Que Crónicas del absurdo, el más reciente largometraje de Miguel Coyula, se alzara con el premio a la Mejor Película en el Concurso Envision del 37 Festival Internacional de Cine Documental de Ámsterdam (IDFA), el mayor de su tipo del mundo, no me sorprendió en absoluto. Sí lo hizo descubrir que la presidenta del jurado, que tomó la decisión por unanimidad, fuese la prestigiosa académica estadounidense B. Ruby Rich, cuya defensa del régimen cubano es de sobra conocida.
“Formalmente compleja y con un lenguaje cinematográfico que surge orgánica y directamente de sus limitaciones, esta película nos impresionó con el uso de una pista de audio como diario político”, reza el acta de los jurados, que además reconocieron en la película “su forma radical, que encarna el espíritu de los artistas que se niegan a ser silenciados”.
B. Ruby Rich fue a mediados de la década de 1980, antes de convertirse en un referente de los estudios sobre el cine queer, una de las voces que con más virulencia impugnó el testimonio recogido por Orlando Jiménez Leal y Néstor Almendros en Conducta impropia (1984), pieza ineludible del cine de denuncia de los crímenes del régimen de Fidel Castro en Cuba, que saca a la luz la represión contra la comunidad LGBT (en especial, la persecución de los hombres homosexuales) y testifica el trauma que implicaron las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP) y el éxodo del Mariel para este grupo social cubano.
En su célebre reseña del filme, aparecida en agosto de 1984 en la revista American Film, Rich califica a Conducta impropia como “poco sincera” y “propaganda mediocre”.[1] Alude a la presunta militancia de derecha de sus realizadores para tildarla de “misil intercontinental intelectual” contra el régimen de Fidel Castro y lamenta que la película “utiliza cínicamente la homosexualidad como cuña para astillar la poca simpatía que queda por Cuba entre los progresistas estadounidenses”, lo cual parece ser su principal preocupación en torno a la aprobación que encontraba en las pantallas del mundo.
En una de las zonas de su texto, Rich señala que tanto Jiménez Leal como Almendros llevan demasiado tiempo lejos de Cuba como para poder ofrecer una versión equilibrada de la situación nacional, y reprocha que Conducta impropia enfatice en “dos épocas clave para cualquier historiografía gay cubana”: las UMAP (“un capítulo equivocado, brutal y deplorable de la historia de Cuba […] momento de pánico cubano en los años de paranoia que siguieron a la invasión de bahía de Cochinos”) y el éxodo masivo del Mariel (“provocado por la suspensión de las cuotas de inmigración de Estados Unidos”).
“Afortunadamente, la época de los campos de las UMAP fue extremadamente breve (dos años), y terminó en medio de una tormenta de protestas internacionales y críticas internas en Cuba”, señala, ignorando que la mácula de los campos de trabajo forzado acompañó para siempre a muchos de aquellos reclusos, o que no hubo reparación moral y material para los equívocos, así como que a través de la década de 1970 (lejos de los “años de paranoia” que invoca Rich) la denominada “parametración” en el sector cultural condenó al ostracismo a valiosos intelectuales por su preferencia sexual, y condujo a una política oficial de purga del espacio social no solamente de los homosexuales, sino de toda persona con “conductas desviadas”.
En un efusivo ejercicio de cubansplaining, Rich asegura que “la verdadera historia de la homosexualidad en Cuba es bastante diferente de la que retrata la película”, y para ello refiere “mis propios viajes a Cuba, tanto antes como después del Mariel, y mis contactos con varias lesbianas y hombres gays de allí”. Luego considera que “no se puede considerar a Cuba como un paraíso para las lesbianas y los gays […] las cosas han cambiado para los homosexuales, que se encuentran en todos los ámbitos culturales y políticos de la isla. Las personas gays son conocidas en sus comunidades, y hay un mundo de fiestas y redes que existe fuera de cualquier bar. El marielito de la película que declara que su vestimenta actual haría que lo arrestaran en cualquier calle de La Habana tiene que estar bromeando. Tiene un aspecto francamente conservador en comparación con la mayoría de los hombres que pasean por la ciudad una noche cualquiera, y aún más si se lo contrasta con la flamante multitud de hombres homosexuales que abarrotan regularmente el ballet”.
