Lewis Hine dijo: “la fotografía no puede mentir, pero los fotógrafos sí pueden ser mentirosos”. Es por ello que, tanto el ejercicio de la fotografía documental como el fotoperiodismo, implican una responsabilidad hacia la verdad de lo visto. La fotografía de Daniella Fernández milita en esto, es ejemplo de consistencia política en su discurso visual.
Fernández, una cubana migrante en Argentina, ha construido en su fotografía un archivo de denuncia y resistencia. Sus imágenes evidencian el malestar social, logran generar la empatía del espectador, a la vez que apelan a una conciencia social; hacen visible la inconformidad que se presenta en las calles, en los sindicatos, en los colectivos feministas, en las disímiles luchas que se viven en este país de Latinoamérica.
Sus fotografías no aluden a una poética rebuscada, todo lo contrario, muestran una crudeza que se caracteriza por ese “toque de agitación” –como bien ella menciona–, esa cercanía –casi encimada– que permite al espectador ser partícipe del instante preciso. La confrontación de la mirada del otro –ya sea la persona en lucha o el represor– es un acto donde el sujeto detrás del lente se vuelve cómplice de las historias y causas de las personas fotografiadas, haciendo de este momento un registro político, contestatario y rebelde.
Estudiaste Comunicación Social en la Universidad de La Habana y realizaste una maestría en Cine Sudamericano por la Universidad Nacional de las Artes (UNA) de Buenos Aires. ¿Cómo comenzaste en la fotografía y el cine? ¿Qué fue lo que más te motivó a hacerlo?
Estudié Comunicación Social con la intención de, en algún momento, dedicarme al mundo de la publicidad y el marketing. Pensé que era lo que me gustaba y a lo que me iba a dedicar después de graduarme. Pero con el paso de los años en la facultad, comencé a sentir que no estaba tan atraída por ese mundo; no me sentía parte de él. Incluso en Cuba, en una época en la que el marketing digital y las redes sociales empezaban a cobrar relevancia, sentía que no encajaba. Hablo de la Cuba de la llegada de Obama, los Rolling Stones, y el momento de la “gran apertura”. A pesar de todo, trabajé en ese campo durante los casi cinco años de universidad. Mi primer trabajo en la Isla fue en el marketing digital en medios de prensa independientes. Ese trabajo, junto a otros como traducción y guía de turismo, me permitió ahorrar lo suficiente para irme a España al graduarme.
Pero, incluso en ese momento, sentía que algo faltaba. Desde pequeña, siempre me impresionaron la fotografía y el cine, pero nunca los consideré como un camino viable. De hecho, nunca hice las pruebas de la FAMCA [Facultad Arte de los Medios de Comunicación Audiovisuales, ISA], aunque lo llegué a pensar. En mi casa el cine y la fotografía no eran vistos como una forma de ganarse la vida.
Recuerdo que, en Cuba, en pleno auge de las redes sociales, sucedieron cosas muy interesantes. Un día, me regalaron un iPhone 5, y comencé a hacer fotos a mis compañeros de trabajo con la cámara. Aquel iPhone se convirtió en una pequeña herramienta de edición, lo que para mí fue todo un descubrimiento. Me enamoré de la idea de hacer retratos, de capturar a las personas que más quería, aunque solo fuera para las redes sociales. Puede parecer algo trivial, pero en ese momento, la infraestructura era limitada y tener algo que te permitiera hacer más cosas, como una cámara –fuese cual fuese–, era una oportunidad única. Era mi primer acercamiento al trabajo fotográfico digital, desde un enfoque más experimental.
Lo más curioso es que la única foto que expuse en Cuba, en una exposición colectiva en la Fábrica de Arte, la tomé con ese iPhone 5. Era una foto de tres hombres mayores en Centro Habana.
En tercer año de Comunicación Social, llegó a la facultad un grupo de argentinos muy locos que hacían cine militante. No sé cómo les permitieron dar esa conferencia. No creo que ni las personas que organizaron ese encuentro sabían bien de qué se trataba. Ellos hacían cine contrahegemónico, cine de agitación, cine contrainformativo. Cuba tenía tradición en el cine militante en los años sesenta, pero después, con el Quinquenio Gris, esta tradición desapareció. Estos argentinos, con sus micrometrajes, cortometrajes e incluso largometrajes, criticaban a las fuerzas de poder, tanto el macrismo como el kirchnerismo, a los que consideraban partidos burgueses. Fui a esa conferencia de mala gana. Al final, los bombardeé con preguntas. Esa conferencia fue un gran despertar para mí. Fue allí cuando me hablaron del cine militante en Argentina durante la dictadura, del cine de agitación, del cine de levantamiento, de la cámara como un instrumento, un arma de lucha social. No solo en los sesenta y los setenta, como ocurrió en América Latina, sino también en la actualidad, y cómo Argentina había logrado mantener esa tradición.
