En 2020, treinta y cuatro años después de la publicación de esa magra antología que –por motivos incomprensibles– la editora consideró “suficiente y justificada”, fueron publicados finalmente en español los Cuadernos (1957-1972) de Emil Cioran en una edición íntegra y definitiva.[1] Los admiradores del mayor estilista en lengua francesa de los últimos ochenta años pueden desde ese momento acceder a ese colosal, abrumador, sombrío objeto verbal: la última palabra del nihilismo occidental en el siglo XX y un compendio más o menos inagotable de espléndidos fragmentos sobre música, mística, religiones, historia, literatura, filosofía, teología, cenáculos literarios, humor negro, escepticismo, París, Rusia, Rumanía, Talleyrand, Pascal, La Rochefoucauld, Chamfort, Tácito, Buda, Dostoievski, Proust, Bach… y todo lo demás. No es, sin embargo, acerca de ese intimidante volumen que pretendo escribir en este artículo (cien páginas, no cinco, serían necesarias): aquí pretendo meramente articular un breve comentario de un texto mucho menos conocido pero que epitomiza, con el mayor grado concebible de pureza, los temas fundamentales de su obra. Me refiero al Cuaderno de Talamanca.
Nos gusta pensar que ya lo sabemos todo sobre un escritor admirado pero semejante noción pertenece a la arrogancia o –en el mejor de los casos– a la teología. Cioran en Ibiza:[2] ¿qué podría ser más absurdo, inesperado y grotesco? ¿Un autoproclamado misántropo de estricta observancia[3] visita ese lugar, la decadente Babilonia del jet set contemporáneo? Y, sin embargo, pese al estupor que suscita tal pensamiento, Emil Cioran visitó Talamanca en agosto de 1966: el texto que ahora gloso, uno de los más desolados en toda su obra,[4] fue compuesto, pese a todo, allí, “bajo ese sol tremendo”. O quizás sería mejor decir que su nihilismo conoció tal apoteosis precisamente porque estaba allí: como todos saben su pensamiento no es ajeno a la paradoja y, por momentos, nos parece que se complacía en fomentar los equívocos (“que otro padezca la desgracia de de ser comprendido”, habrá rumiado).
El primer fragmento arroja al lector, sin contemplaciones, al vórtice mismo de la caótica, vertiginosa conciencia del rumano y establece para siempre el tono de este incomparable tratado de tribulación: “Esta noche, sobre las 3, completamente despierto […] he ido a pasear acompañado de los más sombríos pensamientos. ¿Y si me arrojara desde lo alto del acantilado? […] mientras me entregaba a toda suerte de reflexiones amargas, contemplaba los pinos, las rocas, las olas […] y de repente me di cuenta de hasta qué punto estaba yo ligado a este hermoso y maldito universo”.
El breve párrafo prefigura casi todos los temas abordados en el texto:[5] la tentación del suicidio, el insomnio como Absoluto, la conciencia como fatalidad, el horror ante la mera materia inextricablemente entrelazado con el asombro por su inquietante belleza (que, por lo demás, resulta insuficiente: aquí la balanza siempre se inclina, inexorable, hacia el lado de la sombra). Tras semejante apertura, alguien no familiarizado con el resto de su obra podría suponer que no es posible sostener esta tesitura a lo largo de un centenar de cuartillas… y estaría equivocado: como el desquiciado, genial protagonista de Corrección,[6] Cioran empuja su pensamiento a los límites más extremos y se aferra con obstinado rigor a un solo principio: no ceder jamás en la intensidad.
Así, inmediatamente nos obsequia con algunas meditaciones sobre el heresiarca Basílides, acaso el más pesimista de los pensadores gnósticos.[7] Ninguna es precisamente alentadora pero cuando el tipo escribe –despreocupadamente, como quien expresa una obviedad—“pienso que la humanidad debe volver a sus límites naturales[8] retornando a una ignorancia universal, auténtica señal de redención”, nos preguntamos si se ha sumido en el delirio o — mucho más probable– intenta sencillamente epatarnos con su radicalismo. Pero, en rigor de verdad, existe una tercera opción: el tipo se limita a esbozar otra variación sobre uno de sus temas favoritos (“la renuncia a la aventura del conocimiento”), en torno al cual insiste en casi todos sus libros con maniático fervor, brillantez y erudición.
