Presentación
Masha Gessen (1967) es una periodista, escritora y traductora ruso-estadounidense, que escribe principalmente en inglés, y que nació en Moscú en una familia judía. Es autora de libros de no ficción y colabora en diferentes medios como The New York Times, The New York Review of Books, Granta, Slate o Vanity Fair, medios donde ha escrito sobre los derechos de la comunidad LGBTQ+, siendo ella no binaria y trans. Es redactora de The New Yorker desde 2017 y columnista de opinión en The New York Times desde mayo de 2024, donde firma sus artículos como M. Gessen. Ha sido miembro activo de la lucha por los derechos LGBTQ+, en Rusia, formando parte en la dirección de organizaciones como Triangle. En Rusia, ha participado en manifestaciones por los derechos de la comunidad queer. Estas y otras actividades referentes a las acciones del ejército ruso en Ucrania han provocado que exista una causa penal contra Gessen en Rusia, desde agosto de 2023. Ha sido premiada en múltiples ocasiones, como por ejemplo en el 2005 con el Premio Nacional del Libro Judío por Ester y Ruzya: Cómo mis abuelas sobrevivieron a la guerra de Hitler y a la paz de Stalin, en 2012 con el Gran Premio Sueco de Periodismo, en 2015 recibió la Medalla Wallenberg de la Universidad de Michigan, en 2017 ganó el National Book Award de No Ficción por El futuro es historia: Cómo el totalitarismo recuperó a Rusia, y en el año 2023 obtuvo el Premio Hannah Arendt. El ensayo que aquí publicamos fue tomado del libro The Best American Essays 2019, publicado por Mariner Books.
Historias de una vida
El tema de mi charla estuvo determinado por la fecha de hoy. Hace treinta y nueve años, mis padres llevaron un paquete de documentos a una oficina en Moscú. Se trataba de nuestra solicitud de visa de salida para abandonar la Unión Soviética. Pasarían más de dos años antes de que me otorgaran la visa, pero desde ese día he sentido una sensación de precariedad dondequiera que he estado, junto con una sensación de oportunidad. Son una pareja.
Volví a emigrar como adulta. Incluso me nombraron “gran inmigrante” en 2016, lo que tomé como una afirmación de mi habilidad, obtenida a través de la práctica, aunque ese honor no era precisamente lo que se pretendía transmitir. También he criado a mis propios hijos. En todo caso, con cada nuevo paso que he dado, me he maravillado más del coraje que habrían necesitado mis padres para dar un paso hacia el abismo. Recuerdo haberlos visto en la cocina, estudiando detenidamente una copia de un atlas del mundo. Para ellos, Estados Unidos era un contorno en una página, una red de delgadas líneas violáceas. Habían leído algunos libros norteamericanos y visto un puñado de películas de Hollywood. A un amigo le gustaba preguntarles, en broma, si podían estar realmente seguros de que Occidente siquiera existía.
La verdad es que no podían saberlo. Lo que sí sabían era que, si abandonaban la Unión Soviética, nunca podrían regresar (como muchas cosas que aceptamos como raras certezas, esta resultó ser errónea). Tendrían que establecerse en otro lugar. Creo que eso les funcionó: como judíos, nunca se sintieron en casa en la Unión Soviética, y cuando el hogar no es donde uno nace, nada está predeterminado. Todo puede estarlo. Así que mis padres siempre sostuvieron que consideraban su salto a lo desconocido como una aventura.
Yo no estaba tan segura. Después de todo, nadie me lo había preguntado.
Cuando tenía trece años, me encontré en un claro de un bosque en las afueras de Moscú, en una reunión secreta –podríamos decir clandestina, aunque era abierta– de activistas culturales judíos. La gente se puso de pie frente a la multitud, de a uno, de a dos o de a varios a la vez, con guitarras o sin ellas, y se cantaron un repertorio limitado de canciones hebreas y yiddish. Es decir, cantaban las mismas tres o cuatro canciones una y otra vez. Las melodías rasparon algo dentro de mí, haciendo que un órgano que no sabía que tenía –ubicado justo encima del esternón– vibrara con una sensación de pertenencia. Estaba rodeada de extraños, sentados, como estábamos, en troncos colocados sobre el césped, y recuerdo sus caras hasta el día de hoy. Los miré y pensé: Esto es lo que soy. El “esto” en esto era “judío”. Desde mi posición, 37 años después, agregaría “en una comunidad cultural secular” y “en la Unión Soviética”, pero en ese entonces el espacio era demasiado pequeño para requerir más detalles. Todo en ello parecía evidente: una vez que supiera lo que era, simplemente lo sería. De hecho, las personas que estaban frente a mí cantando esas canciones estaban tratando de descubrir cómo ser judías en un país que había borrado el judaísmo. Ahora me gustaría pensar que lo que me hizo estremecer fue ver a la gente aprender a habitar una identidad.