En referencia a las denuncias de detenciones arbitrarias y arrestos por parte de la policía cubana que revelan algunos de los entrevistados de Conducta impropia, apunta que “de ser ciertos, los encarcelamientos arbitrarios son realmente condenables. Sin embargo, la película evita cuidadosamente especificar por qué la mayoría de sus testigos fueron enviados a la cárcel en primer lugar. Según fuentes cubanas, los motivos también merecerían penas de cárcel en este país: sabotaje contra el Estado, abuso de menores, etcétera”.
“Fuentes cubanas”, dice Rich. Esta clase de argumentación es hoy tan endeble como transparente la ejecutoria de años del aparato represivo de La Habana para disfrazar causas políticas con delitos comunes, o generar campañas de descrédito y difamación pública contra personas de interés que luego son esgrimidas como legítimas incluso ante paneles del Consejo de Derechos Humanos de la ONU o en ejercicios de evaluación de organismos internacionales del respeto del régimen cubano a derechos expresados, pero no cumplidos, en sus propias leyes. Basta revisar sitios oficiales como Razones de Cuba o el espacio televisivo semanal Con filo para entender que las estrategias de “depuración” ante todo política de la trama social cubana siguen operando sin pausa, si bien con ajustes contextuales.
Pero a Rich hay algo que le molesta por encima del resto en Conducta impropia. Dice: “Al fin y al cabo, ni el lesbianismo ni el racismo preocupan demasiado a los cineastas. Todo el tema de la homosexualidad es, en última instancia, un medio para un fin: el ataque a Fidel Castro y, a través de él, a la propia Cuba”. Como si orden político y caudillo pudieran disociarse en la isla, la teórica dice que la de Almendros y Jiménez Leal es “una película de venganza”. Pero, como en cualquier relación simbólica de raíz colonial, ella está capacitada para responderles, otra vez con su verdad referencial: “Fui uno de los 600 delegados al festival anual de cine en La Habana el pasado diciembre, y todos fuimos invitados al Palacio de la Revolución para conocer al Comandante. Yo también puedo dar testimonio: ¡No tenía cuernos! ¡No tenía cola! […] La letanía del mal en la película es tan extrema, tan motivada por la animadversión personal, que es autodestructiva, particularmente en sus interminables y absurdas comparaciones entre Cuba y la Alemania nazi”.
¿Sabrá Rich que Miguel Coyula es, de su generación de creadores audiovisuales, el que más ha abordado la figura de Fidel Castro como eje de un modelo de ejercicio del poder en Cuba que ha dado lugar a un sujeto esquizoide e impotente, que no domina su carácter porque es heredero de una ficción narrativa que tenía como alfa y omega al líder supremo? ¿Sabrá que todo acto de romper con ese padre patológico es un acto de venganza?
Aparte de su invectiva contra Conducta impropia, Rich esgrime en otros capítulos de su carrera intelectual las virtudes en términos de política social y económica de la Revolución cubana. Uno de sus esfuerzos más destacados es “Homosexuality, Homophobia, and Revolution: Notes toward an Understanding of the Cuban Lesbian and Gay Male Experience”,[2] que escribiera a cuatro manos con la intelectual cubana emigrada Lourdes Argüelles y publicara la revista Signs, también en 1984. Allí las autoras reiteran similares argumentos a los expuestos sobre la película de Almendros y Jiménez Leal.
No obstante, contextualizar y situar desde dónde hablan ambas autoras es tan decisivo como entender en qué lugar estoy yo. Es lo que demanda Argüelles cuando, en entrevista con el investigador cubano Abel Sierra Madero en 2015, dice: “En realidad, para mí, las víctimas de cualquier Estado tienen prioridad, y quizás en aquel momento perdí esa noción. Siempre las víctimas, en cualquier Estado, terminan mal […] Primero hay que reconocer a las víctimas. […] Entonces estoy viendo, por ejemplo, una muchacha coreana que la familia fue parte de la guerra de las dos Coreas, y ese trauma ha sido transmitido a ella intergeneracionalmente. Ella todavía se considera víctima y les está dando ese tipo de educación a sus propios hijos. Entonces, de generación a generación, individual y colectiva, porque como no ha habido empoderamiento de las víctimas, ese trauma se transmite. Lo mismo ha pasado en Cuba”.