Recuerdo que le pedí a mi tutora hacer mi tesis sobre el análisis del discurso del cine militante argentino. Las películas de Raymundo Gleyzer se convirtieron en mi principal referencia.
Y, ¿qué significaba eso de la cámara como instrumento de trabajo? Yo no había estudiado cine, así que decidí aprender a usarla. Con el dinero que había ahorrado, me pagué un posgrado en España. Estuve allí tres años, hasta la pandemia. Pero la verdad era que no era completamente feliz en España. Fue en ese momento donde me di cuenta de que Europa no era para mí, lo cual fue una idea difícil de aceptar, sobre todo después de haber luchado tanto por conseguir una visa de estudio para salir de Cuba. ¿Por qué volver a emigrar una segunda vez, cuando la primera de por sí fue difícil?
Decidí irme a Argentina para realmente filmar con aquel colectivo de cine militante loco que conocí en La Habana. Estuve en ese colectivo durante casi tres años. Aprendí muchísimo. Acompañé luchas sociales, movimientos de recuperación de fábricas y otros procesos. En este tipo de colectivos de cine, de manera bastante orgánica, todos hacen de todo, sin jerarquías. Lo mismo que te toca editar, que hacer sonido, manejo de cámara. En medio de todo esto, me empezó a gustar mucho la fotografía fija durante las filmaciones. Había algo que me atraía.
Y llegado un punto, por una necesidad económica, me acuerdo de que le hablé a un amigo fotoperiodista cubano, que vive en Estados Unidos, y le dije: “Necesito hacer plata”. Me sugirió que probara en agencias de prensa como fotoperiodista. No tenía experiencia, pero el dinero estaba apretado. Y así fue como realmente comencé en ese camino.
Me inscribí en la Maestría en Cine de América del Sur, en la Universidad Nacional de las Artes en Buenos Aires, porque sentía la necesidad de continuar mi proceso de estudio. Sigo creyendo firmemente en el cine militante, sigo viendo el cine como una herramienta poderosa. Sin embargo, la fotografía y el fotoperiodismo, sobre todo el fotoperiodismo militante, se han convertido en mi mayor fortaleza. Aún me siento un poco tímida con respecto a hacer cine. De hecho, en enero de 2024 viajé a La Habana para filmar mi tesis de maestría, y aún no he terminado de editar el cortometraje. A veces dudo de mis capacidades, preguntándome si alguna vez seré realizadora audiovisual. Creo que, por la inmediatez de la fotografía, he encontrado más practicidad, no solo en lo laboral, sino también en mi militancia.
Muchas de tus fotografías abordan diversas comunidades en situaciones de riesgo, vulnerabilidad, represión o violencia. ¿Cómo estableces la responsabilidad hacia la verdad de lo visto sin invadir la intimidad, ni comprometer la seguridad de las personas que fotografías?
Debo decir que me considero primero militante y luego fotógrafa. Milito activamente dentro del Frente de Izquierda de los Trabajadores (FIT-U) en Argentina. Las personas que fotografío en la calle, puedo conocerlas o no, pero son mis compañeros, y yo asumo que tengo una responsabilidad con ellos. Esto se hace aún más evidente cuando, en enero de 2024, Javier Milei lanza un paquete de medidas catastróficas para los derechos humanos, medidas que incluso lanzaron a la calle el protocolo represivo de Patricia Bullrich, la ministra de Seguridad. Este protocolo ha dejado a un compañero fotoperiodista, Pablo Grillo, en estado grave tras el impacto de un proyectil en la cabeza mientras cubría una protesta en el Congreso.
Recuerdo que cuando entró en discusión la Ley Omnibus de Milei, mi pareja me dijo: “Nos tenemos que ir de Argentina”, pero yo le dije que no. No me podía ir porque tengo una responsabilidad con las personas que fotografío. No me considero un ente externo, soy partícipe de esas comunidades en riesgo. También soy migrante, soy mujer, y me sitúo en esos contextos de violencia.
