Presentación
El interés de Irving Howe (1920-1993), tanto en la literatura como en la política, a veces mezclando ambos temas, unas veces de forma evidente y otras de manera solapada, ha hecho que su obra sea especialmente rica, pero sobre todo, por el amplio abanico que Howe fue: judío, crítico literario, activista social y político, reconocido socialdemócrata, autor de biografías críticas sobre Thomas Hardy, William Faulkner y Sherwood Anderson, así como una de Trotsky y, a su vez, un fuerte crítico del capitalismo americano. Su libro World of Our Fathers, una historia de los judíos de Europa del Este que emigraron a los Estados Unidos entre 1880 y 1924, es considerada una obra vital. Además, ha traducido del yiddish, entre otros, es responsable de la primera traducción al inglés de Isaac Bashevis Singer, en el Partisan Review. Los dos ensayos que aquí se traducen pertenecen a su libro de ensayos A Voice Still Heard.
Dos ensayos de Irving Howe
Tolstói: ¿Tenía que morir Ana?
En su libro Personal Impressions, Isaiah Berlin publica un relato de una larga conversación que tuvo en 1945 con Ana Ajmátova, la gran poeta rusa. “¿Por qué?”, le pregunta Ajmátova:
¿Por qué tuvo que matarse a Anna Karenina?… En cuanto deja a Karenin, todo cambia; de repente se convierte en una mujer caída a los ojos de Tolstói… Por supuesto, hay páginas de genialidad, pero la moral básica es repugnante. ¿Quién castiga a Anna? ¿Dios? No, la sociedad; esa misma sociedad cuya hipocresía Tolstói nunca se cansa de denunciar. Al final nos dice que ella repugna incluso a Vronsky. Tolstói miente: sabía que no era así. La moral de Anna Karenina es la moral de la esposa de Tolstói, de sus tías de Moscú; Tolstói sabía la verdad, pero se obligó a sí mismo, vergonzosamente, a conformarse a las convenciones filisteas. La moralidad de Tolstói es una expresión directa de su propia vida privada, de sus vicisitudes personales. Cuando estaba felizmente casado escribió Guerra y paz, que celebra la vida familiar. Luego comienza a odiar a Sofía Andreevna, pero no estaba dispuesto a divorciarse de ella porque el divorcio está condenado por la sociedad, y tal vez por los campesinos también, escribió Anna Karenina y la castigó por abandonar a Karenin. Cuando era viejo y ya no deseaba con tanta violencia a las muchachas campesinas, escribió La sonata a Kreutzer y prohibió el sexo por completo.
A este vívido relato, Berlin añade la observación: “Quizás este resumen no se haya tomado demasiado en serio, pero la aversión de Ajmátova por los sermones de Tolstói era genuina. Lo consideraba un egocéntrico de inmensa vanidad y un enemigo del amor y la libertad”. Nunca sabremos con qué seriedad se tomó Ajmátova su ataque a Tolstói, pero es interesante que D. H. Lawrence, un escritor completamente diferente a ella, tuviera una visión similar de la novela de Tolstói, aunque de una forma algo más cruda. Lawrence escribió: “Cuando se la analiza, toda la tragedia proviene del miedo de Vronsky y Anna a la sociedad… No pudieron vivir en el orgullo de su pasión sincera y escupir en el ojo de la madre Grundy. Y esa, esa cobardía, fue el verdadero «pecado». La novela lo deja en evidencia y le saca los dientes al viejo Leo”.
Bueno, los dientes del viejo Leo no se sacan tan fácilmente. Por provocativos que puedan ser los comentarios de Ajmátova y Lawrence, sufren de un defecto común: no consideran a Anna Karenina como un personaje de una novela, tal como aparece en las páginas de Tolstói.
