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Retama amarilla

Me siento una sobreviviente y las sobrevivientes no tienen nada más que un pobre pasado encima, ni siquiera puedo inventarme una pared.

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El día está ventoso y cálido. La palmera que se ve desde la ventana del cuarto se enreda a los cables. Pensé que, en cualquier momento, explotaría el transformador y se iría la corriente. Podría decir luz, pero no quiero acercarme demasiado a mi subjetividad aún. Todavía, no.

Quiero escribir un texto largo que contenga una historia, pero ¿de dónde la sacaría? ¿De cuáles vivencias? ¿Durante qué comentarios de otros al pasar? Aquí no hay nadie. Ni siquiera tengo esa pared que Doris Lessing halló para encontrar ese otro lugar imposible dentro de la cotidianeidad en Memorias de una sobreviviente. También me siento una sobreviviente y las sobrevivientes no tienen nada más que un pobre pasado encima, ni siquiera puedo inventarme una pared.

Aunque recuerde aquel pasillo de mi infancia con sus columnas pintadas de cal y racimos de uvas blancas, empolvadas, colgando sobre las voces de los seres que habitaron la casa. Quería comérmelas, pero sus voces familiares y, a la vez, extrañas, no me lo permitieron. La mayoría de las cosas que quise hacer, o alcanzar –como aquellas uvas de cal en el techo– estaban prohibidas.

O, tal vez, este color amarillo sea el desprendimiento de una circunstancia en cuyo resplandor la palma que se estremece al viento me salva de pensar en nada más. La miro como si me protegiera en tal indefensión con sus reverencias inconsecuentes. Una paloma se posa en el cable esperando los granos que le echo en el balcón cercano a la puerta, esperando también que algo reventará. Pero no hay nada que me entusiasme a llevar los granos como cada mañana y renuncio a esa rutina.

Podría describir un estado de ánimo, algún gesto, pero no podría salir de ahí. Un mar que es solo un estanque –como el de la novela china que estoy leyendo–. Todas las cosas se vuelven simulación dentro de la bruma que las envuelve, y un bumerang contra el tiempo también. ¿Qué era real y qué no lo era? Los cuerpos que se doblegan al cansancio y la mente que se queda retraída esperando algún acontecimiento que la despierte.

¿Qué recuerdo de todo lo leído? Algún título, algunos autores, pero la masa que había en los escritos se ha retraído, y ya es solo un esqueleto que al quitarle las palabras que la rellenaban se desprende y cae al vacío. Así se queja Lou Andreas-Salomé al final de su vida cuando lo había olvidado todo: tantas palabras y amores para olvidarlos luego. Un desperdicio.

“La vida, ya anciana, no envejecía” una frase exacta –de la escritora china– sobre la detención del tiempo que trae la ancianidad: el único presente real. No hay más presente que el suyo, porque ya no se ve nada específico alrededor que nos pueda matar ni la extensión del camino, aunque te apures, o retrocedas, te detiene, porque cualquier cosa, por insignificante que sea, mata. El camino también se detuvo. Aquel confín donde el mundo, a pesar de su extrema farsa de velocidad, también se detuvo.

Y, sobre el estanque que bien podría ser el cielo, o la piscina del edificio colindante donde se reflejan palma, cable y paloma a la vez, ya no se tiene la ilusión de un mar ni el sonido de aquel pato salvaje manchado de amarillo que te hacía cruzar la sombra para alcanzarlo. Puro espejismo que se llama derrota, o fracaso, lo mismo da. Y me pregunto: “¿cuáles son las coordenadas de este sitio?”

II

Entonces, llegaron los jardineros con sus sierras. Odio el sonido de las sierras. No tuve tiempo suficiente para despedirme. Cuando me asomé, las ramas estaban desperdigadas sobre la tierra. Habían fragmentado al pino por muchos lugares para poder llevárselo. Sentí la gravedad de una amenaza inminente en aquel cuerpo descuartizado frente a mí. Lloré por su dolor y por la devastación que arrasaba con todo lo querido, porque también cortaron el almendro y las buganvilias moradas y naranjas que dividían el patio. Así arrasaron en un santiamén con todo lo que sobresalía y amaba.

