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‘Sinners’ o el exorcismo del blues

Hay una cuestión diagonalmente fáustica en el argumento de 'Sinners' (2025), película de Ryan Coogler donde el llamado gótico sureño es reinventado desde la perspectiva de la música.

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Hace veintitantos años, Martin Scorsese presentó un box-set de 5 discos (Hip-O Records y Sony Records) que, en poco más de 6 horas de canciones, intentan apresar la historia del blues. Tengo la suerte de tener esa fastuosa antología y, sobre todo, de recorrerla de vez en vez. Aunque ambicioso, su título original —Martin Scorsese Presents the Blues: A Musical Journey— se encuentra lejos de la fatuidad. No queda por debajo del centelleo, por así llamarlo, que produce una de las formas musicales más proteicas, dramáticas e influyentes de la Historia.

Escuchar la compilación de Scorsese puede devenir toda una aventura. Y no solo musical, sino también sentimental. Como han observado los críticos a lo largo del tiempo, el blues crea un espacio y alude a él con persistencia y devoción. Y se constituye, en última instancia, en un rizoma de historias, mitos, anhelos, cuerpos, tristezas, iras y desesperanzas. El blues también referencia y reconstruye, de diversas maneras, la segregación, y posee una magnitud mística inevitable.

Hay una cuestión diagonalmente fáustica, observable como al sesgo, en el argumento de Sinners (2025), película de Ryan Coogler donde el llamado gótico sureño es reinventado desde la perspectiva de la música. Más allá del hecho, en apariencia repetitivo, de que esta es una película donde –lo diré de entrada– hay vampiros (vampiros blancos en lo esencial), semejante horror se concreciona, al menos aquí, como hijo de la “necesidad blanca” de segregar y borrar las expresiones de la llamada cultura del delta del Mississippi, o más bien de apoderarse de ella, absorberla e intervenirla, o acaso “blanquearla”. La fuerza mayor de esa cultura se encuentra en la música y en lo que dice esa música, y Coogler ha concebido y diseñado (y coreografiado con precisión enorme) el momento en que lo que sale por la Puerta del Más Allá (abierta gracias al resonante poderío litúrgico del blues) intenta seducir, por intermedio de la fascinación, a un grupo de personajes.

Esta no es una película de terror –o un thriller histórico de terror– al uso. Su frondosidad conceptual impide que sea juzgada así, aunque pueda disfrutarse y leerse de varias maneras.            

Hay una conexión, sabiamente explorada por el director, entre ciertas presunciones hiperestésicas de la sensualidad y el erotismo (en un contexto formativo de la identidad cultural), el blues, y el espesor simbólico de algunas imágenes donde la racialidad subraya, por pura sobrevivencia, su testaruda manera de liberarse y redimirse, por así decir. En el trasfondo hay una voz y una guitarra que se empeñan. Y un profundo deseo de éxito. La guitarra es la del talentoso hijo de un pastor negro. El joven, a quien ya le dicen El Pastorcito, ama el blues, lo lleva en la sangre, y es esa sangre la que canta en la película con singular autoridad.

Coogler cuenta la extraña historia de los hermanos gemelos Smoke y Stack (interpretados por Michael B. Jordan), quienes, a inicios de los años treinta, regresan de Chicago con dinero, tras haber trabajado para la mafia, y tienen entre sus planes abrir una cantina-club donde haya música, bebida y diversión. Sin embargo, el sólido fantasma del Ku-Klux-Klan se encuentra cerca. Compran un viejo aserradero (para instalar allí el club), y el dueño acepta de buen grado el trato. Pero los gemelos no saben que ese hombre es, precisamente, el disimulado jefe del Klan en la comarca.

El día de la inauguración del club todo es extraordinario: como hecho en sí y como cine. Obviamente, el hecho en sí de esa enorme fiesta, ritualizada por obra y gracia de un contumaz sentido de lo sagrado, es, en última instancia, puro cine. Y, aun así, lo es no tanto debido a que se trata de un trabajo de arte, sino más bien porque deviene referenciación de una experiencia que imprime sus muy distintas huellas en quienes asisten.

Y es entonces cuando hay un giro muy especial en la trama: los vampiros del Sur aparecen. Los vampiros escuchan a El Pastorcito tocar y cantar y sienten una casi irreprimible hambre: esa música debería ser de ellos, así como los negros y negras también deberían ser de ellos (convertidos al vampirismo).

