Imaginemos un espacio y un tiempo donde coexisten en forma de objetos lo ejemplar y lo corrompido, la ley y la trampa, y donde estas nociones cambian según el lado del espectro político donde uno se sitúe. Objetos robados u obtenidos en algún tipo de transacción ilícita junto a otros adquiridos gracias a méritos laborales premiados con la posibilidad de comprar bienes de consumo no disponibles en las tiendas de comercio minorista. La videocasetera traída por una tía o primo que vivía en el Norte junto a las fotos de quienes impusieron silencio, por decreto y durante casi dos décadas, sobre los nombres y el recuerdo de quienes se habían ido. Para localizar el espacio y el tiempo al que me refiero no hace falta evocar la mesa de disección a que aludiera Lautréamont, en la que se podían producir los encuentros más improbables, ni situarse en ese tiempo imaginario del “había una vez”, donde ocurren los mitos, las utopías y los cuentos maravillosos, donde todo puede suceder. Muchas casas cubanas durante la década de los ochenta podían reunir, en perfecta armonía, las cosas anteriormente descritas.
La extrañeza no residía solo en los espacios domésticos que contenían dichos objetos, también radicaba en la naturaleza de estos. Se trata de objetos que circulaban en una sociedad sin espectáculo mercantil, o donde este se vislumbraba a lo lejos, debido la ausencia de una verdadera industria del entretenimiento, una cultura de masas orientada al consumo y una red publicitaria comercial. Guy Debord define la sociedad del espectáculo como “el momento en el cual la mercancía alcanza la ocupación total de la vida social”. La Revolución cubana nace como un gran show televisivo, se hizo por y a través de la imagen, pero la lógica del espectáculo político totalitario no responde a las mismas reglas de la sociedad del espectáculo mercantil. A pesar de que tanto el capital como la ideología que postula una sociedad sin clases se presentan, ante todo, como simulacros, las lógicas que rigen sus respectivos funcionamientos siguen siendo radicalmente diferentes. El medio, en este caso, no devora el mensaje. “En un mundo realmente invertido lo verdadero es un momento de lo falso”. Lo falso, habría que agregar, construye su propia realidad; por ende, las verdades que cada mentira produce son incompatibles e intraducibles entre sí. Los teatros que montan el capital y los regímenes comunistas no hablan, pese a los esfuerzos de Debord por igualarlos, un mismo lenguaje. La sociedad del espectáculo se dice de muchas maneras.
¿Qué podía ver el que se acercaba a una tienda de la red de comercio minorista en la Cuba de los ochenta? Veía, sin duda, lo que tenía delante de los ojos, pero también vislumbraba todo aquello que la tienda no tenía y hubiera deseado adquirir. ¿Eran estos objetos mercancías –atravesados por el fetichismo y la mistificación que las singulariza, según Marx– o solo tenían valor de uso? Si algo define los objetos producidos en las sociedades comunistas es su grisura, la ausencia de la pátina de brillo, fulgor o aura que rodea las mercancías en las sociedades de consumo. Pero ese rasgo no los hace menos enigmáticos u opacos que los objetos mercantiles. En su caso, el fetichismo que los define, la fantasmagoría que los acecha se genera por ocupar siempre el lugar de un objeto substituto, que se adquiere como segunda opción, a través de cuya posesión se puede tener una relación vicaria con aquello que falta, que se anhela. Al ser objetos que suplantan a otros y que permiten al deseo establecer una relación oblicua, perversa con lo vedado o prohibido –se disfruta como apariencia aquello que no se puede gozar como realidad–, se adecúan mucho mejor a la definición de fetiche; al menos, a la acepción que le daba a este concepto Freud.
El deseo fetichista, tal y como lo entiende Freud, surge al unísono con el desengaño. En el caso que nos ocupa, quien se acercaba a un objeto en los antiguos países comunistas sabía dos cosas que podrían parecer antitéticas: era consciente de que el objeto que tenía delante de sí no era el que deseaba, y comprendía que la única relación posible con el objeto anhelado era gracias a ese mediador.
