Cuando Gustavo Orta salió de Cuba en 1993 dejó su colección de arte cubano en La Habana. En la ciudad quedaron, aunque a buen resguardo, piezas de Fidelio Ponce de León, Leopoldo Romañach, Eberto Escobedo, Cundo Bermúdez, Juan Gil García, Félix Ramos y René Portocarrero, con las que creció en su casa en Guanabacoa. “Recuerdo colgadas dos obras, una de Romañach y otra de Escobedo, que fueron obsequio de los artistas. Crecí efectivamente rodeado de arte cubano, pero muy influenciado por mi madre que me contaba anécdotas de estos pintores”, rememora desde su hogar en Hialeah.
Estela Valdés, su madre, trabajó por más de treinta años en la casa comercial El Arte, en la calle Galiano 506, entre Zanja y Dragones. Galiano era entonces la Avenida Italia y la tienda estaba en el número 118. El Arte, en una de las arterias más comerciales de la capital y en las inmediaciones del Barrio Chino, se inauguró como estudio fotográfico en 1907, pero se convirtió en un “gran almacén de cuadros, molduras y materiales para artistas”. Así asegura una promoción que anunciaba, además del moderno estudio de fotografía, pinturas de Ramón Loy y Domingo Ramos que le darán “distinción a su casa”.
Aquel sitio era el principal establecimiento de su tipo –frecuentado por los artistas académicos y por los de vanguardia– y realizaba exhibiciones, concursos, subastas, cursos académicos cortos y venta de equipamiento fotográfico y cinematográfico. El Arte hoy está en ruinas. Aunque conserva en su fachada, milagrosamente, el mural de Orlando Yanes llamado La historia del arte. Por eso Orta prefiere evocarla en los recuerdos de su madre, esencial en su “educación sentimental” hacia la cultura y en su pasión por el coleccionismo; y en una foto que tomó, en las navidades de 1957, con una camarita Kodak de cajón, a la fachada completamente iluminada de la tienda donde Estela atendió a varios de los mejores artistas cubanos y de los que recibió obras como regalo.
“Cuando emigré lo único que quise poner a salvo fueron los cuadros y las fotos familiares. No perdí los recuerdos, nunca han podido arrebatármelos. Los llevo conmigo todavía”, dice.
En una de esas fotos lo vemos en 1953, con su abuelo Felipe y su hermana Ester, con quien ha realizado su colección. En otra posa –seguramente para un fotógrafo de El Arte– con cinco años. Y una de esa misma época lo vemos de cuclillas en la playa, vestido de marinero y con las manos sosteniéndole el rostro pensativo. “Estaba pescando jaibas”, precisa. La boda de sus padres en 1939, imágenes de su madre y una en la que interpreta, en la parroquia de San Isidoro, al padre Gerónimo en la obra Dios te salve, comisario, de Enrique Núñez Rodríguez, en 1970, integran los afectos que puso a salvo.
“Hubiese querido proteger mis árboles, mi patio y mis amigos, pero era mucho pedir. Pusimos cuadros en buen recaudo y por diferentes vías pude sacarlos. No perdí ni una pieza”, cuenta.
Orta nació en 1942 y a los cinco años recibió clases en casa de una maestra de barrio. Aquella fue su primera aula y, de 1948 a 1952, estuvo en las escuelas Pías de Guanabacoa, de los jesuitas, hasta el cuarto grado. “De 1953 a 1954 con doce años vine a Estados Unidos, a casa de mi tío y mis primos maternos. Estudié durante un año en St. Joseph’s School. Al regresar continué en el Colegio Más Luz en Guanabacoa” y en 1960 se graduó como contador profesional en la Academia Militar del Caribe, en La Víbora.
“Viví la República y la Cuba posterior. Nada me asombra. Ni de aquí ni de allá. Son años vividos. Tampoco nada me fascina. La fascinación la tenía La Habana”, dice.
Pero cuando emigró a Estados Unidos en 1993 –uno de los años más difíciles del llamado Período Especial– tuvo que desprenderse de una de aquellas piezas, la marina pintada por Leopoldo Romañach en Cayo Francés, que el pintor regaló a su madre en 1947: “Mi madre, que trabajaba indistintamente en el departamento de materiales para artistas, en el de enmarques y en la caja en la tienda, miraba extasiada esa marina de Romañach y siente que se le acerca una persona y le dice: «Le gusta esa marina que la está observando tanto» y ella, sin voltearse, le responde: «Fíjese si me gusta que siento el aire del mar dándome en la cara». El preguntón era Romañach. Unos meses después, el 25 de diciembre de 1947, el pintor pasó por la tienda y le dijo: «Estela, mande al chofer por mi estudio que tengo algo para usted». Y era esa misma marina que había pintado en Cayo Francés. Puedo decir que, de tanto contemplarla en mi infancia, éramos cómplices”, relata.
