fotografía cubana, poetas cubanas, la habana
Jamila y Legna (FOTOS Evelyn Sosa)

El vuelo de American Airlines iba a durar menos de una hora. Adentro del avión le pregunté por las fotos, si no haría fotos en este viaje, que sería el último, porque estábamos yendo a buscar los dos últimos gatos. No sé si hizo fotos en los viajes anteriores. A veces le molesta que insista con las fotos, pero si yo tuviera ese talento, ese misterio imprescindible en la mirada, esa seguridad en la muñeca para afincar el cilindro y disparar, desde el ángulo perfecto o desde cualquier ángulo, no querría desperdiciarlo yendo a un lugar como este, sin una cámara. Un lugar que es de uno y que le pertenece a uno más que a otros fotógrafos que vienen a retratarlo sin sufrirlo.

—Traje la cámara chiquitica, con un rollo vencido.

Llegaríamos antes del mediodía. Un hombre de confianza nos estaría esperando para llevarnos hasta su casa en una máquina americana antigua, como la mayoría de los taxis particulares en La Habana, a lavarnos los pies y almorzar. Yo quisiera lavarme los pies cada media hora. En realidad necesito mucho lavarme los pies. Pies lavados para escribir, pies lavados para leer, pies lavados para embarazarme, pies lavados para dar a luz, pies lavados para volver. A La Habana que no es La Habana, pero que es donde yo extraño estar. Aunque ni siquiera extraño estar en La Habana, sino en ciertas esquinitas de una casa en La Habana, en ciertos rincones medio empolvados, tranquila o muerta, da igual.

Cuando tocamos la puerta, sin saber quiénes éramos, Soleida Ríos preguntó la contraseña, y su voz se oyó contenta, juguetona. Se trataba de un juego dirigido a Jamila, que era quien ella esperaba a esa hora, porque Jamila Medina le había dicho que iría el sábado con una sorpresa o sin ella. Y eso era lo que esperaba a media tarde Soledia Ríos, la visita de Jamila. El juego de la contraseña que yo creía olvidado volvió a mi mente en milésimas de segundos. Respondí como respondía en el año 2012, 2013 o 2014, cuando tocaba la puerta con una contraseña en la lengua para poder pasar el umbral y sentarme en una sillita. Respondí rauda y veloz, pensando que, al responder, Soleida me reconocería, pero no me reconoció.

Al ábrete sésamo que pronuncié lo siguió una puerta abriéndose por donde asomó Soleida, primero sonriente por la ocurrencia aunque desconocedora de esa voz que no era la voz de Jamila, y luego asombrada, desconcertada, cuando por fin se dio cuenta de quién era, entonces, la voz. El ejercicio de subir la escalera me dejaba sin aliento siempre. Se trata de una encrespada que no sube o baja como la mayoría. Da la impresión de que fue una escalera hecha contra el aburrimiento. Una vez me caí de nalgas, bajando. Traía en las manos un perro muerto y el perro se me cayó de las manos. No puedo acordarme de ese momento sin sentir que fue verdad, Soleida iba a mi lado, pero que, al mismo tiempo, no puede formar parte de la realidad. Es un momento desplazado, es un sueño.

Como en este viaje de hace unas semanas, donde todo parecía un sueño. Había regresado después de treinta años, después de una pandemia y de un juicio, pero al mismo tiempo no había regresado. Era como si yo siguiera en Miami, trabajando, con la mente anestesiada y el sol de frente, y cerrara los ojos en un semáforo, y luego me despertara. La conversación y lo que sucedía no estaban formando parte de la realidad. Aquello era un latido, un pequeño latido durante un pestañazo. Además, todo estaba en su lugar: la puerta, la mesa, la silla, el fregadero, la cafetera de una taza, el baño, las cortinas, el armario del primer cuarto que miré sin mirar, el sofá, la virgen, el espejo. Esa casa fue mi casa muchas veces.