Unos meses después, abandonamos la Unión Soviética.
En los libros autobiográficos escritos por exiliados, el momento de la emigración suele abordarse en las primeras páginas, independientemente de en qué momento de la vida del escritor se produjo. Busqué en Habla, memoria, de Vladimir Nabokov, la cita pertinente en el lugar que le resultaba familiar. Me llevó un rato porque la frase estaba en realidad en la página 250 de 310. Aquí está: “La ruptura de mi propio destino me brinda retrospectivamente una sincopizante patada que no cambiaría por nada de muchos mundos”.
Esta es una frase que se cita a menudo en un libro lleno de frases citables. La crítica cultural y mi difunta amiga Svetlana Boym analizaron la aplicación que Nabokov hace de la palabra “síncope”, que tiene tres usos distintos: en lingüística es el acortamiento de una palabra por omisión de un sonido o sílaba de su centro; en música es un cambio de ritmo y de acento cuando se enfatiza un ritmo normalmente débil; y en medicina es una breve pérdida de conciencia. “Síncope”, escribió Svetlana, “es lo opuesto de símbolo y síntesis”.
Suketu Mehta, en su Maximum City, escribió: “La vida de cada persona está dominada por un acontecimiento central, que moldea y distorsiona todo lo que viene después y, en retrospectiva, todo lo que vino antes. Para mí, fue irme a vivir a Estados Unidos a los 14 años. Es una edad difícil para cambiar de país. No has terminado de crecer en el país donde vivías y nunca te sientes cómodo en el país al que te vas”.
Mehta no me decepcionó: esta afirmación aparece en las primeras páginas de su magnífico libro; además, se mudó a Estados Unidos a la misma edad que yo. Y aunque creo que puede estar equivocado con respecto a todos, estoy segura de que tiene razón con respecto a los emigrados: la ruptura colorea todo lo que vino antes y después.
Svetlana Boym tenía una teoría privada: la vida de un emigrado continúa en la tierra que dejó atrás. Es una historia paralela. En un artículo inédito, intentó imaginar las vidas paralelas que llevaba su yo soviético/ruso/judío abandonado. Hacia el final de su vida, este volver a recorrer y reimaginar se convirtió en una especie de obsesión. También tenía una teoría sobre mí: que había regresado para recuperar una vida que había sido interrumpida. En cualquier caso, hay muchas historias que contar sobre una sola vida.
El día de San Valentín de 1982 –tenía quince años– fui a un baile gay en Yale. Era una época estupenda para los bailes gay. Ya no daba miedo ser queer en el campus, pero la vida gay seguía medio escondida de una manera emocionante. De hecho, no recuerdo haber bailado, y ni siquiera recuerdo haber llamado la atención de nadie. En otras palabras, estoy bastante segura de que nadie se dio cuenta de mi presencia. Curiosamente, eso no fue aplastante. Porque lo que sí recuerdo es estar de pie en algún lugar oscuro, apoyada en algo, y sentirme rodeada por una comunidad. Recuerdo que pensé: Esta es la persona que podría ser.
Lo que el síncope de la emigración había significado para mí era la diferencia entre descubrir quién era yo –la experiencia que tuve en los bosques de las afueras de Moscú– y descubrir quién podía ser –la experiencia que tuve en ese baile–. Fue un momento de elección y, gracias a la “ruptura en mi destino”, fui consciente de ello.
En este sentido, mi narrativa personal se separa de la del movimiento gay y lésbico estadounidense. Este último se basaba en la falta de elección. Puede que haya que defender una elección –ciertamente, uno tiene que estar preparado para defender su derecho a elegir–, mientras que argumentar que uno nació de esa manera apela a la simpatía de la gente o al menos a un sentido de la decencia. También sirve para apaciguar las propias dudas y excluir futuras opciones. En general, nos sentimos cómodos con menos opciones –por mucho que yo me hubiera sentido más segura si mis padres no se hubieran embarcado en su gran aventura de emigrar.