De aquella pieza se desprendió “para sobrevivir”.
“Siempre me pesó, pero cómo recuperarla. Casi era imposible”, lamenta
“Pero los milagros existen”, confiesa Gustavo, “y en octubre del 2013, en la Galería Latin Art Core de Miami, descubrí que la pieza estaba a la venta. Ella estaba esperándome ahí por 18 años. La marina está ya entre nosotros, en el mismo sitio de donde nunca debió haber salido. Es para mí la obra más hermosa del maestro Romañach”.
“Llegar a Estados Unidos, ya con cincuenta años, fue comenzar otra vez. Los cuadros no vinieron de ahora para luego. Solo años después fue que logramos traerlos y la casa volvió a ser aquí la misma. Ya las paredes eran nuevamente diferentes. Había otra vida en ellas. Lo logré y mi madre, que aún vivía, pudo disfrutarlos y recordar los años de El Arte”, agrega.
Momentos en El Arte
En El Arte trabajaba Fidelio Ponce, muchas veces por la comida, como él mismo escribía en varias de sus piezas. En un saloncito muy pequeño en la marquesina del local, un cuarto diminuto, pintaba ese genio sus obras. Era muy amigo de mi madre. Siempre la quiso pintar, pero ella se negó y yo la recriminé por ello. Ella me respondió: “Lo hice por ti. Ponce estaba tuberculoso y tenía horror llevar el contagio a la casa”. Yo lo vi una sola vez, cuando niño. Un día –y esto me lo contó mi madre siendo pequeño– Ponce regaló unos dibujos. “¿Y el tuyo?”, le pregunté. Ponce –me dijo– hizo unos diez dibujos a lápiz y se los obsequió a los empleados. Pero el muchacho que hacía las entregas al regresar se lamentó por no estar presente y ella le regaló el suyo. Fue el primero que Ponce obsequió. Cuando estaba ya en su lecho de muerte, mi madre conjuntamente con Lula, una de las dueñas de la tienda, fue a verlo. Al observar una de las piezas sin terminar, le dijo: “¿Fidelio por qué está pintando esa obra tan oscura?”. “Estela, ya esa obra está como yo. No creo que pueda terminarla”, le contestó. El sepelio fue en la Funeraria Nacional. Allí también estuvo presente mi madre. Vio llegar a Carlos Enríquez con una botella de ron que puso sobre el ataúd: “Te espero en el cielo, Modigliani” –le dijo. Muchos años después, ya en Miami, supe por el pintor Ángel Martí que él y Roberto Estopiñán fueron los autores de la mascarilla mortuoria de Ponce.
Usted ha dicho que piensa, como el crítico de arte Guy Pérez Cisneros, que la pintura cubana se divide en dos grupos: “Ponce y los demás”… ¿Por qué lo cree así?
No se alineó a ningún grupo, iba solo con su locura maravillosa, sus blancos únicos, sus espectros. Hasta su firma es “trayecto de los ángeles celestiales”. En sus piezas tienes algo que descubrir, siempre. Ponce y los demás. Y los demás, bien distantes de Ponce.
Eberto Escobedo fue el único discípulo reconocido de Ponce. Conservamos una Muchacha con pamela roja que le obsequió a mi madre, también en 1947. Estaba tan recién pintada que ella, con uno de sus dedos, le corrió un poquito la pintura en la pamela. Cuando le mostró a Escobedo, este le respondió: “Déjala así, ni la toques, que eso era lo único que le faltaba para que fuera perfecta”. Juan Gil García pintaba también por encargo una pieza por día en El Arte. Lo mismo flores, paisajes que marinas. No recuerdo nunca haber visto una marina serena de Gil García. Puede que las haya, pero no las he visto. Decía mi madre que cuando rompían los nortes en la Punta, en La Habana, allá iba Gil García con todo lo necesario para pintar in situ. Cuando le encargaban frutas o algún paisaje, acostumbraba a ir a una finca que tenían los dueños de la tienda en Bejucal y pintaba los paisajes y las frutas. Creo que algún crítico de arte dijo que “muchos comedores de clase media en Cuba contaban con una obra de Gil García”.