Anna es tan sexualmente vibrante, tan sorprendente en su belleza y encanto, que uno puede olvidar fácilmente lo limitadas que son sus opiniones y circunstancias sociales. Anna, esposa de un alto funcionario zarista, es una mujer que pertenece por completo a la alta sociedad rusa. En ningún momento expresa una crítica explícita a los valores que rigen su sociedad y su clase, y mucho menos sentimientos de rebeldía. No es una George Sand ni una Frieda Lawrence, ni siquiera una George Eliot. Tolstói lo dice muy claramente en un pasaje que aparece poco después de que Anna le haya contado a Karenin su romance con Vronsky: “Ella sentía que la posición de la que disfrutaba en la sociedad, que le había parecido de tan poca importancia esa mañana, era preciosa para ella después de todo, y que no tendría la fuerza para cambiarla por la vergonzosa posición de una mujer que ha abandonado a su marido y a su hijo para unirse a su amante; que, por mucho que luchara, no podría ser más fuerte que ella misma. Nunca conocería la libertad en el amor”.
Especialmente reveladoras son las palabras: “no podría ser más fuerte que ella misma”, algo que se podría suponer que es como una rebeldía declarada. Hasta este punto, Tolstói nos ha persuadido astutamente, con lo que podría llamarse su astucia sexual, del atractivo de Anna. Se basa muy poco en declaraciones directas, sabiendo que rara vez son efectivas en este sentido, sino que registra las impresiones que Anna deja en otros personajes, más sorprendentemente en el incidente hacia el final de la novela donde el recto Levin, al encontrarse con ella, con su disposición hacia la rectitud, sucumbe a ella por completo. El poder de atracción de Anna se basa claramente en una sexualidad fuerte y cada vez más afirmada, especialmente, por supuesto, para Vronsky; cuando él la persigue por primera vez, ella experimenta “un sentimiento de orgullo alegre”, el orgullo de una mujer hermosa. Su sexualidad no es agresiva, excepto un poco hacia el final, cuando la infelicidad la incita a un ejercicio de sus poderes; pero en lo principal, es una sexualidad que simplemente forma parte de su espléndido ser. Sin embargo, aunque es capaz de pasar por encima, o, si lo prefiere, por debajo, de las normas y costumbres de su entorno social, no hace ningún esfuerzo por negarlas o rechazarlas. Su pasión no se sostiene ni se estropea por una idea.
Y eso es precisamente lo que hace que Anna sea tan interesante. Una rebelde intelectual contra las normas de la sociedad rusa del siglo XIX bien podría atraer nuestra simpatía, pero de una manera menos dramática, menos internalizada que por la situación que crea Tolstói. Anna Karenina no está luchando por un nuevo modo o camino en la vida, ni para ella misma ni para su sexo; a ella solo le importa estar con el hombre que ama, al margen de cualquier cuestión social o moral más amplia. Sin embargo, esto pronto se convierte en la raíz de su dilema. El amor entre Anna y Vronsky, basado como está en una buena mezcla de atracción sexual y simpatías personales, la lleva a un choque mortal con la sociedad, un choque que nunca deseó ni entiende del todo. De hecho, yo diría que el poder de la novela depende del hecho de que Anna sigue siendo una mujer convencional –inteligente, sensible, incluso audaz– pero aun así una mujer convencional impulsada por la fuerza de sus sentimientos a un papel poco convencional que en principio no puede defender. Siente que su amor es bueno, cree que su comportamiento es malo.
Si mi relato, hasta ahora, tiene algún mérito, entonces la pregunta que hay que hacerse no es ¿Por qué hay que matar a Anna? Una Anna de la vida real probablemente no se suicidaría, sino que prolongaría sus años de infelicidad, con o sin Vronsky. Para ciertos tipos de lectores, su muerte debe verse como una mera convención novelesca, un recurso para redondear la trama. Pero creo que la verdadera cuestión, si nos basamos en la totalidad de la acción que nos ofrece Tolstói, no es la muerte de Anna, sino la imposibilidad de la vida que ella ha elegido con Vronsky, una imposibilidad que encuentra su realización final en su suicidio. Al decir esto, debo añadir que, tal como lo describe Tolstói, Vronsky es un hombre decente y honorable que ama a Anna y sufre por su sufrimiento. Los dos están atrapados simplemente porque es imposible para personas como ellos –es decir, casi todo el mundo– vivir “fuera” de la sociedad. Retratado como está con una ternura protectora, el amor de Anna y Vronsky parece profundamente conmovedor: Tolstói no ofrece ningún juicio, ni para sí mismo ni en nombre de sus tías; pero este amor no está respaldado por ningún principio (o engaño) lo suficientemente fuerte como para permitirles resistir los juicios de la sociedad en la que deben seguir viviendo.
