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Dante o la contemporaneidad: ‘In the Hand of Dante’, de Julian Schnabel

'In the Hand of Dante', la más reciente película de Julian Schnabel, procura juntar teología, filosofía, religión, sacralidad, literatura, dinero, intereses gubernamentales, crímenes y amor elevado. ¿Mezcla impracticable? No parece que sea así.

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Julian Schnabel es un testificador de los procesos artísticos, un refrendador con doble acreditación. Desde su propia poiesis como pintor, realiza un cine que es el territorio-soporte donde ha necesitado dibujar la complejidad enteriza de su mirada cuando examina, perentorio, la obra (la vida como obra) de otros: Jean-Michel Basquiat, Reinaldo Arenas, Vincent van Gogh, Dante Alighieri. Uno piensa de inmediato en otro pintor-cineasta (o al revés): David Lynch, que también tuvo la trayectoria de un neoexpresionista, pero que no se interesó en filmar su mirada sobre otros, sino que más bien hizo de su cine un reducto de su pintura, o que llevó a su pintura las zonas y momentos más hoscos, o lóbregos, o recónditos de sus películas.

Schnabel acaba de estrenar In the Hand of Dante, obra de recepción difícil y complicada (podemos suponerlo) facturación.

Aunque hay un genuino estallido de alegorías y subtramas, en una suerte de follaje supernumerario que una zona de la crítica juzga innecesario y retardatario, creo que el rizoma de In the Hand of Dante no hace más que subrayar un estilo persistente, de gobelino móvil, donde Schnabel se siente cómodo y en el que confía porque se aparta radicalmente de los estereotipos para expresar, emancipado de las convenciones, verdades imprescindibles.

Una digresión. Desde Basquiat (1996), pasando por At Eternity’s Gate (2018) hasta In the Hand of Dante, el cine de Schnabel se ha caracterizado por reunir castings muy singulares, resonantes, variadísimos y que rozan la exultación que brota a veces de lo extraño. Castings que, vistos a través de su propia notoriedad, devienen espectaculares. Castings rutilantes, por así definirlos, y que equilibran esa hondura de ideas con su propia espectacularidad. En Basquiat confluyen, entre otros, nada menos que David Bowie, Gary Oldman, Benicio del Toro, Dennis Hopper, Courtney Love y Christopher Walken. En At Eternity’s Gate, Willem Dafoe, Oscar Isaac, Amira Casar, Mads Mikkelsen y Emmanuelle Seigner.

En In the Hand of Dante, el mismísimo Martin Scorsese encarna un extraño personaje (un sabio con aspecto de hippie intemporal) que aconseja a Dante (Oscar Isaac). Este es, además, un diestro filólogo –Nick Tosches– especializado en la Divina Comedia. En su infancia es guiado por su tío (Al Pacino). Hay un mafioso (John Malkovich) que le encarga autenticar el manuscrito de Dante tras robarlo. Y un matón (Gerard Butler) que le facilita el trabajo a Nick y al mafioso. Y otro matón (Jason Momoa) que quiere apoderarse del manuscrito después que Nick Tosches decide quedarse con él.

Schnabel realiza una enseriada pirueta –eficiente, bien meditada, llena de ideas seductoras– y se sumerge en las solicitaciones –estéticas, morales, filosóficas– que emanan de la Divina Comedia. Y no deja de causar asombro porque, además, Schnabel “pinta” sus películas, descree de la narrativa fílmica clásica, e, incluso, pone en tensión los atributos específicos del cinematógrafo (para usar la categoría de Robert Bresson): hace un cine de muchas palabras, ciertamente, pero del relieve que ellas configuran no brota lo que, despectivo, Bresson llama “teatro filmado”, sino un cine calidoscópico, indicativo, atento a explicaciones oblicuas, laterales, y conformador de metáforas que van armándose no gracias a algún instante expositivo, sino a contrastaciones (neoexpresionistas, diríase: como su pintura) que segregan significados, líneas de pensamiento e hipótesis sobre el trasfondo de un thriller.