Domingo Ramos también era amigo de mi madre. Yo no lo conocí, pero ella me transmitió sus anécdotas. Un día le preguntó: «Domingo, no puedo diferenciar las obras tuyas y las de tu hijo Félix”. Él le respondió: “Estela, el color es el mismo, pero las pinceladas son diferentes. Las mías son suaves y onduladas y las de Félix, rectas y duras”. Ella me hizo amar la obra de Domingo y la de Félix. Tiempo después de fallecido Domingo, corría el año 1961, un joven se apareció en El Arte para enmarcar unas piezas. Y mi madre le dijo: “Pero esto es un Domingo Ramos”. A lo que el joven le respondió: “No señora, es un Félix Ramos. Yo soy el hijo de Domingo”. Ella le contó la anécdota de las pinceladas y él le respondió: “Bien que lo conoció y ¿usted no tiene nada de mi padre?”. Mi madre le respondió que no y entonces él le aseguró que le iba a pintar lo que ella quisiera. Ella le dijo: “Quiero un flamboyán florecido en un primer plano, en un día soleado”. Pocos días o semanas después, se lo trajo: “Solo le voy a cobrar los materiales”. Tiempo después, Félix volvió trayendo algunas piezas pequeñas para la venta y mi madre le compró otra, que aún tenemos; una playita al sur de Cuba, preciosa. En 1962 o 1963, Félix Ramos partiría definitivamente de Cuba. Residió en Miami.
A Cundo Bermúdez también lo conocí en El Arte y aquí en Miami lo visité. En 2008 estuvo presente en la exposición Amor al Arte, donde expuse una obra suya muy hermosa. Esa fue su última visita, en mayo del 2008. En septiembre de ese año falleció. A Portocarrero lo vi en la tienda muchas veces y lo visité en dos ocasiones, en el apartamento en El Vedado donde residía con Raúl Milián, pues un amigo quería comprarle una flora. Las vendía a 200 o 300 pesos entonces, entre 1966 y 1967. Mi madre lo llamaba por teléfono cuando llegaba material. Los óleos y acuarelas ya escaseaban.
Al holguinero Andrés García Benítez me lo presentaron en el establecimiento o en una visita que hice a Tropicana, pues tenía a su cargo una sección o algo relacionado con el show del cabaret. La acuarela que poseo fue realizada en 1958 y la adquirí aquí en Miami.
El Arte fue un lugar de encuentros en una época maravillosa, como lo describía el pintor Julio Matilla, gran amigo de mi madre y a quien conocíamos de Cuba y después en Miami. Fui a verlo a Biarritz, Francia. Fue prácticamente una despedida, creo que en 2016.
Creció rodeado de obras de arte, admirándolas, pero no es lo mismo decir “soy o seré coleccionista” y comenzar a formar una colección propia con conciencia de ello. También por un tiempo en Cuba el coleccionismo privado fue sinónimo de enriquecimiento burgués y no era bien visto por la institucionalidad cultural de la isla.
Creo que fue en el año 2003, cuando tuve en mis manos el libro Pintores cubanos, de 1962 [publicado por Ediciones R, cuenta con un ensayo de Edmundo Desnoes como prólogo y abarca la obra de la vanguardia, sobre todo de la década de 1950 e inicios de 1960]. Fue una motivación. Vi que de ese libro poseía piezas de algunos artistas, pero que la pintura cubana era mucho más de lo que pensaba. Y allí aparecían muchos pintores cubanos vanguardistas. Me impresionó bastante y me motivó a adquirir obras de Víctor Manuel, Eduardo Abela, Ponce (El ángel, que fue una de mis primeras obras adquiridas en la diáspora; se la compré a Ramón Cernuda), Portocarrero, Mariano Rodríguez (creo que fue la segunda pieza comprada aquí, Hombre herrando caballos, de 1942), Cundo Bermúdez, adquirida en subasta en 2005, Luis Martínez Pedro, Raúl Milián, Roberto Diago, Servando Cabrera Moreno, José María Mijares, Julio Girona, Loló Soldevilla, Fayad Jamís, Guido Llinás, Hugo Consuegra, Antonio Vidal, Julio Matilla, Ángel Acosta León, Adigio Benítez, Mirta Cerra, Antonia Eiriz, Ernesto González Puig, Carlos Sobrino, Luis Fernández-Trevejos, Rafael Soriano, Pedro de Oraá, Salvador Corratgé, Manuel Vidal, Enrique Gay García, Héctor Molné y Gladys Triana.