Después de que me fui de Moscú, una de mis abuelas se vio obligada a ocultar el hecho de nuestra emigración: habíamos cometido un acto de traición que podría haber amenazado a quienes dejábamos atrás. Así que en el pequeño pueblo donde ella vivía y donde yo había pasado los veranos cuando era niña, ella siguió informando a mis amigos sobre la vida que yo no llevaba. En esa vida soviética, solicité el ingreso a universidades y no logré entrar. Al final, me conformé con una ruta técnica que sonaba mediocre.
Me dolió la previsibilidad de la historia que mi abuela eligió para mí. En los Estados Unidos, vivía una vida imaginativa y arriesgada: abandoné la escuela secundaria, me escapé de casa, viví en el East Village, trabajé como mensajera en bicicleta, abandoné la universidad, trabajé en la prensa gay, me convertí en editora de una revista a los veintiún años, me arrestaron en las protestas de ACT UP, experimenté sexual y románticamente, me comporté de manera aborrecible, fui una buena amiga o intenté serlo, pero en el espejo que sostenía mi abuela, no era solo mi ubicación lo que era diferente: fue la presencia de la elección en mi vida.
Después de diez años en este país, volví a Moscú como periodista, por encargo. Me sentí tan inesperadamente cómoda en un país que esperaba sentirme extranjera –como si mi cuerpo se relajara en un espacio que había permanecido abierto para él– que también me sentí resentida por no haber tenido la opción de irme. Seguí yendo y finalmente me quedé, reinventándome como periodista de habla rusa. Fingí que esa era la vida que habría tenido si nunca me hubiera ido, pero en el fondo creía que mi abuela había tenido razón: había una especie de yo paralela, trabajando miserablemente en una tarea de ingeniería sin futuro. Esto me convertía en una doble impostora en la vida que estaba viviendo.
No estoy segura de cuándo tomé la decisión de quedarme en Rusia, pero recuerdo haber oído la declaración salir de mi boca, sorprendiéndome, como a veces sucede cuando una decisión se da a conocer. Había estado viviendo allí un año y estaba hablando con un amigo cercano, un estudiante de posgrado estadounidense que también había estado allí un año y ahora estaba regresando. —Creo que me voy a quedar –dije. —Por supuesto que sí –respondió, como si no fuera una elección en absoluto.
Por esa misma época, un joven periodista ruso me entrevistó: haber elegido regresar a Rusia me convertía en una persona lo suficientemente exótica como para que escribieran sobre ella. Me preguntó qué me gustaba más, ser rusa en Estados Unidos o estadounidense en Rusia. Me puse furiosa: creía que era rusa en Rusia y estadounidense en Estados Unidos. Me llevó muchos años acostumbrarme a ser una extranjera dondequiera que fuera.
Me reencontré con mis dos abuelas, a las que no había visto desde que era adolescente, y comencé a entrevistarlas. Este proyecto se convirtió en un libro sobre las decisiones que habían tomado. La que desaprobaba nuestra emigración se había convertido en una censuradora, lo que, me dijo, era una elección moral. Había recibido una educación para ser profesora de historia, pero cuando terminó sus estudios estaba convencida de que convertirse en profesora de historia en la Unión Soviética le exigiría mentir a los niños todos los días. En cambio, censurar le parecía un trabajo que podría haber hecho un robot: cualquier otra persona habría tachado las mismas líneas o confiscado el mismo correo (su primer trabajo fue como censora de material impreso en el correo internacional entrante), mientras que cada profesor de historia utiliza un tipo diferente de encanto y persuasión para distorsionar la comprensión del pasado de los niños.
A mi otra abuela la conocí como rebelde y disidente, alguien que nunca transigía. Pero cuando la entrevisté me enteré de que cuando le ofrecieron un trabajo en la policía secreta (como traductora), aceptó. Esto fue durante la llamada campaña anticosmopolita de Stalin, cuando los judíos fueron purgados de todo tipo de instituciones soviéticas. No pudo conseguir un trabajo para salvar su vida, o, más concretamente, la vida de su hijo pequeño. No había sido una elección en absoluto, me dijo: tenía que alimentar a su hijo. Nunca empezó el trabajo porque no aprobó el examen médico.