Hay un incidente revelador cuando Anna y Vronsky se van a vivir cómodamente a Venecia. Apartado de sus actividades habituales, Vronsky decide dedicarse a la pintura, tal vez con alguna esperanza de autorrealización, tal vez simplemente para pasar el tiempo. (“Pronto sintió que en su corazón brotaba un deseo por los deseos”). Anna y Vronsky conocen a un pintor ruso llamado Mikhailov, un tipo irritable pero un artista serio, y a través de su juicio tácito pero severo de la pintura de Vronsky reconocemos un rechazo del diletantismo artístico. El propio Vronsky, reconociendo esto, abandona su pintura y regresa con Anna a Rusia. Es un noble, un oficial y un deportista, incapaz de vivir mucho tiempo separado de su entorno “natural”. Mientras tanto, la visión de Mikhailov de la pintura de Vronsky tiene cierto impacto en la idea pasajera de Anna de que escribirá libros para niños. El arte y la literatura no pueden proporcionar un santuario; paso a paso, Tolstói aprieta el nudo de su aislamiento.
A diferencia de Vronsky, Anna puede vivir durante un tiempo solo de amor (“Tenerlo completamente para ella era una alegría continua”). Supongo que esto podría tomarse como evidencia del sesgo sexual de Tolstói: la creencia de que, si bien las relaciones personales son suficientes para las mujeres, los hombres necesitan un ámbito más amplio de vida pública. Pero también es posible –creo que plausible– concluir que Tolstói está mostrando que, a pesar de toda su individualidad, Anna y Vronsky no pueden apartarse de las costumbres de su momento histórico. Incluso Anna llega a sentir que una vida dedicada por completo al amor puede ser sofocante y que, como todos los demás, necesita las comodidades de la sociabilidad, de modo que cuando su cuñada Dolly viene a visitar la casa que comparte con Vronsky, Anna está encantada.
¿Cómo presiona la sociedad a los dos amantes? No a través de la falta de dinero. No a través de recortes sociales, aunque sufren algunos. Es el veredicto de la sociedad el que priva a Anna de su hijo, Seryozha, y Vronsky, con la mejor voluntad del mundo, no puede comprender, y mucho menos compartir, el dolor que esto le ocasiona. Sin embargo, las presiones más severas son internas, dentro de Anna y Vronsky. Introyectan los juicios de la sociedad, se sienten incómodos en presencia de otros, hacen que los demás se sientan incómodos en su presencia. La propia atmósfera de su vida crea una especie de presión social. Sin relaciones sociales normales, Anna y Vronsky, incluso estando profundamente enamorados, comienzan a irritarse mutuamente, a desconfiar y a sentirse heridos, comienzan a protegerse de las heridas que cada uno siente que el otro está infligiendo, aunque sean conscientes de que ninguno de los dos tiene la intención de hacerlo. Todo es insidioso, terrible, parte de la destructividad que tan a menudo se entrelaza con un gran amor. La sociedad se manifiesta de la manera más dolorosa: a través de su autoconciencia. Tolstói comprendió todo esto con una exactitud intuitiva, y nada de lo que escribió jamás iguala en honestidad su retrato de la desintegración de su amor.
No, no es necesario matar a Anna. Basta con que la derroten en la aventura central de su vida; después de eso, el asesinato no importa.
1994
El señor Bennett y la señora Woolf
Las polémicas literarias van y vienen, provocando una temporada de ira y chismes, para luego convertirse en polvo. Unas pocas sobreviven a su momento: la demolición de Soame Jenyns por parte del Dr. Johnson, el ataque de Hazlitt a Coleridge. Pero pocas polémicas literarias pueden haber sido tan dañinas, o tan duraderas en consecuencias, como el ensayo de Virginia Woolf de 1924 “El señor Bennett y la señora Brown”, sobre los novelistas ingleses Arnold Bennett, H. G. Wells y John Galsworthy, que en su día fueron ampliamente leídos.