Fragmentación, discontinuidad, no linealidad. Intentos de mostrar los abismos emocionales de dos personajes imantados (Dante y Nick) en tanto shifting mirrors (escenarios que se intercambian) de la condición vulnerable de un ilusorio y único individuo que deviene contemporáneo.

A propósito de esto último, vale decir que Dante Alighieri es aquí, sin duda, un sujeto moderno. O modernísimo. Un espíritu que camina, tambaleándose, entre las certezas más equívocas y las dudas más equívocas. In the Hand of Dante procura juntar teología, filosofía, religión, sacralidad, literatura, dinero, intereses gubernamentales, crímenes y amor elevado. ¿Mezcla impracticable? No parece que sea así. Y eso último, el amor que puede “elevarse” -por su calidad, por la densidad de sus heterogéneos sentidos, y porque al cabo se hace ingrávido, paradójicamente, al pasar por lo terrenal– representa la más exclusiva de las sabidurías posibles, ya que se conecta con Dios, con la vida ejemplar, con lo sagrado y con lo mejor del humanismo, luego de transitar, vuelvo a decirlo, por la experiencia terrestre de la inmediatez.

Schnabel cuenta las aventuras del traductor y poeta Nick Tosches tras ser contactado por un delincuente internacional que le encarga autenticar, como dije, el manuscrito de la Divina Comedia. De ser corroborado, este hallazgo podría considerarse el más grande de todos, en lo que concierne a la historia de la literatura. En definitiva, Dante y su personalidad creativa han devenido un parteaguas: es un poeta lírico de los más altos, un politólogo, un historiador, un teólogo, un inspirado conspirador, un místico, un juez y un romántico veraz, para todas las épocas, gracias a una obra dedicada a una mujer, Beatrice Portinari, y que está dividida, ya se sabe, en tres zonas: la de las profundidades del mundo (Infierno), la intermedia en pos de lo alto (Purgatorio) y la celestial (Paraíso).

Ver esta película implica entender, en alguna medida útil, la mente de Schnabel, pero siempre más allá de ciertas convenciones narrativas. Porque Nick Tosches, hombre de letras, devoto de una sensibilidad centenaria constantemente actualizada, pasa de ser un intelectual de culto a ser un gamberro criminal, tantalizado por un manuscrito cuya caligrafía, en principio, no puede ser contrastada. No hay suficientes pruebas, ni datos fiables como se creía, y no quedan trazos que puedan usarse para confirmar que esa escritura es, definitivamente, la de Dante Alighieri. Pero al cabo sí lo es.

Las naves han sido quemadas. Y aunque la prueba del carbono 14 indica, sin lugar a dudas, que el manuscrito es original (o sea: es de Dante o, por lo menos, del siglo XIV), Tosches resuelve apropiárselo (no dárselo al mafioso, que buscaría un comprador adecuado luego de darle su comisión por su trabajo de experto) con el fin de protegerlo. Sin embargo, ¿quién va a contradecirlo? ¿Su propia conciencia? Y suponiendo, además, que no fuera auténtico, habría sido necesario que lo fuera, ya que hay mucho dinero de por medio. Iba a ser imprescindible convertir esas páginas en auténticas. Pero en definitiva lo son, por fortuna. Y ese es el instante en que Nick resplandece de emoción y sus pasos se tornan mucho más tortuosos: decide matar al mafioso y al asesino a sueldo. Y, en una sorprendente secuencia, se encierra en su apartamento y practica con su pistola mientras oye un hit (“Jumpin’ Jack Flash”) de The Rolling Stones.

Premonitorio y sintomático, Mick Jagger canta: “I was born in a crossfire hurricane”.

En un libro impregnado de sabiduría, Tres poetas filósofos: Lucrecio, Dante, Goethe, el inefable George Santayana dijo que la única ventaja que nos procura el disponer de grandes obras literarias consiste en la ayuda que nos prestan para nuestro desenvolvimiento personal. Escribir algo así echa por tierra ciertos mitos prestigiosos. Y comprender semejante afirmación implica ver algo frente a lo cual el común de los críticos y pensadores pasa de largo, obnubilados por lo libresco: el valor de los libros está en la ingravidez de sus preciosos residuos, en su evanescencia, en su intangibilidad, como la de la peligrosa (por deletérea) sublimación de los cristales de yodo. Un manuscrito no vale nada excepto para el coleccionismo más rimbombante y fachendoso. La literatura, en cambio, es eso que se asienta en el espíritu, más allá del libro en sí.