Sin embargo, la figura central del libro era su padre, que fue asesinado en Majdanek. Siempre supe que había participado en la rebelión del gueto de Bialystok, pero luego descubrí que había servido en el Judenrat (el consejo judío) antes de decidirse a ayudar a los rebeldes.
Al estudiar los archivos (se han conservado una cantidad notable de documentos del gueto de Bialystok), me di cuenta de que mi bisabuelo había sido uno de los líderes de facto del Judenrat. Había sido responsable de las entregas de alimentos y de la recogida de basura del gueto, y vi pruebas contundentes de que participó en la elaboración de las listas de nombres para el exterminio. También encontré unas memorias escritas por un miembro de la resistencia en las que recordaba los esfuerzos de mi bisabuelo por detener la resistencia. Más tarde, al parecer, cambió de posición y empezó a ayudar a la resistencia a introducir armas de contrabando en el gueto. Antes de la guerra había sido funcionario electo, miembro tanto del ayuntamiento como del consejo judío, por lo que me quedó claro que había visto sus funciones en el Judenrat como una consecuencia lógica de su servicio electivo. Podía ver la trayectoria de las decisiones de mi bisabuelo.
Mi abuela no quería que publicara la parte sobre el Judenrat, y tuvimos una prolongada batalla sobre a quién le tocaba contar la historia: la de ella, la mía o la de ambas. Al final, sólo me exigió una cosa: que omitiera una cita de Eichmann en Jerusalén, de Hannah Arendt. Se trata de la infame cita en la que Arendt dice que el Holocausto no habría sido posible sin la ayuda de los consejos judíos.
Yo la veía como una historia de decisiones imposibles y angustiosas que, no obstante, él insistía en hacer. Los regímenes totalitarios tienen como objetivo hacer imposible la elección, y eso era lo que me interesaba en aquel momento. Me sobrecogía la brecha entre mi capacidad de juicio y las opciones insoportablemente limitadas a las que se enfrentaban mis abuelos. Me obsesioné con las ideas de la “elección imposible” y de “no tener elección”. Pero lo que me interesa ahora es que creo que la resistencia puede adoptar la forma de insistir en tomar una decisión, incluso cuando la elección se plantea como una entre opciones inaceptables.
De vuelta en Estados Unidos, la aventura de mis padres se detuvo once años después de que aterrizáramos en América. Mi madre murió de cáncer en el verano de 1992. Once años después, regresé para una beca de un año, para ser una rusa en Estados Unidos durante un año. Durante ese año me hice una prueba que demostró que tenía la mutación genética que había causado el cáncer que mató a mi madre y a su tía antes de eso. Yo “nací así”, nací para desarrollar cáncer de mama o de ovario, o ambos. Los asesores genéticos y los médicos me preguntaron qué quería hacer. Era una elección, enmarcada entre “monitoreo agresivo” (para detectar los primeros signos de cáncer, que los médicos estaban seguros de que aparecerían) y cirugía preventiva.
Terminé escribiendo, primero, una serie de artículos y luego un libro sobre la toma de decisiones en la era de las pruebas genéticas. Hablé con personas que se habían enfrentado a decisiones mucho más drásticas que la que yo había tenido que tomar. Estas personas habían elegido vivir sin órganos tan esenciales como el estómago o el páncreas, mientras que a mí lo único que me sugerían los médicos era la extirpación de los senos y los ovarios. Yo elegí extirparme los senos y reconstruirlos. ¡Estaba eligiendo el tamaño de mis senos y mi destino!
Por cierto, los médicos no creían que fuera la elección correcta: abogaban por la extirpación de los ovarios en lugar de, o más importante que, los senos. Encontré pruebas más convincentes a favor de conservar los ovarios durante un tiempo, pero hace dos años y medio también me los extirparon. En esa época, mi médico me sugirió enfáticamente que ya no tenía otra opción.
Dos décadas después de regresar a Rusia, me fui de nuevo. Fue una de esas decisiones imposibles que no parecen una elección real: fui una de las muchas personas expulsadas del país durante la represión que siguió a las protestas de 2011-2012. A algunas se les dio la opción de emigrar o ir a prisión. Mis opciones eran emigrar o ver a los servicios sociales perseguir a mis hijos, alegando que soy homosexual.