En el caso de B. Ruby Rich, hoy profesora emérita de la Universidad de California en Santa Cruz, ¿cuándo decidió que un filme anticastrista como es Crónicas del absurdo era la elección unánime de un jurado que presidió no en La Habana, donde las películas de Coyula están vetadas, sino en Ámsterdam?
Creo tener una hipótesis al respecto. Durante uno de los frecuentes viajes de la profesora a Cuba, participó en una charla junto a otros invitados sobre asuntos de antropología y cine.[3] En uno de los salones cortesanos del Hotel Nacional de La Habana, que acogen cada año las sesiones teóricas del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, un evento anual que invoca las imágenes de los humildes y los oprimidos, Rich hizo referencia al impacto planetario que habían tenido las fotos y videos tomados por soldados estadounidenses en la prisión de Abu Ghraib, en Afganistán, así como a la dimensión pública que esas imágenes adquirieron, al dotar a los rituales de tortura de los ocupantes de una dimensión siniestra y reveladora.
“¿Qué pasó a los generales estadounidenses? ¿Acaso no sabían que esos teléfonos sirven para tomar fotos?”, cuestionó Rich –estoy parafraseando, abusando de mi memoria– el hecho de que evidencias de esa naturaleza salieran a la luz en 2004, provocando un repudio internacional generalizado.
Coincidentemente, una película como Crónicas del absurdo se sirve de un dispositivo similar para explicar el funcionamiento de un aparato punitivo. Solo que, en el caso de Miguel Coyula, este opera además como autoetnografía, porque el sujeto sometido a hostigamiento por parte del aparato represivo estatal es el propio cineasta y su pareja, la actriz Lynn Cruz. Eso que el jurado de IDFA denominó “diario político” es, por tanto, una película que logra hacer aquello que Virgilio Piñera, Heberto Padilla, María Elena Cruz Varela, Delfín Prats, Juan Carlos Cremata y una larga lista de sujetos de la cultura cubana que padecieron el agónico trayecto de su “muerte civil” a manos del Estado totalitario, no alcanzaron a documentar de forma directa.
Crónicas del absurdo es una compilación de registros realizados a través de los años de episodios de censura, hostigamiento y represión, de los que han sido víctimas Coyula y Cruz. Varios de esos episodios se hicieron virales en las redes sociales tiempo atrás, y pasaron a formar parte del arsenal de evidencias, contrargumentos, denuncias y desmontajes de la narrativa del poder en Cuba. Las falsedades, exageraciones, manipulaciones, torciones de sentidos, maximalismos, desinformación, han formado parte por décadas del instrumental del totalitarismo en Cuba para imponer su hegemonía a través de la narrativa. Abundan las ficciones para justificar decisiones políticas –o simplemente enmascarar abusos clamorosos contra el ejercicio de derechos–, tomados a préstamo a posteriori por los “compañeros de viaje” de la izquierda occidental, que forman parte del repertorio de vejaciones típicas del abuso emocional a gran escala de un pueblo agradecido por las “conquistas sociales” conseguidas a costa de derechos fundamentales como, por poner un mínimo ejemplo, disentir políticamente. Derechos tan básicos que Rich puede ejercer, como la libertad de cátedra o expresión, son asignaturas pendientes en Cuba, no importa qué otros derechos alcanzaran los cubanos con la revolución socialista.
La estructura de antología que tiene la película reproduce el sistema de producción desarrollado por Coyula a través de los años, y que se ha vuelto consustancial a un cine autoproducido, en buena medida clandestino y artesanal. La escena como unidad de valor autónomo en películas como Memorias del desarrollo (2010) o Nadie (2017) dota a ambos largos de una armazón capitular, que en este cineasta se desenvuelve además como una lógica de pensamiento que expande la organización de la argumentación como un collage. Su noción modular del montaje, que rehúye la ley del conflicto central y la construcción espacio temporal lineal y homogénea, divaga entre épocas y referentes, sucesos fictivos y evocaciones documentales. Ello le permiten desarmar la Historia como si de un cubo de Rubik se tratara, para ofrecer una interpretación de los hechos que subvierte la versión oficial. Articular a ese anarquismo estético la potencia analítica, además de la condición maleable y mutante, de la imagen digital, abierta a la intervención y recreación del registro parásito de la realidad, ofrece a Coyula un instrumento de trabajo eficaz para dinamitar la ficción ideológica consustancial a la narrativa del poder totalitario cubano.