En efecto, los diez volúmenes escritos en francés de 1949 a 1987 (el núcleo duro de su obra, por así decirlo), incluyen numerosos aforismos sobre esta curiosa y paradójica obsesión:[9] interminables meditaciones sobre el primer capítulo del Génesis;[10] variaciones de virtuoso sobre los sofistas griegos, innúmeros fragmentos sobre la así llamada “renuncia al fruto de los actos”[11] (que en una muy idiosincrásica lectura considera el supremo objetivo tanto del budismo mahayana como del hinduismo): todo eso y su formidable arsenal retórico se ponen al servicio de una sutil, infinitamente minuciosa casuística que –para invertir la famosa máxima borgiana sobre el idealismo subjetivo– es eminentemente refutable pero impresiona por su complejidad y el ostensible fervor que el gran meteco transilvano despliega en su defensa (algo particularmente notable en un autoproclamado “escéptico radical”).
La única novedad de los fragmentos compuestos en Ibiza reside en lo que podríamos llamar el “giro gnóstico” del pensamiento cioranesco. Por supuesto, no era esta la primera ocasión, ni mucho menos, que esos antiguos heresiarcas aparecían en su obra: los bogomilos –esa curiosa derivación eslava de la doctrina– habían llamado su atención mucho antes del viaje a España, pero solo en Ibiza parece haberse obsesionado con la abstrusa cosmogonía de Basílides y su abisal nihilismo. Quizás era inevitable que lo fascinase un pensamiento consumido por el odio a la materia misma: lo curioso es que sucediese precisamente en el espléndido clima de Ibiza: donde había esperado –con una ingenuidad casi conmovedora– aplacar su insomnio y despojarse, siquiera en parte, de su angustia. Naturalmente, durmió menos que nunca y se hundió en el más profundo hastío: “He venido hasta aquí por el sol y yo no puedo soportar el sol […] bajo un cielo análogo a este vivió Leopardi”.[12] Estas líneas nos conducen directamente a otra idea fundamental en su pensamiento: la nefasta influencia del clima sobre las emociones y aun sobre el libre albedrío (que, por lo demás, siempre consideró, desdeñosamente, un mero “efecto de superficie”). Aunque en principio esta noción pueda parecernos caprichosa e incluso frívola, adquiere una notable complejidad cuando la consideramos en el contexto más amplio de su pensamiento: allí donde todas las ideas se articulan para urdir –por más que Cioran se empeñara en negarlo– el inconsútil tejido de un sistema filosófico nihilista dotado de admirable coherencia.[13] En este caso no anda muy lejos la ominosa Praedestinatio ferozmente argumentada por Pablo, Agustín de Hipona[14], Lutero[15] y Calvino:[16] Cioran, pese a toda su hostilidad hacia el cristianismo, nunca pudo desechar la noción de “una mala providencia” que, en última instancia, negaba la libertad humana:[17] la idea de que el clima condicionaba poderosamente el estado de ánimo y todas las elucubraciones de un individuo se armonizaba fácilmente con todas sus intuiciones fundamentales –ostensiblemente deterministas–,[18] en particular aquella, más o menos delirante, de “la fisiología como destino”.
Y si eso fuese todo Cioran sería tan reduccionista como los narradores del naturalismo francés,[19] pero con él las cosas nunca son tan sencillas: cada aserción engendra, casi fatalmente, su opuesto metafísico.[20] Aquí surge también… ¡y de qué manera!: “Por lo demás yo sólo creo en las explicaciones biológicas o teológicas de los fenómenos síquicos. La bioquímica, por un lado, Dios por el otro”. Inútil enfatizar en que la depresión, el implacable insomnio y todo lo demás son también atribuidos a esa curiosa amalgama de fisiología y abstrusa especulación teológica: una suerte de calvinismo genético, por así llamarlo, que, según creo, no habría desagradado al austero, enfermizo predicador de Ginebra.
Ahora bien, aunque tratamos aquí, acaso, con el más angustioso texto en la obra de Cioran (y eso es decir algo), sería un error suponer que su pensamiento se reduce a imprecaciones, dudas y gemidos (tal fue, qué duda cabe, el patético desatino de George Steiner en un deplorable ensayo sobre el rumano): en rigor de verdad, muchas otras cosas nos seducen en este cuaderno: la incesante ironía (y aun el humor desopilante); sus opiniones contundentes sobre Joyce, Borges[21] y Nietzsche; espléndidos aforismos contra la obsesión estructuralista (una especialidad francesa que ya había inficionado la literatura); la morosa delectación, el delicado éxtasis con que evoca la música de Bach y, por encima de todo, su pertinaz, obstinada lucha con la lengua francesa y todas sus asechanzas. Hacia el final de su estancia en Ibiza Cioran escribió: “solo me reconozco cierta firmeza en el estilo”. Fue su única declaración de fe.