Una hipótesis que me parece fuertemente insinuada consiste en que los vampiros sean allí un símbolo de expolio, de parasitación, de muerte. Y uno tiende a suponer, de la mano de Ryan Coogler, que el costado oscuro de lo sobrenatural no podía sino materializarse en su súbito (y explicable) despertar, y que ellos, los vampiros, indirectamente se ponen, así, al servicio del Ku-Klux-Klan. Son representantes de lo peor del mundo blanco y, sin duda, añaden contrapeso al mundo del blues, que liga sensualidad con espiritualidad y vitalismo. El Pastorcito abre un portal con su música: por ahí entran las entidades arcaicas, los ancestros, las deidades tutelares: del pasado, del presente, e, incluso, las del futuro.

La secuencia de la inauguración de la cantina, en el aserradero convertido en sala de baile para el blues, cuando El Pastorcito toca su guitarra, es todo un desafío técnico no solo porque está realizada por medio de un riguroso plano-secuencia, sino, sobre todo, porque se transforma en una caja de resonancias de estirpe multicultural. De pronto el blues es rock, es metal, es danza, es convocatoria de espectros y es alusión comprometida con el lamento africano y con el acaudalado “ven a mí” (estribillo de la canción de El Pastorcito) que la música lanza al rostro de las deidades y los espíritus. Y entonces, fuera del aserradero, se revelan tres vampiros (blancos, repito) que observan y escuchan todo con desasosiego, envidia, avidez y desconcierto.

Muy pocos se salvan de los mordiscos y de la horrorosa transformación. Uno de los gemelos se salva junto a El Pastorcito. A los demás, convertidos, los recibe el sol de un amanecer devastador.

He aquí una sincronicidad conceptual de épocas y músicas van conectándose alrededor del blues. Ryan Coogler conoce bien este fenómeno rizomático, que inyecta riqueza sonora en las imágenes. Coogler ha dicho que la canción “One”, de Metallica, se convirtió, para él, en un modelo emocional que lo inspiró para armar los módulos narrativos de Sinners. No recordaba la pieza, pero acabo de escucharla en dos versiones: en un concierto ofrecido en la Ciudad de México, y cuando Metallica y la Orquesta Sinfónica de San Francisco se unieron en una asombrosa y ya célebre colaboración. Que la estructura de una pieza musical ciertamente extraña y ondulante, como “One”, haya determinado, en parte, que el ritmo de Sinners sea el que es, parece convincente como analogía. Pero solo hasta un punto, ya que, en sí misma, la trama de la película dibuja ya una especie de sinusoide. Por otra parte, todo indica que es verdad que Lars Ulrich, baterista de Metallica, dotó, a ciertas zonas del desenlace, de una sonoridad próxima a lo que podría ser una música industrial violentamente esperanzada.

Sinners es, pues, una obra llena de contrastes armonizados por un hilo conductor enérgico: la lucha de un hombre (el gemelo más lúcido, ni bueno ni malo) que intenta sobrevivir a la tristeza de la pérdida e imponerse, aunque sea entregándose, al final, a una venganza que satisface su deseo de justicia, pero que termina con su vida. Aun así, en ese limbo de la expiración y el asesinato, donde a veces se oye la batería de Ulrich mezclada con la guitarra de El Pastorcito, tiene visiones que le traen paz.

Forcejeando con el jefe de los vampiros, a quien mata con el brazo roto de su guitarra, a El Pastorcito le ha quedado una marca tremenda que le cruza el rostro como emblema de una fe dividida entre el arte y Dios. Impresa allí, la garra del vampiro envejece con él, transformado ya en una estrella del blues. Y lo vemos con su cicatriz, ya a inicios de los años noventa, en un concierto. Asombra su parecido (¿homenaje tal vez?) con el majestuoso Buddy Guy, quien, por cierto, protagonizó un momento de excepción como invitado de The Rolling Stones (banda del blues, sin duda) en su concierto del Beacon Theatre de New York, recogido por Martin Scorsese en su documental Shine A Light.

En esa optimista variación (porque alguien sobrevive y lleva música consigo) de la leyenda del bluesman Robert Johnson, capaz de devolvernos a la cuestión fáustica, se halla el cierre o epílogo de Sinners. Aunque el tenso diálogo con Dios esté ahí, la redención por el arte existe. Tiene algo de sagrado. En definitiva se trata de la alianza, poderosísima, entre la libertad y la audacia creativa, la belleza y la emoción irrenunciable de la memoria de lo vital.

ALBERTO GARRANDÉS
ALBERTO GARRANDÉS
Alberto Garrandés. Narrador, ensayista y editor. En años recientes ha publicado Sexo de cine (Premio de la Crítica en Cuba, 2013), Body Art (cuentos, 2014), El ojo absorto (ensayo, 2014), Una vuelta de tuerca (ensayo sobre cine de autor y películas de culto, 2015), y Demonios (novela, 2016, Premio Alejo Carpentier). En 2018 reunió lo esencial de sus cuentos en Mar de invierno y otros delirios.

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