La Merma: un producto en existencia, libro que combina las imágenes de la colección de María Antonia Cabrera Arús, poemas de Legna Rodríguez Iglesias y el intercambio de mensajes que sostuvieron la poeta y la socióloga durante su gestación, comienza con la imagen de una botella vacía cuyo vidrio tiene escrito en letras de color azul “Habana en 26”. La fiesta se ha convertido en gesta. El carnaval se ha desplazado y celebra un nuevo calendario sagrado inaugurado por la revolución. No era el mismo carnaval que habían vivido nuestros padres que conocíamos solo a través de relatos. Los nuevos carnavales, celebrados en días heroicos, en días donde se conmemoraban a los mártires, tenían sabor a cuaresma y ceniza. Pero no dejaba de haber fiesta. Para acercarse a un objeto donde se cruzan el calendario cristiano y el revolucionario, la fiesta y el duelo, el tiempo de los relojes (que rige Cronos, el dios padre) y el de la memoria (del dios Aión, quien nunca envejece), Legna escribe un poema que titula “Olvido, recordatorio”.
El lugar desde donde escribe la poeta ha borrado el sabor y el saber (el conocimiento y la memoria) de los símbolos patrios. “No he vuelto a saber de la Palma Real, / Ni del Escudo de la Palma Real”, dice. Puede ser, especula, que tanto trabajo voluntario, tanto darle guataca y azadón a la tierra, le haya tapado los oídos. El caso es que “Nadie canta el himno ya. / El himno de Bayamo si mal no recuerdo. / Nadie ha izado la bandera”. Solo a través del ejercicio de un olvido activo, tal y como lo define Nietzsche, que hay que entenderlo como lo diametralmente opuesto a la Ostalgie, se puede uno volver a acercar a esos objetos. Luego de que se han desanimado los grandes significados, los símbolos que apuntalaban el discurso patriótico nacional –tanto el republicano como el revolucionario–, se puede volver a mirar la dimensión material de lo que fue nuestra cotidianeidad. Hace falta un poco de silencio, de tabula rasa en la conciencia, Nietzsche dixit, para que todas las tensiones que atravesaban aquellos tarecos, ruinas de una promesa que nunca se cumplió, nos vuelvan a tocar, a conmover. El poema cierra con una interpelación-provocación que rememora, reescribiendo, esa canción que nos hacían cantar sobre el orgullo patrio revolucionario: “Oye, / Tú que dices que tu patria no es tan linda, / Dame un poco de agua / Que estoy llorando”. Solo los auténticamente desengañados, los que han atravesado el desierto del olvido, pueden volver a sentir, desear, llorar.
En el texto que sirve de prólogo al libro se afirma lo siguiente: “Cuba Material es el archivo de la bulimia acumulativa que preservó parte del entramado material del socialismo de Estado cubano. Cuba Material es la merma”. La acumulación de tarecos que caracterizó a toda casa cubana del periodo revolucionario parte de una precariedad, una carencia que adquiere carácter sustancial, definitorio. “Merma” proviene del vocablo latino minimare, que significa “reducir, llevar algo a un mínimo”. Quien colecciona desde la merma, mientras más acumula menos tiene, porque lo que junta son nimiedades. Los habitantes de las casas cubanas, cuyos objetos integran la colección Cuba Material (1959–1989), se cubrían con “el oro de no tener nada”, para decirlo con las palabras de Vallejo en Trilce.
* Palabras dichas durante la presentación de El eco de las cosas: Los años ochenta en la colección Cuba Material (Rialta Ediciones, colección FluXus, 2025), de María A. Cabrera Arús y Xavier Tavera Castro; y La merma: Un producto en existencia (Rialta Ediciones, 2025), de Legna Rodríguez Iglesias y María A. Cabrera Arús. El evento tuvo lugar en Cuban Heritage Collection de la Universidad de Miami el 27 de marzo de 2025.