En Crónicas del absurdo, episodios como el interrogatorio de la Seguridad del Estado cubana al fotógrafo Javier Caso (grabado con micrófono oculto por el propio interrogado, previo acuerdo con Coyula) o una llamada telefónica cargada de amenazas de la siniestra teniente coronel Kenia de la policía política a la artivista Tania Bruguera, incluidos aquí, son estaciones de una retórica que ilustra la persecución a que son sometidas figuras de la cultura molestas para el régimen cubano. Como pasaje dentro de una estructura de bloques interdependientes por la necesidad de dejar testimonio de actos de represión, esas secciones intersecan al exponer la sistematicidad de la tarea del operador del gulag, a semejanza de las imágenes de la prisión afgana revelada por los teléfonos de los ocupantes. Exentos de la necesidad de fingir legalidad, en tales registros los represores aparecen desnudos como operarios de un aparato punitivo diseñado para cercenar voluntades y silenciar reclamos. Como pareciera haber sucedido a los generales de Abu Ghraib invocados por Rich, ¿acaso no sabían los policías que ellos y sus prácticas también pueden quedar expuestos gracias a esos dispositivos que graban y hacen fotos? ¿Ignoraban que, en manos de la máquina de evidenciar del cine, sus presencias anónimas, sus voces desencarnadas, podían ser recreadas con detalles ominosos extraídos de las pinturas de Antonia Eiriz, otra víctima de la purga del campo cultural cubano? ¿Podían imaginar que las herramientas del Agitprop serían clave para visibilizar el funcionamiento de la dominación de las conciencias a través de la violencia, no importa que la clase en el poder encubra su operatoria con palomas y niños sonrientes?
La fuerza de la ficción totalitaria parte de invocar una solidez emergida de su presunta integridad, de la legitimidad de una dominación fundada en un contrato que retoma exigencias históricas y las recrea en el presente, dotando de coherencia y orden racional su dominación. Pero esa unidad de sentido monolítica es también su debilidad consustancial. Por ello, el ejercicio de demolición que emprende Coyula actúa como fuerza que desestructura y remece tal narrativa, al mostrarla como arbitraria, antinatural, y sacar a la luz la falsedad de la excusa predilecta del aparato intelectual que la justifica: que sus yerros contextuales obedecen a “errores puntuales” –a menudo achacados a “cuestiones subjetivas”, flaquezas de los hombres que tomaron tal o más cual decisión funesta. Desde la perspectiva del cineasta, en cambio, estos aparentes deslices obedecen a problemas de diseño.
Al fondo de la estructura de no ficción del cine de Coyula hay siempre un matiz ensayístico que despliega su hipótesis, también en Crónicas del absurdo, como una intriga de predestinación. En Corazón azul (2021), su anterior película, la trama de ficción sitúa –desde el mismo prólogo– en Fidel Castro el trauma original padecido por los experimentos fallidos para crear el hombre nuevo que protagonizan el filme. Ahora, la frase del caudillo en sus célebres “Palabras a los intelectuales” es para el cineasta el grado cero de la censura artística en Cuba, que dura hasta el día de hoy. ¿Entiende Rich lo que pesa en la historia intelectual cubana del pasado medio siglo aquel “Dentro de la revolución, todo; fuera de la revolución, ningún derecho”?