¿Qué había pasado con la vida que mi yo discontinuo llevaba en Estados Unidos mientras yo estaba en Rusia? Mi vida de escritora había seguido adelante, más o menos: estaba publicando en Estados Unidos mientras vivía en Rusia. Socialmente, ¿quién era yo? ¿Quién era mi gente? ¿A dónde pertenecía? Había perdido algunos amigos y ganado otros. Algunos amigos se habían convertido en parejas, se habían separado, se habían vuelto a emparejar, habían tenido hijos. Yo me había emparejado y vuelto a emparejar y también había tenido hijos.
Además, algunas de las mujeres que había conocido se habían convertido en hombres. No es así como lo expresa la mayoría de las personas transgénero; el lenguaje por defecto es el de la falta de elección: la gente dice que siempre ha sido hombre o mujer y ahora está surgiendo su yo auténtico. Este es el mismo enfoque de “nacido así” que el movimiento gay y lésbico había utilizado políticamente tan bien durante el tiempo que yo había estado ausente: había permitido a la gente queer acceder a instituciones como el ejército y el matrimonio.
La historia típica es algo así: cuando era niña siempre me sentí como un niño, o nunca me sentí como una niña, y luego traté de ser lesbiana, pero el problema no era la orientación sexual, sino el género, específicamente, el “género verdadero”, que ahora podía reclamar a través de la transición. Me sentí resentida al escuchar estas historias. ¡Yo también siempre me había sentido como un niño! Me había costado algo de trabajo disfrutar de ser una mujer (lo que sea que eso signifique) –lo había logrado, había aprendido a serlo. Pero aun así: aquí estaba, frente a la posibilidad de que en la vida paralela que mi yo abandonado llevaba en los Estados Unidos mientras yo estaba en Rusia, hubiera hecho la transición. El género verdadero (lo que sea que eso signifique) no tenía mucho que ver con eso, pero la elección sí. De alguna manera, no me di cuenta de que estaba allí.
Había escrito un libro entero sobre la toma de decisiones que tenían que ver con la eliminación de las partes del cuerpo que aparentemente me habían hecho mujer: los senos, los ovarios, el útero. Y no había cuestionado las suposiciones de que después de una mastectomía se consideran las opciones de reconstrucción y después de una histerectomía radical se considera si se debe recibir “reemplazo” hormonal en forma de estrógeno. De hecho, me había sometido a una reconstrucción y estaba tomando estrógeno. Había fracasado miserablemente en ver mis decisiones, tomadas bajo cierta presión, como una oportunidad para la aventura. No había pensado en habitar un cuerpo diferente de la misma manera que uno pensaría en habitar un país diferente. ¿Cómo invento la persona que soy ahora?
Dejé el estrógeno y comencé a tomar testosterona. Tuve algunos problemas con la parte de evidencia de la ciencia, porque, como he descubierto, todos los artículos publicados sobre el uso de testosterona en personas que comienzan siendo mujeres caen en una de dos categorías: artículos que apuntan a demostrar que las personas que toman testosterona experimentarán todos los cambios masculinizantes que desean, y otros que apuntan a demostrar que las mujeres no tendrán ninguno de los cambios masculinizantes que temen. Estoy tomando una pequeña dosis y no tengo idea de cómo me afectará. Mi voz se ha vuelto más grave. Mi cuerpo está cambiando.
Pero, de nuevo, los cuerpos cambian todo el tiempo. En su libro Los argonautas, Maggie Nelson cita a su pareja, el artista Harry Dodge, diciendo que él no va a ninguna parte, que no está en transición, sino que está siendo él mismo. Reconozco el sentimiento, aunque probablemente diría lo contrario: durante treinta y nueve años, desde que mis padres llevaron esos documentos a la oficina de visas, me he sentido tan precaria que no puedo reclamar a alguien que “realmente soy”. Ese alguien es una secuencia de elecciones, y la pregunta es: ¿mi próxima elección será consciente y mi capacidad para tomarla será ilimitada?
No me costó mucho esfuerzo organizar las notas que tomé para esta charla en torno a las siete palabras que, según se informa, la administración Trump ha prohibido a los Centros para el Control de Enfermedades. Las siete palabras, desde “feto” hasta “basado en evidencia”, son palabras que reflejan nuestra comprensión de la elección.