Mi responsabilidad hacia las personas que fotografío también recae en el respeto a su intimidad. Siempre trato de pedir permiso, siempre que sea posible. Este es un tema algo controversial, ya que, al pedir permiso antes de hacer la foto, puedes perder la oportunidad de tomar una imagen impactante. Pero no me interesa ganar el Pulitzer. Lo veo muy distante. Yo prefiero pedir permiso, sobre todo porque hoy en día trabajo mucho el retrato que, en el contexto del fotoperiodismo, no siempre es lo más adecuado.
Me gusta hacer retratos, incluso en contextos de toma de la calle. En los medios siempre nos hablan de números: cuántas personas se movilizaron, cuántos estudiantes tomaron las universidades, pero ¿quiénes son esos estudiantes? ¿Quiénes son esas personas? ¿Quiénes son esas mujeres? ¿Qué pasa con las sexodisidencias? ¿Quiénes fueron los obreros despedidos? ¿Las familias desplazadas? ¿Por qué no mostrar sus rostros? Cuando intento fotografiar a estos sujetos políticos, que para mí son los actores esenciales del cambio en el mundo, quiero que los veas de verdad. Quiero que los conozcas. Quiero que puedas ver las arrugas, el color de su pelo, sus tatuajes, si sonríen o no, si están cansados o no. Son personas de carne y hueso, que están luchando por tus derechos.
En este sentido, el cine militante tiene algo que ver. Siento que mi fotografía tiene un toque de agitación: humaniza las luchas sociales que están ocurriendo, porque los medios nos hablan de las figuras políticas, pero ¿quiénes están detrás? Conocemos los nombres y rostros de los líderes o dirigentes, pero ¿quiénes son las personas que están realmente en el terreno, luchando? Siempre que puedo, intento pedir permiso.
En momentos de represión, esto no siempre se aplica. Se tienden a seguir ciertos protocolos y mostrar rostros puede ser peligroso. Pero en momentos más tranquilos, siempre pido permiso. Estas personas comparten su intimidad conmigo, y al final, el proceso resulta ser muy bonito.
Al principio trabajaba con un lente de 25 milímetros, que no es un lente de largo alcance, por lo que tenía que acercarme bastante. Y me acuerdo de tener interacciones con personas que, con razón, se ponen nerviosas cuando me acerco, pero después les enseño las imágenes y nos reímos. Es hasta un momento de intercambio lindo. Me tienden a preguntar de dónde soy. A veces, incluso podemos charlar un poco. Si alguna vez me dicen que no, respeto su decisión. Y si he tomado la foto sin pedir permiso y luego me piden que la borre, la borro inmediatamente, porque, nuevamente, hay un compromiso social y humano en el proceso que estamos viviendo.
A través de mi trabajo, yo quiero que conozcas a Marta –por decirte un ejemplo–, la jubilada de La Matanza. Quiero que empatices con ella, que puedas ver sus arrugas, su pelo ondulado, la máscara de gas que usó, la tristeza en sus ojos al ver a sus compañeros reprimidos. Yo quiero que cuando veas una foto, no veas un número más. Quiero que veas a las personas detrás de los números. Creo que sí se puede compartir esa intimidad sin violentarla, se está haciendo algo valioso. Como un documental etnográfico o inmersivo. Siempre, por supuesto, buscando la seguridad de las personas que fotografío.
No soy de las que creen que primero tomamos la foto y luego vemos qué pasa. Eso no me funciona. Ninguna foto, por importante que sea, vale más que la vida de una persona. Cuando eso sucede, para mí deja de ser fotografía militante.
Documentar los testimonios de las diferentes realidades que tus fotos recogen puede ser emocionalmente abrumador. ¿Qué impacto tiene en ti la fotografía que haces? ¿Cómo manejas la carga emocional de tu trabajo y qué estrategias utilizas para no distanciarte de las historias que cuentas, sin comprometer tu bienestar?
Yo no me distancio, lamentablemente, de las historias que cuento. Y eso es algo que no sé si está bien o mal, es algo que a mí no me hace bien y que ha sido un problema emocional. Incluso cuando estaba haciendo cine militante, me era muy difícil.
En septiembre de 2024, estuve casi de forma intermitente movilizándome con los jubilados todos los miércoles frente al congreso, para un ensayo fotográfico, para una revista española. Y llegas a conocer los nombres de los jubilados. Yo lo escribo en el texto del ensayo que hice sobre ellos, y te hablan de sus miedos, de sus preocupaciones, del nombre de sus nietos. Y es una realidad tan dura que no puedes ignorarla. Para mí, es casi imposible distanciarme de eso.