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Abajo, antes de subir la escalera, llamamos por su nombre a la mujer del primer piso, porque ahora la puerta del edificio ha dejado de estar abierta y se mantiene cerrada. Evelyn sabía eso porque Soleida se lo dijo en el primer viaje, cuando fue a buscar al primer gato, que la llave se conseguía abajo, con la mujer del primer piso. Los hombres sentados al frente se rieron y también empezaron a llamar a la mujer. Pero la mujer no respondió. Nos abrió la puerta alguien más que venía por la misma acera y que tenía una llave de la puerta del edificio porque vivía ahí. Vamos a la casa de Soleida, le dijimos, y la mujer se alegró. La alegría es misteriosa. Desde afuera lo que uno ve no deja ámbito a la alegría, pero ya adentro la alegría existe, envuelve tu cuerpo y tu espíritu. La desolación y la alegría existen. 

Eso dijo Soleida Ríos cuando le mostré una de las fotos reveladas donde me veo en la Calle de los Oficios, que era una foto de la desolación. De hecho, nada mejor para describir el regreso que esa palabra: desolación. Hubo brisa las 24 horas que pasé en La Habana. El pelo se me enredaba y se levantaba sobre los orejas, incluso el cerquillo de la frente se movía. Siempre me ha gustado la palabra “oreja”. Debo haberla usado en más de cincuenta poemas. Las mangas anchas del pulóver se doblaban y desdoblaban, gracias al viento habanero, por la tarde. Lo que caminamos no llegó a seis cuadras. Fue un paseo corto lleno de risa. Poca gente pasó por ahí. Entramos a un restaurante y compramos cerveza en el bar. Cerveza cubana, una lata para cada una. La cerveza se sigue llamando igual pero el color del envase cambió. Antes era verde y ahora es blanco. 

Jamila había llegado media hora después que yo. Venía sudada, en bicicleta, riéndose. Para ella también era un sueño: no puedo creer que estemos aquí, juntas. Traía la mochila cargada: tamales, anoncillos, una botella de vino Frontera: yo sé que te gustan los anoncillos. ¡Me gustan tanto los anoncillos! Y de pronto me dio miedo que se me manchara el pulóver. Me dio miedo la mancha, la enorme mancha del poema de Henri Michaux. Un pulóver comprado en una tienda de uso que decía Berlín en mayúsculas. Esto no era Berlín pero tampoco era La Habana. Esto solo era la sala de una casa donde mujeres de distintas edades conversaban, subiendo y bajando los tonos de voz, se abrazaban de vez en cuando y comían pedacitos de tamales como gorrionas en un alero.

Anocheció enseguida, al mismo tiempo que las cervezas: una para cada una. Y decidimos regresar a la casa, para recoger mi mochila y despedirnos. Tenía que orinar de nuevo en el baño de Soleida Ríos. Antes de doblar en Obrapía un niño se acercó a nosotras y nos puso en las manos unas flores. Él las venía haciendo, con páginas arrancadas de algún libro, porque se le veían las letras a los pétalos, cada tallo un tubito. No habíamos pedido eso. Su gesto, entre amable e impositivo, nos hizo sentir incómodas, pero también apenadas. Le pagamos por las flores: tulipanes de papel; y continuamos calladas. Creo que fue Jamila quien rompió el silencio raro: deberíamos pintarlas. 

Las fotos de Evelyn Sosa son inconvenientes y bellas, como una película expirada. El tiempo de caducidad es indeterminado, pero certero. Con los años, la película irá perdiendo su sensibilidad a la luz. Una imagen podría subexponerse a la otra. En las fotos, la mayoría infraganti, se puede ver lo imposible, lo que se ha mantenido intocable a pesar del tiempo, de la oscuridad, incluso de la luz. La despedida fue así: gente pintando flores.

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2 comentarios

  1. Para los de allá siempre es hermoso regresar aunque solo sea por 24horas..y disfrutar ..sentir ..o sufrir lo que a su paso encuentran ..caminar por lugares donde vivieron felices e infelices ..estar en sitios donde tuvieron su primera vez ..de alegrías y soledades..y para los de acá ..es hermoso el reencuentro ..es triste ..es esperanzador ..y a su vez da alegrías ..me encanta tu historia ..

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