La película de Coyula podría dar a entender que, de aquella disposición acatada como ley, e invocada como norma cada vez que de acotar el espacio de la expresión artística en Cuba se trata, deriva una lógica descabellada, cuyo delirio, no obstante, destruye vidas y sepulta legados. Crónicas del absurdo puede parecer para los cubanos algo sobadísimo, pero debió ser para Rich y el resto de los jurados en IDFA un dispositivo revelador, porque permite ver operar la imparable piedra pómez que lija la conducta de la clase intelectual cubana y la conduce al concilio silencioso, al cálculo de castigo y beneficio, a borrar cualquier acto de solidaridad con el silenciado, a disolver en el aire la figura y obra de innumerables nombres propios de la cultura artística del país. En los audios en los que Lynn Cruz, desde una oficina de la estatal Agencia ACTUAR, trata de entender por qué la han vetado de su condición laboral de actriz, patalea en sordina la moral corrupta de un sistema de imposición de la obediencia y el silencio que busca sin resuello las palabras que lo expliquen, lo justifiquen, y que hagan que el otro acepte una absurda culpa.
“Yo he visto demasiado para ser inocente. Ellos tienen demasiada oscuridad en la cabeza para ser culpables”, dice el Sergio de Memorias del subdesarrollo al final de este episodio, que da paso a otra incidencia: impuesto el anatema, convertidos Coyula y Cruz en “desterrados de Dios” (léase el Estado totalitario), ambos reciben tal condición como una ofrenda, devolviéndole su sentido etimológico originario. El cineasta tiene que inventar actores virtuales para poblar una escena de Corazón azul y Cruz se enfrasca en organizar un festival de cine que visibilice las obras que, como la suya propia, no tienen pantallas en Cuba. Tampoco esa acción se libera del asedio, las amenazas, el exilio interior, que siguen hasta hoy, hacia el futuro.
Parte de la singularidad de Crónicas del absurdo es no admitir el absurdo como bueno. Por ello, desde la perspectiva de quien no es cubano, de quien no ha naturalizado el funcionamiento del mecanismo de castración de la libertad bajo el que crecemos en la isla, lo que se ve es un paraje surreal. Para un espectador cubano, en cambio, es paisajística. Entonces cobra sentido el exergo de Virgilio Piñera al inicio del filme: “Si Kafka hubiese nacido en Cuba, en vez de haber sido un escritor del absurdo, habría sido un escritor costumbrista”. Y descubres entonces que has estado viendo un documental distópico.
Coyula llega incluso a detectar los remanentes de ese absurdo distópico en la lectura que hace de un incidente ocurrido durante la presentación de su novela La isla vertical en Madrid, en 2022. En ese encuentro público, grabado también en registro de audio, el cineasta se enzarza en una discusión con el presentador, el artista Lester Álvarez, quien hace una lectura explícitamente literal de la trama de ficción y objeta operaciones ficcionales que aluden a figuras muy visibles de la sociedad civil cubana del presente. Esa literalidad es, desde la perspectiva de Coyula, una traza de las políticas de corrección del acto expresivo que heredamos los cubanos. Pero es, de paso, una evidencia de la sospecha sembrada en el campo cultural, que se manifiesta a menudo como residuo de la paranoia que nos acompaña y deriva del dolor incubado por décadas de prohibiciones y anulación de unas voces a favor de otras. Quizás sea este pasaje, el séptimo de Crónicas del absurdo, el que mejor refracta las secuelas de las tensiones entre cultura y poder en Cuba, actuando como pozo incluso en los sujetos libres ya de la tutela de aquel mecanismo sancionador.
No es baladí en términos de montaje, por tanto, que luego de este episodio de crisis sobrevenga el clímax de la película. Al fin veremos a la interdicción operando sobre los artistas en el suelo frío de la institucionalidad cubana. Es 15 de junio de 2023 y la Asamblea de Cineastas Cubanos, el único colectivo de la sociedad civil que desde el campo cultural aspira a hablar con voz propia frente al Estado, volvía a reactivarse para exigir explicaciones. El Ministerio de Cultura acababa de secuestrar el documental La Habana de Fito (2023), de Juan Pin Vilar, para exhibirlo en la televisión pública con un coloquio introductorio dedicado a impugnar algunos de sus contenidos. Ello, pese a la prohibición expresa del director, o más bien como una forma de venganza contra él, por demandar públicamente la exhibición normal del filme y exigir a las autoridades del Gobierno el respeto a las normativas legales vigentes en esa clase de transacción. El consiguiente llamado de alerta de la comunidad del cine dio lugar a una declaración a la que se adhirieron más de 600 firmas de todo el espectro de la comunidad cultural. Y con ello, la alarma del poder.
