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‘The Man in My Basement’, de Nadia Latif: el sujeto común y la autenticidad del Mal

Se trata de una película sobre el sedimento espiritual de la dominación (en la conciencia y en el inconsciente) en un sujeto agredido por fuerzas que hereda, que comprende a medias, y por energías que, persistentes, lo acompañan.

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Cuando, al inicio de una película, es de noche y hay una luna oclusiva y la cámara hace scrolling de una calle desierta a un molino viejo junto al mar, y de ahí a ese mar tranquilo pero azotado por la cola de un enorme pez solitario y esquivo, y después se detiene en un bosquecillo donde un cartel anuncia que has llegado a Sag Harbor Hills, una comunidad históricamente afroamericana que mucho tiempo atrás reunía (enclave marítimo durante siglos) a balleneros pobres llenos de creencias y sueños, te das cuenta de que vas a ver algo que tiene mucha miga. Esta es The Man in My Basement, de Nadia Latif, la historia de Charles Blakey (negro pobre, un tanto indolente, un tanto inútil, un tanto taciturno) y Anniston Bennet, una especie de empresario misterioso, rico y casi invisible.

Blakey necesita dinero urgente, está a punto de perder la casa donde vive, que es la de sus ancestros, y por una suma irrisoria y sospechosamente enorme, Bennet, un desconocido, le ofrece alquilar su sótano por dos meses. Aparece de repente en la puerta de Blakey y, armado con una formalidad jovial y extravagante, casi burlona y confianzuda pero firme, le propone a Blakey ese trato. Y ahí empieza todo.

Dos personajes fuertes y dos actores fuertes: Corey Hawkins y Willem Dafoe. Y una directora con una mente enjoyada por la configuración gótica de los misterios de la conducta: Nadia Latif, de origen sudanés.

La casa, de madera y encristalada –vidrios de colores en forma de rombos, cuadrados, triángulos–, lleva 8 generaciones en la familia de Blakey. ¿Cuántos años son 8 generaciones? Algo así como poco más de 200.

La cámara de Latif se mueve deteniéndose en espacios de penumbra atravesados por una melancolía densa, que parece enseñorearse de la casa, de sus recodos, sus habitaciones y ventanales. Blakey deambula, abre puertas, se asoma, observa, examina pequeños ruidos, crujidos que se articulan de manera extraña, y es como si, dentro de su soledad extremada, pusiera atención a algo que la casa anhela decirle a pesar de ser él, en apariencia, alguien que no merece ser el depositario de revelaciones significativas o trascendentales.

Ese deambular es elocuente: Blakey comprende que la casa respira y le habla, sabe que le susurra frases, por así decir. Y va dándose cuenta de que un enorme desorden de objetos (de los que ni se acuerda bien: algunos olvidados, otros nuevos) se ha convertido en la marca del espacio familiar, que además es su Lebensraum. Cuando ya decide aceptar la proposición de Bennet, la acumulación de cajas y trastos se le hace evidente, en especial cuando baja al sótano. El perro familiar, que más tarde, fantasmático, Blakey alcanza a ver, está allí muerto y agusanado. Pero entonces decide empezar por el traslado de cientos de botellas de cerveza que inundan los rincones. El perro desaparece o sólo existió en su imaginación. Los objetos son como una incógnita que el personaje procura resolver cuando el dinero se le acaba. Sabe que podría vender algo del patrimonio acumulado allí. Pero también intuye, medio escéptico, que los objetos significan e indican.

Hay un edredón (o gobelino) tejido con un tipo de punto que, según la anticuaria que visita a Blakey (amiga de un amigo de juergas), ha de tener al menos 150 años. Y un cojín especial, forrado con piel de ciervo, según ella. Pero no es piel de ciervo, sino de armiño o comadreja, le aclara Blakey, orgulloso de saber distinguir las pieles de los animales de la comarca, de acuerdo con lo que le enseñó su padre. También están los muebles, de estilo Arts & Crafts. Fines del siglo XIX. Hechos a mano, por supuesto. La casa es el embrión desaliñado y confuso de un museo (del museo que acabará siendo), pero en el estado natural en que se halla solo podría ser una suerte de biomasa saturada de pulsiones, ruidos y frases ininteligibles que Blakey está destinado a captar como se captan las huellas de un ejército de fantasmas.