La represión más violenta que vivieron los jubilados ocurrió hace muy poco, en marzo. Yo estaba en ese momento en España, pero me enteré de todo. Las fotos, todo. Porque llegas a conocer a esas personas que salen a la calle. Ellos te preguntan, después de la represión: “¿Cómo estás?”. Y ahí es cuando te das cuenta de que, después de cada ronda, la ronda de los jubilados es simplemente dar la vuelta al congreso, y son personas de la tercera edad que están pasando hambre. Van allí porque no tienen suficiente para pagar los medicamentos y, además, la renta.
Cada vez que terminábamos la ronda, y había represión, había como un chequeo cuerpo a cuerpo entre ellos y nosotros (los fotorreporteros). Nos abrazábamos. Y creo que yo no me he podido distanciar de todo eso, y no creo que lo logre, la verdad. Y estoy bien con eso.
He pasado por ataques de pánico y episodios de depresión, porque son realidades que vivo. Y podría decidir no hacerlo. Podría haber elegido hacer otro tipo de fotografía; capaz hasta mejor pagadas. Podría haber elegido otro tipo de trabajo, porque estudié otra cosa, pero no es así. Entonces, no sé cuál es la receta mágica para que mi foto, para que el contexto donde estoy no sea emocionalmente abrumador. No la he encontrado. Y no es solo a la hora de tomar la foto. A veces uno se queda pensando: “Ay, coño, ni siquiera hice una buena foto. Ni siquiera le hice justicia. Nos hicieron mierda y, sin embargo, no logré hacer lo que tenía que hacer bien”. Creo que eso también me pasa bastante.
Las estrategias que creo que ayudan son, sobre todo, el apoyo de amigos. Creo que es lo más importante. Hay una foto que nos tomó un amigo y compañero, cuando se aprobó el veto a la movilidad jubilatoria en Argentina. En esa foto aparezco abrazada a una de mis mejores amigas. Ambas lloramos. Es imposible no ser afectado por todo esto. Creo que es imposible que no nos afecte.
No sé, igual lo he visto en otros contextos de trabajo, a fotógrafos de mucho calibre, con muchos años de experiencia, y he visto cómo también se ven afectados. En México conocí a una fotoperiodista mexicana, Mónica González, que durante décadas se ha dedicado a documentar las desapariciones forzadas en México. Y mientras nos hablaba sobre esto, lloraba. Creo que, si perdemos lo emocional, tal vez perdamos el vínculo con nuestra humanidad, con la forma en que hacemos las cosas. Deshumanizamos los procesos y las luchas, o deshumanizamos el dolor
Tengo entendido que, además de la fotografía de denuncia, llevas a cabo ensayos fotográficos para varios medios como Kamchatka, El Toque o Distintas Latitudes. ¿Cómo te ves a ti misma: como una fotodocumentalista o una fotorreportera? ¿Cómo es tu proceso de investigación y de preparación creativa? ¿Cómo se cruzan el lenguaje cinematográfico y el fotográfico en tu manera de contar historias y qué te llevó a explorar ambos formatos?
Cuando me preguntan, siempre digo que mis temas tienden a ser los movimientos sociales en América Latina, migraciones y feminismos. Creo que han sido una tríada, tres elementos que están conectados entre sí. Con El Toque tuve la posibilidad de hacer varios ensayos fotográficos sobre migrantes en Argentina y en México. Y creo que mi estrategia, casi siempre, es trasladar esa misma intimidad que le pongo a las personas que fotografío en la calle, en contextos de denuncia, hacia la microintimidad de las personas que me abren las puertas de su casa para fotografiar dentro o de aquellas personas que se sienten cómodas conmigo y me invitan a tomar un café para contarme su historia.
A la hora de fotografiar o documentar, desde un punto de vista cinematográfico, no solamente quiero que tú, lector o audiencia, que tal vez lo vivas en Buenos Aires o en México, en una ciudad, conozcas el contexto social y político, sino que además conozcas a la persona. Porque ese contexto social y político repercute en la vida de esa persona, repercute en su mirada. Yo siento que fotografiar los ojos, los rostros, es crucial; tiene que haber una entrada expresiva. No hablo del alma –porque no soy de hablar de almas– pero sí de algo expresivo.