Desde hace varias generaciones literarias, el ensayo de Woolf ha sido considerado como la palabra definitiva que puso fin a una escuela de ficción anticuada y, de ese modo, despejó el camino para el modernismo literario. Escribiendo con su encanto brillante y presentándose como la voz de lo nuevo (siempre una estrategia astuta en el debate literario), Woolf rápidamente se apoderó de la posición más alta en su batalla con Bennett. Contra sus punzantes estocadas, el viejo nunca tuvo una oportunidad.
El debate ha sido muy bien planteado por Samuel Hynes en su Edwardian Occasions, y le debo algunos de los siguientes detalles. Todo comenzó en 1917 con la reseña que Woolf hizo de una colección de obras literarias de Bennett, una reseña bastante favorable empañada por el esnobismo elegante que se estaba convirtiendo en una marca registrada del círculo de Bloomsbury. Bennett, escribió Woolf, tenía una visión materialista del mundo, “se ha estado preocupando por lograr realismos infantiles”. Una frase pegadiza, aunque Woolf no se molestó en decir exactamente qué significaba “realismos infantiles”. Durante los años siguientes volvió una y otra vez al ataque, como si se estuviera preparando para “El señor Bennett y la señora Brown”. Aquí había algo más en juego que sensibilidades personales o rivalidades de estatus, aunque ambas eran visibles; Woolf tenía la intención de desacreditar, sino simplemente descartar, a un grupo de predecesores literarios que disfrutaban de un gran número de lectores.
En 1923, Bennett reseñó Jacob’s Room, la novela de Woolf, elogiando su “originalidad” y su prosa “exquisita”, pero concluyendo que “los personajes no sobreviven vitalmente en la mente”. Para Bennett, esto era un defecto fatal. Y para sus lectores también, aunque no para el público literario avanzado que para entonces estaba aprendiendo a sospechar que este tipo de discurso sobre “personajes que sobreviven” era una disculpa vaga de la novela victoriana informe y tal vez incluso sin pensamiento.
Un año después, Woolf publicó su famoso ensayo, en el que bosquejaba brillantemente a una anciana imaginaria llamada Sra. Brown, a la que proveía de anécdotas y reflexiones como muestras de su ser interior. Estas revelaban el tipo de ideas, sugería Woolf, que no se le ocurrirían a alguien como Bennett, un escritor obsesionado con los aburridos detalles del entorno (el clima, la ciudad, la ropa, los muebles, etc.). Si Bennett escribiera sobre una señora Brown, describiría su casa con todo lujo de detalles, pero nunca llegaría a adentrarse en su vida esencial, pues –¡qué polemista tan agudo!– “está tratando de hipnotizarnos para que creamos que, puesto que ha construido una casa, debe haber una persona viviendo allí”.[1] En una tranquila crítica a la novela Hilda Lessways, de Bennett, (que no es una de sus mejores), Woolf dio un giro de 180 grados: “Una sola línea de intuición habría hecho más que todas esas líneas de descripción…”
La reputación literaria de Bennett nunca se recuperaría del ataque suave pero letal de “El señor Bennett y la señora Brown”. Siguió siendo popular entre el público en general, pero entre los lectores literarios, el tipo de público que se convertiría en el público de los modernistas emergentes, la opinión estándar ha sido durante mucho tiempo que fue un novelista eduardiano mediocre y lento, cuyo trabajo ha sido dejado de lado por los logros revolucionarios de Lawrence, Joyce y, en menor medida, la propia Woolf. Cuando Bennett murió en 1930, Woolf anotó en su diario que “tenía un verdadero poder de comprensión, así como un gigantesco poder de absorción [y] contacto directo con la vida”, todos atributos, se podría suponer, útiles para un novelista pero, para ella, evidentemente no suficientes. Al decir esto, observa Hynes, Woolf le dio a Bennett, “tal vez, el «don de la realidad» que [ella] dudaba de sí misma, el don que despreciaba y envidiaba”. Sí, en gran parte de su ficción, Woolf se parece al hombre de la guitarra azul de Stevens, que “no puede hacer que un mundo sea completamente redondo, / aunque lo remiendo como puedo”.