Hasta donde puedo percibir, esta es una película “pintada”, donde los pinceles y las brochas se manipulan de lo magro a lo graso, y de los planos de color empastados a las líneas más extremadas y finas en el fluir de los detalles (del agua turbia de Venecia, por ejemplo, a los botoncillos del vestido de Gemma Donati, la esposa de Dante).

Otra cuestión significativa: como se trata de un tipo particular de gobelino, incluidos sus momentos de caza y de amor y de muerte, Schnabel prefiere y privilegia la continuidad emotiva sin dar explicaciones. La continuidad narrativa mantiene un mínimo de coherencia. Y no le ofrece al espectador esa condescendencia que se satura de microescenas de transición para facilitar el entendimiento de lo que está ocurriendo allí. Porque lo que en verdad ocurre es la transfiguración de un hombre (Nick Tosches) a partir de una idea renacentista y sin renunciar a las exigencias de su época.

Schnabel no se lee a sí mismo como un novelista convencional (y atendible) del siglo XIX, sino más bien (y esto es muy importante) como un ensayista capaz de escribir como un Eliot Weinberger. Llama la atención, por otro lado, la orografía que va formando la trama a medida que avanza. Uno tiene la sensación de que toda esa armazón móvil es ora cubista, ora impresionista, y que anhela avecinarnos a una idea crucial, independientemente de lo valioso que pueda ser el arte material (y los libros en particular): la cultura es una intermediaria y un instrumento que deja un poso (un precipitado) del cual se alimenta el espíritu. Lo demás no importa. O casi no.

Al comprender Nick esa íntima y heroica verdad, ¿acaso no quedaría bien visible y bien justificada, al término de sus andanzas, la idea de vender el manuscrito (la mayor parte de sus páginas) por un buen dinero que él le daría a su mujer, a su Giulietta, a su Gemma Donati, a su Beatrice? Por supuesto que sí.

Oscar Isaac interpreta a Nick Tosches y también a Dante. Pero no sólo es un actor con dos personajes a interpretar, sino dos personajes interinfluidos, una fusión que trae a Dante al presente y proyecta a Nick hacia las lecciones del pretérito. Estos desdoblamientos tienen que ver con la idea de que aproximarse a ciertas riquezas del sentimiento y el lenguaje implica, sin duda, acercarse a lo sagrado.

He aquí cómo lo inexplicable del amor, el delirio, la oscuridad de un laberinto pasional (y literario) y la incertidumbre que se cierne sobre la vida de un poeta del siglo XIII-XIV son capaces de tejer materia real, manifestarla y añadirla a algo que “apenas” existe: un manuscrito.

Entre paréntesis: lo más probable es que un verdadero escritor se defina (se haga nítido en el bordado de su vida-obra) cuando ya está muerto, y que su incierta posteridad esté asegurada (o no: el olvido existe) tras su desaparición. Uno no trabaja para cuando está vivo. Es una verdad difícil, pero que se engalana con la cortesía de la sinceridad.

¿Fusiones consecutivas en una película (thriller-palimpsesto) en la que la gran protagonista es la solvencia y el poder de la literatura para modificar el yo? Sin duda.

ALBERTO GARRANDÉS
ALBERTO GARRANDÉS
Alberto Garrandés. Narrador, ensayista y editor. En años recientes ha publicado Sexo de cine (Premio de la Crítica en Cuba, 2013), Body Art (cuentos, 2014), El ojo absorto (ensayo, 2014), Una vuelta de tuerca (ensayo sobre cine de autor y películas de culto, 2015), y Demonios (novela, 2016, Premio Alejo Carpentier). En 2018 reunió lo esencial de sus cuentos en Mar de invierno y otros delirios.

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