Lo que me ha gustado mucho de estos proyectos, por ejemplo, de los tres medios que mencionas, es que, dentro de lo colectivo, también apelo a lo individual. ¿En qué sentido te digo esto? En que la migración cubana, por ejemplo, es una colectividad que no es homogénea. Los que migramos no somos una masa homogénea. Me costó mucho darme cuenta de esto. Ni nuestros intereses ni nuestras formas de migrar son iguales, ni nuestros puntos de destino final.
Es en esa colectividad que a veces nos insertamos, pero yo quiero que conozcas la historia específica de una persona que forma parte de ella. Esa persona tiene una historia propia, una historia de conjunto, que nutre las demás. Porque creo que tú, como espectador, te reflejas en esa historia. Así que, ya sea en el tratamiento de planos, yo quiero que entiendas esa intimidad.
Por ejemplo, las fotografías que hice para un proyecto sobre los jubilados y sobre los rostros de la resistencia en Argentina muestran una colectividad de personas, pero siempre hay un énfasis en alguien en específico. Puede haber muchas personas, pocas, o una cantidad media de personas, pero siempre hay un énfasis en algo. Porque nosotros no somos solamente un número. La colectividad es importante, claro, porque dentro de esa diversidad hay individuos.
Capaz que esta búsqueda personal viene desde Cuba. Un contexto como el de Cuba, un contexto tan estalinista, donde se nos despoja toda individualidad. O eso intentan. Para mí, la lucha colectiva es hermosa, es necesaria, es poética y revolucionaria, pero dentro de esa colectividad existen individuos cuyos relatos son únicos. Ninguna historia es igual a otra, aunque haya elementos en común.
Creo que eso es lo que mezcla el fotodocumentalismo con mi trabajo de fotoperiodista. Es algo que se repite, un patrón, y me di cuenta de esto hace poco, cuando estaba organizando mi porfolio, al ver cómo se repetía este enfoque. Incluso dentro de lo colectivo, hay elementos específicos de personajes, de personas. El documental que llevo mucho tiempo trabajando –y que espero terminar pronto– cuenta la historia de una trabajadora sexual trans en Cuba durante la pandemia, cuyo nombre nunca conocerás, ni su rostro. Lo que verás son sus manos, su ropa, su sombra. Su historia es específica, pero también es la historia de una comunidad. A través de muchos planos y detalles, intento transmitir esa historia, y eso es algo que se refleja mucho en mi trabajo fotográfico.
Lo que aprendí en Comunicación Social, durante mi paso por la universidad, donde me terminé separando del marketing y la publicidad, pero seguí con la Teoría de la Comunicación, me ayudó mucho a la hora de contar historias. Yo soy un intermediario. Mi cámara, mi Fujifilm, es un intermediario. Yo solo pongo la cámara; las historias son de ellos. Por eso el documental me parece increíble. No es que la ficción no lo sea, pero hay tantas historias humanas a nuestro alrededor, en nuestro barrio, en nuestra familia. Hay tantas historias, pero lo complicado es lograr entrar en esa intimidad
Como mujer, fotógrafa, migrante que proviene de un contexto político en el que prevalece la censura. ¿Cuáles han sido los mayores desafíos que has enfrentado para contar historias en estos entornos? ¿Cómo influye tu propia experiencia migrante en la forma en que narras las historias de otras personas en movimiento? ¿En Cuba pudiste hacer este mismo tipo de fotografía de denuncia sobre algún suceso en particular?
Lamentablemente, en Cuba nunca pude hacer este tipo de fotografía de denuncia. Fue un momento difícil, primero por una carencia de infraestructura, y segundo porque no sabía que quería o tenía la capacidad de hacer… hasta tarde. Además, no es un contexto propicio; es un contexto inseguro. El fotoperiodismo de por sí es una profesión muy precarizada en todo el mundo. No sé si podría contar con las manos, las agencias o los medios de prensa que se encargan de la seguridad de sus reporteros y fotoperiodistas. Es casi nulo.
En Argentina, ahora mismo, con el protocolo de Bullrich, la ministra de Seguridad, que se aprobó, Pablo Grillo está luchando por llegar a un hospital después de que le lanzaron un proyectil en la cabeza. Yo he sido atacada múltiples veces en un año. En una ocasión, me golpearon en la espalda y me dejaron en cama durante una semana. Es una profesión tan precarizada que, además, es mal pagada, y nuestros instrumentos, nuestro tiempo, y nuestra integridad física y mental ni siquiera se contemplan. Es un precio que se paga.