El ojo de la cámara de Coyula está presente mientras la plana mayor, el aparato de control ideológico, incluida una viceprimera ministra que no espera lo que va a presenciar, desteje su narrativa manipuladora de los hechos, que los cineastas rebaten. Es inaudito que a estas alturas los creadores no exijan rectificaciones o acuerdos, sino el fin de la censura y el respeto a la libertad de expresión (¿tanto cambió Cuba?). Pero, en medio de ese despliegue de tensiones, la voz del presidente del Instituto de Cine se alza una y otra vez para exigir que se deje de filmar, mientras los propios reunidos piden que se grabe todo. Otra vez Coyula está en medio de la refriega, pues las amenazas van en su dirección.
“¿Por qué no se puede grabar? ¿Por qué hay temor de exponer los criterios de ustedes? […] La sociedad tiene derecho a saber”, estalla Juan Pin. El actor Luis Alberto García recuerda la frase tutelar del comandante, y se pregunta: “¿Quién decide qué está con la revolución, o dentro de la revolución, y qué cosa está contra la revolución?” Las palabras van y vienen, la palabra censura repta por las paredes y, en medio de todo, el funcionario a cargo de la puesta en escena sigue exigiendo que se pare de grabar. La posición desobediente es intolerable por la autoridad, que además exige “respeto” y advierte que no va a tolerar lo que denomina un “desafío personal”. “Las omisiones son posiciones políticas muy claras. Nosotros dos somos una omisión política en esta sala”, reacciona Lynn Cruz.
El corolario de Crónicas del absurdo es demoledor, porque la tesis de la película se verifica in situ. Vuelvo a Rich, quien arremetió contra Conducta impropia martilleando en la presunta falta de credibilidad de las víctimas, ese mecanismo de silenciamiento predilecto de la policía política cubana: “En lugar de datos o fuentes documentadas, solo hay testimonios en primera persona. En lugar de comprensión, sólo conmoción. […] De hecho, si se señalaran todas las discrepancias, Conducta impropia tendría que ser reconocida como ficción, no como documental. Sin embargo, a falta de hechos, esta película poco sincera está destinada a la gloria”. ¿Habrá Coyula respondido a sus dudas? ¿Su película contiene las pruebas que Rich pedía?
Crónicas del absurdo hace algo aún más definitorio, porque su discurso, al tiempo que desnuda la interdicción en Cuba, es el testimonio de un acto de resistencia. Sus creadores se colocan en el eje de la enunciación y producen una autobiografía política de enorme valor para los debates por venir en torno al espacio simbólico cubano. En su arco narrativo, que cubre desde antes de 2012 hasta 2024 (abarcando el deshielo de las relaciones entre La Habana y Washington; la muerte de Fidel Castro; la designación de Miguel Díaz-Canel como heredero del castrismo; el despertar de la sociedad civil independiente; la consumación de la toma de la economía cubana por el conglomerado empresarial de los militares, GAESA; el estallido social del 11 de julio de 2021; el mayor éxodo migratorio de la historia de la isla; y el alineamiento del régimen cubano en el eje geopolítico de Moscú), aparece nítida además la crisis definitiva del aparato de control totalitario y la emergencia de numerosos textos culturales que documentan su crisis y caída.
Notas:
[1] B. Ruby Rich, “Bay of pix”, American Film, n. 9, julio-agosto, 1984, pp. 57-59. El texto en español y la polémica intelectual posterior en medios de EE. UU. puede consultarse en el dosier de Rialta Magazine “Las polémicas sobre Conducta impropia (1983-1985)”.
[2] B. Ruby Rich y Lourdes Argüelles: “Homosexuality, Homophobia, and Revolution: Notes toward an Understanding of the Cuban Lesbian and Gay Male Experience. Part I”, Signs, vol. 9, no. 4, 1984; “The Lesbian Issue”, pp. 683-699, y “part II”, vol. 11, no. 1, 1985, pp. 120-136.
[3] De esta visita existe la cobertura de prensa, que citó a la académica. Lázaro González: “Sale del closet el cine queer en La Habana”, OnCuba Magazine, diciembre 10, 2013.