Oscuridad, persistencia y silencio son, según Shirley Jackson, las condiciones necesarias para que los fantasmas existan y se manifiesten. (Los muertos de la familia descansan en un breve claro del bosque detrás de la casa, un cementerio adornado por rosales).

Al hurgar un poco, Blakey descubre tres máscaras probablemente traídas por alguno de sus ancestros desde la zona occidental de África, según la anticuaria. Y es ella quien, con seriedad, le dice a Blakey que debería mantener esas máscaras cerca de él.

Cuando el amigo de juergas trae a una joven –amiga común desde que eran niños– para que Blakey le preste, por un rato, una habitación de los altos y tener sexo allí, el personaje se sienta en la oscuridad a ver en la televisión los reportes de las matanzas en Ruanda. Blakey oye el traqueteo y los gemidos de los amantes, que se confunde con el furor de los asesinatos, y empieza a masturbarse y se pone una de las máscaras. Y, a través de los ojos de madera, ve al último muerto de la familia frente a él: un tío con quien había tenido una relación muy complicada porque era un hombre malo y despreciable, quizás un abusador.

El propósito de Bennet consiste en armar una jaula en el sótano (es muy funcional el detalle de la teatralidad física del sótano, que parece un escenario) y encarcelarse a sí mismo. Blakey, perturbado por ese absurdo, deberá tan sólo asistirlo en algunas cuestiones prácticas, y darle de comer y alcanzarle a Bennet ciertos libros que ha traído consigo. Por las noches, tras aceptar la extraña y acaso peligrosa condición de su inquilino, Blakey tiene sueños inquietantes. Unos dedos se aferran al último escalón de la escalera que conduce a la planta alta de la casa. En la oscuridad una voz lo requiere: “Ayúdame, negro inútil”. Es el tío que murió allí mismo, tan cerca de él.

Hay un sonido como de aliento rasposo, ahogado, que intenta asirse de las paredes e irse por encima del sonido de la ducha donde Blakey aparece semidesnudo, ansiado (¿cuerpo ansiado, deseado, que muestra nalgas rotundas y deja asomar un pene generoso?) por los dueños de ese aliento mortecino (hay un corte a las máscaras, que son tres: tres deidades ctónicas quizás) que, de repente, se confunde con el ruido del vapor de la cafetera. Introduzco este ejemplo para expresar a continuación que lo notable de la banda sonora de The Man in My Basement no es que apoye regiamente los hechos, sino que más bien los incrementa y añade, sobrescribiéndolos, un suceder gruesome, que pone los pelos de punta.

El núcleo dramático de esta histórica no tiene que ver con el hecho de que Bennet haya escogido muy bien a Blakey –por pobre, por negro, porque le debe mucho dinero a un banco que está a punto de quitarle su casa, y porque una vez robó una cantidad ridícula y la noticia lo transformó en un tipo indigno–, estudiando su situación, su personalidad, y enterándose de quiénes son sus amigos. Tiene que ver, en especial, con el enigma que Bennet arroja encima de Blakey: “adivina quién soy, a quién me debo, a quién pertenezco y cuán antiguo puedo ser”. Esa es la parte entronizada del Bennet con poder, la parte fantasiosa, quimérica. La parte oscura, embrujada. La otra parte, el envés de esa moneda en la que él se ha constituido y que repudia (es un hombre liberado del dinero), exterioriza su condición de pura humildad humillada por la necesidad de recibir un perdón quién sabe si posible.

Aun así, Bennet confiesa ser un criminal (hombre fuerte que guarda dentro de sí a un hombre frágil que guarda dentro de sí a un hombre fuerte). Y no es que quiera encarcelarse, sino que lo necesita. Sin embargo, no es un perseguido. Y, para cumplir sus propósitos, ha escogido al espécimen perfecto: un negro solitario, con deudas, que no sería extrañado por nadie y que es un ejemplo de persona fracasada. Y le suelta todo eso a Blakey. Y este, colérico, pasa de ser el casero de Bennet a ser su carcelero, sobre el trasfondo de un juego de preguntas y respuestas cada vez más siniestras, irritantes y embrolladas. Y somete a Bennet al castigo de la oscuridad, mientras las confesiones (que significativamente son mutuas) van sucediéndose: “No soy más que un instrumento”, dice Bennet. Y añade: “Pero todo lo que puede suceder, sucede sin mí”. Y revela que cierta vez le pagaron mucho dinero por comprar una niña muy pequeña y dársela a un perro, tan solo para que se comprobara si la naturaleza de un perro hambriento iba o no a exhibirse en el horror del descuartizamiento, que ocurrió ante sus ojos. Bennet introduce el detalle de que la madre tenía muchos otros hijos que iban a morir de hambre si no vendía a la niña. Y al cabo murieron de hambre, precisamente, sin que nadie pudiera evitarlo.