Esto lleva a la depresión dentro de la profesión. Realmente, tienes que amar lo que haces. Además, creo que en todas partes nos desprecian porque estamos fotografiando exactamente lo que no quieren que se vea. La censura siempre está presente, de manera implícita o explícita. Por algo nos arrestan tanto a los fotógrafos y reporteros.
Lo que ocurre es que en Cuba la censura es mucho más explícita. El propio Código Penal cubano criminaliza cualquier actividad de periodismo independiente.
Yo nunca trabajé para medios estatales cubanos haciendo fotoperiodismo, pero en Cuba no pude ejercer como tal, y eso me da mucha tristeza. Pero he admirado el trabajo de muchas mujeres reporteras gráficas en medios independientes en Cuba –como Periodismo de Barrio– que hicieron un gran trabajo recogiendo imágenes increíbles antes, y después he visto la brutal persecución que vivieron.
Soy mujer, y además muy pequeña, mido 1.55. Es una profesión bastante dominada por hombres cisgénero, y yo soy migrante, petisa, lo que me lleva a buscar ángulos diferentes.
Recuerdo que me invitaron el año pasado a hablar sobre feminismos y fotografía militante en la plataforma Contraluz. Muchas de las estudiantes presentes me preguntaron cómo lo hacía, y yo les dije: “Busco otros ángulos”. Cuando no me dejan entrar a fotografiar un lugar, me tiro al piso. A veces, si no puedo acceder a una toma, busco otras perspectivas, entre las piernas o desde el suelo. Esa es la forma en que encuentro mis fotos, porque es fascinante cómo podemos ser veinte fotógrafos fotografiando el mismo evento y todos obtener imágenes completamente diferentes, cada uno con su propio enfoque.
Aún no puedo decirte cómo mi migración ha influido en mi trabajo. Capaz que está ahí, pero no me he percatado. Lo que sí puedo decir es que el trabajo que hacemos es muy importante. El dolor está en que no esté bien remunerado, y más aún, en que no tenemos la protección necesaria para continuar haciéndolo. Piensa que cuando ocurrió el 11 de julio en Cuba, las agencias que fueron censuradas no fueron las únicas que documentaron lo que pasó. Las imágenes del 11J no solo provinieron de fotoperiodistas, sino también de la ciudadanía que estaban en la calle filmando. Nosotros estábamos fuera de Cuba cuando se cortaron las comunicaciones y no sabíamos cómo estaba nuestra familia o nuestros amigos, ni qué pasaba con los detenidos dentro del país. Ese trabajo fotoperiodístico vino de la ciudadanía y de los fotoperiodistas.
Entonces, hay algo que no quieren que contemos. No solo en Cuba, también en Argentina, donde Milei y Patricia Bullrich no quieren que estemos documentando la represión a los estudiantes y jubilados. Eso es lo que no quieren que veamos. Por ejemplo, el 12 de junio de 2024 hubo una movilización masiva en Argentina y una treintena de personas fue arrestada, acusada de terrorismo, solo por estar parada en una esquina sin hacer nada. Se pidió a los reporteros que estábamos allí que diéramos pruebas de lo sucedido. Las fotos que tomamos sirvieron como pruebas para absolver a estas personas. Terroristas en Argentina, mercenarios en Cuba.
Lo que estos gobiernos no quieren es que estemos allí, porque hay algo que no quieren que el público vea. Por mucho chaleco de prensa o casco de prensa que lleves puesto, si están intentando ocultar algo, es porque hay algo importante que no quieren que veas. Es algo que se entiende más claramente en un contexto como el de Cuba. También lo vimos con el caso de Pablo Grillo: con las fotos tomadas por los compañeros, se pudo recrear el proyectil que le impactó en la cabeza, porque Bullrich había dado un relato completamente irreal sobre lo sucedido. Ahora, se va a desarrollar un juicio contra los militares que le dispararon a Pablo. Esto es importante, porque cuando los poderes hegemónicos dentro del aparato político no quieren que estemos allí, es por algo
El tipo de fotografía que realizas no solo documenta, sino que interpela y expone una militancia gráfico visual acerca de realidades que muchas veces son silenciadas. Este tipo de fotografía muchas veces puede considerarse como parte de un acto violento en sí mismo, donde el fotógrafo se convierte en violentador de la escena al momento de poner su lente sobre otra persona y disparar sin su consentimiento. ¿Qué piensas al respecto de ese instante en particular que define el acto fotográfico en sí mismo? ¿Cómo defines el papel de la imagen en la denuncia social y qué impacto esperas generar con tu trabajo?