La elección es una gran carga. El llamado a inventar la propia vida, y hacerlo continuamente, puede sonar insoportable. Los regímenes totalitarios se proponen acabar con la posibilidad de elegir, pero lo que hacen los aspirantes a autócratas es prometer que nos librarán de la necesidad de elegir. Ésta es la promesa del “Make America Great Again”: evoca el encanto de un pasado imaginario en el que uno era libre de no elegir.
Me ha sorprendido que, durante el último año, el resurgimiento del interés por algunos de los libros clásicos sobre el totalitarismo no haya hecho volver el maravilloso Escape from Freedom, de Erich Fromm (aunque Fromm, que era psicoanalista y psicólogo social, ha sido redescubierto por muchas personas en el ámbito de la salud mental porque introdujo la idea del “narcisismo maligno”). En la introducción, Fromm se disculpa por lo que percibe como dejadez, que, según él, se debe a la necesidad de escribir el libro a toda prisa: sentía que el mundo estaba al borde de la catástrofe. Fromm escribió esto en 1940.
En el libro, Fromm propone que hay dos tipos de libertad: la “libertad de”, que todos queremos –todos queremos que nuestros padres dejen de decirnos qué hacer– y la “libertad para”, que puede ser difícil o incluso insoportable. Se trata de la libertad de inventar el propio futuro, la libertad de elegir. Fromm sugiere que en ciertos momentos de la historia humana la carga de la “libertad para” se vuelve demasiado dolorosa para que la soporte una masa crítica de personas, y estas aprovechan la oportunidad para ceder su capacidad de decisión –ya sea ante Martín Lutero, Adolf Hitler o Donald Trump.
No es de extrañar que Trump parezca estar obsesionado con las personas que encarnan la elección. Los inmigrantes son su enemigo imaginario más aterrador, aquellos que necesitan ser “extremadamente examinados”, bloqueados por un muro, cuyos crímenes deben ser denunciados a una línea directa especial y cuyas familias deben ser excluidas de este país. Me recuerda al “monitoreo agresivo” del cáncer que seguramente vendrá. Las personas transgénero han sido otro blanco de los ataques aparentemente espontáneos de Trump: basta con ver la prohibición de las personas transgénero en el ejército, la rescisión de las protecciones para los estudiantes transgénero y ahora la prohibición de la propia palabra “transgénero”.
Pero al hablar de inmigrantes tendemos a privilegiar la falta de elección, de forma muy similar a como lo hacemos cuando hablamos de personas queer o transgénero. Nos centramos en la distinción entre refugiados e “migrantes económicos”, sin preguntarnos por qué el miedo al hambre y la indigencia es una razón menor para migrar que el miedo a la cárcel o a la muerte por herida de bala, y sólo si esa herida es infligida por razones políticas o religiosas. Pero, más aún, ¿por qué asumimos que cuanto más restringidas han sido las opciones de una persona, más calificada está para entrar en un país que proclama la libertad de elección personal como uno de sus ideales?
Los inmigrantes toman una decisión. El valor no consiste en permanecer en riesgo de recibir una bala, sino en elegir evitarlo. En la Unión Soviética, la mayoría de los disidentes creían que, si uno se enfrentaba a la imposible elección entre abandonar el país o ir a prisión, debía elegir el exilio. De forma menos dramática, el valor consiste en poder experimentar su mudanza menos como una huida y más como una aventura. Se trata de servir como recordatorios vivos de la libertad de elección que ofrece la vida, algo que hacen los inmigrantes y la mayoría de las personas trans, independientemente de que sus narrativas personales sean de elección o no.
Me gustaría poder terminar con una nota esperanzadora, diciendo algo como: si tan solo insistimos en tomar decisiones, lograremos mantener a raya la oscuridad. No estoy convencida de que ese sea el caso. Pero sí creo que tomar decisiones y, lo que es más importante, imaginar otras opciones mejores, nos dará la mejor oportunidad posible de salir de la oscuridad mejores de lo que éramos cuando entramos. Es un poco como emigrar de esa manera: la elección de irse rara vez se siente libre, pero las decisiones que tomamos sobre habitar nuevos paisajes (o cuerpos cambiados) exigen imaginación.