Todo el mal del mundo existiría sin Bennet, sin sus actos. Él es justo el ser humano que visita los lugares del mundo donde reinan el hambre, la guerra, la persecución, los desastres naturales, el desamor, la codicia, el odio.

Uno nunca sabe, porque tampoco lo ha sabido a derechas nadie a lo largo de la Historia, dónde empieza ni dónde acaba la naturaleza del Mal. ¿Acaso sería sensato seguir, en busca de esa certidumbre, el maravilloso (por realista, aún hoy) esquema del Satán de John Milton en Paradise Lost? Lo digo porque resulta suspicazmente sencillo admitir que Bennet es una encarnación complicada del Mal, un síntoma material de uno de los Caídos.

Una digresión interesada. El Diablo, o diabolós, es intrínsecamente popular. El Diablo no es de la realeza, hunde su sapiencia en la tierra, en las experiencias del hombre común, y así, con esa sabiduría, desafía y pone en crisis las nociones que parecen defender la principalía de un Dios (cristiano, en este caso). El diabolós se especializa en hacer dudar, en dividir y fracturar y debilitar las convicciones del pensamiento. El diabolós desenmascara a los hipócritas por medio de zancadillas.

Con ese apellido anglonormando, Bennet, este se asegura de tener ancestros que se remontan al siglo XIII, mientras que Blakey también (aunque descree de ese posible abolengo), en especial a través del fulgor sagrado de las máscaras que guarda, máscaras de dioses que llegaron al Nuevo Mundo cruzando los mares. Bennet raspa, con una cuchilla, el borde de una de ellas cuando Blakey le pregunta si ha estado en África. Debajo del raspado hay oro. Y Blakey recuerda que su madre le decía que ellos nunca habían sido esclavos. ¿Podría ser que Blakey fuera descendiente de un esplendor principesco perdido, de fábula, que, por motivos ignotos, fue a parar a ese lugar y que alcanzó a construir más tarde una casa de elegante (y discreta) esplendidez?

Él mismo es otra máscara. Sueña que está frente al espejo y que, debajo de la piel de la cara, hay oro sólido.

Bennet, de confuso origen griego o turco, toma su apellido de una familia que vino a tierras de Norteamérica en el célebre Mayflower. Por otra parte, el personaje se ha metamorfoseado, poco a poco, en un espejo monstruoso donde Blakey puede mirarse y, con lentitud, comprender quién es.

Hay dos momentos gratuitos, o que tienden, sin convertirse en desaciertos ni descuidos, a la gratuidad o al énfasis innecesario. El primero: cuando Blakey, trastornado por las revelaciones de Bennet, mira en la tele un documental sobre la violencia animal y humana –que al cabo son asimilables a lo mismo: la destrucción dolorosa de la vida–, y extiende su mano, toca la pantalla del televisor, y la retira llena de sangre. Detrás de él, de pie, está un Bennet espectral que lo vigila. El segundo momento: cuando, mucho tiempo después de haberse reconciliado con Bennet, convertida ya la casa, con el patrimonio de Blakey, en un respetable museo afroamericano (Bennet ha aparecido inesperadamente muerto en el suelo de la celda, y le ha dejado una carta que escuchamos en la voice-over del personaje), vemos al propio Blakey metido en la celda de Bennet. Allí, sentado, lee Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon (la cubierta del libro es muy visible: Nadia Latif quiere que sepamos de qué libro se trata), y alza los ojos y mira a la cámara.

No hay que repetir lo que se ha dicho ya, que es bastante, sobre la importancia de ese ensayo, con prólogo de Jean-Paul Sartre, para el enriquecimiento de las ideas de los movimientos de descolonización y de libertad en el mundo africano y latinoamericano.

