se complace en ver cómo la mezquindad o la crueldad, la indignación moral o la travesura irresponsable se organizan en estrofas, discursos o escenas de una manera tan irresistible como los siguientes versos:
Todos los que saben escribir o pintar
tiemblan ante mi queja.
Porque soy un pollito y puedo piar;
y me llamo Thomas, Thomas Earp.
A nadie le importa Thomas Earp, el crítico de arte, pero gracias a los versos de Lawrence, su nombre perdura.