Como te comentaba antes, yo soy militante y después soy fotógrafa. No vengo a exponer o fotografiar contextos violentos y luego irme a mi casa, como si nada. Lo que pasa es que milito activamente y estoy organizada. Las personas que fotografío son mis compañeros, las conozco directamente o no, y siento que tengo una responsabilidad sobre su seguridad. Por eso siento que la fotografía militante o documental (como quieras llamarla) es muy importante.
Yo siempre me he considerado fotoperiodista, ni siquiera me considero fotógrafa. No soy un ente externo que se inserta en un contexto para documentar la violencia sin más. Me inserto activamente en esos contextos con el objetivo de hacer un cambio, lo mismo que las personas que marchan. En ocasiones, no siempre me han visto como fotógrafa; a veces soy parte del colectivo.
Por eso, siempre intento obtener el consentimiento de las personas que estoy fotografiando. A veces, la represión no te da tiempo para preguntar, pero en la medida de lo posible, trato de que no haya violencia en la forma en que retrato a las personas. Esa persona me está dando su imagen y su aprobación al permitir que la capture. Siempre trato de tener una conversación, de saber de dónde viene, y hacerle preguntas.
El tema del consentimiento es un debate importante dentro de la comunidad de fotoperiodismo. Conozco fotógrafos de la vieja escuela que dicen “es mejor pedir perdón que permiso”, pero yo no estoy de acuerdo con eso. Cada fotógrafo tiene su propio enfoque, pero yo me considero primero militante y luego fotógrafa.
No recuerdo si fue el 8 de marzo o el 3 de junio, pero recuerdo una pancarta naranja detrás de una mujer que me miraba a la cámara. Esa imagen, a pesar de lo aleatoria, me quedó grabada. Me di cuenta, al revisar las fotos, que veía en sus ojos cansancio, pero también una ligera sonrisa. Y esa es la sensación que quiero que los demás tengan al ver mis fotos.
Yo quiero que la persona que ve esa imagen en su casa, sin haber salido a acompañar a los jubilados, se identifique. Quizá no lo hizo porque le daba miedo, o porque prefería ver fútbol. Pero al ver esa foto, vea las arrugas de esa mujer, la sonrisa, el color de su pelo y se diga: “Esa mujer podría ser mi tía, mi madre, mi vecina, mi hermana o podría ser yo”. Y algo en su interior se mueva, que se pregunte por qué no la acompañó, por qué no estuvo ahí. Esos son los momentos que pueden provocar un cambio en las personas.
Las fotos que más impacto tienen son las que documentan actos represivos, porque son las que más piden los medios. Nos piden las fotos de las personas sangrando, porque eso genera un impacto inmediato. Sin embargo, creo que también son importantes los retratos más osados. Retratar a la policía, por ejemplo, tiene un peso distinto. La mirada fija de agresión en el lente es una imagen que también comunica violencia. Y lo que quiero es que el lector, o el usuario de Instagram, se detenga en esa imagen y sienta algo.
Puedo mostrar fotos de represión, de personas gaseadas, de golpes, y esa imagen generará enojo, pero también quiero que el espectador sienta empatía por las personas involucradas. Hay un sentimiento que se ve sobre todo en Argentina: “Bueno, yo no me movilizo, pero otros lo harán”. Sin embargo, un tiempo después, la gente se pregunta, ¿y qué pasa cuando esas personas estén heridas, presos o envejecidos? ¿Quién se levantará? Eso es lo que trato de reflejar con mi trabajo: la memoria de esas personas, su lucha.
Los sistemas hacen que tengamos memoria corta, olvidemos lo que sucedió en el pasado, como en Cuba. Hay hechos como el Quinquenio Gris que casi no se mencionan, y aunque haya pasado mucho tiempo, la dictadura en Argentina no terminó hace tanto. Hoy en día, tenemos un gobierno que niega la existencia de los 30 000 desaparecidos, y ese número probablemente esté por debajo de la realidad. Quieren que tengamos una memoria corta, pero la fotografía y el documental están hechos para recordarnos lo que ocurrió y lo que seguirá ocurriendo si no promovemos un cambio colectivo.
Mi objetivo con el trabajo no es solo documentar, sino generar una reflexión, que el espectador sienta empatía por las personas que están luchando. Al final, todos estamos muy afectados por lo que está pasando, y esa intimidad compartida es lo que quiero transmitir con mis imágenes.
