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Un canon de cuarto oscuro. Vila-Matas no perdona

¿Es una despedida de Vila-Matas? ¿Estamos de verdad leyendo una especie de adiós del hombre enfermo de literatura, o es solo un fingimiento del narrador en un mundo amenazante, con el cual debe mimetizarse para evitar ser aniquilado?

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El eco es múltiple, pero la voz es una sola: esquinada, solitaria, extraviada entre las páginas de muchos libros, y un humor disfórico que lo hace distinguible a dos océanos de distancia, desde Barcelona a Nueva York y de ahí a la costa del Pacífico chileno, donde hace algunos años el escritor descubrió la pólvora durante una noche de fuegos y risas en Valparaíso. Ese es Vila-Matas, el premio Nobel a la literatura portátil nunca declarado en el nombre de quien se mantiene quieto, inmóvil en el cuarto oscuro de la velocidad. Su movimiento es uno solo, similar al de esos ajedrecistas que al deslizar la primera pieza sobre el tablero ya saben de antemano en qué variante dejarán caer a un rey desprotegido. Jugar para perder cada vez mejor, como quería Beckett, hace toda la diferencia entre Vila-Matas y un best-seller contemporáneo.

En Canon de cámara oscura (Seix-Barral, 2025), su más reciente libro, ese primer movimiento suicida tiene la particularidad de dividirse infinitamente en tres segmentos unidos por una elección al azar, como si el narrador buscara a ciegas una rara perfección con este procedimiento negativo. Un “canon intempestivo” o “desplazado”, así lo llama el narrador en honor a Altobelli, su maestro en el arte de una literatura fracasista, trayendo al frente al peruano Julio Ramón Ribeyro y su libro La tentación del fracaso. Es uno de los primeros entre muchos otros autores que ingresarán con el correr de las páginas a este Canon de cámara oscura, y todos lo harán bajo una misma disciplina, por completo arbitraria. Primero se entra al cuarto de la biblioteca con la intención de elegir un libro cualquiera, luego se lleva el libro a la luz de la ventana para elegir un fragmento, y en tercer lugar se toma asiento en el escritorio para agregar una nueva ficha con fragmento incluido al presente de la lectura. Este tercer momento es clave para acoger sin remilgos la estructura desplazada del libro, hecho de citas y fragmentos como es costumbre en toda la obra de Vila-Matas.

No hay ni que decir que cada una de esas citas resulta magnífica. No por cultismo o por la preexistencia de una biblioteca personal muy bien apertrechada que nunca falla al momento de esa elección ciega, sino porque hace del presente de la cita una sombra de la literatura. Esto es, un comentario a la situación indecible por la que atraviesa la escritura en tiempos de la robótica, las guerras de lo falso, el ChatGPT y la dimensión tóxica de la simultaneidad digital que nos alimenta día a día. Sobre esta escenografía cuasi apocalíptica enfrentada con fina ironía, el canon desplazado se va llenando de homenajes en voz baja dirigidos a una trama de la realidad: “La mirada en tiempos monstruosos, volcada hacia los hechos de la vida diseminada, hacia las cosas y las personas que pasan y se borran por sí solas, como se borró Aiko hace ya tanto tiempo, al saltar de aquel acantilado de Tõjinbõ en Japón. Pasan y se borran por sí solas, pero siguen quedando por tiempo indefinido en nosotros, dejan su presencia de ausencia infinita, la misma ausencia que Eurídice le dejó a Orfeo y de la que muchos creen que nació la escritura”, escribe el narrador al introducir su estupor ante el final de su mujer Aiko y la desolación de la joven Ryo, la hija de ambos.

Es una trama débil, tan delgada y vulnerable como la misma escritura, pero que el narrador mantendrá en “el mestizo espacio de su mente” hasta completar su canon de cuarto oscuro. Y como el presente, desgraciado o afortunado, solo se puede repetir escribiéndolo (“pienso en Sergio Chejfec que decía que el orden de lo simultáneo es insondable”, anota en una digresión al caso), el narrador hace presente entonces ese límite y la situación de voz ocupante que adopta por sobre la voz del autor. O más bien, “del Auctor”, como aclara el narrador, en un clásico movimiento de dénouement o doblaje de identidad vilamatiano. Llegado a este clímax antidramático, el caos irrumpe, incontenible, en la narración de ese presente que el lector recorre, entre el entusiasmo y la fatiga, como una manifestación del momento en que se acaba el tiempo, allí donde ya no hay pasado ni tradición que valga, ni menos deseo de futuro o ilusión que sirva. “Fatigado, tal como he buscado estarlo, entro en mi dormitorio, entro en la cama y no tardo en sentir mis ojos clavados sobre mí mismo, como si estuviera convirtiéndome en todo lo que mis ojos ven”, escribe el narrador. Y pide pausa.