Sin embargo, nada de esto impidió que Woolf atacara constantemente la “visión comercial de la literatura” de Bennett. Bennett era un provinciano de Five Towns; Bennett tuvo éxito comercial; Bennett era un anciano al que había que derribar, como siempre hay que derribar a los ancianos aunque también se los admire un poco.
Durante más de una década de sus enfrentamientos guerrilleros, Bennett intentó esquivar los ataques de Woolf, pero como polemista se vio tristemente superado. (Hynes escribe en una carta personal que Bennett era un polemista pobre “porque era simplemente demasiado amable”). En 1920, Bennett cometió un error táctico fatal: escribió en el Evening Standard, un periódico londinense, que Woolf es “la reina de los intelectuales; y yo soy un intelectual vulgar”. Puede que esto haya hecho gracia a sus lectores, pero entre los literatos que se dedicaban a crear y destruir reputaciones, equivalía a dispararse un tiro en el pie. Porque una de las características de la era moderna ha sido la celebración de la alta sociedad contra la clase baja; aunque Bennett no era realmente una clase baja, Woolf lo había incitado a una truculenta tergiversación de sí mismo. Años antes ya había escrito en su diario que “hemos absorbido de Francia esa pasión por la presentación artística y bien formada de la verdad, y ese sentimiento por las palabras como palabras, que animaron a Flaubert, los De Goncourt y De Maupassant”. Difícilmente los sentimientos de un intelectual vulgar. Y en una o dos de sus novelas, el propio Bennett escribiría en consonancia con la palabra “de Francia”.
Los sentimientos de clase, siempre abrasivos en Inglaterra, también figuraban en esta disputa, y una vez más Bennett fue superado en maniobras. Woolf atacó desde ambos lados, primero como un patricio que despreciaba con desdén a la sucia clase media baja de las provincias, y luego como un espíritu libre elegantemente bohemio y desdeñoso con la mentalidad de los tenderos. Bennett ni siquiera pudo rescatar para sí la dudosa ventaja de proclamarse un proletario robusto: su padre había sido abogado en Five Towns. Y en la década de los veinte, ser llamado “novelista de tenderos” significaba ser arrojado a la oscuridad filistea.
Bennett y Woolf, escribe Hynes, “no eran antitéticos en sus opiniones sobre su arte común”. Después de todo, Bennett había mostrado respeto por la nueva escritura, había elogiado a Dostoievski y Chéjov cuando los rusos fueron traducidos al inglés, había declarado admiración por el “arte consciente”. Lo que había sucedido en realidad, creo, era que Bennett había permitido que los sentimientos de inferioridad de clase (que persistían a pesar de su éxito, su yate, su amante) se trasladaran al terreno del juicio cultural, y Woolf se había apresurado a sacar provecho de esta confusión. Sin embargo, Hynes puede estar exagerando un poco el caso cuando no ve nada “antitético en sus opiniones sobre su arte común”. Realmente hubo un serio choque en cuanto a “su arte común”, y en un momento de “El señor Bennett y la señora Brown” Woolf dejó en claro cuál era el problema. Los escritores más viejos como Bennett y Wells usaban un conjunto de “convenciones” (esa es la palabra clave), mientras que los escritores más jóvenes las consideraban “ruina… muerte”. Las “herramientas eduardianas”, dijo ella, “han ejercido una enorme presión sobre la estructura de las cosas. Nos han dado una casa con la esperanza de que podamos deducir los seres humanos que viven allí”. O, para decirlo en otras palabras: los novelistas eduardianos creían que la naturaleza humana podía revelarse al reproducir la conducta y las circunstancias, “desde fuera”, como dirían algunos críticos.[2]
En uno de sus momentos objetivos, Woolf admitió que “las herramientas de una generación son inútiles para la siguiente”. En consecuencia, lo que estaba en juego en su enfrentamiento con Bennett no era la superioridad de un conjunto de convenciones ficticias sobre otro (pues es muy dudoso que tal superioridad pueda demostrarse alguna vez), sino, más bien, que dos generaciones habían llegado a una división fundamental sobre los tipos de novelas que debían escribirse. Fuera/dentro, objetivo/subjetivo, social/psicológico: dejemos que estos sean ejemplos aproximados de la división. Donde Woolf obtuvo una ventaja polémica fue al afirmar, o al menos argumentar como si hubiera algo inherentemente mejor en la novela de sensibilidad en comparación con la novela de circunstancias. Todavía no había tenido que considerar que con el tiempo lo nuevo se vuelve viejo, dando paso pronto a lo aún más nuevo.