Todos estos artistas, y en el mismo orden que aparecen en Pintores cubanos, forman parte de nuestra colección. Además de otros que aparecen en La pintura y la escultura en Cuba, de Esteban Valderrama y Benigno Vázquez, de 1952. Conscientemente o inconsciente, me fue motivando lo que aparecía en el libro y de una manera violenta y desenfrenada adquirí obras de esos artistas, en galerías, subastas y a coleccionistas privados. Fue en un término de tiempo muy corto, pienso que del 2005 en adelante. Y en el mismo 2006 ya contaba con una colección lo suficientemente grande como para realizar una exhibición, que fue la primera que organizamos ese año en la ciudad de Hialeah.
¿Le interesa algún período del arte cubano, artista o género? ¿O colecciona piezas de una forma más aleatoria o partiendo de su apreciación y gusto en el arte?
En el arte cuando hay, hay y cuando no, no lo busques que jamás lo encontrarás. No me interesa ningún período en especial, tan solo que la obra me atrape, que la sienta genuina.
Los coleccionistas intercambian, venden, reciben piezas de amigos artistas y por supuesto, compran. En su caso, la colección ha ido modificándose, sumando piezas…
El coleccionista apasionado no vende nada, cuando piensa en lo que pudiera ganar al vender una obra, deja de ser coleccionista. Cuando llega el momento de despedirse de las piezas y de la vida, se aparta de su colección con tristeza, las vende con dolor o las regala a personas que sepan valorarlas; siente al final una mezcla de satisfacción y tristeza.
Un día vino a mi casa un coleccionista. Yo diría que un “traficante”. Me preguntó cuántas obras tenía. No sé qué respondí, pero él me dijo: “Yo tengo el doble y las tengo casi todas en almacenes y en cajas de seguridad”. Yo le pregunté ingenuamente: “¿Y por qué?”. “Las tengo como inversión”, respondió. “Pero eso no es lo que querían sus autores. Los artistas las hicieron para que fueran vistas por muchas personas”, añadí. Creo que ese personaje me inspiró a realizar las exhibiciones de arte. Le dije que éramos simplemente “guardianes” por un breve período de tiempo, pero que las obras pasan de unas manos a otras y debíamos dar a conocer las piezas de los artistas. Es indescriptible la emoción que causa la apertura de una muestra que uno ha pensado y organizado con pasión.

Las exposiciones
Comencé a exponer en el 2006. ¿Qué me llevo a hacerlo? No podía con tantas emociones. Tenía que compartir esa dicha con otras personas, si era posible con muchas más.
Ya mi madre había fallecido cuando hablé con el alcalde de la ciudad de Hialeah. Le dije que quería hacer, junto a un amigo, la primera exposición de arte cubano en nuestra ciudad. Fue mucho trabajo, sacrificio. Había comprado como cincuenta obras de artistas cubanos y teníamos lo suficiente para realizar una muestra, con piezas que iban desde Esteban Chartrand hasta los contemporáneos. Y con un catálogo que entregamos en la apertura.
Esta exposición, Azul que te quiero azul, se inauguró el 22 de septiembre del 2006 y fue la primera de unas doce que Gustavo Orta ha organizado en Florida.
Esa fue la muestra del despegue. Tuvo una sola noche en la alcaldía de nuestra ciudad. Se exhibieron 79 piezas y se entregó un catálogo con introducción de Carmen Paula Bermúdez, investigadora radicada en Barcelona y estudiosa de la obra de Ponce. Montar y desmontar en un día fue una tarea titánica, como me decía Pedro de Oraá. Hoy no tengo fuerzas.
Le siguió Los cien años de El Arte, realizada en Miami Springs Country Club el 16 de septiembre del 2007. Se exhibieron 38 piezas y algunas de ellas conservaban las molduras originales de El Arte.
Fue una exhibición de una sola noche y contó como gran afluencia de público y algunos familiares descendientes de los dueños de la institución, que pudimos localizar en Estados Unidos y Puerto Rico. Fue una noche mágica en la que entregamos dos catálogos. El primero con la historia y el otro con las piezas.