El lector respira, aliviado. Igual que el narrador, que se declara dispuesto a entregar las armas y el botín de su preciado canon para ir a refugiarse al subsuelo del último relato de Kafka, y así “dejarle al Autor su escritorio, al supuestamente potente Auctor, el que se dedica a augere, a aumentar, a multiplicar las coordenadas de la compleja y ambigua realidad”. ¿Es una despedida de Vila-Matas? ¿Estamos de verdad leyendo una especie de adiós del hombre enfermo de literatura, o es solo un fingimiento del narrador en un mundo amenazante, con el cual debe mimetizarse para evitar ser aniquilado por los androides del sector Denver-7 que circulan por Barcelona, tal como ocurrió con Altobelli? Misterio, pero hay un llamado intermitente en las páginas del canon que desciende como una acusación sobre su doble, el autor, cuando escribe: “Ay, el Auctor. Ahí arriba, más alto, mucho más, también más ínclito, más autor, más yo no sé qué, mucho más todo. Y yo, ay, más enano, gusano perdido, con menos bombo, bajísimo, mucho menos en todo, muy menos”, anota, y hace “Pausa” otra vez.

Afortunadamente, si la angustia permanece, el dolor en cambio se adormece y pasa con su presente. El canon sigue entonces su marcha, alerta y juguetón, con plena conciencia de las dificultades que ofrece ahora la variante del Autor prestigioso ante el proyecto del narrador para fracasar mejor. La batalla en el tablero es dura, pero no hay por dónde perderse con Sterne y el humor negro del Tristram Shandy, mientras el narrador prepara el dormitorio para la llegada de Ryo, a quien ha convencido de venir a Barcelona. Debe mudar el cuarto oscuro donde se acumulan los fragmentos y vaciarlo antes de que Ryo haga su aparición en el departamento. Es una oportunidad única para deshacerse de todo, y en un último acto de cazador-recolector de la literatura esparcida en las trincheras de su biblioteca, el narrador coge al azar Yo y mi chimenea, de Melville. Se trata de una novela breve, donde un viejo granjero se rebela contra la remodelación de su hogar y el derribo de la chimenea, “todo un símbolo de la resistencia al asalto al que «los últimos de la clase» someten últimamente a la gran literatura”, anota el narrador en su ficha de rigor, sabiendo, con Melville, que sin ese gran fuego que se enciende por las noches al centro de la sala, la casa perderá su espíritu y ya no habrá más hogar. Entretanto, Ryo anuncia desde el avión su llegada en el WhatsApp: “Sentadita. Asiento 3C, pasillo”. Y como lector me emociono enormemente con ese final, sin saber por qué ese fracaso no podía ser mejor.

Después rebobiné. Era el cable a tierra que necesitaba. Recordé entonces que yo iba a escribir sobre el día del perdón de los judíos este jueves 2 de octubre, pero de manera muy sincera me arrepentí. Un amigo me había traído de Madrid un libro de regalo. Por fortuna no guardaba ninguna relación con los desastres de este mundo. Tampoco me exigía firmar ninguna petición a favor o en contra de los nuevos inquisidores. Lo abrí enseguida, y me sumergí en la lectura como quien elige respirar, libre de la cultura de los odios buenos y los odios malos, de los santos y de los demonios. Desintoxicarme, en suma, sabiendo que Vila-Matas no perdona.

ROBERTO BRODSKY
ROBERTO BRODSKY
Roberto Brodsky (Santiago de Chile, 1957). Escritor, profesor universitario, guionista y autor de artículos de opinión y crítica. Entre sus novelas se cuentan El peor de los héroes (1999), El arte de callar (2004), Bosque quemado (2008), Veneno (2012), Casa chilena (2015) y Últimos días (Rialta Ediciones, 2017). Residió durante más de una década en Washington como profesor adjunto de la Universidad de Georgetown. Ha vivido por largos períodos en Buenos Aires, Caracas, Barcelona y Washington DC. A mediados de 2019 se trasladó a vivir a Nueva York.

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