Lo que acabo de decir no es, sin embargo, el punto más importante. Es cierto que Woolf estaba utilizando el papel que ella misma había elegido como defensora de lo nuevo para socavar a Bennett, pero también estaba haciendo algo más. Estaba escribiendo en nombre de un gran impulso cultural nuevo, el del modernismo literario. En 1924, si bien todavía no había triunfado por completo, este impulso estaba ciertamente en camino de triunfar, y en retrospectiva el ensayo de Woolf parece menos el clamor de una minoría asediada que la evidencia de que esta minoría estaba consolidando su poder cultural. Una ironía que acompaña a esto es que, si bien Woolf habló en nombre de lo nuevo y tenía cierto derecho a hacerlo, era hostil con los grandes modernistas, de hecho era bastante obtusa con ellos: consideraba a Joyce “indecente” y a Eliot “oscuro”.
De modo que Woolf ganó la batalla, aunque tal vez no el argumento. Recuerdo que hace varias décadas, personas literarias autorizadas me informaron de que Woolf, de una vez por todas, había demolido a Bennett. Con el paso de los años he llegado a comprender que “de una vez por todas” a menudo no significa más que unas pocas décadas. A finales de nuestro siglo, el modernismo literario se ha instalado cómodamente en la academia; ya no hay necesidad de defenderlo contra los detractores, e incluso se lo puede mirar en retrospectiva con un ojo crítico. La cuestión más profunda, entonces, no era realmente, como dijeron Woolf y Bennett, qué escritor podía crear personajes más persuasivos; era un choque sobre versiones rivales de la novela como forma. Tales choques nunca se resuelven del todo; siguen recurriendo de nuevas maneras.
Las cosas se complican aún más si echamos un vistazo a las novelas que escribieron Bennett y Woolf. Al menos una de las novelas de Woolf es muy admirable, y es Al faro, donde, a su manera frágil e iridiscente, sí domina “el don de la realidad”. Pero la reputación de Woolf no necesita defensa en estos días, se ha inflado por razones que tienen poco que ver con su trabajo como novelista. Lo que sí hay que decir es que Bennett sigue mereciendo atención como novelista de calidad, en gran medida tradicional, en algunos de sus libros (escribió demasiados): Anna of the Five Towns, The Old Wives’ Tale, Clayhanger y Riceyman Steps. Su prosa es a menudo descuidada y sin sabor, sin la felicidad de expresión de Woolf; su psicología es intuitivamente brusca en lugar de matizada con precisión; y en la técnica a menudo tropieza. Sin embargo, tenía el verdadero don del novelista, lo que Woolf llamó “un gigantesco poder absorbente” o lo que el crítico ruso Mijaíl Bajtín quiso decir cuando escribió que “para el artista en prosa el mundo está lleno de las palabras de otras personas”. Al escuchar esas palabras, Bennett registró a través de ellas las vidas de la gente común con lo que una vez llamó maravillosamente una “ternura aplastada”.
En sus novelas hay un sentido fuertemente realizado del lugar: esos pueblos estrechos y sórdidos de la Inglaterra provincial, erizados de altas aspiraciones, veteados de mezquindad de espíritu. El lugar, no como un ascenso hardyesco a la trascendencia espiritual, sino confinado, local, el estrecho rincón de una provincia. En Clayhanger, un clásico modesto en el subgénero de la novela de formación, Bennett traza fielmente los anhelos de articulación emocional de un hijo de impresor en Five Towns (“una nueva concepción de sí mismo”). Describe el amor hogareño, casi mudo, de hombres y mujeres de mediana edad y de clase media con un respeto impasible, si no con el estilo de una Woolf o la profundidad de un Lawrence. Bennett es un maestro de la gama media de la vida y la literatura, ni de los ascensos sublimes ni de las inmersiones en el alma. Es, de hecho, el poeta en prosa de los tenderos (que tal vez también se merezcan un poeta propio).