Pero esta no es una película sobre el aspecto social (multitudinario, si se me permite la expresión) de ese dilema, sino más bien sobre su sedimento espiritual (en la conciencia y en el inconsciente) en un sujeto agredido por fuerzas que hereda, que comprende a medias, y por energías que, persistentes, lo acompañan. Este sujeto es quien lee la carta de despedida de Bennet, que es la carta que se escribe en medio de una anomalía ontológica. Es la carta de un hombre que desfallece, atrozmente solo, y que ha pecado de manera irracional y cruel, y que anhela disolverse, aunque no lo parezca, en el olvido de los otros. Y dice así:

Querido Charles:

Lamento tener que ausentarme de nuestros últimos días juntos. Sé que todavía tienes preguntas sobre ambos. Pero hay algunas respuestas que debo llevarme conmigo. Cuando llegué a ti, no estaba seguro de si moriría. Hacía mucho tiempo quería morir, pero primero quería encontrar algunas respuestas. Esperaba hallarlas en mis libros, pero mis libros me eludieron hasta que me dejaste a solas con la oscuridad. En la oscuridad, todos ellos volvieron a mí. Todas las cosas que he hecho. Podía oler la sangre en lo oscuro. Y entonces supe que tenía que morir aquí abajo, en tu sótano. Me sentí aliviado, había encontrado la respuesta. Verte disfrutar de la oscuridad me ayudó a darme cuenta de que, como tú, soy un niño de este mundo. No somos tan diferentes. Ambos somos resultado de las decisiones de quienes estuvieron antes de nosotros. Sé que me odias por comprar esa niña. Solo por un momento pensé en salvarla. Creo que por eso vino a mí en la oscuridad. Ella está aquí, conmigo, ahora mismo. Después de todo lo que hemos pasado, todo lo que nos hiciste a tu tío y después a mí, ¿de verdad crees que habrías hecho algo diferente? He dejado cartas para mis socios comerciales, dos amigos, mis esposas y mis hijos. Envíaselas, por favor. Para que las pocas personas que me conocen puedan llorar.

Hay una píldora roja en mis posesiones. Su efecto es rápido y sin dolor. Te la dejo por si esta es tu última parada.

¿Tenía Bennet, en verdad, dos píldoras en vez de una sola? Parece obvio que sí.

Blakey no envía las cartas. No hace nada excepto guardar silencio y enterrar, fuera de la vista de todos, el cuerpo de Bennet en el viejo cementerio familiar, y quemar sus papeles. En definitiva, nadie sabe del vínculo de Bennet con él.

Las breves visiones de Blakey más la imagen de Bennet, con sus enigmas y sus paulatinos y equívocos testimonios, no hacen más que mostrarle a Blakey quién es él mismo, quién podría ser, y por qué, a pesar de todo, no se libra del mal ni del pecado ni de las culpas. Ni siquiera se libra de la índole terrible de la inocencia que en ocasiones lo acaricia. Nadia Latif introduce, de vez en vez, microsecuencias sobre el pasado y el presente, más ciertos “toques” (pinceladas) que subrayan la dimensión mítica del pretérito. Esas secuencias se agitan, entremezcladas, para configurar la fuerte ilusión de que el tiempo que Blakey habita es un bloque macizo, intransferible, sin distinciones de movimiento. La película muestra, por otra parte, una textura de gran fresco interior, como si se tratara, en concreto, de una tela que no ha sido pintada con pinceles diversos, sino con una rara y asombrosa colección de espátulas.

He aquí una obra maestra de estructura radial y que se desarrolla, puedo imaginar, según el modelo de una esfera con cuerdas tensadas en su interior. Una esfera a semejanza de un microcosmos que, al ser observado, modifica su conducta, como si se atuviera a los efectos de una paradoja cuántica. El hombre es uno solo, y es un medio poderoso, y es un protagonista real de su destino, parece decirnos. Y también nos dice, creo, que la querella del Bien contra el Mal, y la del Mal contra el inhóspito delirio de que, según el Bien, la vida es lo mejor, existen desde siempre.

ALBERTO GARRANDÉS
ALBERTO GARRANDÉS
Alberto Garrandés. Narrador, ensayista y editor. En años recientes ha publicado Sexo de cine (Premio de la Crítica en Cuba, 2013), Body Art (cuentos, 2014), El ojo absorto (ensayo, 2014), Una vuelta de tuerca (ensayo sobre cine de autor y películas de culto, 2015), y Demonios (novela, 2016, Premio Alejo Carpentier). En 2018 reunió lo esencial de sus cuentos en Mar de invierno y otros delirios.

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