La tercera fue Pepe Ramírez (Un homenaje) y se inauguró el 2 de diciembre del 2007 en Miami Springs Country Club.
José Erasto Ramírez fue un artista olvidado por muchos. Un actor, escenógrafo, diseñador y pintor que realizó papeles protagónicos en obras como El diario de Anna Frank, La ópera de los tres centavos, El jardín de los cerezos, La alondra y La casa de Bernarda Alba. Era amigo de mi madre y le obsequió una Madonna en 1961. Partió a España y luego a Nueva York, donde fue asesinado en 1971.
Llevamos 12 piezas suyas y 28 de artistas de nuestra colección. Fueron familiares de Pepe y duró un solo día.
La cuarta se tituló Amor al Arte, que fue la segunda muestra de obras cubanas en Hialeah, el 5 de mayo del 2008. Fue realizada en la alcaldía y contó con una selección de pintura académica, de la vanguardia y contemporánea. También esculturas, caricaturas, fotos, catálogos y documentos históricos.
Exhibimos 55 piezas. Duró una sola noche y tuvo una asistencia inmensa. Fue visitada por creadores como Cundo Bermúdez, quien falleció cuatro meses después, Rafael Soriano, Héctor Molné, Tony López, Roberto Estopiñán, Ángel Martí y muchos otros artistas y galeristas del sur de Florida.
Orta no se detuvo. Ese mismo año, el 6 de septiembre, en Miami Dade College-West Campus, en Doral, inauguró Los noventa de Tony López, celebrando el cumpleaños del autor del busto de Julio Antonio Mella emplazado frente a la Universidad de La Habana, “un encargo del Directorio Revolucionario”, de la mascarilla en yeso del líder ortodoxo Eduardo Chibás en 1951 y de muchas otras piezas. En Estados Unidos, donde residió desde 1957 hasta 2011, cuando falleció, el escultor Tony López realizó el Memorial de las Víctimas del Holocausto y la Antorcha de la Libertad, en Miami, las esculturas de José Martí en Nueva Orleans, Carlos J. Finlay en el Jefferson Medical Collegue de Filadelfia, Antonio Maceo en Miami y Pedro Menéndez de Avilés en San Agustín.
Se exhibieron 12 obras y la asistencia fue arrolladora, pues Tony fue una figura muy querida por la comunidad.
La siguiente muestra fue inaugurada en el mismo sitio, el 22 de noviembre del 2008 y se tituló Rafael Soriano. Entre lo místico y lo espiritual, espacios donde se mueve la obra de este artista cubano.
Llevamos 13 piezas suyas: óleos, pastel y un plato de cerámica.
La séptima se tituló Carlos Sobrino. En el centenario de su natalicio, también en el Miami Dade College-West Campus, el 28 de marzo del 2009.
“Su interpretación del paisaje es definitivamente de primerísima calidad pictórica”, evidente en las 20 piezas exhibidas, entre pinturas y esculturas. Su hija, Eloísa Sobrino Carbonell, estuvo presente. Para Leopoldo Romañach, recuerda Orta, “Carlos Sobrino es un pintor que sabe simplificar y recoger lo necesario y su modo es suyo, muy suyo”.
Con Juan José Sicre, padre de la escultura vanguardista cubana, a la cabeza, Gustavo Orta inauguró 31 escultores cubanos el 21 de noviembre del 2009, en el mismo espacio galérico, con piezas de artistas fallecidos y vivos, tanto en Cuba como en otros países. En pedestales, 26 esculturas; así como posters de piezas emplazadas en la isla y un panel en pared con dibujos de escultores participantes o fallecidos.
Fue una exposición difícil y para mí la más compleja, por lo complicado de mover piezas inmensas hasta allí.
La novena Roberto Estopiñán. Homenaje a un Gran Maestro en su 90 aniversario, abrió el 18 de marzo de 2011. Estopiñán fue asistente de Sicre con apenas 14 años, participó en la construcción del Martí de la Plaza Cívica (hoy de la Revolución) y es considerado junto a Sicre, Alfredo Lozano y Agustín Cárdenas uno de los pioneros de la escultura moderna en Cuba y Latinoamérica. En 1961 dejó la isla y residió en Nueva York junto a su esposa, la poetisa Carmina Benguría.
Se llevaron 54 piezas entre dibujos, escultura y un abanico. Roberto falleció en 2015, cuatro años después del homenaje.