La casa se convirtió en una casa cualquiera; un pino hasta el techo ya no la diferenciaba. El edificio volvía a ser amarillo viejo y común como un letargo. Solo dejaron un pedacito de tronco que no volverá a florecer, porque las raíces deben haber muerto también. Un pino no es como cualquier otro árbol, muere completo, de golpe. Tuve la ilusión de que resucitaría –como nació de aquella pequeña rama de navidad un día cualquiera hace cinco años–, pero no era cierto, me equivocaba.

Ayer al bajar por primera vez, no escuché el murmullo de sus ramas llenas de rocío y ansiedad por acariciar. Hoy todo está desierto y sin sombra. Desprotegida en medio de este páramo donde alrededor quedan solo piscinas vacías y parqueos iluminados, donde los carros son hasta más humanos que los humanos y nos vigilan.

La gata también está desprotegida buscando su refugio debajo de las ramas. Los pájaros de las enredaderas que daban al frente, igual. El vacío se ha instalado aún más en esta parte de nuestras vidas. Lo que fuera placer al mirarlo crecer directamente hacia el cielo sin pedir nada a cambio de su belleza verde brillante, ahora es una rama diminuta dentro de un vaso de cristal con agua. Eso han dejado: un muerto más, otra falsa ilusión de sobrevivencia.

Hace años perdí un piano, sus tablas fueron a parar a un basurero en la esquina de Ánimas y escribí un libro que no me devolverá su pérdida. Ahora mataron al pino. Debajo, queda la sombra de una marca acorralada contra la tierra donde estuvo dándome alegría y apoyo, parapetándome. Cada vez más distante de los que no comprenden cómo esas pérdidas matan, les deseo como un bumerang que regrese a ellos todo el mal que infringen.

Cuando dos hojas amarillas, que no me atrevo a recoger por miedo a que la retama me persiga buscando refugio aquí donde no lo hay, me dan consuelo y trato de recomponerme y hallar algo que aún relumbre un poco y me satisfaga: la retama amarilla, “¿de verdad la retama es amarilla?”, dice L. S. Pues, aún no lo sé.

REINA MARÍA RODRÍGUEZ
REINA MARÍA RODRÍGUEZ
Reina María Rodríguez (La Habana, 1952). Es una de las voces prominentes de la poesía cubana contemporánea. Entre sus libros destacan Para un cordero blanco (1984), En la arena de Padua (1992), Páramos (1995), Te daré de comer como a los pájaros (2000), Variedades de Galiano (2007), Otras mitologías (2012) o Travelling (1995, reeditado por Rialta Ediciones en 2018). En 2024, Alliteration Publishing publicó la antología bilingüe de su poesía Jigs and Lures: Selected Poems, con traducción al inglés de Kristin Dykstra. Ha recibido en dos ocasiones el Premio Casa de las Américas, así como también ha sido merecedora del Premio de la Crítica en Cuba, la Orden de Artes y Letras de Francia con grado de Caballero (1999), el Premio Nacional de Literatura de Cuba (2013) y el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda (2014). Fue finalista del Premio Internacional de Literatura Neustadt en 2022. Sus documentos se conservan en la Biblioteca de la Universidad de Princeton.

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1 comentario

  1. Habría que hacer un estudio junguiano de Reina María, a quien la literatura ha obligado vivir una vida subrrogada, definida por las experiencias de otros, casi siempre autores exóticos, imágenes foráneas, como un objeto extraño que cae en el ojo y deforma la percepción de la realidad. Todo debe ser traducido al lenguaje de algún autor, la experiencia directa es traducida instantáneamente al dialecto de la poesía o la prosa, tal vez hasta mal entendida por ser rusa o anglosajona, idiomas que Reina no domina como parlante nativa, si no superficialmente. Su Torre de Papel es como una torre de marfil, todo está visto como desde una atalaya letrada. Es una impresión que me he ido formando a través de los años. No conozco toda su obra, preo que aun los acontecimientos políticos de su país están vistos con ese prisma. Como dijo Charlie Kirk: Prove Me Wrong!

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