Notas:
[1] Tusquets, 2020.
[2] Talamanca es un pequeño pueblo situado en la isla.
[3] En este caso, para variar, la percepción que el tipo tiene de sí mismo es absolutamente acertada.
[4] Y aquel que la conozca sabe exactamente lo que eso implica.
[5] Con la notoria excepción de su casi patológica pasión por la música clásica.
[6] Thomas Bernhard es –junto a Beckett– uno de los poquísimos escritores que resisten la comparación con el fuliginoso rumano.
[7] Y eso ya es decir algo cuando recordamos que aquella variopinta “partida salvaje” de la teología occidental incluía a tipos tan desagradables como Valentín, Marción, las ofitas, sethianos y bogomilos.
[8] Por cierto, nunca está claro que significa exactamente eso. Supongo que habrá que seguir el consejo de un personaje de los hermanos Coen: “Acepta el misterio”.
[9] Sobre todo, cuando consideramos que su autor dominaba media docena de lenguas, leyó miles de libros (era, ciertamente, un frenético devorador de la palabra escrita) y escribió con el mayor refinamiento estilístico imaginable en un idioma notorio por las celadas que suele tender a los metecos. Irónicamente, su intimidante saber y devastadora inteligencia forjaron un complejo, sinuoso sistema retórico contra la noción misma de conocimiento.
[10] En una entrevista llegó a decir que el resto de la literatura y filosofía occidentales era más o menos superfluo: “Para mí, solo ha habido un descubrimiento en la historia mundial. Se encuentra en el primer capítulo del Génesis, donde se habla del árbol de la vida y del árbol del conocimiento. El árbol del conocimiento, es decir, el árbol maldito. La tragedia del hombre es el conocimiento […] En mi opinión, la verdad se encuentra en ese libro. Es un testimonio en el que está todo. Si lo leemos detenidamente, nos damos cuenta de que todo está explicado en él. Después no hay sino comentarios”.
[11] Algo así como el correlato empírico (o necesaria derivación) del anterior concepto.
[12] Según Cioran, “el poeta más pesimista que jamás haya existido”.
[13] Por supuesto, la expresión “sistema filosófico nihilista” puede parecer un flagrante oxímoron pero, en definitiva no existe contradicción alguna: el tipo negó que el lenguaje fuese un instrumento adecuado para acceder a la verdad… y solo pudo defender ese argumento (aparentemente la única certeza que sí poseía) recurriendo a los más refinados artificios retóricos; rechazó toda la filosofía occidental de Platón a Heidegger como una mera “coordinación de palabras” (Borges)… y terminó por construir su propio sistema metafísico (no otra cosa son sus cientos de aforismos y fragmentos: que el que tenga ojos para leer, lea). Nada hay de extraordinario en todo esto, aunque sí mucho de irónico: es obvio que la paradoja y la Coincidentia Oppositorum son el fundamento último de su pensamiento.
[14] Sobre la predestinación de los santos.
[15] De servo arbitrio.
[16] Instituciones de la religión cristiana.
[17] “Independientemente de las reservas que abrigo sobre el cristianismo, no puedo negar que en un aspecto –capital donde los haya– tiene razón: el hombre no es dueño de su destino y, si hay que explicarlo todo con él nada se puede explicar”.
[18] En pocas palabras: nadie puede ser jamás causa sui.
[19] Aunque aun así podríamos leerlo por el mero placer del estilo. No puede decirse lo mismo, desafortunadamente, de Zola y sus epígonos.
[20] Para cualquier otro pensador eso sería un problema: él se limita a anotar, desdeñosamente: “nunca pretendí conciliar lo irreconciliable”.
[21] Que ciertamente no comparto, pero eso no viene al caso.
Felicitaciones por la sagaz presentación y análisis. ¿Sabe Ud. por qué Ciorán no considera al suicidio como tema central de lo filosofía, como afirmara Camus? ¿Entonces sería falso que no soy dueño de mi destino? Gracias por su inteligente texto.