Fans Forever (2012) me parece una experiencia bastante interesante. No solo por reunir abanicos realizados por artistas como Wifredo Lam, Mariano Rodríguez, Cundo Bermúdez, Luis Martínez Pedro, René Portocarrero…, sino por los pintores que se sumaron a su llamado, varios de ellos radicados en la isla, como Manuel Mendive, Pedro de Oraá y Flora Fong. Eso reafirma su vocación de promotor cultural. ¿Qué fue lo más complejo y gratificante de realizar un proyecto así?
Fue la décima y se inauguró el 20 de septiembre del 2012, en el Museo de Arte y Diseño de la Torre de la Libertad, en Miami Dade College-Freedom Tower. Me inspiré en una nota que vi en el Anuario Cultural de Cuba 1943, donde se mencionaba una exposición y venta de abanicos a beneficio de la iglesia barroca de Santa María del Rosario, en las afueras de La Habana. Varios pintores cubanos contribuyeron generosamente donando abanicos pintados, con el fin de recoger fondos para la restauración de la iglesia. La subasta se realizó el 13 de julio de 1943. Localicé abanicos originales de Wifredo Lam, Mariano Rodríguez, Cundo Bermúdez y Luis Martínez Pedro. Y otros los encomendé. Así que compré abanicos en blanco de una firma en Vietnam y los entregué a artistas de Cuba y la diáspora, en Estados Unidos, Costa Rica, Francia…
Fans Forever incluyó abanicos pintados por René Portocarrero, Cundo Bermúdez, Roberto Estopiñán, Tony López, Servando Cabrera, Adigio Benítez, Orlando Naranjo, Ever Fonseca, Pedro de Oraá, Mysora García y Gina Pellón, que lo mando desde París. Tambien Julio Matilla, Salvador Corratgé, Antonio Vidal, Héctor Molné, Miguel Ordoqui, Luis Cruz Azaceta, Vicente Dopico, Manuel Mendive, Nelson Domínguez, Manuel López Oliva y Osvaldo García. Se sumaron obras realizadas por Héctor Catá, César Leal, Tomás Sánchez, Pedro Pablo Oliva, Flora Fong, Ernesto García Peña, Roberto Fabelo, Zaida del Río, Mario Almaguer, Humberto Castro, Gustavo Acosta, José Bedia y Orestes Gaulhiac. Y también pintaron sus abanicos Emilio Sauma, Carlos Acostaneyra, Sergio Payares, Ismael Gómez Peralta, Carlos Estévez, Ernesto Capdevila, Elsa Mora, José Luis Fariñas, Li Domínguez Fong y César Santos. Te mencioné a todos.
Fue una amplísima exposición…
Se consideró la más importante del sur de Florida en 2012 y un orgullo para la institución.
Dos muestras más vienen a completar el trabajo expositivo de Gustavo Orta hasta la fecha. El 25 de febrero de 2015, el Hialeah Campus del Miami Dade College se inauguró con Black ink, una selección de tintas de su colección.
Tuvimos muy poco tiempo, luego de la petición del Dr. Eduardo Padrón, presidente de la institución. Unos dos meses. Por eso decidimos hacerla solo con obras en nuestra propiedad, solo tintas.
La integraron unas 24 piezas de María Pepa Lamarque, Armando Maribona, Ponce, Enrique Riverón, Eloy Norman, Carlos Sobrino, Juan David, Portocarrero, Mariano, Milián, Tony López, Estopiñán, Rogelio Rodríguez Cobas, Cárdenas, Antonio y Manuel Vidal, Fayad Jamís, Ángel Acosta León, Pedro de Oraá, Héctor Molné, Mario Almaguer y José Luis Fariñas.
Fue una muestra muy intimista, que mostraba al dibujo como medio de experimentación formal. Además del catálogo, se ofreció un conversatorio previo con un panel compuesto por Alejandro Ríos, Anelys Álvarez Muñoz y un servidor. Nada de esto hubiera sido posible sin el trabajo meticuloso de mi hermana Ester. También todo lo realizado que tenga que ver con la tecnología ha sido ella. Yo para eso soy un desastre.
Mientras que el 8 de octubre de 2015, también en el Miami Dade College-West Campus, dejó inaugurada Enrique Gay García / Texturas, formas y colores.