Riceyman Steps, publicada en 1923, al final de la carrera de Bennett, es algo más, un tour de force flaubertiano en su estricta organización pero con momentos de poder balzaciano. En un estilo un tanto desconcertantemente distante, esta novela corta describe las vidas de los tenderos atrapados en la avaricia, mostrando no solo los costos psíquicos predecibles sino también cómo la abnegación puede convertirse en una expresión retorcida de la fuerza vital. Este es el tipo de pasaje que lleva a uno a invocar a Balzac; describe un momento en el que el protagonista tendero está en el apogeo de su obsesión: “Sacó un tercer cajón de la caja fuerte, levantándolo con ambas manos debido a su peso, y lo puso sobre la mesa. Estaba lleno de monedas de oro. Violet [su esposa] nunca había visto ese oro antes ni sospechaba su existencia. Estaba asombrada, asustada, arrebatada. Él debe haberlo guardado durante toda la guerra, desafiando el llamado del gobierno a los patriotas de no acumularlo. Era un superhombre, el más misterioso de los superhombres. Y era una fortaleza, inexpugnable”.
Finalmente, sin embargo, incluso un admirador de Bennett debe admitir que hay algo en su obra –algún hilo de sentimiento o aspiración– que está frustrado, insatisfecho. En todas sus novelas, excepto Riceyman Steps, la vida de la narrativa tiene una manera de agotarse gradualmente, como si la creación fuera también una forma de agotamiento. Se instala una pesadez agobiante. ¿Por qué? Tal vez porque hay algo de verdad en la idea de que el tipo de novela victoriana heredada por Bennett y los demás eduardianos había llegado a un punto de agotamiento, lo que podría llamarse la rutinización del realismo. Y Bennett, un recién llegado en el desarrollo de la novela inglesa, carecía de esas locas efusiones de energía que caracterizan a los más grandes victorianos. Por momentos, un toque de tristeza moderna se filtra en su alma, alguna privación sombría engendrada en la vida provinciana.
Algo así puede haber sido lo que D. H. Lawrence tenía en mente cuando escribió: “Odio la renuncia de Bennett. La tragedia debería ser realmente una gran patada a la miseria”. El propio Bennett parece haber tenido ocasionalmente reacciones similares a su propia obra, aunque en un excelente ensayo sobre George Gissing justificó su tono grisáceo. Gissing, dijo, “es… justo, sobrio, tranquilo y orgulloso contra los dioses; ha visto, sabe, no se conmueve; derrota al destino al aceptarlo”. No se sabe si esto desestima por completo la crítica de Lawrence, aunque me aventuraría a opinar que el ataque de Lawrence hirió más profunda y dolorosamente que el de Woolf, aunque es el de Woolf el que se ha recordado.
Pasan los años y, a estas alturas, la disputa entre Bennett y Woolf ya ha pasado a la historia. Puede que sea hora de que se le haga justicia a Arnold Bennett, un novelista no muy bueno, pero a veces muy bueno. Pero dudo que así sea, pues es un engaño suponer que el paso del tiempo ayuda a la justicia y, en cualquier caso, sobre la obra y la reputación de Bennett se cierne la sombra de la formidable señora Brown, creada por la sedosa y feroz señora Woolf.
1994
Notas:
[1] Sensible a la necesidad de una habitación propia, Woolf parecía indiferente a lo que una casa podía significar para personas que habían ascendido un poco en el mundo. Sin embargo, para un escritor como Bennett, imaginar una casa era parte del modo de localizar “a una persona que viviera allí”.
[2] Una expresión memorable de esta visión la proporciona un personaje de The Portrait of a Lady de Henry James. Madame Merle dice: “cada ser humano tiene su caparazón… Por caparazón me refiero a toda la envoltura de circunstancias. No existe tal cosa como un hombre o una mujer aislados… ¿Cómo llamamos a nuestro yo? ¿Dónde comienza? ¿Dónde termina? Se desborda hacia todo lo que nos pertenece… y luego vuelve a fluir”.
Gratitudes a Ramón Hondal, aunque Howe no logra convencerme. Quiere o da la impresión de querer «contemporizar». Le falta la hipérbole de Harold Bloom.