Tres últimas preguntas: ¿tienes alguna fotógrafa o fotógrafo documentalista o fotorreportero que te haya marcado especialmente? ¿Consideras tu fotografía como una obra política? y ¿En qué proyecto te encuentras trabajando actualmente?
Tina Modotti. De hecho, tengo varias fotos de mis referentes, y de vez en cuando me gusta revisarlas. Gerda Taro también es una de mis influencias. Son fotografías que tengo muy presentes. Me gusta estudiar cómo desarrollaron las imágenes. Es un ejercicio de apreciación que me resulta muy interesante, porque te das cuenta de que puedes hacer muchas cosas diferentes en la fotografía, de que hay distintas maneras de contar una historia. Fotos tomadas con cámaras analógicas, y con todas sus imperfecciones tienen mucho sentido. Es algo que valoro, porque esas imperfecciones también cuentan una historia.
Pero incluso, aprendo mucho en el día a día de mis compañeros de trabajo en la calle.
Para mí, la fotografía es un acto de estudio constante, un análisis de imagen. Y creo que eso lo aprendí mucho en la Facultad de Comunicación, especialmente en mi especialización en Teoría de la Comunicación. Increíblemente, todo se va conectando.
Soy muy fan también del punto documental. Sara Gómez siempre será de mis documentalistas preferidas.
A pesar de todo esto, no considero mi propia fotografía como una “obra”, y eso es algo muy personal. He visto el trabajo de muchos fotógrafos y, aunque hago fotos que podrían considerarse más artísticas, siempre terminan siendo más documentales.
Hace poco, tuve la oportunidad de ir a Florianópolis, Brasil. No exploré favelas ni sitios intrincados; me quedé en la playa, simplemente. Y de ahí nació una serie titulada La maldita circunstancia del agua, que captura la vida de la clase media argentina en la isla. Aunque podría ser interpretada como un acto político, no fue mi intención. Es un trabajo más relajado, pero incluso en ese contexto, surge una cierta soledad y una intimidad que se reflejan en las fotos.
Lo curioso es que, incluso cuando traté de hacer algo más artístico, esa intimidad sigue siendo lo que sobresale. Las imágenes, a veces, surgen de forma inesperada. La serie aún no está completamente producida ni terminada, pero me gustaría exponerla algún día. Inspirado en los versos de Virgilio Piñera, más que un análisis político, se trata de una exploración de la relación íntima y compleja con el agua, ese elemento omnipresente en la vida insular y en la memoria de quien la abandona.
Nací en una Cuba compleja, en 1995, rodeada por el mar. Durante mi infancia y adolescencia, soñaba con ser tragada por el agua, una mezcla de temor y fascinación. El mar no solo era un paisaje; era un refugio, un recordatorio constante de mi conexión con algo más grande, un universo infinito. Hace casi una década dejé la isla, y desde entonces he vivido en ciudades como Barcelona y Buenos Aires, siempre buscando en el agua un reflejo de lo que soy. Pero fue en Brasil, en enero de 2025, donde por fin volví a sentir esa conexión perdida. Allí, entre el cielo y la tierra, el agua volvió a aparecer, no como una amenaza, sino como un reencuentro con mi esencia.
Esta serie fotográfica es un viaje emocional y visual que traduce esa experiencia: la omnipresencia del agua, el eco de la isla y el reencuentro con uno mismo a través de paisajes que evocan el pasado, pero también abrazan el presente. La maldita circunstancia del agua es una invitación a reflexionar sobre cómo los lugares y los elementos naturales moldean nuestra identidad, y cómo, al alejarnos, encontramos nuevas formas de regresar a ellos.
El mar en Argentina no tiene la claridad que permite ver el reflejo del sol sobre el agua, pero en Brasil eso es posible. El agua allí es tan clara que permite que la luz se filtre y se vea como un rayo brillante. Esa experiencia me recordó mucho a Cuba, y esa conexión fue algo que había estado buscando durante mucho tiempo. Curiosamente, me fui tan lejos, pero encontré algo de Cuba en un lugar tan distante.
Esta serie nació de esa sensación: la forma tan particular del agua en Brasil. La claridad del mar me hizo sentir una cierta intimidad, que trato de transmitir en las fotos, incluso sin que los sujetos que fotografío sean conscientes de ello. Fue un espacio en el que pude ver a las personas relajadas, en una quietud que se refleja en la imagen. Y creo que, de alguna manera, esa sensación también me ocurrió a mí.
Por ahora, este trabajo sigue siendo inconcluso, pero está creciendo en su proceso.