“Para mí Gay García es el Ponce en la escultura cubana”, asegura Orta, mientras recuerda las pátinas espectaculares de una obra exquisita, tanto en lo figurativo como en lo abstracto. Gay García nació en Santiago de Cuba en 1928 y fue alumno de Romañach, Domingo Ramos y Juan José Sicre, así como compañero de Agustín Cárdenas, Roberto Estopiñán y Agustín Fernández, con quienes formó parte de la tercera generación de modernistas cubanos.
Es impresionante la escultura suya del Padre Varela en el Instituto San Carlos de Key West.
Cuando me propuse realizarle la exhibición pocos creyeron posible este trabajo. Cuando lo llevé de la mano y vio sus esculturas en pedestales y en las paredes, sus dibujos, unas 27 piezas en total, me dijo: “Yo no pensé que esto fuera así”. Se sintió muy feliz. Recibió el reconocimiento de decenas de colegas, de los alcaldes de tres ciudades y del público en general. En noviembre del propio año, un mes y algo más después, falleció. Pienso que estaba esperando este homenaje, aunque nunca nos lo dijo.
¿Entonces, el coleccionista se vuelve de alguna manera un investigador?
Obligatoriamente y a veces sin proponérselo, el coleccionista –no el que te conté que guardaba en cajas fuertes las obras– se convierte en investigador e historiador. Cuando vas a hacer un proyecto tienes que investigar a cada uno de los artistas que estás exponiendo. Si exhibes una pieza de Gil García debes conocer sus vivencias, sus anécdotas… Si es que vas a hacer un trabajo completo y serio. Y si expones piezas de Leopoldo Romañach, proyecto que tengo casi terminado, pero no creo que lo exponga, tienes que ver el paralelismo que hay entre la obra de Romañach y la de Joaquín Sorolla, que admiró y a la que aspiró. No lo logró, pero creó un estilo único en nuestra pintura.
Al mismo tiempo que adquiríamos piezas, buscábamos documentos, libros, catálogos, para poseer información valiosa. Documentos necesarios para poder hacer una labor investigativa y plasmar en los catálogos las anécdotas, datos y comentarios que le dieran brillo y veracidad histórica a lo que estabamos haciendo. Por ejemplo, cuando supimos en el Anuario Cultural de Cuba de 1943 que en el Lyceum Lawn Tennis Club de La Habana se realizó una subasta con abanicos pintados por artistas cubanos, se nos ocurrió Abanicos para siempre. Si no tuviéramos ese anuario, no habríamos pensado en esta muestra.
¿Existen un contexto propicio en Florida que fomente o estimule el coleccionismo privado?
Creo que influimos mucho en la comunidad cubana en Miami y en todo el sur de la Florida. Cuando realizamos esas exhibiciones hubo un movimiento espontáneo y derivado de ese trabajo constante y dedicado. Lo logramos con mucha pasión y no nos resultó difícil, pues lo hicimos muy a gusto. Muchos lo ven como un gran trabajo. Nos convertimos, además de coleccionistas, en curadores e historiadores. Realizamos una labor que, sin pensarlo, potenció mucho todo el movimiento y el arte en el sur de la Florida. Fueron exhibiciones muy completas, con buenos catálogos, con las piezas aseguradas y bastante promoción y prensa, aun cuando las redes sociales no estaban en apogeo.
Varios de estos artistas, radicados muchos desde hace décadas en Estados Unidos y en otros países, son poco conocidos en Cuba, aunque su obra sea importante en la historia de las artes plásticas. Pienso en Soriano, Sobrino, Pepe Ramírez, Matilla, Gay García, Tony López, Estopiñán… Es cierto que sin ellos es imposible escribir la historia del arte cubano, pero podría comentarme cómo llega al trabajo de estos creadores. ¿Los conocía desde Cuba –donde por décadas sus obras no fueron promocionadas o exhibidas, incluso hasta hoy– o lo hizo al radicarse en Estados Unidos?
A Rafael Soriano lo conocía por su obra, así como a Pepe Ramírez, que fue amigo de mi madre y le obsequió una Madonna en 1961. Tony López era conocido por mí. Es imposible escribir la historia del arte cubano sin ellos. Saber de ellos en Cuba y conocer a muchos aquí en Estados Unidos, me dio la oportunidad de oír sus vivencias, historias y su relación con otros artistas. Tony era una enciclopedia. Mi interés de realizar exhibiciones surge también para rendir homenajes a creadores que llegaban al final de sus vidas.
Ha obsequiado piezas que pueden prestigiar cualquier colección, se ha desprendido de ellas para que encuentren otro sitio y afectos. Eso refuerza la idea del coleccionista como promotor y gestor para la protección del patrimonio y no un “tesorero”…
Una de ellas es Retrato de dama habanera, un pastel exquisito de 1958 de Esteban Valderrama Peña. Quizá uno de los últimos realizados por este amigo de mi madre, que falleció en 1964 en La Habana. La pieza formó parte de mi colección y la obsequié al pintor César Santos, aquí en Miami, buen artista y amigo. Se emocionó mucho cuando se la obsequiamos. Sabía quién era Valderrama y cómo realizó un retrato del presidente estadounidense Franklin Delano Roosevelt, quien posó para él. Valderrama es autor de una excelente pieza de Martí y otra de José Raúl Capablanca; además su amplia labor docente.
La otra obra que obsequiamos fue una acuarela del ilustre cubano Jorge Mañach, a quien conocimos a fines de los cincuenta en la Universidad de la Habana, en una feria del libro. Esta obra, realizada en su pasantía en una universidad de Estados Unidos en 1949, es exquisita y la conservamos por mucho tiempo. La adquirimos en Miami hace 15 o 20 años. Habíamos tenido contacto con la nieta de Mañach, que residía en Puerto Rico y que años atrás nos había localizado al saber que poseíamos esa pieza de su abuelo. Quería hacernos una oferta por ella. Tiempo después la llamamos para que pasara a recogerla, fue el año pasado, 2024, cuando se la obsequiamos. Cuando pasó a recogerla con una hermana, me preguntó: “¿Sr. Orta por qué usted ha tenido este gesto con nosotras?”. “Creo que la pieza debe estar en vuestras manos. Es su abuelo el que lo está pidiendo”, le respondí. La alegría de ambas fue uno de los mejores regalos que he recibido.
¿Cuántas obras posee?
Unas trescientas aproximadamente.
¿Cuál es la rara avis o más curiosa de su colección?
La más curiosa, misteriosa o fascinante, de la que no quisiera desprenderme nunca, es Mujer con niño y paraguas de Mariano Rodríguez, realizada en Nueva Delhi en 1961, cuando era consejero cultural de Cuba en la India. Son obras realizadas en papeles “hechos a mano” y con plumas de águilas. Es tan bella como la que está en el Museo Nacional de Bellas Artes de La Habana y en el libro Pintores cubanos, y que tituló Odaliscas.
¿Y cuál es la que considera más importante para la historia del arte cubano?
Nunca he puesto las obras de mi colección en un nivel u otro. Cada una tiene su encanto y se ha acercado a mí por algo. Consideraría injusto hacer comparaciones. Algo que no encuentro en una, lo tiene la otra. Todas se complementan, por un motivo u otro, ya sea por una pincelada o un detalle que la hace diferente. Pero cada pieza tiene su propia belleza.
Alguna que posea un significado especial o sentimental para usted.
Nuestra marina de Leopoldo Romañach, por lo que te comenté anteriormente.
¿Ha vendido alguna pieza y después se ha arrepentido de ello?
Sí y me he arrepentido, en muchos casos, al ver el trato y lugar que le han dado. Que no la aman como yo la amé. Es muy triste y creo que cuando entregas una pieza nunca vas a estar conforme del lugar nuevo que va a ocupar. Es mejor recordarla, pero no volver a verla. Ni preguntar tampoco por ella, pues jamás vas a estar de acuerdo en cómo la están tratando.
Algún artista cubano del que desee poseer una obra y no haya podido…
Todas las piezas que he querido tener las he tenido. Una cosa es observarlas en un museo o una galería y otra tratar de poseerlas. Quizá eso está en la relación deseo-poder adquisitivo.
Si pudiera tener en su colección alguna obra cubana, la que usted desee, cuál sería…
La Fiancée de Kiriwina (1949) de Lam, que se encuentra en el Centro Pompidou en París. La vi en el Museo Reina Sofía de Madrid en una espectacular muestra suya hace varios años.
Algún consejo para quien desee comenzar, aunque sea modesta, una colección de arte cubano…
Enamorarse profundamente de lo que cuelgues, contemplándolo todas las noches en silencio.
¿Usted también dibuja?
Pero muy mal. Lamentablemente no fui tocado por la mano divina y no sabes cuanto lo siento.